Buliwyf pidió siete caballos robustos, y en las primeras horas del día salimos cabalgando del gran hall de Rothgar en dirección a la llanura y a las colinas detrás de ella. Nos acompañaban cuatro galgos de color blanco puro, grandes animales que yo juzgaría se encuentran más cerca de los lobos que de los perros, por ser tanta su fiereza. Era ésta toda nuestra fuerza de ataque, hecho que me llevó a considerar la empresa como un débil gesto contra tan importante enemigo, a pesar de que los nórdicos tienen mucha fe en el elemento sorpresa y en el ataque astuto. Además, según sus propios cálculos, cada uno de ellos equivalía en valor a tres o cuatro de sus contrincantes.
No estaba yo dispuesto a embarcarme en una nueva aventura bélica y me sorprendió sobremanera que los nórdicos no se hicieran eco de tal punto de vista, que surgía, sin duda, de la fatiga que me invadía. Respecto de ello, Herger manifestó:
—Siempre es así, ahora y en Valhalla —su idea del cielo.
En este cielo que ellos imaginan como un gran hall, los guerreros libran combate de la mañana hasta el atardecer. Entonces los muertos resucitan, todos comparten un festín durante la noche con infinita cantidad de comida y de bebida y al día siguiente vuelven a batirse. Y aquellos que mueren resucitan y hay otro festín. Tal es la naturaleza de su cielo por toda la eternidad.[38]
Determinó la dirección de nuestra marcha el reguero de sangre dejado durante la noche por los jinetes en retirada. Abrían la marcha los galgos, que corrían siguiendo este rastro de sangre. En una ocasión nos detuvimos en la llanura para recoger un arma dejada por los demonios durante su trayecto. He aquí la naturaleza del arma: era un hacha de mano con un mango de madera y una hoja de piedra afilada y fijada al mango por medio de lazos de cuero. Los bordes eran sumamente afilados y la hoja había sido hecha con destreza, como si esta piedra fuera una joya femenina destinada a satisfacer la vanidad de una dama noble. Hasta este punto llegaba la calidad de la artesanía y era un arma formidable por el filo de su borde. Nunca he visto un objeto semejante en ninguna otra parte del mundo. Me dijo Herger que los wendol hacían sus armas y utensilios de esta piedra, o por lo menos así lo creían los nórdicos.
Seguimos avanzando a buen paso, precedidos siempre por los ruidosos galgos, cuyos ladridos animaban algo. Por fin llegamos a las colinas. Nos internamos en ellas sin vacilar o titubear, cada uno de los guerreros de Buliwyf empeñado en su propósito, todos nosotros un grupo de nombres silenciosos y con el rostro lleno de determinación. También reflejaban algo de temor, pero a pesar de ello ninguno de los hombres se detuvo ni vaciló, sino que prosiguió la marcha a caballo.
Hacía ya mucho frío en las colinas, en los bosques de árboles de color verde oscuro, y el viento helado soplaba entre nuestras ropas. Veíamos además el hálito de la respiración de nuestras cabalgaduras y de nuestros perros, semejantes a penachos blancos. A pesar de todo, seguíamos avanzando. Después de un trayecto que se prolongó hasta mediodía, nos encontramos frente a un paisaje distinto. Había allí una meseta o páramo con maleza áspera, una región desolada, que se parecía más que nada a un desierto, aunque no era arenoso o seco, sino húmedo y anegado, y sobre esta tierra se extendía una ligerísima niebla. Los nórdicos llaman a esta región el páramo del terror.[39]
Vi entonces con mis propios ojos que esta niebla estaba esparcida sobre la tierra en pequeños bolsillos o manchas, como nubes diminutas sentadas sobre la superficie. En un sector el aire está despejado. En otro, en cambio, se veían manchas de niebla junto a la tierra, que llegaban hasta las rodillas de los caballos, y en lugares como éstos perdíamos de vista a los perros, que quedaban envueltos en la niebla. Momentos más tarde ésta se disipaba y nos encontrábamos otra vez en un espacio abierto. Tal es el paisaje en el páramo.
