El reino de Rothgar en la tierra de Venden

El barco había amarrado a la hora de las plegarias de mediodía y pedí perdón a Alá por no haber hecho la súplica. La verdad es que no había podido rezar en presencia de los nórdicos, por considerar ellos que mis plegarias eran una maldición, y por tanto haberme amenazado de muerte si rezaba en presencia de ellos.

Cada uno de los guerreros a bordo vistió la ropa de batalla, que consistía en las prendas siguientes: primero botas y polainas de lana áspera, y sobre esto un largo gabán de gruesa piel que les llegaba a las rodillas. Sobre este gabán se colocaron cotas de malla que todos tenían salvo yo. Después de esto cada hombre tomó su espada y se la ajustó al cinturón, tomó su escudo blanco de cuero y su lanza, se colocó un casco de metal o de cuero en la cabeza[22] y todos quedaron vestidos del mismo modo, salvo Buliwyf, que era el único que llevaba la espada en la mano por su gran tamaño.

Los guerreros observaron la gran fortaleza de Rothgar, se maravillaron ante el techado resplandeciente y la calidad de la artesanía y convinieron en que no había otra como ella en el mundo con sus altos techos inclinados y sus ricas tallas. Con todo no evidenciaban respeto en sus comentarios.

Por fin desembarcamos y avanzamos por un camino pavimentado con piedras hasta la gran fortaleza. El golpear de las espadas y el choque de las cotas de malla hacían considerable ruido. Cuando hubimos recorrido una corta distancia, vimos junto al camino una cabeza cortada de un buey y puesta sobre un palo. La muerte de este animal databa de poco tiempo.

Todos los nórdicos suspiraron y miraron con aire melancólico este portento, que, por el contrario, no me decía nada. Para entonces estaba yo habituado a la costumbre de ellos de matar un animal tan pronto como sentían el menor nerviosismo o eran objeto de la menor alarma. Con todo, aquella cabeza de buey tenía una importancia especial.

Buliwyf paseó la mirada por los campos de propiedad de Rothgar y vio una granja aislada del tipo que suelen verse con frecuencia en estas tierras. Las paredes de la casa eran de madera, unida con una especie de pasta de paja y barro que es necesario reponer después de las lluvias que se registran a menudo. El techo está hecho de paja y madera. Dentro de las casas hay sólo un suelo de tierra apisonada y una chimenea, aparte del estiércol, ya que los granjeros duermen encerrados con sus animales por el calor que les suministran éstos, quemando más tarde el estiércol en sus hogares. Buliwyf dio orden de que entráramos en esta casa y emprendimos, pues, la marcha a través de los campos, que estaban verdes, pero anegados de humedad. Una o dos veces el grupo se detuvo para estudiar el terreno antes de proseguir, pero no hallaron en el suelo nada importante. Por mi parte tampoco advertí nada. A pesar de ello Buliwyf no tardó en ordenar una vez más a su gente que detuviera la marcha y al mismo tiempo señaló la tierra húmeda. Vi entonces, con mis propios ojos, huellas en el suelo; en verdad muchas huellas. Pertenecían a pies mucho más feos y aplanados que nada conocido en la creación. Cada dedo terminaba en la marca hundida de alguna uña o garra curvada, de manera que si bien la forma recordaba la del pie humano, a la vez no era humano. Lo vi con mis propios ojos y apenas pude creer lo que ellos me mostraban.

Al ver esto, Buliwyf y sus guerreros agitaron la cabeza y los oí a todos repetir una y otra vez una palabra: «wendol», «wedlon», o algo semejante. El significado de esa palabra era desconocido para mí e intuí que no correspondía preguntárselo a Herger en aquel momento, porque mostraba tanta aprensión como el resto. Reanudamos la marcha a buen paso hacia la granja, encontrando en cada trecho mayor número de estas huellas con garras en el suelo. Buliwyf y sus guerreros marchaban despacio, pero no lo hacían por cautela. Ninguno de ellos sacó sus armas. Creo que sentían más bien un temor que no alcanzaba a comprender, pero que al mismo tiempo compartía con ellos.

Por fin llegamos a la hacienda y entramos en la casa. Allí vi con mis propios ojos el siguiente espectáculo: había allí un hombre joven y de proporciones agraciadas cuyo cuerpo había sido descuartizado. Había aquí un torso, allí un brazo, más allá una pierna. La sangre estaba en grandes charcos en el suelo y sobre las paredes, el techo y en cada superficie en tal abundancia que la casa toda parecía haber sido pintada de rojo. Había también una mujer en las mismas condiciones y un niño menor de dos años al que le habían arrancado la cabeza y cuyo cuerpo no era más que un muñón sangriento.

