Por espacio de dos días navegamos a lo largo de una costa llana, entre numerosas islas que conforman la tierra de Dans y por fin llegamos a una región de ciénagas con una red de riachuelos que desembocaban en el mar. Estos ríos no tienen nombre, sino que cada uno de ellos es llamado «wyk» y la gente que habita sobre ellos son llamados «wykings», que significa para los nórdicos los guerreros, o vikingos, que navegan río arriba con sus barcos y atacan las poblaciones por este medio.[18]
Ahora bien, en aquella región pantanosa nos detuvimos en un punto llamado Trelburg que me dejó maravillado. No se trata de una ciudad, sino más bien de un campamento militar, poblado por guerreros y unas pocas mujeres y niños. Las defensas de este fuerte están construidas de forma esmerada y con la calidad artesanal de los romanos.
Trelburg se encuentra en la confluencia de dos riachuelos que desembocan en el mar. La parte principal de la ciudad está rodeada por un muro circular de barro cuya altura equivale a la de cinco hombres en pie el uno sobre el otro. Sobre este círculo de barro se levanta un cerco de madera para mayor protección. Fuera del círculo hay un foso lleno de agua cuya profundidad ignoro.
Estas obras de barro son de una construcción excelente y de una simetría y perfección que rivaliza con todo lo conocido por nosotros. Hay más aún: en el sector de la ciudad que mira hacia tierra firme hay un segundo semicírculo o muro alto con otro foso exterior.
La ciudad misma se encuentra dentro del círculo interior, que tiene cuatro puertas sobre los cuatro puntos cardinales de la tierra. Cada puerta es de roble sólido con pesados herrajes de hierro y cuenta con numerosos centinelas. Muchos centinelas se pasean también por lo alto del muro y vigilan día y noche.
Dentro de la ciudad hay dieciséis viviendas de madera, todas iguales. Son casas alargadas, según las califican los nórdicos, con paredes que se curvan hacia dentro y les dan el aspecto de botes colocados con la abertura hacia abajo a los cuales les hubiesen cortado los dos extremos. Están dispuestas de la siguiente manera: cuatro casas largas situadas con precisión para formar un cuadrado. Hay cuatro de estos cuadrados, o sea, dieciséis casas en total.[19]
Cada una de estas casas largas cuenta con un único acceso y ninguna de ellas tiene este acceso de manera que sea visible desde los otros. Pregunté la causa de ello y Herger me dijo:
—Si atacan el campamento, los hombres deben correr a las defensas y las puertas de salida están distribuidas de tal manera que los hombres pueden correr sin atropellarse ni confundirse. Por el contrario, cada uno de ellos puede llegar con toda libertad a su puesto de defensa.
Ocurre, pues, que dentro de cada cuadrado una casa tiene una puerta sobre el Norte; la siguiente, una puerta sobre el Este; la que sigue, una puerta sobre el Sur, y la última, una puerta sobre el Oeste. Lo mismo sucede en cada uno de los otros cuadrados.
Vi luego que a pesar de ser los nórdicos hombres de gran talla, las puertas son tan bajas que aun yo debo inclinarme mucho para entrar en las casas. Cuando le pregunté acerca de esto a Herger, repuso:
—Si nos atacan, un guerrero solo tiene que permanecer dentro de la casa y cortar con su espada la cabeza de todos los que intentan entrar. Las puertas son tan bajas que las cabezas quedan debidamente inclinadas para decapitarlas.
En verdad comprobé que desde todo punto de vista Trelburg era una ciudad construida con fines de actividad bélica y defensa. No había ningún comercio en ella, como señalé ya. Dentro de las casas largas hay tres secciones o cuartos, cada uno de ellos con una puerta. El más grande es el del centro, que es al mismo tiempo un lugar dotado de un pozo para quemar desperdicios.