Hallé este espectáculo notable, aunque los nórdicos no veían en él nada especial. Comentaron que la región tiene muchos lagos de agua amarga y también aguas surgentes a alta temperatura, que proviene de grietas en la tierra. En estos puntos se concentran nieblas aisladas que permanecen allí día y noche. Llaman a esto la región de los lagos hirvientes.
El terreno resulta difícil para las cabalgaduras y debimos avanzar con mayor lentitud. Los perros corrían a su vez más despacio y observé que ladraban con menos energía. Muy pronto el aspecto del grupo había cambiado, y de un galope con perros bulliciosos al frente, pasamos a una marcha lenta, precedida por perros silenciosos que nos conducían de mala gana y aun retrocedían y llegaban a meterse entre las patas de los caballos, lo cual creaba dificultades de cuando en cuando. Hacía aún mucho frío, mucho más, diré, que aquí y allí vi alguna mancha pequeña de nieve en el suelo, si bien estábamos, según mis cálculos, en el período del verano.
Avanzamos una buena distancia a este paso lento y me pregunté si acaso no perderíamos el camino, sin volver a hallar nunca más el de regreso a través de este páramo. Sin embargo, en un lugar determinado los perros se detuvieron. No había diferencias en el terreno, ni tampoco rastros de objetos en el suelo. A pesar de ello los perros se detuvieron como si hubiesen llegado a una valla u obstáculo palpable. El grupo se detuvo allí, y todos miramos en una y otra dirección. No había viento ni se oía ningún ruido, ni aun el de aves o animales vivos, sólo silencio.
—Estamos en la tierra de los wendol —dijo Buliwyf, y los guerreros dieron unas palmadas a sus cabalgaduras en el cuello para animarlas, ya que los animales se mostraban aprensivos y nerviosos en esta región. También estaban nerviosos sus jinetes. Buliwyf tenía los labios apretados. Las manos de Etchgow temblaban al aferrar las riendas. Herger estaba sumamente pálido y miraba con ojos inquietos en una y otra dirección. También miraban inquietos los demás.
Los nórdicos suelen decir: «El miedo tiene la boca blanca», y pude comprobar en aquel momento que era verdad, pues todos estaban pálidos alrededor de los labios y la boca. Nadie habló, no obstante, de su temor.
Dejamos atrás a los perros y seguimos cabalgando sobre un terreno más nevado, en el que la nieve era ligera y crujiente a nuestro paso, hasta que nos internamos en una niebla más espesa. Nadie hablaba, salvo para dirigirse a los caballos. Con cada paso que dábamos resultaba más difícil hacer moverse a los animales. Los guerreros optaron entonces por instarlos a seguir mediante susurros o bien hundiéndoles los talones en los lomos. Pronto vimos siluetas borrosas en medio de la niebla frente a nosotros y nos aproximamos con cautela. Vi entonces con mis propios ojos lo siguiente: Sobre ambos lados del sendero y montados muy alto sobre gruesos postes estaban los cráneos de animales enormes con las fauces abiertas como para atacar. Proseguimos y vi que eran los cráneos de osos gigantescos, venerados por los wendol. Herger me dijo que los cráneos de oso protegen las fronteras de la tierra de los wendol.
Seguidamente avistamos otro obstáculo, gris, lejano y grande. Se trataba de una roca gigantesca también, que llegaba a la altura de nuestras monturas y estaba tallada en forma de una mujer encinta, con abdomen y pechos hinchados, pero sin cabeza, ni brazos, ni piernas. Esta roca estaba salpicada por la sangre de algún sacrificio reciente. En verdad estaba cubierta de regueros de sangre y era muy desagradable mirarla.
Nadie del grupo hizo comentario alguno sobre lo visto. Avanzamos al mismo paso. Los guerreros sacaron sus espadas y las esgrimieron, listas para defenderse. Mencionaré en este punto una cualidad de los nórdicos, la de que previamente mostraron temor, pero una vez llegados a la tierra de los wendol, próximos a la fuente de sus temores, su propia aprensión se disipó. Así es como parecen hacerlo todo al revés y de un modo desconcertante, ya que en verdad en aquel momento parecían estar del todo serenos. Sólo los caballos resultaban cada vez más difíciles de manejar.