Todo esto vi con mis propios ojos, y era el espectáculo más horroroso que hubiese visto jamás. Tuve vómitos y me quedé desmayado una hora, para volver a vomitar cuando volví en mí.

Nunca comprenderé la manera de ser de los nórdicos, porque mientras yo estaba enfermo de horror, ellos se volvieron tranquilos y fríos frente a aquella carnicería. Contemplaron todo y lo apreciaron con serenidad, discutieron las marcas de garras en los miembros y la forma en que habían desgarrado la carne de las víctimas. Se prestó mucha atención al hecho de que faltaban todas las cabezas. Comentaron asimismo lo más diabólico de todo, un detalle que aún hoy no puedo dejar de recordar sin estremecerme.

El cuerpo del niño había sido mordisqueado por dientes horribles en la región de carnes blandas detrás del muslo y en la del hombro. Este horror también lo vi con mis propios ojos.

Los guerreros de Buliwyf tenían una expresión grave en el rostro y furia en los ojos cuando abandonamos la casa. Siguieron estudiando minuciosamente la tierra blanda alrededor del edificio y notaron que no había huellas de cascos de caballos. Esta fue una observación importante para ellos, aunque a la sazón no comprendí el por qué. Tampoco prestaba mucha atención a nada, por sentirme acongojado y físicamente enfermo.

Al atravesar los campos Etchgow hizo un descubrimiento que consistió en lo siguiente: un pequeño trozo de piedra, más pequeño que el puño de un niño, pulido y tallado de manera primitiva. Todos los guerreros se agruparon para examinarlo y yo entre ellos.

Vi que representaba el torso de una mujer embarazada sin cabeza, brazos o piernas, sólo el torso con su gran abdomen hinchado y más arriba dos mamas voluminosas y caídas.[23] Hallé la imagen sumamente cruda y fea, pero nada más. Por el contrario los nórdicos se mostraron de pronto trémulos y pálidos de terror y las manos les temblaban tanto que por fin Buliwyf dejó caer la figurita al suelo y la destrozó con el pomo de su espada, dejándola hecha mil añicos. Seguidamente varios de los guerreros se sintieron enfermos y vomitaron allí mismo. El horror era unánime y yo no comprendía el motivo de él.

Seguimos entonces el trayecto hacia la gran fortaleza de Rothgar. Nadie habló durante nuestra marcha, que duró cerca de una hora. Todos los nórdicos estaban aparentemente ensimismados, absortos en pensamientos amargos y sobrecogedores, pero a pesar de ello ya no evidenciaban temor.

Finalmente un heraldo a caballo nos salió al encuentro y se cruzó en nuestro camino, impidiéndonos avanzar. Después de observar las armas que llevábamos y el porte del grupo y de Buliwyf, nos gritó una advertencia.

Herger me dijo:

—Desea saber nuestro nombre, y además ahora mismo.

Buliwyf dio una respuesta al heraldo y por el tono adiviné que Buliwyf no estaba de humor para cambiar cortesías. Me dijo Herger entonces:

—Buliwyf está diciéndole que somos súbditos del rey Rothgar, con quien queremos hablar.

A poco Herger volvió a traducir:

—Buliwyf dice que Rothgar es un gran rey —pero el tono con que dijo esto expresaba lo opuesto.

Este heraldo nos permitió proseguir la marcha hacia la fortaleza y nos dijo que esperáramos fuera mientras él comunicaba al rey nuestra llegada. Así lo hicimos, a pesar de que Buliwyf y su séquito no estaban satisfechos con semejante acogida. Se oyeron murmullos y quejas, por cuanto está dentro del espíritu de los nórdicos ser hospitalarios y no consideraban una cortesía que les dejaran fuera. A pesar de ello, esperaron y también se quitaron el armamento de lanzas y espadas, pero no sus corazas, dejando todas las armas apoyadas contra los muros de la fortaleza.

El edificio principal de ésta estaba rodeado por otras viviendas, según la costumbre de los nórdicos. Eran construcciones alargadas con paredes curvadas, como en Trelburg, pero su distribución era diferente, pues en este lugar no formaban cuadrados. Tampoco se veían fortificaciones ni murallas de piedra. Por el contrario, desde la gran fortaleza y las casas alargadas junto a ellas bajaba la carretera hasta una planicie extensa y verde en la que había una casa de campesinos aquí y allá, y más lejos, las colinas y el borde del bosque.