Vi seguidamente que la gente de Trelburg no era como los demás nórdicos a lo largo del Volga. Esta era gente muy limpia para pertenecer a la raza. Se lavaba en el río y hacía sus necesidades fuera de las casas. En todo eran, en fin, muy superiores a los grupos que había conocido hasta entonces. Diré, sin embargo, que no son verdaderamente limpios, salvo en términos comparativos.
La sociedad en Trelburg está compuesta en su mayoría por hombres, y las mujeres son todas esclavas. No hay esposas entre estas mujeres y todas las que hay allí son tomadas con toda libertad según los deseos de los hombres. Los habitantes de Trelburg se alimentan con pescado y un poco de pan. No hacen agricultura ni cultivos, a pesar de que la tierra húmeda que rodea la ciudad es apropiada para ello. Pregunté a Herger por qué no había agricultura y me dijo:
—Estos son guerreros. No labran la tierra.
Buliwyf y su contingente fueron recibidos con amabilidad por los jefes de Trelburg, que son varios, el principal de ellos, uno llamado Sagard. Sagard es un hombre fuerte y valeroso, casi tan grande como Buliwyf.
Durante el banquete de la noche, Sagard preguntó si Buliwyf tenía una misión, así como el motivo de sus viajes. Y Buliwyf le informó acerca de la petición de Wulfgar. Herger me tradujo todo, aunque en verdad había pasado ya bastante tiempo entre estas gentes como para haber aprendido unas cuantas palabras en su idioma. He aquí la esencia de la conversación entre Sagard y Buliwyf.
Sagard habló en los siguientes términos:
—Es sensato de parte de Wulfgar cumplir la misión de mensajero a pesar de ser el hijo del rey Rothgar, ya que varios de los hijos de Rothgar están disputando entre ellos.
Buliwyf le dijo que no se había enterado, o palabras por el estilo. Por mi parte sospeché que no estaba muy sorprendido, aunque en verdad Buliwyf no se sorprendía de nada. Tal era su papel como conductor y héroe entre ellos.
Sagard volvió a hablar:
—Sí, Rothgar tiene cinco hijos y tres fueron asesinados por uno de ellos, Wiglif, un hombre astuto[20] cuyo inspirador en esta empresa es el heraldo del viejo rey. Sólo Wulfgar se ha mantenido fiel y ahora ha partido.
Buliwyf manifestó a Sagard que se alegraba de saber esta noticia, que tendría muy presente, y en este punto la conversación terminó. En ningún momento mostraron Buliwyf o sus guerreros la menor sorpresa ante las palabras de Sagard y de ello inferí que es común que los hijos del rey se maten entre ellos para apoderarse del trono.
También es posible que de tiempo en tiempo un hijo asesine a su padre, el rey, para apoderarse del trono y tampoco se ve en ello nada extraordinario, pues los nórdicos lo consideran semejante a cualquier riña de ebrios registrada entre sus guerreros. Los nórdicos tienen un proverbio que dice: «Cuídate la espalda» y creen que todo hombre debe estar siempre preparado para defenderse, incluyéndose en esto al padre frente a su propio hijo.
Cuando partimos pregunté a Herger por qué había una fortificación adicional en el lado de tierra firme de Trelburg, sin que la hubiera en el lado sobre el mar. Los nórdicos son gente de mar que atacan desde allí. A pesar de este hecho, Herger me explicó:
—Es la tierra de donde proviene el peligro.
Le pregunté entonces:
—¿Por qué es peligrosa la tierra?
Y él repuso:
—Por las nieblas.
En el momento de alejarnos de Trelburg los guerreros se congregaron y golpearon sus escudos con sus lanzas y nos despidieron con gran bullicio al hacerse a la vela nuestro barco. Esto, me dijeron, era para atraer la atención de Odín, uno de sus muchos dioses, de modo que el tal Odín viese con buenos ojos el viaje de Buliwyf y sus doce hombres.
