En verdad, las gentes de las tierras del Norte nunca actúan como seres humanos que razonan y tienen sentido común. Después del ataque de los monstruos de la niebla y de su rechazo por los hombres de Buliwyf, entre los cuales me contaba yo, los del reino de Rothgar no hicieron nada.
No hubo festejos, ni festines, ni regocijo, como tampoco ningún despliegue de alegría. Desde los confines del reino llegaban los súbditos para admirar el brazo colgante del demonio, suspendido en el gran hall, y expresaron gran asombro y extrañeza. En cambio, Rothgar, aquel anciano casi ciego, no manifestó ningún placer ni entregó a Buliwyf y sus hombres regalos, ni le ofreció festines, esclavos, plata, ropas lujosas u otros símbolos de honores.
En lugar de dar muestras de agrado, el rey Rothgar tenía la cara larga y se mostró muy solemne. En apariencia, tenía más miedo aún que antes. Por mi parte, aunque no lo dije en voz alta, sospeché que Rothgar prefería la situación anterior al momento en que fue derrotada la niebla negra.
Tampoco había cambiado Buliwyf en su actitud. No pidió ceremonias, fiestas, bebida ni comida. Los nobles que habían muerto con valentía durante la batalla de la noche fueron colocados en seguida en fosas techadas con madera y dejados allí durante diez días. Había cierta prisa en realizar esta tarea.
Sin embargo, fue sólo en esta ceremonia de sepultar a los guerreros muertos cuando Buliwyf y sus compañeros se mostraron contentos o se permitieron sonreír. Pasado un tiempo mayor entre los nórdicos aprendí que siempre sonríen ante cualquier muerte ocurrida en la batalla, ya que tal placer se refiere al muerto y no a la gente que vive aún. Se sienten complacidos con la muerte de un guerrero. También creen en lo contrario, es decir, que expresan pesar cuando alguien muere durante el sueño o en su lecho. Se expresan sobre estos hombres en los siguientes términos: «Murió como una vaca en el pesebre». No es un insulto, pero sí un motivo para lamentar la muerte.
Los nórdicos creen que la forma en que muere un hombre determina su condición en la vida del más allá, y sobre todo aprecian la muerte de un guerrero en plena batalla. Una muerte «tendido en la paja» es vergonzosa.
Se dice de cualquier hombre que muere durante el sueño que ha sido estrangulado por la «maran» o yegua de la noche. Este ser es una mujer, lo cual da el carácter de vergonzoso a la muerte, pues morir a manos de una mujer es la más degradante de las muertes.
Afirman asimismo que morir desarmado es degradante. El guerrero nórdico duerme, pues, siempre con sus armas, de modo que si llega la «maran» durante la noche tendrá sus armas a mano. Rara vez muere un guerrero de alguna enfermedad o a causa de los achaques de la vejez. Oí hablar de un rey llamado Ane, quien alcanzó una edad tal que se volvió como un niño, sin dientes y alimentado con los alimentos propios de un niño de corta edad y pasaba todos sus días en cama, bebiendo leche de un cuerno. Sin embargo, esto me fue contado como algo muy poco frecuente en las tierras del Norte. Con mis propios ojos vi sólo unos pocos hombres que habían llegado a la ancianidad. Quiero significar por ancianidad el período en el cual la barba no sólo es blanca, sino que comienza a caerse.
Muchas de sus mujeres alcanzan una edad avanzada, especialmente las que tienen funciones como las de la vieja bruja que llamaban el ángel de la muerte. Se cree que estas mujeres poseen poderes mágicos para curar heridas, echar sortilegios, ahuyentar las influencias maléficas y predecir sucesos futuros.
Las mujeres de los pueblos del Norte no riñen entre ellas y a menudo las vi interceder en una disputa o duelo entre dos hombres para contener la ira cada vez mayor. Hacen esto en especial cuando los guerreros se encuentran abotargados y confusos por la bebida. Ello ocurre a menudo.