Pregunté a Herger de quién eran aquellas casas largas, y me dijo:

—Algunas pertenecen al rey y otras a la familia real y a los nobles, mientras otras son para la servidumbre y para los miembros de menor rango de la corte —añadió que aquél era un lugar muy difícil, y no pude comprender el significado de tal comentario.

Entonces nos permitieron entrar en el gran hall del rey Rothgar, que en verdad afirmo debe ser considerado una de las maravillas del mundo y tanto más por estar en esas primitivas regiones del Norte. La fortaleza es llamada entre los súbditos de Rothgar con el nombre de Hurot, pues los nórdicos dan nombres de personas a los objetos de su vida, edificios, barcos y especialmente armas. Ahora diré que este Hurot, la gran fortaleza de Rothgar, era tan grande como el palacio principal de nuestro Califa y su interior tenía ricas incrustaciones de plata y aun algunas de oro, metal que es sumamente raro en el Norte. En todos lados se veían diseños y adornos del mayor esplendor y riqueza de artesanía. Era en verdad un monumento al poder y la majestad del rey Rothgar.

El mismo rey Rothgar estaba sentado en el extremo más distante del gran recinto, un espacio tan vasto que él quedaba muy lejos y apenas alcanzábamos a verle. Detrás y junto a su hombro derecho estaba el mismo heraldo que nos había interceptado. El heraldo hizo un discurso que Herger me tradujo de este modo:

—Aquí, ¡oh rey!, hay una banda de guerreros del reino de Yatlam. Acaban de llegar del mar y su jefe es un hombre llamado Buliwyf. Solicitan tu permiso para que te comuniquen su misión, ¡oh, rey! No les prohíbas quedar aquí. Tienen el porte de nobles y por su aspecto su jefe tiene que ser un valiente guerrero. Salúdalos como nobles, ¡oh, rey Rothgar!

Nos dijeron entonces que nos aproximásemos al rey Rothgar.

El rey Rothgar parecía un hombre próximo a la muerte. No era joven, tenía cabellos blancos, una tez muy pálida y el rostro surcado de arrugas de pesar y de temor. Nos miró con aire suspicaz, frunciendo el ceño y entrecerrando los ojos, o bien quizá estaba casi ciego. No lo sé. Por fin comenzó a hablar lo que Herger me tradujo:

—He oído hablar de este hombre, pues yo envié por él para que cumpliera una misión de héroe. Es Buliwyf y le conocí cuando era un niño, cuando yo viajé a través del mar al reino de Yatlam. Es hijo de Miglac, quien fue entonces mi generoso anfitrión y ahora su hijo viene a mí en medio de mis circunstancias de necesidad y de dolor.

Rothgar dio orden entonces de que se llamara a los guerreros al hall, que se les dieran presentes y que comenzaran los agasajos.

En seguida habló Buliwyf, pronunciando un largo discurso que Herger no me tradujo, ya que mientras hablaba Buliwyf, hablar él mismo habría sido una falta de respeto. Con todo, el sentido era el siguiente: que Buliwyf se había enterado de las dificultades de Rothgar, que lamentaba estas dificultades y que la tierra de su propio padre había sido destruida por las mismas dificultades. Venía, por tanto, a salvar el reino de Rothgar de los males que lo acosaban.

A pesar de todo, no sabía yo bien a qué llamaban males estos nórdicos, o cómo los consideraban, a pesar de haber visto, por mi parte, la obra de las bestias que despedazaban a sus víctimas.

El rey Rothgar volvió a hablar que deseaba decir algo antes de que llegaran sus guerreros y nobles. Dijo lo siguiente, según me contó Herger:

—¡Oh, Buliwyf!, conocí a tu padre cuando yo era un joven que acababa de subir a mi trono. Ahora soy viejo y tengo el corazón destrozado. Tengo la cabeza agobiada. Mis ojos lloran de vergüenza cuando debo reconocer mi debilidad. Como ves, mi trono es casi un desierto árido. Mis tierras están convirtiéndose en un páramo. Lo que estos demonios han provocado en mi reino no puedo describírtelo. A menudo durante la noche mis guerreros cobran valor con la bebida y juran derribar a los demonios. Pero luego, cuando la tétrica luz del alba avanza por los campos cubiertos de niebla, vemos cuerpos ensangrentados en todas partes. Es tal la tristeza que siento, que no puedo hablar más.

Trajeron un banco y dispusieron la comida delante de nosotros. Pregunté a Herger qué significaba el término «demonios» a los que aludía el rey. Herger se enfadó y me dijo que no debía volver a preguntárselo.

