No había ya ninguna conexión; esa es la única manera en que se me ocurre describirlo. Por ejemplo, era consciente de que la ley de la gravedad seguía funcionando —podía sentir la diferencia entre la tierra y el cielo—, pero no parecía afectarme. Podía flotar hacia arriba y hacia abajo y a veces tenía la sensación de estar haciendo ambas cosas al mismo tiempo.
Después de días con el cuerpo cada vez más dolorido, hasta que al final sentía que no existía otra cosa que pesadez y sufrimiento, ahora era ligera y libre como una pluma. Pero era una sensación vacía. Me sentía hueca. Perdida.
Traté de abrir los ojos, hasta que caí en la cuenta de que ya podía ver. Pero lo que veía carecía de sentido. El mundo entero se había teñido de un color gris azulado, lechoso, por el que flotaban sombras que nunca adquirían un contorno reconocible. Intenté moverme, pero las piernas, pese a no tenerlas atadas, no me respondían.
«¿Cuánto tiempo llevo así?», pensé. Había perdido la noción del tiempo. Podía llevar diez segundos como un año, y no podía recordar cómo distinguir una cosa de otra. «Boba, empieza por contar tus respiraciones. O tus pulsaciones. Una u otra cosa te lo dirá».
Entonces me di cuenta de que no tenía pulsaciones. Allí donde debería tener el pulso —el calor y el ritmo regular, constante, justo en el centro de mi cuerpo— no había nada.
El descubrimiento me impactó; fue un golpe en cierto modo aún más fuerte por no tener un cuerpo que lo recibiera. Mi pánico cortó la neblina que me envolvía y por un momento el espacio se aclaró y pude ver dónde me encontraba.
Seguía en la bodega, pero ya no estaba en la cama, sino flotando cerca del techo. Desde lo alto podía verme tendida en la cama. Estaba blanca como las sábanas y mis ojos miraban al vacío.
Junto a la cama estaba Lucas, de rodillas, la frente sobre el colchón, al lado de mi mano inerte. Se había cubierto la cabeza con los brazos, como si intentara protegerse de algo, aunque ignoraba de qué. Los hombros le temblaban, y comprendí que estaba llorando.
Al verle sufrir de ese modo quise consolarle. ¿Por qué no me incorporaba y le consolaba? Estaba ahí mismo, tumbada a su lado.
«Un momento, esa no soy yo. Yo soy yo». ¿Cómo podía existir una diferencia entre la persona que veía tumbada en la cama y la que estaba viéndolo todo? No tenía sentido.
«Lucas —le llamé—. Lucas, estoy aquí. Mira hacia arriba. Solo tienes que mirar hacia arriba». Pero carecía de voz, de lengua, de labios con los que pronunciar las palabras.
Para mi asombro, Lucas levantó la cabeza. Pero no miró hacia arriba, y no parecía que hubiera oído nada. Tenía los ojos apagados y rojos. Se secó las mejillas con el dorso de la mano y alargó el brazo hacia mí, hacia ese yo que yacía en la cama. Horrorizada y fascinada a la vez, vi cómo posaba sus dedos en mis párpados para cerrarlos. Ése gesto pareció agotar las pocas fuerzas que le quedaban, porque se desplomó hacia delante y permaneció tan inmóvil como el cuerpo que reposaba en la cama. Mi cuerpo.
No. Eso no podía ser así. No iba a pensar esas cosas. Lo que fuera que estaba pasando ahora mismo era un error, un gran error, y podríamos solucionarlo en cuanto encontráramos la manera.
Me había comunicado con él hacía solo un instante, ¿o no? Cuando dije su nombre me oyó, aunque él no fuera consciente de ello. Tenía que llamarle de nuevo. «Lucas, estoy aquí. Justo aquí. Solo tienes que mirarme».
No se movió.
«Quizá me oiga si me acerco un poco más», pensé. Pero ¿cómo? Ahora que parecía estar separada de mi cuerpo, todavía no sabía muy bien cómo —o si— podía moverme.