Ahora bien, los nórdicos, tan aficionados a beber, y a beber a cualquier hora del día o de la noche, no bebieron nada al día siguiente de la batalla. Muy pocas veces les pasó Rothgar la copa, y cuando lo hizo se la rechazaron. Hallé esto sumamente curioso y se lo mencioné por fin a Herger.
Herger se encogió de hombros con el gesto típico de los nórdicos para expresar despreocupación o indiferencia.
—Todos tienen miedo —dijo.
Pregunté por qué habrían de tener aún motivos para temer. Herger repuso:
—Es porque saben que la niebla negra volverá.
Debo admitir aquí que sentía en aquel momento la arrogancia de un guerrero, a pesar de que en verdad sabía bien que no me correspondía adoptar tal actitud. A pesar de ello, me sentía regocijado por haber sobrevivido y, por otra parte, la gente de Rothgar me acordaba el tratamiento de miembro de un grupo de valerosos guerreros. Con gran osadía dije:
—¿A quién le preocupa eso? Si vuelven, los derrotaremos por segunda vez.
Diré que me mostré más vanidoso que un pavo real y me avergüenzo ahora al recordar cómo me daba aires entonces. Herger respondió:
—El reino de Rothgar no cuenta con guerreros o nobles capaces de luchar. Hace mucho que murieron todos y nosotros debemos defender el reino sin ayuda. Ayer éramos trece y hoy somos diez, y de estos diez dos están heridos y no pueden pelear como hombres enteros. La niebla negra está enfadada y se tomará una venganza terrible.
Manifesté a Herger, quien había sufrido unas heridas de menor cuantía en la refriega, aunque nada tan desagradable como las marcas de garras en mi propio rostro y que yo exhibía con orgullo, que no tenía el menor temor de lo que pudiesen hacer los demonios. Herger repuso lacónicamente que yo era árabe y no comprendía nada de las costumbres en las tierras del Norte, repitiendo que la venganza de la niebla negra sería terrible y completa.
—Volverán —dijo—, como Korgon.
No sabía yo qué quería decir aquella palabra.
—¿Qué es Korgon? —pregunté. Herger me dijo:
—Es el dragón luciérnaga, que se lanza sobre la gente desde el aire.
Aquello parecía en verdad descabellado, pero yo había visto ya los monstruos marinos, ni más ni menos como ellos afirmaban que vivían en el mar, y observé además la expresión tensa y fatigada de Herger, aparte de haber percibido que creía en la existencia del dragón luciérnaga.
—¿Cuándo vendrá Korgon? —quise saber.
—Tal vez esta noche.
En verdad estaba aún hablando Herger cuando vi que Buliwyf, a pesar de no haber dormido en toda la noche y tener los ojos enrojecidos y pesados de cansancio, estaba dirigiendo una vez más la construcción de las defensas alrededor de la fortaleza de Hurot. Todos los habitantes del reino estaban trabajando, inclusive los niños, las mujeres y los viejos, así como los esclavos, bajo la dirección de Buliwyf y su lugarteniente Etchgow.
He aquí lo que hicieron: En el perímetro de Hurot y de los edificios adyacentes, las viviendas del rey Rothgar y de algunos de sus nobles, las toscas chozas de los esclavos de estas familias y algún que otro granjero que vivía cerca del mar, en todo este sector, Buliwyf levantó una especie de cercado hecho con lanzas cruzadas y palos con puntas bien afiladas. Este cercado no era más alto que el hombro de un hombre, y si bien las puntas eran afiladas y amenazadoras, yo no alcanzaba a comprender qué valor podrían tener como defensas, ya que los hombres podrían escalar el cercado con facilidad.
Hablé de ello a Herger, pero me llamó un árabe tonto. Herger estaba de pésimo humor.