Aquella noche hubo una gran fiesta y el rey Rothgar y la reina Weilew, vestida con ropas cubiertas de piedras preciosas y de oro, agasajaron a los señores y guerreros y nobles del reino de Rothgar. Estos nobles no formaban un grupo de hombres que causara buena impresión, por ser viejos y beber demasiado, además de que muchos de ellos estaban lisiados o heridos. Había en los ojos de todos ellos la mirada hueca del terror y también su alegría era hueca.

Estaba presente también el hijo llamado Wiglif, de quien he hablado con anterioridad, el hijo de Rothgar que había asesinado a tres de sus hermanos. Este hombre era joven y esbelto, con una barba rubia y ojos que nunca miraban nada con fijeza, sino que pasaban de un objeto a otro sin cesar. Tampoco miraba a nadie a los ojos. Al verlo Herger, dijo:

—Es un zorro.

Esto quería decir, no obstante, que era una persona escurridiza y voluble, de una conducta falsa, ya que los nórdicos creen que el zorro es capaz de asumir cualquier forma que desee.

Hacia la mitad de la fiesta, Rothgar envió a su heraldo a las puertas de Hurot y a poco el heraldo volvió y dijo que aquella noche no bajaría la niebla. Hubo gran alegría y regocijo ante este anuncio de que la noche sería despejada. Todos estaban contentos, salvo Wiglif.

En un momento determinado, Wiglif se puso en pie y dijo:

—Bebo en honor de nuestros invitados y especialmente de Buliwyf, guerrero valiente y leal que ha venido a ayudarnos en la situación que sufrimos, aunque… puede resultar una prueba demasiado difícil para que él triunfe en ella.

Herger me hizo la traducción en un susurro y decidí que había en las palabras de Wiglif el elogio y el insulto mezclados.

Todos los ojos se volvieron hacia Buliwyf en espera de su réplica. Buliwyf se levantó, miró a Wiglif y dijo:

—No temo a nada, ni aun al demonio implacable que se arrastra en la noche para asesinar a los hombres en medio del sueño —supuse que se refería al wendol, pero Wiglif palideció y aferró la silla en que estaba sentado.

—¿Te refieres a mí? —preguntó Wiglif con voz temblorosa.

Buliwyf repuso en estos términos:

—No, pero tampoco te temo a ti, como no temo a los monstruos de la niebla.

El joven Wiglif insistió, pero Rothgar le ordenó que volviera a sentarse. Wiglif dijo entonces a todos los nobles reunidos:

—Este Buliwyf, llegado de tierras extrañas, tiene un aspecto de gran soberbia y de gran fuerza. Sin embargo, yo he dispuesto algo para someterlo a prueba, porque el orgullo puede cegar a cualquier hombre.

Vi entonces suceder lo siguiente: un guerrero vigoroso, sentado a una mesa próxima a la puerta, detrás de Buliwyf, se levantó con viveza, blandió una lanza y la dirigió a la espalda de Buliwyf. Todo esto ocurrió en menos tiempo del que lleva a un hombre respirar.[24] Sin embargo, Buliwyf se volvió, esgrimió su propia lanza y con ella atravesó al guerrero en pleno pecho, levantándole sobre su cabeza y arrojándole contra un muro. De este modo quedó el guerrero ensartado en la lanza, con los pies agitándose sobre el suelo, dando de puntapiés. El mango de la lanza estaba enterrado en la pared del hall de Hurot.

El guerrero murió sin lanzar un solo quejido.

Se produjo en aquel momento una gran algarabía y Buliwyf se volvió para hacer frente a Wiglif y dijo:

—Del mismo modo trataré a cualquier otra amenaza —y en aquel momento Herger habló con gran precipitación y a gritos, haciendo muchos gestos en mi dirección. Me sentía muy confundido por todos estos hechos y la verdad es que tenía los ojos clavados en el guerrero muerto fijado a la pared.

Entonces Herger se volvió hacia mí y dijo en latín:

—Cantarás una canción a la corte del rey Rothgar.

Le pregunté a mi vez:

—¿Qué cantaré? No conozco ninguna canción.

Herger repuso:

—Canta algo que entretenga al corazón —y enseguida añadió—: no hables de tu único Dios. A nadie le gustan esos disparates.

La verdad es que no sabía qué cantar, ya que no soy trovador. Pasaron varios instantes mientras todos me miraban y reinaba el silencio en el gran recinto. Entonces me indicó Herger:

—Canta una canción sobre reyes y sobre el valor en la batalla.