Miré de nuevo a Lucas y vi la angustia reflejada en su cara. Parecía terriblemente solo y perdido. Quise abrazarle, tranquilizarle…
Y ese deseo fue como un cable que tiró de mí desde el techo hasta Lucas. De repente podía sentir el calor de su cuerpo a mi alrededor, reconfortante como una manta, y me percaté de que había penetrado en él. «¡Lucas!».
Pegó un brinco. Puso los ojos como platos, se apartó de la cama y se arrastró hasta la pared.
¿De qué tenía miedo? «Lucas, estoy aquí».
Ya sabía, sin embargo, que no había oído mis últimas palabras, y no creía que pudiera verme. Lucas parpadeó un par de veces y se desplomó contra la pared. Era evidente que creía haberlo imaginado.
De pronto, tampoco yo podía verle a él. La neblina gris azulada me envolvió de nuevo y volví a sentir que flotaba. ¿Estaba subiendo o bajando? De hecho, ¿me estaba moviendo? No tenía forma de saberlo.
«Tengo que volver a encontrar mi cuerpo —me dije—. Si lo encuentro, podré deslizarme dentro de él». Imaginé que sería como entrar en un saco de dormir y subir la cremallera. Parecía muy fácil. Entonces, ¿por qué no podía encontrar mi cuerpo?
«Ya no es tuyo».
Sobresaltada, intenté mirar a mi alrededor para ver quién había hablado, pero no podía mirar hacia ningún lado, y aún menos ver algo aparte de la espesa neblina. Además, más que oír una voz, la había percibido.
«Voy a regresar a la bodega —me dije—. Quiero estar con Lucas, así que voy a estar con él, ahora mismo».
Y dicho esto, volví a estar con Lucas, pero no en la bodega. Estaba en el camino de entrada de la casa de los Woodson; yo parecía estar justo detrás de él, como si estuviera mirando por encima de su hombro. Estaba a punto de amanecer; el cielo había empezado a clarear. Un coche acababa de detenerse en el camino y de él salió una figura alta.
Balthazar echó a andar hacia Lucas con el rostro demacrado y tenso. Todavía tenía la piel marcada y caminaba más despacio de lo normal, pero se había recuperado de casi todas sus heridas.
—¿Cómo está? —dijo. Entonces miró detenidamente a Lucas y se detuvo en seco—. Oh, no.
—Bianca… —Lucas no pudo continuar. Podía ver el movimiento de los músculos de su mandíbula, como si estuviera esforzándose por hablar—. Bianca ha muerto.
—No. —Balthazar sacudió la cabeza. Su expresión era casi de pánico—. Te equivocas.
—Está muerta —repitió Lucas.
Oírlo de su boca lo hizo real. Quise gritar, pero no pude. Quise correr, pero también eso me fue imposible. No podía seguir negando lo que había sucedido.
—Déjame verla —dijo Balthazar.
Lucas respondió apartándose. Cuando Balthazar pasó raudamente junto a él, tuve la sensación de que me atravesaba. Fue una sensación extraña, desde luego, pero alucinante, porque durante un segundo toda la fuerza y la desesperación y el amor de Balthazar resonaron dentro de mí. No era como estar viva, pero era algo real, más real que yo.
Cuando Balthazar entró corriendo en la bodega, fue como si me arrastrara con él. Quizá se debiera a la forma en que me había atravesado; no estaba segura. Solo sabía que avanzaba flotando por los largos pasillos de botellas hacia la silueta de Balthazar, que lo adelantaba y de pronto estaba en la habitación mirándole mientras él contemplaba mi cuerpo.
Mi cuerpo yacía exactamente donde lo había visto por última vez, y me pareció que tenía buen aspecto. Algo enfermizo, quizá, pero exactamente igual que el que supuse que tenía cuando dormía. La única diferencia era que no respiraba. Y eso podía arreglarlo, ¿no? Solo tenía que meterme otra vez dentro.
Parecía fácil, pero no lo era. Contemplé fijamente mi cuerpo, tratando de sentir la misma atracción magnética que Lucas y Balthazar ejercían ahora en mí. Si pudiera acceder a esa misma energía, razoné, sería arrastrada de nuevo hasta mi cuerpo y resucitaría.