Se construyó después una defensa exterior que consistía en un foso fuera del cercado, a un paso y medio de distancia. Este foso era muy extraño. No era profundo, ya que no tenía más profundidad que la altura de las rodillas y en tramos tenía aún menos. No estaba cavado de manera uniforme, y en ciertos puntos era de poca profundidad y en otros más hondo, formando pequeños pozos. En algunos puntos había además lanzas cortas clavadas con la punta hacia arriba.
No alcanzaba a comprender el posible valor de este foso más que el del cercado, pero no quise preguntar nada más a Herger, sabedor del mal humor que tenía. En lugar de hacer preguntas me dediqué a ayudar en los trabajos tan bien como podía, deteniéndome sólo una vez para tomar a una mujer esclava en el estilo de los nórdicos, ya que con todo el movimiento de la noche de batalla y los preparativos del día me sobraban las energías.
Quiero mencionar aquí que en el curso de mi viaje con Buliwyf y sus guerreros por las aguas del Volga, Herger me había hablado de ciertas mujeres desconocidas de quienes, especialmente si eran bonitas o seductoras, se debía desconfiar. Me dijo que en el interior de los bosques y en los lugares remotos de las tierras del Norte vivían mujeres llamadas del bosque. Estas mujeres atraen a los hombres con su belleza y con la dulzura de sus palabras, pero cuando un hombre se aproxima a ellas, descubre que son huecas en la parte posterior y además apariciones. Entonces las mujeres del bosque hacen presa de un sortilegio al hombre seducido y éste se convierte en su cautivo.
En efecto, Herger me había advertido en estos términos, y debo decir con verdad que me aproximé a esta mujer esclava con gran aprensión, porque no la conocía. Le palpé la espalda con una mano y ella se echó a reír. Sabía por qué la había tocado, porque quería estar seguro de que no era un fantasma del bosque. En aquel momento me sentí un tonto y me maldije por haber creído en una superstición pagana. He descubierto, no obstante, que si todos cuantos rodean a uno creen algo en particular, muy pronto uno mismo se sentirá tentado a compartir la misma creencia. Así sucedió en mi caso.
Las mujeres de los pueblos nórdicos son tan blancas como los hombres y también de gran estatura, hasta el punto de la que la mayoría de ellas me miraban por encima de mi cabeza. Tienen ojos azules y llevan el cabello muy largo, aunque éste es muy fino y se enreda con facilidad. Para evitarlo se lo arrollan alrededor del cuello y de la cabeza. Para sostenerlo han inventado toda clase de horquillas y alfileres de plata o de madera ornamentada. Esto constituye su principal adorno. Además la mujer del hombre rico lleva collares hechos con cadenas de oro y de plata, como he dicho con anterioridad. Asimismo son aficionadas las mujeres a los brazaletes de plata, en forma de dragones o serpientes, que llevan en el brazo entre el codo y el hombro. Los diseños de los nórdicos son intrincados y entrelazados, como si pretendieran representar la trama de las ramas de los árboles o bien serpientes. Todos estos diseños son de una gran belleza.[28]
Se consideran los nórdicos jueces perspicaces de la belleza femenina. La verdad es, sin embargo, que todas sus mujeres aparecían a mis ojos famélicas, con cuerpos llenos de ángulos y pómulos muy salientes. Tales cualidades son apreciadas y elogiadas por los nórdicos, aunque una mujer de éstas nunca atraería la menor mirada en la Ciudad de la Paz, sino que, por el contrario, no sería considerada con mejores ojos que un perro hambriento con costillas visibles. Las mujeres nórdicas tienen ni más ni menos costillas como las que he descrito.
No sé por qué las mujeres son tan delgadas, ya que comen con glotonería y tanto como los hombres, y, con todo, no se les cubre el cuerpo de carne.
Tampoco muestran las mujeres ninguna diferencia ni tienen una conducta recatada. Nunca llevan velo y hacen sus necesidades en lugares públicos cada vez que tienen ganas de ello. Igualmente suelen provocar con gran osadía a cualquier hombre que les agrade como si ellas fueran los hombres. Por su parte, los guerreros nunca les reprenden por esta conducta. Lo mismo ocurre aun cuando la mujer es una esclava, ya que, como he dicho antes, los nórdicos son sumamente bondadosos y tolerantes con sus esclavos, especialmente con las mujeres.
