Inicio del viaje desde Bagdad

¡Loado sea Dios, el Misericordioso, el Compasivo, el Señor de los Dos Mundos, y bendiciones y paz al Príncipe de los Profetas, nuestro dueño y señor Muhammad, a quien Dios bendiga y proteja y confiera durable e ininterrumpida paz y beneficios hasta el Día de la Fe!

Este es el libro de Ahmad Ibn-Fadlan, Ibn-al-Abbas, Ibn-Rasid, Ibn-Hammad, cliente de Muhanunad Ibn-Sulayman, embajador de al-Muqtadir ante el rey de los Saqaliba, en el cual relata lo que viera en la tierra de los turcos, los hazars, los saqaliba, los baskirs, los rus y los nórdicos, las historias de sus reyes y su manera de comportarse en muchos quehaceres de su vida.

La carta de Yiltawar, rey de los Saqaliba, llegó a manos del comandante de los fieles, al-Muqtadir. En ella Yiltawar le solicitaba que enviara a alguien capaz de instruirlo en religión y de familiarizarlo con las leyes del Islam, que le construyera una mezquita y le levantara un púlpito desde el cual llevar a cabo la misión de convertir a su pueblo en todos los distritos de su reino, como asimismo consejo acerca de la construcción de fortificaciones y de obras de defensa. Luego rogaba al califa que hiciera todo esto. El intermediario en este cometido era Dadir-al-Hurami.

El comandante de los fieles, al-Muqtadir, como muchos lo sabemos, no era un califa fuerte y justo, sino más bien inclinado a los placeres y a los discursos lisonjeros de sus funcionarios, quienes le consideraban un tonto y se mofaban de él a sus espaldas. No pertenecía yo a ese grupo ni era amado de forma especial por el califa, por los motivos siguientes.

En Bagdad, la Ciudad de la Paz, vivía un mercader de cierta edad llamado Ibn-Qarin, rico en todas las cosas pero carente de un corazón generoso y de amor a los hombres. Atesoraba su oro y también a su joven esposa a quien nadie había visto, a pesar de que todos la tenían por una mujer inimaginablemente bella. Cierto día, el califa me envió a entregar un mensaje a Ibn-Qarin. Me presenté en la casa del mercader y solicité ser admitido con mi carta y mi sello. Hasta hoy, ignoro el contenido de esa carta, pero no tiene importancia.

El mercader no estaba en casa, por haberse ausentado al extranjero en misión de negocios. Expliqué al criado que debía esperar su regreso, pues tenía instrucciones del califa de entregar el mensaje exclusivamente en manos de su amo. En vista de ello el criado me permitió entrar en la casa, proceso que requirió algún tiempo, ya que la puerta de la casa tenía numerosos pasadores, cerrojos, barras y pestillos, tal como suele ocurrir en las casas de los avaros. Por fin entré. Permanecí allí todo el día, sediento, pero los servidores del avariento mercader no me ofrecieron ningún refrigerio.

En medio del calor de la tarde, cuando toda la casa estaba silenciosa y mientras dormían los servidores, también yo me sentí somnoliento. Entonces vi delante de mí una aparición vestida de blanco, una mujer joven y bella, que supuse sería la mujer del mercader, a quien ningún hombre había visto nunca. No habló, sino que con gestos me condujo a otro cuarto y una vez allí cerró la puerta con el cerrojo. Gocé de ella sin vacilar y no fue necesario estimularla para ello porque su marido era viejo y sin duda no la satisfacía. Así pasó muy rápidamente la tarde, hasta que oímos al amo que volvía. Inmediatamente la esposa se levantó y me dejó, sin haber pronunciado una sola palabra en mi presencia. Quedé solo y arreglándome las ropas con algo de prisa.

Diré aquí que pude ser sorprendido, de no haber mediado aquellos pasadores y cerrojos que impedían la entrada del avaro en su propia casa. No obstante, el mercader Ibn-Qarin me encontró en el cuarto contiguo, me miró con suspicacia, y preguntó por qué estaba allí en lugar de haber esperado en el patio, el lugar apropiado para un mensajero. Repliqué que estaba hambriento y fatigado y había ido en busca de alimento y sombra. Era una mentira muy poco convincente y el mercader no me creyó. Se quejó, entonces, al califa, quien, según sé, se sintió secretamente divertido, pero al mismo tiempo obligado a adoptar una expresión de severa censura en público. De ese modo, cuando el gobernante de Sagaiba solicitó al califa el envío de una misión, este mismo Ibn-Qarin, despechado, insistió en que me enviaran a mí. Así pues, fui enviado.

En nuestro grupo estaba el embajador del rey de Saqaliba, llamado Abadallah Ibn-Bastu al-Hazafi, un hombre majadero y altisonante que hablaba demasiado. Estaban también Takin al-Turki y Bars al-Saqlabi, guías para el viaje y, por último, yo. Llevábamos presentes para el rey, su esposa, sus hijos y sus generales. Llevábamos asimismo ciertas drogas que fueron encomendadas al cuidado de Sausan el-Rasi. Tal era nuestro grupo.