Pero la atracción no se produjo.
Transcurrido un rato —varios minutos, pensé, pero no podía asegurarlo—, Balthazar se levantó. Detrás de él, oí los pasos de Lucas. Ahora estaban los dos de pie frente a la cama, mirándome.
La voz de Balthazar sonó ronca cuando preguntó:
—¿Qué ha pasado?
—Lo que te explicaba en la carta. —Lucas parecía agotado. Me pregunté cuánto tiempo llevaba sin dormir—. Cada vez estaba más débil. Sabíamos que los médicos no podían hacer nada, así que tuve que limitarme a ver cómo…
Tragó saliva. Balthazar vaciló y por un momento pensé que iba a darle una palmada en el hombro, pero me equivocaba.
—Traté de convencerla para que se transformara —prosiguió Lucas—. Le ofrecí que me utilizara para convertirse en vampira, pero se negó a hacerlo a menos que yo me transformara también. Le dije que no. —Clavó un puño en la pared—. Maldita sea, ¿por qué no le dejé hacerlo?
Balthazar sacudió la cabeza.
—Bianca tomó la decisión adecuada. No solo por ti, sino también por ella. Hay cosas peores que la muerte.
—Tendrás que perdonarme, pero en estos momentos no puedo compartir tu opinión.
—Lo entiendo.
Se quedaron contemplándome como centinelas. Yo quería gritarles que todo eso era un error, que podíamos hacer algo para resolverlo, si bien había empezado a dudarlo.
«Estoy muerta. Ésta es la experiencia extracorporal sobre la que he leído tantas veces, y en cualquier momento aparecerá una luz brillante y tendré que caminar hacia ella».
Quería llorar, pero para llorar necesitaba un cuerpo. Ni siquiera podía contar con ese desahogo. Toda mi pena y mi miedo permanecían encerrados dentro de mí, sin otro lugar adónde ir.
Finalmente, Lucas dijo:
—No puedo llamar a la policía ni a una ambulancia. Son muchas las cosas que no puedo explicar.
—No, no puedes hacerlo —convino Balthazar—. Tendrás que enterrarla aquí, y antes de que salga el sol para que nadie te vea. Yo te ayudaré.
Lucas soltó un suspiro largo y trémulo.
—Gracias. —Era la primera vez que le veía bajar la guardia con Balthazar. Se miraron sin rencor; los celos y la desconfianza habían desaparecido.
Balthazar rodeó la cama y me apartó el pelo de la cara. Se inclinó y me besó en la frente; tuvo un estremecimiento y me di cuenta de que estaba luchando por contener las lágrimas. Segundos después había recuperado su determinación y solemnidad. Retiró la colcha y me ciñó la sábana al cuerpo antes de levantarme en brazos.
«Van a enterrarme. ¡Si me entierran no podré volver!». Me resistía a aceptar que seguramente no podría volver de todos modos. Solo podía pensar en que tenía que impedir que me enterraran. «Balthazar, Lucas, deteneos, por favor. ¡Tenéis que deteneros!».
En lugar de eso, Balthazar me alejó unos pasos de la cama. Tenía la mirada inquieta, y no se atrevía a bajarla.
—Tápale la cara —susurró. Lucas colocó la sábana sobre mi cabeza. Hecho esto, Balthazar pareció más centrado—. ¿Hay algo que quieras… hay algo que quieras que Bianca se lleve consigo?
Lucas soltó un largo suspiro.
—Sí.
Caminó hasta la cómoda de cartón donde guardaba mis escasas pertenencias. Cuando abrió el cajón superior, vi dos de mis tres joyas: el broche de azabache que me había regalado en Riverton al principio de nuestro idilio y la pulsera de coral rojo que me había regalado por mi último cumpleaños. La mano de Lucas se cerró sobre las dos y comprendí que quería ponerlas en mis manos para que tuviera algo suyo para el resto de la eternidad.