Al avanzar el día pude ver con claridad que las defensas de Buliwyf no quedarían terminadas hasta la puesta del sol. Me refiero al cerco de postes y al foso de poca profundidad. Buliwyf también lo comprendió y llamó al rey Rothgar, quien hizo comparecer a la vieja bruja. Esta vieja, muy marchita y con una barba como un hombre, mató una oveja y esparció las entrañas[29] por el suelo. Siguió a esto una especie de cántico monótono que duró mucho tiempo y que involucraba muchas súplicas elevadas al cielo.
Me abstuve también esta vez de preguntar nada a Herger, porque seguía de mal humor. En lugar de hacer esto me limité a observar a los otros guerreros de Buliwyf, que miraban en dirección al mar. El océano estaba gris y agitado, el cielo de color plomo, y soplaba una fuerte brisa hacia tierra firme. Esto satisfizo a los guerreros y adiviné la razón de ello. Una brisa del océano hacia la tierra impediría que cayera la niebla desde las colinas. Así era.
Al caer la noche se interrumpió el trabajo en las defensas, y con mi consiguiente perplejidad Rothgar celebró otro banquete de espléndidas proporciones. Toda aquella noche, según pude presenciar, Buliwyf y Herger y todos los otros guerreros bebieron copiosas cantidades de hidromiel y se divirtieron como si no tuvieran la menor preocupación en el mundo, además de someter a las esclavas antes de hundirse todos en un sueño soporífero y ruidoso.
Me enteré, en fin, de lo siguiente: cada uno de los guerreros de Buliwyf había elegido entre las esclavas una que les gustaba especialmente, si bien ello no implicaba excluir a las otras. Herger me dijo entonces de la mujer que había elegido: «Morirá conmigo, si es preciso». De estas palabras inferí que cada uno de los guerreros de Buliwyf había elegido una mujer que moriría con él en la pira funeraria y que trataba a esta mujer con mayor cortesía y consideración que a las otras, ya que eran extranjeros en la región y no contaban con esclavas propias a las cuales pudiesen ordenar hacer su voluntad.
Ahora bien, durante los primeros tiempos de mi permanencia entre los Venden, las mujeres nórdicas nunca se me aproximaban, a causa de mi tez y pelo oscuro, pero había en cambio muchos murmullos y miradas dirigidos a mí, así como risitas a hurtadillas. Vi que estas mujeres solían, con todo, colocarse las manos delante de la cara a manera de velo, sobre todo cuando reían. Pregunté a Herger en aquellas ocasiones: «¿Por qué hacen esto?», ya que no quería yo comportarme de manera contraria a las costumbres del Norte.
Herger repuso así:
—Las mujeres creen que los árabes son potros, ya que ello es lo que han oído en forma de rumores.
No diré que la respuesta me haya provocado gran asombro, por la razón que sigue. En todos los países donde he viajado, y por tanto también dentro de las murallas de la Ciudad de la Paz, en verdad en cada localidad donde se congregan hombres para formar una sociedad, he comprobado el mismo fenómeno. Primero, que las gentes de un determinado país creen que sus costumbres son correctas, apropiadas y mejores que ninguna otra. Segundo, que cualquier forastero, hombre o mujer, es considerado inferior desde todo punto de vista, excepto en cuanto a capacidad generadora. Así, los turcos consideran a los persas amantes extraordinarios, y ellos a su vez consideran a otros pueblos del mismo modo, y así sucesivamente, siendo las razones aducidas a veces las proporciones de los genitales; a veces, la duración del acto sexual, y a veces, en fin, algunas habilidades o posturas especiales.