Señalé que no sabía canciones de este género, pero que podía cantarles una fábula que en mi país era considerada cómica y entretenida. Al oír esto Herger comentó que había hecho una buena elección. Les conté entonces al rey Rothgar, a su reina Weilew, a su hijo Wiglif y a todos los nobles y guerreros reunidos allí, la historia de las babuchas de Abu Kassim, que todos conocen.[25] Hablé con despreocupación y con la sonrisa en los labios y al principio los nórdicos se mostraron complacidos y rieron y se golpearon el abdomen.

Pero entonces tuvo lugar un extraño suceso. A medida que proseguía mi relato, los nórdicos cesaron de reír y poco a poco se volvieron melancólicos, hasta que cuando terminé de hablar no hubo risas, sino un silencio mortal.

Herger me dijo:

—No podías saberlo, pero ese no es un relato que merezca risa y ahora yo deberé arreglar las cosas.

Hizo entonces un discurso que yo interpreté como una broma referente a mi persona, porque hubo risas generales, y por fin recomenzó el festín.

A continuación la noche pasó sin otros agasajos y todos los guerreros de Buliwyf se comportaron de forma despreocupada. Vi al hijo, Wiglif, mirar con odio a Buliwyf, antes de abandonar el hall, pero Buliwyf no reparó en él, pues prefería las atenciones de las esclavas y de las mujeres libres de la corte. Pasado un tiempo, dormí.

Por la mañana desperté con el ruido de un fuerte martilleo y al aventurarme fuera del gran hall de Hurot vi que todos los habitantes del reino de Rothgar estaban trabajando en la construcción de defensas. Se colocaban éstas en una disposición preliminar. Los caballos traían cantidades de postes para levantar vallas, que los guerreros afilaban en una punta. Buliwyf mismo dirigía el emplazamiento de las defensas, marcando el suelo con la punta de la espada. Para ello no utilizaba la gran espada Runding, sino alguna otra. No sé si existía alguna razón especial.

Hacia mediodía, la mujer llamada el ángel de la muerte[26] vino y arrojó al suelo unos huesos, sobre los cuales hizo unas invocaciones cantadas y después anunció que la niebla volvería aquella noche. Al oír esto Buliwyf ordenó que cesara todo el trabajo y que se preparase un gran banquete. Todo el mundo obedeció y dejó sus actividades. Pregunté a Herger cuál podía ser el objeto del banquete, pero él repuso que le hacía demasiadas preguntas. Es verdad, también, que mi pregunta fue inoportuna, ya que en aquel momento Herger dirigía sus atenciones a una esclava rubia que le brindaba sonrisas cálidas.

Al anochecer, Buliwyf congregó a todos sus guerreros y les dijo:

—Prepárense para un combate —y todos recibieron la orden y se desearon mutua suerte, mientras a nuestro alrededor se hacían los preparativos para el banquete.

El banquete nocturno fue muy semejante al de la noche anterior, aunque estaba presente un número menor de los nobles y señores de Rothgar. En verdad me enteré de que muchos de los nobles se habían negado a asistir por temer lo que podría suceder en la fortaleza de Hurot aquella noche. Según parecía, el lugar era el centro del interés del demonio en la zona, o bien codiciaba la fortaleza, o algo semejante. No pude captar bien el sentido.

No me divertí durante el banquete a causa de la aprensión que me inspiraba lo que podría suceder a corto plazo. No obstante ello, ocurrió el episodio siguiente: uno de los nobles de cierta edad hablaba latín y también algunos de los dialectos ibéricos por haber viajado a la región del califato de Córdoba cuando era más joven y yo trabé conversación con él. En estas circunstancias fingí poseer conocimientos que en realidad no tenía, como se verá.

El noble me habló en estos términos:

—¿De modo que tú eres el extranjero que hará el número trece?

Respondí afirmativamente.

—Debes ser en extremo valiente —dijo el anciano— y te saludo por tu valor.

Di alguna respuesta trivial a esto, en el sentido de que yo era sólo un cobarde en comparación con los miembros del séquito de Buliwyf, lo cual no era más que la verdad.

—No importa —dijo el viejo, quien estaba ya bastante embriagado, por haber bebido el aguardiente de la región, una sustancia repugnante que llaman hidromiel, y es muy potente—, tienes que ser un hombre de gran valor para hacer frente al wendol.

Intuí entonces que había llegado el momento de enterarme de algunos puntos concretos. Repetí al viejo un dicho de los nórdicos que Herger me había mencionado una vez: «Los animales mueren, los amigos mueren, y yo moriré, pero una cosa nunca muere, y es la reputación que dejamos detrás al morir».