«¡No dejes que lo haga! ¡Tienes que conservarlas!».
Sobresaltada, miré a mi alrededor buscando de dónde venía esa otra voz. No solo no podía verla, sino que mi entorno volvía a desvanecerse, amenazando con desintegrarse en la neblina azulada que me nublaba la vista.
¿Quién era? La única persona que, en principio, podía hablarte después de morir era Dios, y estaba convencida de que el primer mensaje de Dios para mí desde el Más Allá no sería que conservara las joyas.
Sin embargo, era el único consejo que había recibido hasta el momento. Supuse que haría bien en escucharlo.
Cuando Lucas cogió las joyas, le dije: «No lo hagas. Déjalas donde están». Titubeó, pero ignoraba si debido o no a mi influencia. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Recordé la sensación que había tenido cuando Balthazar caminó a través de mí. Durante un instante experimenté cada una de sus emociones con la misma intensidad como si fueran mías. No sabía si Balthazar había sentido algo a su vez; con lo abatido que estaba, seguramente no. Sea como fuese, valía la pena intentarlo.
Concentré toda mi atención en Lucas, me dije lo mucho que deseaba estar con él e inmediatamente después… fue como si saliera disparada hacia él, casi a demasiada velocidad para poder verlo, y de repente estaba con Lucas, alrededor de Lucas, dentro de Lucas. Su dolor me inundó por dentro con una fuerza que me nubló la vista y me hizo sentir como si me hundiera. El sentimiento de anhelo, de aislamiento e impotencia era demasiado intenso para poder soportarlo.
Lucas tembló, como si tuviera frío.
—Es como si estuviera aquí —susurró—. Cuando miro los objetos que le regalé, siento a Bianca muy cerca. —Devolvió la pulsera y el broche al cajón—. No puedo renunciar a ellos.
—De acuerdo.
Devolví mi atención a Balthazar. Lo que vi entonces me abrasó el espíritu, dejando una marca oscura que nunca podría olvidar: Balthazar, con su camiseta y pantalón negros, como si fuera parte de la noche, sosteniendo en sus brazos mi cuerpo inerte. La sábana blanca me envolvía casi por completo, con excepción de una mano que colgaba y la cascada de mi larga melena pelirroja.
«Esto es real. Esto es absolutamente real».
«Estoy muerta».
—¿Tienes las herramientas necesarias? —preguntó Balthazar.
—En el garaje. —Lucas encorvó los hombros, como si quisiera protegerse de algo—. Tienen… tienen palas.
«¿Palas? Palas. No quiero verlo. Quiero estar en otro lugar…».
Y de pronto me encontré en otro lugar, en ningún lugar, más o menos. Una vez más, el mundo solo contenía una neblina grisácea. Yo estaba en medio, perdida y sola. Aunque detestaba esa sensación, era más soportable que ver a Lucas y Balthazar cavar mi tumba.
Un rostro empezó a tomar forma en medio de la bruma. Una chica, puede que de mi edad, con el pelo corto y rubio, a la que había visto muchas veces.
—La espectro. —Mis palabras me sonaban ahora reales, aunque no creía que los vivos pudieran oírlas—. Eres la espectro. No te había reconocido.
—No soy la única espectro —dijo. Su sonrisa era fina y ligeramente petulante; me habría gustado borrársela de la cara de un guantazo—. En el otro lado sonamos diferente, ¿a que sí? Más como nosotros.
—¿Qué me está ocurriendo? —le pregunté—. ¿Estoy realmente muerta? Si lo estoy, ¿me estás impidiendo ir al cielo, o a la luz, o dormir, o lo que se suponga que hace la gente cuando muere?
Agitó ampliamente los brazos para despejar la neblina.
—Hay muchas opciones, y no te estoy impidiendo elegir.
Ahora que la neblina se había disipado, me di cuenta de que podía ver lo que teníamos debajo. Estábamos flotando por encima de los árboles que había fuera de la casa. Vi que abajo había movimiento: Lucas y Balthazar hundiendo sus palas en la tierra, concentrados en cavar mi tumba.