No puedo afirmar si los nórdicos creen de verdad lo que me dijo Herger, pero puedo asegurar que comprobé el asombro que le producía la cirugía que me habían hecho,[30] conforme con una práctica desconocida para ellos por ser unos paganos sucios. En cuanto a sus hábitos en el acto sexual, las mujeres son ruidosas y entusiastas y exudan tan mal olor que me veía obligado a apretarme la nariz mientras duraba el acto. También acostumbran a agitarse, y retorcerse, y rasguñar, y morder, de tal manera que el hombre puede ser arrojado de su cabalgadura, según lo expresan los nórdicos. En cuanto a mí se refiere, mis propios encuentros me proporcionaron más dolor que placer.
Los nórdicos se expresan en los siguientes términos: «Tuve una batalla con esta o esta otra mujer», y exhiben con orgullo los cardenales y lastimaduras de sus camaradas como si fueran verdaderas heridas de guerra. En cambio, nunca vi que ningún hombre hiciera daño a una mujer.
Aquella noche en particular, mientras dormían todos los guerreros de Buliwyf, sentía yo demasiado temor para beber o reír. Temía el regreso de los wendol. Sin embargo, no volvieron, y por fin me dormí a mi vez, aunque de forma interrumpida.
Al día siguiente no había vientos y todos los súbditos del reino de Rothgar trabajaron con un espíritu de dedicación y de temor. Se hablaba en todas partes del Korgon y de la certeza que abrigaban de que atacaría esa noche. Las marcas de las garras sobre mi rostro me dolían ya, pues se contraían al cicatrizar y me hacían doler cada vez que abría la boca para comer o para hablar. También es verdad que mi fervor de guerrero había desaparecido. Volvía a sentir miedo y trabajaba en silencio junto a las mujeres y los ancianos.
Hacia el mediodía me hizo una visita el noble viejo y desdentado con quien había conversado durante el banquete. Este viejo noble me llevó aparte y me dijo en latín:
—Quiero cambiar unas palabras contigo —dijo, y me condujo a cierta distancia de los que estaban trabajando en las defensas.
Hecho esto representó la gran comedia de examinar mis heridas, que en verdad no eran graves, y mientras examinaba los cortes me dijo:
—Tengo una advertencia para tus compañeros. Hay inquietud en el corazón de Rothgar —todo esto fue dicho en latín.
—¿Cuál es la razón? —pregunté.
—Es el heraldo, y también el hijo, Wiglif, el que está en pie junto al oído del rey —repuso el viejo noble—. Y también el amigo de Wiglif. Wiglif dice a Rothgar que Buliwyf y su gente traman matar al rey y gobernar el reino.
—Eso no es verdad —dije, aunque no estaba seguro de ello. En honor a la verdad, había reflexionado sobre este punto de cuando en cuando. Buliwyf era joven y lleno de vitalidad y Rothgar viejo y débil, y si bien es verdad que las costumbres de los nórdicos son extrañas, también es verdad que todos los hombres son iguales.
—El heraldo y Wiglif tienen envidia de Buliwyf —manifestó el viejo noble—. Emponzoñan el aire junto al oído del rey. Te digo esto para que adviertas a los otros que tengan cuidado, por cuanto este asunto es una cuestión digna de un basilisco —en seguida declaró que mis heridas eran de menor cuantía y se alejó.
A poco el noble volvió y dijo:
—El amigo de Wiglif es Ragnar —y se alejó sin mirar hacia atrás.
Lleno de consternación, me dediqué a cavar y trabajar en las defensas hasta que me encontré junto a Herger. El estado de ánimo de Herger seguía tan sombrío como el día anterior. Me saludó con estas palabras:
—No quiero oír preguntas de tonto.
Repuse que no tenía preguntas y le comuniqué lo que me había contado el viejo noble, no olvidando señalar que era una cuestión digna de un basilisco.[31] Al oírme Herger frunció el ceño, dijo unas imprecaciones y golpeó el suelo con los pies, diciéndome que le acompañara junto a Buliwyf.