Olí entonces el olor a carroña percibido con anterioridad en el gran hall de Rothgar. Al volver a sentirlo, me invadió una ola de miedo. Herger se me aproximó con su cabalgadura y me preguntó:
—¿Cómo te sientes?
Incapaz de dominar mis sentimientos, repuse:
—Tengo miedo.
Herger replicó:
—Es porque piensas en lo que habrá de venir e imaginas cosas terribles, capaces de helarle la sangre a cualquier hombre. No pienses en el futuro y consuélate sabiendo que nadie vive eternamente.
Vi la verdad de sus palabras.
—En nuestra sociedad —dije— tenemos el siguiente dicho: «Gracias a Alá, que en su gran sabiduría colocó a la muerte al final de la vida y no al principio».
Herger sonrió al oír esto y rió un instante.
—En medio del temor, hasta los árabes dicen la verdad —dijo, y se alejó a repetir mis palabras a Buliwyf, quien rió a su vez. En aquel momento los guerreros de Buliwyf acogieron de buena gana aquel chiste.
Llegamos poco después a una colina y al llegar a su cima hicimos un alto y contemplamos desde allí el campamento de los wendol. He aquí cómo apareció debajo de nosotros, pues lo vi con mis propios ojos. Había un valle y en el valle un círculo de chozas primitivas de barro y de paja, de construcción tan rudimentaria como las que podría erigir un niño. En el centro había una gran hoguera que ardía aún. No había en cambio caballos, no había animales, no había movimiento, ni señales de vida de ninguna clase. Pudimos apreciar este hecho a través de los espacios entre la niebla.
Buliwyf desmontó, seguido por sus guerreros y por mí. A decir verdad me palpitaba el corazón con tanta violencia al contemplar desde arriba el salvaje campamento de los demonios, que sentí que me ahogaba. Hablamos todos en un susurro.
—¿Por qué no hay actividad? —pregunté.
—Los wendol son animales nocturnos como las lechuzas y los murciélagos —repuso Herger— y duermen durante las horas del día. Están durmiendo, pues, en este momento, lo cual aprovecharemos para bajar y caer sobre ellos matándolos en medio de sus sueños.
—Somos tan pocos —dije. Había visto gran cantidad de chozas abajo.
—Somos bastantes —replicó Herger, y me dio un trago de hidromiel, que bebí con gratitud mientras alababa a Alá por no haberlo prohibido ni aun hallarlo reprobable.[40] En verdad hallaba en este punto que mi lengua acogía de forma hospitalaria aquella sustancia que antes había considerado vil. Es así como las cosas extrañas dejan de serlo a raíz de la repetición. Del mismo modo, no reparaba tampoco en el hedor repugnante de los wendol, por haberlo olido durante tanto tiempo hasta haber dejado de advertirlo.
La gente del Norte es sumamente peculiar en cuanto se refiere a los olores. No son gente limpia, como he dicho ya, y comen toda clase de alimentos y líquidos viles. Sin embargo, es también verdad que valoran la nariz por encima de todas las partes del cuerpo. En la batalla, la pérdida de una oreja no tiene mucha importancia, como no la tiene la de un dedo de la mano o del pie, aunque la tiene algo más la de una mano. Soportan estas cicatrices o pérdidas con gran indiferencia. En cambio, consideran la pérdida de la nariz como la pérdida de la vida misma, y ello se aplica aun a la pérdida de parte de la punta carnosa, que otra gente consideraría como de menor importancia.
La fractura de los huesos de la nariz en la batalla o bien por golpes es grave para ellos y muchos tienen narices torcidas por esa causa. No conozco, en cambio, el origen de su temor por la pérdida de la nariz.[41]
Recobradas las fuerzas, los guerreros de Buliwyf y yo entre ellos dejamos nuestros caballos en la colina, pero no fue posible dejarlos solos, pues estaban muy asustados. Uno de nuestro grupo debía quedar junto a ellos y yo abrigué la esperanza de que me elegirían a mí. Sin embargo, fue Haltaf quien quedó, por estar herido y ser de poca utilidad. El resto descendimos, pues, con gran sigilo entre los matorrales escasos y los arbustos marchitos, cuesta abajo en dirección al campamento de los wendol. Nos movimos con gran cautela y nadie se despertó en el campamento, de manera que pronto nos encontramos en el centro mismo de la aldea de los demonios.