Partimos, pues, el jueves, undécimo día del Safar del año 309 (21 de junio de 921), de la Ciudad de la Paz. Nos detuvimos un día en Nahwaran y desde allí avanzamos a buen paso hasta llegar a al-Daskara, donde permanecimos tres días. Proseguimos sin dar ningún rodeo hasta Hulwan. Allí nos detuvimos dos días. Desde allí proseguimos hacia Qirmisin, donde paramos dos días. Reanudamos el viaje y avanzamos hasta Hamadan, donde nos quedamos tres días. Llegamos luego a Sawar, para quedar allí otros dos, y después partimos hacia Ray, donde permanecimos once días, esperando a Ahmad Ibn-Ali, hermano de el-Rasi, que estaba en Huwar al-Ray. Desde allí proseguimos hasta Huwar al-Ray, donde permanecimos tres días.[1]

Nuestra permanencia en Gurganiya fue prolongada. Estuvimos allí varios días del mes de Ragab (noviembre) y durante todos los de Saban, Ramadan y Sawwal. Esta larga estancia fue provocada por un frío de intensas proporciones. Diré que me contaron que dos hombres llevaron camellos a la selva en busca de lumbre. Olvidaron, no obstante, llevar pedernal y astillas y por ello durmieron a la intemperie sin siquiera contar con una fogata. Cuando despertaron a la mañana siguiente, descubrieron que los camellos estaban congelados como estatuas a causa del frío.

Pude ver que el mercado y las calles de Gurganiya estaban completamente desiertos a causa del frío. Era posible pasearse por las calles sin encontrar ser alguno. Una vez, cuando salía del baño, entré en mi casa y me miré la barba, que era un bloque de hielo. Tuve que descongelarla junto al fuego. Vivía día y noche dentro de una casa contenida dentro de otra, y en cuyo interior se había levantado una tienda turca hecha de paño, en la que yo permanecía envuelto en abundantes ropas y mantas de piel. A pesar de todo ello, a menudo las mejillas se pegan a la almohada durante la noche.

En estos extremos de frío comprobé que la tierra suele sufrir grandes grietas y que un árbol grande y vetusto puede llegar a partirse en dos mitades.

A mediados del mes de Sawwal del año 309 (febrero del 922), el tiempo comenzó a cambiar, el río comenzó a deshelarse y nos procuramos los elementos necesarios para el viaje. Compramos camellos turcos y botes de piel de camello, como preparación para el cruce de los ríos que deberíamos efectuar en la tierra de los turcos.

Almacenamos provisiones de pan, mijo y carne salada para tres meses. Nuestras amistades en la ciudad nos guiaron en la compra de las ropas que habríamos de necesitar. Estos amigos nos describieron las pruebas que nos aguardaban en términos horripilantes y por nuestra parte imaginamos que exageraban, pero cuando sufrimos las experiencias, todo fue peor de lo que nos habían dicho.

Cada uno de nosotros vistió una chaqueta, sobre ésta un gabán, sobre éste la prenda llamada tulup, cubierta a su vez por un burka, mientras un turbante de paño dejaba libres tan sólo los ojos para poder ver. Llevábamos calzoncillos comunes debajo de los pantalones, pantuflas y sobre éstas un par de botas. Cuando uno de nosotros se apeaba del camello, le era imposible moverse a causa de sus ropas.

El doctor en leyes y el maestro y los pajes que viajaban con nosotros desde Bagdad nos dejaron en este punto, temerosos de internarse en esas tierras desconocidas, de modo que yo, el embajador, su cuñado y dos pajes, Takin y Bars, reanudamos el camino.[2]

La caravana estaba lista para partir. Tomamos a nuestro servicio a un guía entre los pobladores de la ciudad, cuyo nombre era Qlawus. En seguida nos pusimos en manos de nuestro Dios Altísimo y Todopoderoso e iniciamos la marcha un lunes, el tercer día del mes de Dulqada del año 309 (3 de marzo el 922), desde la ciudad de Gurganiya.

El mismo día hicimos un alto en la población Zamgan, es decir, la puerta de los turcos. Muy temprano al día siguiente, proseguimos hacia Git. Allí nevó tanto que los camellos se hundían en la nieve hasta las rodillas y por tanto tuvimos que detenernos dos días.

Seguimos a buen paso y entramos en la tierra de los turcos sin encontrar a nadie en la estepa estéril y llana. Cabalgamos diez días en medio de un frío intensísimo y de tormentas de nieve ininterrumpidas, en comparación con las cuales el frío sufrido en Chwarezm era comparable a un día de verano, al punto que olvidamos todas las incomodidades sufridas con anterioridad y estuvimos casi a punto de renunciar al viaje.

Un día, cuando habíamos sufrido el tiempo frío más inclemente, Takin, el paje, iba cabalgando a mi lado y junto a él uno de los turcos, quien conversaba con él en su propio idioma. Takin se echó a reír y me dijo:

—Este turco me dice: «¿Qué querrá el Señor de nosotros? Está matándonos de frío. Si supiéramos lo que quiere, se lo daríamos».

Yo repuse:

—Dile que sólo quiere que digan: «No hay otro Dios que Alá».

El turco rió y dijo:

—Si lo supiera, lo diría.

Llegamos a un bosque donde había bastante madera seca y nos detuvimos. La caravana encendió fogatas, nos calentamos, nos quitamos las ropas y la tendimos a secar.[3]

Volvimos a hacernos a la marcha y cabalgamos todos los días desde la medianoche hasta la hora de las plegarias de la tarde, apresurándonos a partir de mediodía. Cuando hubimos cabalgado quince noches, llegamos a una gran montaña de rocas macizas. De estas rocas brotan manantiales, cuya agua forma estanques. Desde allí proseguimos la travesía hasta que llegamos al lugar donde residía una tribu turca llamada los oguz.