Buliwyf estaba dirigiendo los trabajos en el foso situado en el extremo opuesto del fuerte. Herger le llamó aparte y le habló con rapidez en el idioma nórdico, haciendo gestos en dirección a mi persona. Buliwyf frunció el ceño, lanzó imprecaciones, golpeó el suelo con los pies, como lo había hecho Herger, y por fin formuló una pregunta. Herger me dijo:
—Buliwyf pregunta quién es el amigo de Wiglif. ¿Te dijo el viejo quién es el amigo de Wiglif?
Respondí que me lo había dicho y que el amigo se llamaba Ragnar. Al oír esto Herger y Buliwyf conversaron algo más entre ellos y discutieron brevemente. Por fin Buliwyf se volvió y me dejó con Herger.
—Está decidido —dijo éste.
—¿Qué está decidido? —quise saber.
—Mantén los dientes apretados —dijo Herger, usando la expresión nórdica que significa no decir palabra.
Volví entonces a mi tarea, sin comprender mucho más de lo que había comprendido antes en cuanto a este asunto. Una vez más reflexioné que estos nórdicos eran los hombres más extraños y contradictorios en la faz de la tierra, ya que nunca actúan frente a ningún problema como cabría esperar que actuasen. A pesar de ello seguí trabajando en la construcción de esas tontas vallas y ese foso sin profundidad. Observé, en fin, y esperé.
A la hora de mi plegaria de la tarde observé que Herger había tomado posición para trabajar junto a un hombre enorme, gigantesco. Ambos siguieron trabajando en cavar el foso el uno junto al otro, durante algún tiempo, y según pude ver, Herger hacía esfuerzos liberados por salpicar de tierra la cara del joven, una cabeza más alto que él y también más joven.
El joven protestaba y Herger se disculpaba, pero no tardaba en volver a arrojar tierra a su compañero. Herger volvía a disculparse. Por fin el joven se enfureció. Tenía el rostro congestionado. No pasó mucho rato sin que Herger lo salpicara otra vez. El joven escupió y se mostró sumamente enfadado, gritando a Herger. Éste me reprodujo más tarde los términos de la conversación, pero en el momento su significado no me resultó muy claro. El joven dijo:
—Excavas como los perros.
Herger replicó con una pregunta:
—¿Me llamas perro?
A esto el joven repuso:
—No, dije que excavas como los perros, arrojando[32] tierra sin cuidado, como un animal.
Habló Herger:
—¿Me llamas animal?
—Equivocas mis palabras —repuso el joven.
A lo cual replicó Herger:
—Es verdad, ya que tus palabras son equívocas y pusilánimes como las de una vieja.
—Esta vieja te hará probar la muerte —dijo el joven, desenvainando su espada. Herger sacó la suya, pues el joven no era otro que Ragnar, el amigo de Wiglif, y entonces pude comprender la intención de Buliwyf en este asunto.
Estos nórdicos son sumamente sensitivos y quisquillosos en lo que toca a su honor. Entre ellos los duelos son tan frecuentes como el acto de orinar y son habituales las luchas a muerte. Estos encuentros pueden seguir de inmediato al insulto o bien, cuando se planea un duelo formal, los contrincantes se encuentran en la encrucijada de tres caminos. Fue en estos términos que Ragnar desafió a duelo a Herger.
He aquí la costumbre nórdica: a la hora fijada los amigos y parientes de los duelistas se congregan en el lugar del encuentro y tienden una piel en el suelo, que fijan con cuatro troncos de laurel. El duelo debe librarse sobre la piel, y cada hombre debe mantener un pie o ambos, siempre, sobre ella. De este modo nunca se apartan demasiado. Los dos combatientes llegan con una espada y cuatro escudos cada uno. Si los tres escudos se les rompen, deberán pelear sin protección y la lucha es a muerte.