Buliwyf no habló en ningún momento, sino que nos daba todas las instrucciones y órdenes por medio de gestos. Me dio a entender mediante dichos gestos que debíamos avanzar en grupos de dos guerreros cada uno, cada par en distinta dirección. Herger y yo debíamos atacar la más próxima de las chozas de barro, y el resto, las otras. Aguardamos todos hasta que los grupos estuvieran apostados junto a la puerta de las chozas y entonces, con un alarido, Buliwyf levantó su gran espada Runding y se lanzó a la cabeza del ataque.
Me abalancé con Herger dentro de una de las chozas, la cabeza palpitante por la sangre agolpada allí, la espada, ligera como una pluma entre mis manos. En verdad estaba dispuesto a librar la batalla más cruenta de mi vida. No vi nada en el interior. La choza estaba desierta y desnuda, salvo por los jergones de paja de aspecto tan primitivo que parecían más bien el lecho de algún animal.
Salimos corriendo al exterior y atacamos la choza siguiente, que volvimos a hallar vacía. Todas las chozas estaban vacías y los guerreros de Buliwyf se mostraron desilusionados en extremo y se miraron los unos a los otros con expresiones de sorpresa y desconcierto.
Entonces nos llamó Etchgow y nos congregamos todos en una de las chozas, algo mayor que el resto. Y allí pude ver por qué estaba desierta como todas las demás, aunque el interior de ésta no estaba desnudo. Por el contrario, el suelo estaba cubierto de huesos quebradizos que crujían al pisar sobre ellos como huesecillos de pájaros, delicados y frágiles. Me sorprendí al ver aquello y me incliné a mirar los huesos de cerca. Con una sensación de horror vi la línea curvada de una órbita aquí y unos cuantos dientes más lejos. Estaba, en verdad, en pie sobre una alfombra de huesos humanos de caras, y como pruebas más concluyentes de lo que afirmo, esta verdad horrorosa, en un alto montón contra una pared de la choza se encontraban los cráneos, dispuestos con el hueso hacia arriba como otros tantos recipientes de cerámica, pero de un reluciente color blanco. Me sentí enfermo y salí fuera a vomitar y purgarme de esta manera. Herger me dijo que los wendol comen los cerebros de sus víctimas del mismo modo que cualquiera de nosotros podría comer huevos o queso. Tal es su costumbre y, por horrendo que resulte contemplar siquiera semejante hábito, es verdad.
Nos llamó entonces otro de los guerreros y entramos en otra choza. En ella vi lo siguiente: la choza estaba vacía, salvo por un sillón amplio, semejante a un trono, tallado en un solo trozo gigantesco de madera. Tenía el respaldo en forma de abanico y tallado con figuras de serpientes y demonios. Al pie del trono estaban diseminados huesos de cráneos y sobre los brazos del sillón, donde podría haber apoyado las manos su dueño, había sangre y restos de una sustancia blanquecina semejante al queso y que no era otra cosa que sustancia cerebral. El olor que reinaba en aquel recinto era horrible.
Colocadas todo alrededor de este sitial había pequeñas tallas representando a la mujer encinta, tal como las he descrito ya. Las imágenes formaban, pues, una especie de círculo o perímetro en torno de la silla.
Herger dijo:
—Desde aquí reina ella —su voz era baja y temerosa.
No pude comprender qué quería decir, pero me sentí enfermo del corazón y del estómago. Volví a vaciar éste en el suelo mismo. Herger y los otros eran todos presa de la misma repugnancia, pero nadie entre ellos vomitó, sino que tomaron brasas de la hoguera e incendiaron las chozas. Todas ardieron con lentitud, por estar húmedas.
Hecho esto volvimos a trepar a la cima de la colina, montamos nuestras cabalgaduras y abandonando la región de los wendol, atravesando luego la del desierto del terror. Y todos los guerreros de Buliwyf estaban tristes, ya que los wendol los habían superado en cuanto a astucia e inteligencia al abandonar sus guaridas por haber previsto el ataque. Tampoco considerarían gran pérdida la de sus viviendas incendiadas.