El viejo echó a reír mostrando una boca desdentada al oír esto. Le agradó ver que conocía el proverbio nórdico, y dijo entonces:

—Así es, pero el wendol también tiene su reputación.

A lo que repuse con la mayor indiferencia:

—¿Sí? No lo sabía.

El viejo dijo que como era extranjero consentiría en informarme en cuanto al wendol, y me dijo lo que sigue:

—El nombre de wendol o Windon es muy antiguo, tan antiguo como cualquiera de los pueblos de las regiones del Norte, y quiere decir «la niebla negra». Para los nórdicos significa una niebla que trae consigo, bajo la protección de la noche, a unos demonios negros que asesinan y matan y comen la carne de los seres humanos.[27] Son velludos y asquerosos al tacto y al olfato. Son feroces y astutos. No hablan lenguaje conocido por ningún hombre y sin embargo hablan entre ellos. Vienen con la niebla de la noche y desaparecen con el día, donde no hay nadie que ose seguirlos.

El viejo me dijo asimismo:

—Puedes conocer las regiones donde habitan los demonios de la niebla negra de muchas maneras. De vez en cuando, algunos guerreros a caballo pueden cazar un ciervo con perros, persiguiéndolo por colinas y valles a través de kilómetros de bosques y de terreno abierto. A continuación el ciervo llega a algún lago pantanoso de montaña, o una ciénaga de aguas amargas y allí se detendrá, ya que prefiere que los galgos lo hagan pedazos a entrar en aquella región abominable. De este modo nos enteramos de las zonas donde viven los wendol y sabemos que ni aun los animales osan entrar en ellas.

Manifesté un asombro exagerado ante estas noticias con el objeto de arrancar más información al viejo. En aquel momento me vio Herger y me dirigió una mirada amenazadora, pero fingí no reparar en él.

El viejo prosiguió:

—En época lejana la niebla negra era temida por todos los nórdicos de todas las regiones. Desde la de mi padre y el padre de mi padre y el padre de éste, ningún nórdico vio nunca la niebla negra y algunos de los guerreros jóvenes contaban con que nosotros, viejos tontos, recordásemos las antiguas leyendas de sus horrores y depredaciones. Sin embargo, los jefes de los nórdicos en todos los reinos, aun en Noruega, siempre han vivido preparados para el retorno de la niebla negra. Todas nuestras poblaciones y nuestras fortalezas están protegidas y defendidas en el lado de tierra firme. Desde los tiempos del padre de mi abuelo nuestras gentes han procedido de este modo y nunca hemos visto a la niebla negra. Ahora, no obstante, ha vuelto.

Pregunté qué les hacía suponerlo, y bajando la voz, él me dio su respuesta:

—La niebla negra ha vuelto a causa de la vanidad y la debilidad de Rothgar, quien ha ofendido a los dioses con su tonto esplendor y tentado a los demonios con la colocación de su gran fortaleza, que carece de protección en el costado sobre tierra firme. Rothgar es viejo y sabe que no será recordado por batallas libradas y ganadas, y por ello construyó este espléndido edificio, comentario de todo el mundo y que halaga su vanidad. Rothgar actúa como un dios, a pesar de ser un hombre, por lo cual los dioses han enviado a la niebla negra para que caiga sobre él y le enseñe la humildad.

Dije a este anciano que tal vez no amaban a Rothgar en el reino. Me respondió entonces:

—Ningún hombre es tan perfecto que esté libre de todo defecto, ni tampoco tan malvado que no valga nada. Rothgar es un rey justo y durante su reinado todos han prosperado. La sabiduría y opulencia de su gobierno residen en esta fortaleza, y son espléndidas. Su único defecto consiste en haber olvidado la defensa, ya que tenemos un proverbio que dice: «Ningún hombre debe alejarse un solo paso de sus armas». Rothgar no tiene armas. Tampoco tiene dientes y es débil. La niebla negra, en fin, se filtra con toda libertad sobre nuestra tierra.

Quise saber más, pero el viejo estaba fatigado y se apartó de mí durmiéndose poco después. En verdad la comida y la bebida servidas por la hospitalidad de Rothgar eran abundantes y muchos de los nobles y señores congregados se mostraban somnolientos.

De la mesa de Rothgar diré lo siguiente: que cada comensal tenía su mantel y su plato, además de cuchara y cuchillo, que la comida consistía en cerdo y cabra hervidos, además de pescado, pues los nórdicos prefieren las carnes hervidas a las asadas. Había, además, repollos y cebollas en abundancia y manzanas y avellanas. Me dieron por último una carne algo dulce y muy suculenta que no había probado yo hasta entonces. Según me dijeron era carne de alce o de reno.