Tales eran las reglas, cantadas por la vieja bruja, el ángel de la muerte, junto a la piel estirada, con toda la gente de Buliwyf y la del reino de Rothgar reunida alrededor. Yo estaba allí, no muy cerca del frente, y me maravilló que estas gentes fuesen capaces de olvidar la amenaza del Korgon, que tanto las había aterrorizado antes. A nadie le importaba nada en aquel momento, salvo el duelo.
Este fue el modo en que se desarrolló el duelo entre Ragnar y Herger. Herger dio el primer golpe, por haber sido el desafiado, y su espada se hundió con gran fuerza en el escudo de Ragnar. Yo mismo temí por Herger, ya que aquel joven era tanto más joven y vigoroso que él, y la verdad es que el primer golpe de Ragnar hizo caer el escudo de manos de Herger y éste debió pedir su segundo escudo.
A partir de entonces la lucha se desenvolvió de forma violenta. En una oportunidad miré a Buliwyf, pero su rostro estaba impasible. También miré a Wiglif y al heraldo, en el lado opuesto, quienes miraban con frecuencia a Buliwyf mientras arreciaba la lucha.
El segundo escudo de Herger se rompió asimismo y pidió el tercero y último que le quedaba. Estaba muy fatigado y tenía la cara húmeda y roja por el esfuerzo. El joven Ragnar, en cambio, parecía pelear con facilidad y sin esforzarse.
Al romperse su tercer escudo, la situación de Herger se volvió desesperada, o por lo menos tuvimos tal impresión durante un instante. Herger estaba en pie con ambos pies firmemente plantados en el suelo, inclinado y luchando por cobrar aliento, presa de un gran cansancio. Ragnar eligió aquel momento para lanzarse sobre él. Herger entonces le esquivó con la rapidez de un batir de alas de ave y el joven Ragnar hundió su espada en el aire. Herger pasó su propia espada de una mano a la otra, ya que estos nórdicos saben batirse con cualquiera de las dos manos, que son también fuertes por igual. Con gran rapidez Herger se volvió, por fin, y degolló a Ragnar por la espalda con un solo golpe de su espada.
En verdad vi brotar la sangre del cuello de Ragnar y volar la cabeza por los aires y por encima de la multitud. Vi asimismo con mis propios ojos que la cabeza golpeaba el suelo antes de que el cuerpo lo hiciese a su vez. Herger se apartó unos pasos y pude ver entonces que el duelo había sido un engaño en cuanto a su propia participación en él, porque ya no estaba agitado ni sin aliento, sino que estaba en pie sin señales de fatiga ni de respiración afanosa, sostenía su espada sin esfuerzo y tenía todo el aspecto de ser capaz de matar a una docena de hombres más. Dirigió entonces una mirada a Wiglif y le dijo:
—Honra a tu amigo —palabras con que quiso referirse al deber de Wiglif de ocuparse del entierro.
Cuando nos alejamos del lugar del duelo, Herger me dijo que había fingido para que Wiglif supiese que los hombres de Buliwyf no eran tan sólo guerreros vigorosos y valientes, sino además astutos.
—Esto aumentará su temor —añadió Herger—. No osará hablar contra nosotros.
Dudaba yo que tal plan surtiese efecto, pero es verdad que los nórdicos aprecian el engaño más que el más engañoso de los mercaderes de Hazar y el más mentiroso de los mercaderes Bahrain, para quienes el engaño es una forma del arte. La inteligencia en la batalla y en los quehaceres propios de los hombres es considerada una virtud mayor que la fuerza bruta en la guerra.
Con todo, Herger no estaba contento y percibí que tampoco estaba contento Buliwyf. Al aproximarse la noche comenzaron a formarse bancos de niebla en lo alto de las colinas hacia el interior. Pensé que estaba pensando en Ragnar, que había sido joven, fuerte y valiente y que habría sido útil en la batalla que se aproximaba. Herger me lo dijo en los siguientes términos:
—Un hombre muerto no es útil para nadie.