Aprendí esto asimismo: que el número 13 es importante para los nórdicos, porque la luna crece y muere trece veces en el curso de un año, según los cálculos de ellos. Por esta razón, todas sus cuentas de cierto valor deben incluir el número 13. Así, Herger me dijo que el número de casas en Trelburg era de trece más tres, en lugar de decir dieciséis, como habría dicho yo.
Aprendí luego que estos nórdicos tienen la noción de que el año no concuerda con exactitud con los trece pasajes de la luna, y por ello el número trece no es estable ni está fijo en sus mentes. El decimotercer pasaje es considerado mágico y misterioso y Herger dice que «Por ello te eligieron como número trece, por ser un extraño».
La verdad es que estos nórdicos son supersticiosos y no recurren al sentido común, a la razón ni a la ley. A mis ojos aparecían como niños iracundos, pero como estaba entre ellos, callé. No tardé en sentirme satisfecho de mi discreción, cuando se produjeron los hechos siguientes:
Hacía algún tiempo que habíamos zarpado de Trelburg cuando recordé que nunca con anterioridad habían hecho los habitantes de una ciudad aquel ruido con sus escudos en una ceremonia de partida, para invocar a Odín. Se lo comenté, pues, a Herger.
—Es verdad —repuso él—. Hay una razón especial para este llamamiento a Odín, ya que en este momento estamos en el mar de los monstruos.
Hallé que esto era prueba de su superstición. Pregunté si alguno de los guerreros había visto a estos monstruos en alguna oportunidad.
—En verdad todos los hemos visto —dijo él—. ¿De qué otro modo podíamos estar enterados acerca de ellos? —por su tono de voz adiviné que me consideraba un tonto por mi incredulidad.
Pasó un tiempo más y entonces hubo una gran algarabía, en medio de la cual todos los guerreros de Buliwyf se pusieron a señalar al mar, mirando con atención y gritando entre ellos. Pregunté a Herger qué había ocurrido.
—Estamos ya entre los monstruos —dijo, señalando a su vez.
Diré aquí que el océano en esta región es en extremo turbulento. El viento sopla con gran fuerza y vuelve las olas del mar blancas de espuma, escupiendo agua a los rostros de los marinos y mostrándoles falsas imágenes. Me quedé contemplando el mar muchos minutos y no pude ver ningún monstruo. No tenía, por tanto, motivos para creer lo que decían los guerreros.
En aquel momento uno de ellos lanzó un grito, invocando a Odín, un alarido de súplica, repetido muchas veces con el mismo fervor, y vi al monstruo con mis propios ojos. Tenía la forma de una serpiente gigantesca que no levantaba la cabeza fuera del agua. A pesar de ello pude ver cómo enroscaba y agitaba el cuerpo, aparte de que era muy largo y más ancho que el barco de los nórdicos y de color negro. El monstruo marino arrojaba al aire una columna de agua, como una fuente, y luego se hundía y levantaba una cola partida en dos, como la lengua bifurcada de una víbora. Era, no obstante, enorme esta cola y cada una de sus dos secciones era más grande que la copa de una palmera.
Vi en seguida otro monstruo, y otro, y otro. Aparentemente eran cuatro o tal vez seis o siete. Cada uno actuaba lo mismo que los otros, curvándose en el agua, lanzando un chorro y levantando una cola gigantesca partida en dos. Al verlos los nórdicos gritaron a Odín pidiéndole ayuda y no pocos entre ellos cayeron de rodillas sobre cubierta, temblando de terror.
En verdad vi con mis propios ojos a los monstruos marinos que rodeaban nuestro barco en el océano, y después, pasado algún tiempo, se fueron y no volvimos a verlos. Los guerreros de Buliwyf reanudaron sus tareas de maniobra en la embarcación y nadie habló de los monstruos, aunque yo seguí con mucho miedo durante largo rato, y Herger me dijo que tenía la cara tan pálida como la de un nórdico. A continuación dijo riendo:
—¿Y qué dice Alá de todo esto?