—Es mi sueño. —Ojalá hubiera podido llorar. Necesitaba llorar—. Es uno de los sueños que tuve contigo. ¿Los recuerdas?
—Naturalmente que no. —Parecía casi ofendida—. Eran tus sueños. Tus visiones del futuro. Yo no tengo nada que ver con ellos. Me veías de la misma manera que los veías a ellos, como parte de lo que ha de venir.
—Dijiste que era mejor que no supiera lo que estaban haciendo. Porque si hubiese mirado habría previsto mi propia muerte.
La espectro ladeó la cabeza y una brisa invisible le alborotó el pelo.
—Es hora de que olvides la vida que has dejado atrás y de que abraces tu futuro.
—¿Olvidar? ¿Crees que podré olvidar a Lucas? ¿Y qué clase de futuro se supone que voy a tener estando muerta? —La neblina se espesó, eclipsándola—. Déjame en paz.
Entonces pensé en Lucas y deseé con todas mis fuerzas volver junto a él. «Regresaré a tu lado. Te lo prometo. ¡Estoy aquí!».
La neblina se esfumó. Ahora me encontraba en el claro que había detrás de la casa de los Woodson, contemplando un pequeño montón de tierra. Balthazar lo estaba aplastando con el dorso de su pala y Lucas estaba arrodillado junto a la tumba. Podía oler el sudor de su piel, la tierra y la hierba estivales. El cielo se había teñido de un rosa pálido. Comenzaba un nuevo día sin mí.
Lucas bajó la cabeza, abrumado por la pena. Verlo así era más de lo que podía soportar.
«Tienes que verme, por favor», pensé. Me concentré en todas las cosas y olores que me rodeaban, en todo lo que era real y sólido. Me hice parte del mundo. «Lucas, por favor, mírame, por favor, por favor…».
—¡Lucas!
Lucas y Balthazar dieron un respingo. Lucas dijo:
—¿Has oído eso?
Balthazar asintió.
—Parecía la voz de… No puede ser.
¡Sí! Lo tenía. Me concentré todavía más en el aquí y ahora y puse toda mi atención en el recuerdo de cómo había sido mi cuerpo, del aspecto que había tenido. Durante unos instantes pude sentirme de nuevo —piernas imaginarias, pelo imaginario— y Lucas y Balthazar ahogaron un grito. ¡Me habían visto!
Pero la euforia me distrajo y comprendí que había desaparecido de su vista casi al instante. ¿Podía repetirlo? No estaba segura de cómo lo había conseguido la primera vez. Desde luego, estar muerta no era tarea fácil.
—Balthazar —dijo Lucas—, ¿me he vuelto loco?
—Creo que no.
—Entonces, ¿tú también la has visto?
—Sí. —De repente Balthazar puso cara de haber comprendido. Fuera cual fuese su revelación, no parecía nada bueno—. Dios mío.
—¿Qué? ¿Qué sabes? —dijo Lucas.
Balthazar se puso a caminar junto a la tumba.
—Si Bianca nació porque un espectro ayudó a dos vampiros…
—Sí —dijo Lucas.
—Y una de sus opciones de futuro era convertirse del todo en vampira…
—Sí —dijo Lucas, abriendo los ojos de par en par.
—Significa que la otra opción no era simplemente morir, sino convertirse en espectro. Por eso los Olivier insistían tanto en que se transformara en vampira. Bianca nunca tuvo la opción de vivir como un ser humano, sino de convertirse en espectro. —Balthazar parpadeó hacia el lugar donde me habían visto—. Y así ha sido.
Deseé que Balthazar estuviera equivocado, pero, por desgracia, todo lo que había dicho tenía sentido.
—¿Lo ves? —La espectro, o debería decir la otra espectro, se me acercó—. Es lo que siempre intentamos decirte.
—¿Qué quieres decir con que «siempre intentasteis decírmelo»?
—Haz memoria. —Sonrió triunfalmente, y en esa sonrisa vi el mensaje que me habían enviado a la Academia Medianoche grabado en la escarcha. «Nuestra».