Regreso de las tierras del norte

Pasé unas semanas más en la compañía de los guerreros y nobles del reino de Rothgar. Fueron días gratos, porque las gentes se mostraron amables y hospitalarias, cuidando con gran atención de mis heridas, que cicatrizaron bien, loado sea Alá. No tardó en llegar el día, no obstante, que sentí deseos de volver a mi tierra natal. Revelé entonces al rey Rothgar que era el emisario del Califa de Bagdad y que debía completar la misión que él me había encomendado, pues de lo contrario, sería objeto de su ira.

Nada de esto hizo mucha impresión a Rothgar, quien dijo que yo era un noble guerrero y que deseaba que permaneciera en su dominio para vivir la vida que merece semejante guerrero. Rothgar manifestó entonces que me ofrecía su amistad eterna y que me daría todo lo que yo deseara y que estuviera dentro de sus posibilidades darme. No estaba dispuesto, en cambio, a permitir que marchara y se ingenió para crear toda clase de excusas y retrasos. Dijo que debía cuidarme las heridas, no obstante estar éstas evidentemente cicatrizadas. Señaló después que debía recobrar las fuerzas, aunque ellas estaban también visiblemente restablecidas. Por fin dijo que debía esperar hasta que se equipase un barco, empresa que no era fácil. Cuando le pregunté cuánto tiempo podría llevar esto, el rey me dio una respuesta vaga, como si no le interesara mucho. Todas las veces que le preguntaba cuándo podría partir se irritaba y me preguntaba a su vez si estaba yo insatisfecho con la hospitalidad que recibía. A ello me veía obligado a responder con toda suerte de expresiones de alabanza por su cortesía y de gratitud por mi parte. No tardé en caer en la cuenta de que el rey era menos tonto de lo que yo había supuesto hasta entonces.

Acudí, pues, a Herger, le hablé de mi situación y le dije:

—El rey no es el tonto que yo imaginaba.

—Estás equivocado —replicó Herger—. Es un tonto y no actúa con sensatez.

Me prometió entonces ocuparse de mi partida y hablar con el rey.

He aquí cómo debió proceder. Solicitó una audiencia privada al rey y le dijo que era un gobernante grande y sabio cuyo pueblo le amaba y le respetaba en virtud de la manera en que cuidaba de los intereses del reino y velaba por el bienestar de sus súbditos. Estas lisonjas ablandaron al anciano. Herger le recordó que de los cinco hijos que había tenido, sólo le quedaba uno, Wulfgar, quien había ido en busca de Buliwyf como emisario y a la sazón seguía alejado. Era necesario llamar inmediatamente a Wulfgar y organizar una partida para que le trajera de regreso, ya que no había otro heredero que Wulfgar.

Dijo todo esto al rey. Creo, además, que mantuvo una conversación privada con la reina Weilew, quien tenía mucha influencia sobre su marido.

Sucedió poco después que una noche, durante un banquete, Rothgar anunció que se equiparía un barco con su tripulación para llevar a cabo un viaje que traería a Wulfgar de regreso al reino. Le solicité que me permitiera formar parte de esa expedición y esta vez el viejo rey no pudo negarse a dejarme marchar. La preparación del barco se prolongó por espacio de varios días. Durante ese intervalo pasé buena parte del tiempo con Herger. Herger había decidido quedarse.

Un día estábamos en pie en el acantilado, contemplando el barco en la playa, mientras lo preparaban para el viaje y cargaban en él las provisiones. Herger me dijo entonces:

—Vas a emprender un largo viaje. Elevaremos plegarias por tu seguridad.

Le pregunté a quién pensaban elevarlas, y Herger repuso:

—A Odín, a Freya, a Thor, a Wyrd y a todos los demás dioses que pueden influenciar la suerte de tu viaje.

Eran éstos los nombres de los dioses de los nórdicos.

Repliqué en estos términos:

—Creo en un solo dios, que es Alá, todo misericordioso y magnánimo.

—Lo sé —dijo Herger—. Es posible que en tu país sea suficiente tener un solo dios, pero no ocurre lo mismo aquí. Aquí tenemos muchos dioses y cada uno de ellos tiene su importancia, de modo que rogaremos a todos ellos por tu buena fortuna.

Se lo agradecí en seguida, ya que las plegarias de un pagano son igualmente eficaces cuando son sinceras, y no dudaba en la sinceridad de Herger.

Ahora bien, Herger sabía desde hacía largo tiempo que mis creencias eran distintas a las suyas, pero a medida que se aproximaba la fecha de mi partida, me preguntó muchas veces acerca de estas creencias. Lo hacía, además, en momentos inesperados, con la intención de sorprenderme y enterarse de la verdad. Yo tomaba muchas de sus preguntas como una especie de prueba, tal como Buliwyf puso a prueba en una oportunidad mis conocimientos de escritura. Invariablemente le respondía en los mismos términos, hecho que aumentaba su perplejidad.

Un día me dijo sin recordar, en apariencia, que ya había hecho la pregunta:

—¿Cuál es la naturaleza de tu dios Alá?

—Alá —dije— es el dios único, que lo gobierna todo, que lo ve todo, que lo sabe todo y que lo dispone todo —le había dicho ya estas palabras con anterioridad.

Al cabo de unos instantes, Herger me preguntó:

—¿Nunca provocas la ira de este Alá?

—Sí que la provoco —repuse—, pero Él es misericordioso y magnánimo.

—¿Cuando ello conviene a sus fines? —preguntó Herger.

Respondí afirmativamente y Herger reflexionó sobre mi respuesta. Por fin hizo el siguiente comentario, moviendo la cabeza:

—Es demasiado arriesgado. Un hombre no puede poner tanta fe en una sola cosa, sea mujer, caballo, arma u otro objeto por sí solo.

—Yo la pongo —señalé.

—Como quieras —repuso Herger—, pero hay demasiadas cosas que el hombre ignora. Y todo lo que el hombre ignora está dentro del dominio de los dioses.

Comprendí entonces que nunca podría persuadir a Herger de mis creencias ni yo tampoco llegar a aceptar las suyas, de modo que nos separamos. Fue en verdad una despedida triste, pues me causaba gran pesar separarme de Herger y de los guerreros que quedaban. Herger también lo sentía así. Le cogí por un hombro y él a su vez me cogió el mío, y en seguida me embarqué en la nave negra, que me llevó a la tierra de los daneses. Al alejarse el barco, con su vigorosa tripulación, de las costas de Venden, pude ver los techados relucientes de la gran fortaleza de Hurot, y al volverme, el océano gris e infinito delante de nuestros ojos. Ahora bien, ocurrió entonces que…[53]