No supe qué contestarle.[21]
Ya de noche desembarcamos y encendimos una fogata. Pregunté a Herger si los monstruos marinos solían atacar a los barcos en alta mar y, de hacerlo, cómo lo hacían, pues no había podido ver la cabeza de ninguno de estos monstruos.
Herger por toda respuesta llamó a Etchgow, uno de los nobles y lugartenientes de Buliwyf. Etchgow era un guerrero solemne que nunca se mostraba alegre, salvo cuando estaba ebrio. Herger manifestó que había estado a bordo de un barco atacado. Etchgow, por su parte, me dijo lo siguiente: «… que los monstruos marinos eran más grandes que nada existente en la superficie de la tierra y más grandes que ningún barco sobre el mar, y que cuando atacan pasan por debajo de la embarcación y la levantan por los aires y la apartan a un lado como si fuera un trozo de madera, para aplastarla por fin con la cola bifurcada. Etchgow me dijo que su barco había tenido treinta hombres a bordo y que sólo él y dos más sobrevivieron por la gracia de los dioses». Etchgow hablaba con un tono normal, lo cual para él era bastante serio, y consideré que decía la verdad.
También me contó Etchgow que los nórdicos saben que los monstruos atacan a los barcos porque quieren copular con ellos, por suponer erróneamente que éstos son de su misma especie. Por esta razón los nórdicos no construyen sus barcos de un tamaño excesivo.
Herger me dijo que Etchgow es un gran guerrero, afamado en la batalla, y que es necesario creer todo lo que dice.
Durante los dos días subsiguientes navegamos entre las islas de la tierra danesa y en el tercero atravesamos un estrecho. Allí temí ver mayor cantidad de monstruos marinos, pero no vimos ninguno y por fin llegamos a un territorio llamado Venden. Estas tierras de Venden son montañosas e impresionantes y los hombres de Buliwyf se aproximaron a ellas con cierta aprensión, después de haber sacrificado una gallina, que arrojaron al mar del siguiente modo: primero arrojaron la cabeza desde la proa, y después arrojaron el cuerpo por la popa, junto al timonel.
No nos detuvimos en esta nueva tierra de Venden, sino que navegamos siguiendo la costa, hasta que por fin llegamos al reino de Rothgar. Mi primera impresión fue la siguiente: Muy alta sobre un acantilado, dominando un mar gris y violento, había una construcción inmensa de madera, sólida e imponente. Dije a Herger que era un espectáculo magnífico, pero éste y todos sus compañeros, encabezados por Buliwyf, no hacían más que lamentarse y agitar la cabeza. Pregunté a Herger el motivo de ello y me dijo:
—Rothgar es llamado Rothgar el Vanidoso, y este gran edificio es el sello de un hombre vanidoso.
—¿Por qué dices eso? —pregunté—. ¿Por sus dimensiones y esplendor? —en verdad, a medida que nos aproximábamos, vi que la gran construcción estaba ricamente ornamentada con relieves y adornos de plata que relucían desde lejos.
—No —repuso Herger—. Digo que Rothgar es vanidoso por el lugar donde ha situado su población. Desafía a los dioses a que le derriben y pretende ser más que un simple hombre, y por ello es castigado.
Nunca vi una fortaleza más inexpugnable; de modo que comenté a Herger:
—No es posible atacar esto. ¿Cómo podrían derribar a Rothgar?
Herger se rió de mí antes de responder:
—Ustedes los árabes son increíblemente tontos y no saben nada de las cosas de este mundo. Rothgar merece el infortunio que ha caído sobre él y sólo nosotros podremos salvarlo si acaso es posible.
Estas palabras me intrigaron más aún. Miré a Etchgow, el lugarteniente de Buliwyf, y vi que estaba en pie en el barco y que ponía cara de valiente, a pesar de que le temblaban las rodillas. Y no era la violencia del viento lo que las hacía temblar. Tenía miedo. Todos tenían miedo. Y yo ignoraba el motivo.