La horrible bebida llamada hidromiel está hecha de miel fermentada. Es el líquido más agrio, más negro y más repugnante que haya inventado jamás nadie, y con todo es tan potente como cualquiera de las bebidas que se conocen. Bastan unos pocos sorbos para que el mundo comience a girar. Por suerte yo no bebí, loado sea Alá.

Advertí en aquel momento que Buliwyf y su séquito no bebían aquella noche o bien bebían con gran moderación y que Rothgar no vio en ello un insulto, sino que lo consideró más bien como algo esperado. No había viento. Las velas y lumbre en el recinto de Hurot no se movían, pero estaba muy húmedo y frío. Pude ver con mis propios ojos que afuera la niebla llegaba en grandes olas desde las colinas y que bloqueaba la luz plateada de la luna, vistiendo todo de tinieblas.

Al avanzar la noche, Rothgar y su reina se retiraron a dormir y las macizas puertas de Hurot fueron cerradas con barras y cerrojos, mientras los nobles y señores que aún quedaban allí caían todos en un sopor de embriaguez y roncaban con estrépito.

Buliwyf y sus hombres, vestidos aún con sus armaduras, recorrieron entonces el recinto, apagando las velas y cuidando la lumbre para que ardiera con poca intensidad. Pregunté a Herger qué quería decir esto y me dijo que rogara por mi vida y fingiera dormir. Me dieron un arma, una espada corta, que no me consoló mucho, ya que no soy guerrero, y lo sé muy bien.

En verdad todos los hombres fingieron dormir y Buliwyf y sus súbditos se tendieron junto a los cuerpos dormidos de los señores del rey Rothgar, quienes roncaban de verdad. No sé cuánto tiempo esperamos, pues creo haber dormido algo yo mismo. De pronto me desperté del todo con una rapidez que no era natural. No me sentía ya somnoliento, sino repentinamente tenso y despierto, tendido aún como estaba sobre una piel de oso en el suelo del gran recinto. Reinaba la oscuridad. Las velas apenas ardían y una leve brisa murmuraba y agitaba las llamas amarillas.

Oí entonces un ruido sordo, como un gruñido, semejante al de un cerdo que hurga el suelo y que me llegó con la brisa y al mismo tiempo percibí un olor fétido como el de un cadáver que está en descomposición desde hace un mes y sentí gran temor. Aquel sonido de cerdo, ya que no puedo darle otro nombre, aquel gruñido, jadeo, resuello, se volvió más y más fuerte y más excitado. Provenía de fuera, de un costado de la fortaleza. En seguida llegó el mismo ruido de otro costado y luego del siguiente. La verdad es que estábamos rodeados.

Me apoyé sobre un codo, con el corazón en la boca, y miré a mi alrededor. Nadie entre los guerreros dormidos se movió, aunque allí estaba Herger con los ojos muy abiertos. Y también estaba allí Buliwyf, dejando escapar fuertes ronquidos, pero con los ojos igualmente abiertos. Esto me hizo deducir que todos los guerreros de Buliwyf aguardaban para librar batalla con los wendol, cuyos ruidos rasgaban el aire ya.

Por Alá, no hay terror más grande que el de un hombre que ignora su causa. ¡Cuánto tiempo permanecí tendido sobre la piel de oso, escuchando los gruñidos de los wendol y oliendo su asqueroso hedor! ¡Cuánto tiempo aguardé no sé qué, el comienzo de un combate más terrible en perspectiva que lo que podría ser en la realidad! Recordé esto, que los nórdicos tienen palabras de elogio que suelen grabar en las tumbas de sus nobles guerreros y que dicen: «No huyó de la batalla». Nadie en el séquito de Buliwyf huyó aquella noche, a pesar de estar todos rodeados por el ruido y el hedor, a veces más intensos, a veces más débiles, a veces de una dirección, a veces de otra. Con todo, seguían esperando.

Llegó entonces el momento más temido. Cesaron todos los ruidos. Hubo un silencio total, salvo los ronquidos de los hombres y el ligero crujido del fuego.

Y entonces sobrevino el violentísimo embate contra las sólidas puertas del hall de Hurot y las puertas se abrieron con violencia, y un hálito de aire pestilente hizo apagar todas las luces, entrando la niebla negra en el recinto. No conté cuántos eran, pero la verdad es que parecían ser millares de siluetas negras y jadeantes, a pesar de que quizá no eran más de cinco o seis figuras enormes y negras que apenas parecían hombres, aunque a la vez tenían forma de hombres. El aire apestaba a sangre y muerte. Sentí un frío indescriptible y me estremecí. Nuestros guerreros seguían inmóviles.

De pronto, con un alarido aterrador capaz de despertar a los muertos, Buliwyf se incorporó de un salto y con ambos brazos agitó la gigantesca espada Runding, que silbó como una llama chisporroteante al cortar el aire. Y sus guerreros se levantaron a un mismo tiempo y todos se unieron a la batalla. Los gritos de los hombres se mezclaban con los gruñidos de cerdo y con los olores de la niebla negra y en Hurot hubo terror y confusión y un gran destrozo y destrucción.

En cuanto a mí, no tenía estómago para luchar, pero con todo me atacó uno de estos monstruos de la niebla, que al acercarse casi junto a mí, me permitió ver ojos relucientes inyectados en sangre, en verdad ojos que relucían como ascuas, así como oler el hedor nauseabundo y me sentí levantado en el aire y arrojado a través del recinto como un guijarro lanzado por un niño. Al golpear mi cuerpo la pared caí al suelo, donde permanecí desvanecido un tiempo, hasta tal punto que todo lo que me rodeaba se volvió muy confuso.

Recuerdo con toda claridad el contacto de estos monstruos, especialmente el aspecto velludo de sus cuerpos, por cuanto estos monstruos de la niebla tienen pelo tan largo y tan espeso como el de un perro, que les cubre todo el cuerpo. Recuerdo asimismo el aliento fétido del monstruo que me arrojó lejos.

Cuánto tiempo duró la batalla no sé decirlo, pero terminó de forma súbita, instantánea. Y entonces la niebla negra se retiró con paso cauteloso, gruñendo y apestando, sin aliento, dejando tras ella una destrucción y muerte impresionante.

He aquí el resultado de la batalla: De los hombres de Buliwyf había tres muertos: Roneth y Haiga, ambos señores, y Edgtho, un guerrero. Al primero le habían desgarrado el pecho; al segundo le habían quebrado la columna vertebral; al tercero le habían arrancado la cabeza en la forma que había visto yo ya con anterioridad. Todos estos guerreros estaban muertos.

Había otros dos heridos, Haltaf y Rethell. Haltaf había perdido una oreja y Rethell dos dedos de la mano derecha. Ninguno de los dos estaba mortalmente herido, de manera que no se quejaban, pues es costumbre de los nórdicos soportar las heridas de la batalla con entereza y agradecer sobre todo el haber conservado la vida.

En cuanto a Buliwyf y Herger y el resto, estaban empapados en sangre como si se hubiesen bañado en ella. Diré ahora algo que muchos no creerán. Sin embargo, es verdad. Nuestros hombres no mataron a ninguno de los monstruos de la niebla. Todos ellos habían huido arrastrándose, algunos heridos de muerte, tal vez. A pesar de todo, escaparon.

Herger habló en estos términos:

—Vi a dos de ellos llevarse a un tercero, muerto.

Tal vez sucedió así, ya que en general todos dieron crédito a esto. Me enteré entonces de que los monstruos de la niebla nunca dejan a ninguno de sus miembros entre la sociedad de los hombres y que, por el contrario, son capaces de correr riesgos extremados para rescatarlos de la vista de los hombres. Son capaces, además, de hacer cualquier cosa para conservar la cabeza de una víctima, y por ello no pudimos encontrar la de Edghto en ninguna parte. Los monstruos se la habían llevado.

Entonces habló Buliwyf, y Herger me tradujo:

—Miren todos, he conservado un trofeo de los sangrientos hechos de esta noche. Pueden ver aquí el brazo de uno de los demonios.

En efecto, Buliwyf levantó el brazo de uno de los monstruos de la niebla cortado a la altura del hombro por la gran espada Runding. Todos los guerreros se congregaron para examinarlo. He aquí lo que yo vi: Era en apariencia un brazo pequeño, con una mano anormalmente grande. En cambio el brazo y el antebrazo no concordaban con ella, a pesar de ser musculosos. Toda la superficie estaba cubierta de pelo espeso y enmarañado, salvo la palma de la mano. Debo señalar, en fin, que el brazo apestaba como el resto de aquellas bestias, con el hedor fétido de la niebla negra.

En aquel punto todos los guerreros vitorearon a Buliwyf y a su espada Runding. Colgaron entonces el brazo del monstruo de una de las vigas del gran hall de Hurot para que fuese admirado por todos los habitantes del reino de Rothgar. Así terminó la primera batalla con los wendol.