—¿Te acuerdas del año pasado? —pregunté mientras nos deteníamos en el largo camino de grava de la casa de Vic. Era una imponente mansión de ladrillo, y me habría intimidado de no haber estado tan aterrada—. ¿De cómo me acosaban los espectros?
Vic arrugó la frente desconcertado.
—¿Espectros?
—Así llaman los vampiros a los fantasmas —dijo Ranulf—. ¿Puedo bajar? No me siento las piernas.
—Un momento —dijo Lucas inclinándose hacia delante, entre los dos asientos, para poder hablar más directamente a Vic—. Éste no es en absoluto un lugar seguro.
—Tú no estabas en la academia el año pasado —se burló Vic.
—Pero yo sí —intervine— y recuerdo perfectamente los ataques, la luz verde azulada y el frío y todo ese hielo cayendo del techo. Así que no pienso entrar en una casa que tiene un espectro dentro. Un fantasma. O como quieras llamarlo.
Lo que Vic no sabía —muy pocos lo sabían en el mundo, ni siquiera los vampiros— era que los hijos de vampiros eran fruto de un acuerdo pactado entre vampiros y espectros, y que los espectros me reclamaban ahora como uno de los suyos.
Durante los terroríficos incidentes acaecidos en Medianoche, entre ellos uno que casi acaba conmigo, eso era precisamente lo que los espectros habían intentado hacer.
Vic suspiró. Llevábamos más de cinco minutos estacionados delante de su casa, discutiendo sobre el tema desde que salimos de la cafetería. Los aspersores que regaban el extenso césped ya habían pasado por tres velocidades.
—Creo que nos hallamos en un impasse —dijo.
—Quiero hacer una observación —dijo Ranulf.
Exasperado, Lucas espetó:
—No eres el único apretujado aquí dentro, ¿vale?
—Ésa no era la observación —replicó Ranulf.
—Habla —dije.
Nadie me haría cambiar de parecer. Pero entonces Ranulf dijo:
—¿No llevas puesto un colgante de obsidiana?
Rodeé con mi mano el colgante que mis padres me habían regalado las últimas Navidades. Una antigua lágrima de obsidiana con una elaborada cadena de cobre que se había puesto verde. Al principio lo recibí como un simple detalle, un reflejo de mi gusto por la ropa de época. No obstante, la señora Bethany me informó más tarde de que la obsidiana se hallaba entre los muchos minerales y metales que ahuyentaban a los espectros.
En otras palabras, podía protegerme. Desde entonces no me había quitado el colgante ni para ducharme. Casi me había olvidado de él.
—La obsidiana me protege —admití—, pero ignoro hasta qué punto o durante cuánto tiempo.
—Te prometo que esta fantasma no es mala —dijo Vic—. O espectro, o lo que sea. Es fantástica. Bueno, creo que es chica.
—¿Has hablado con esa cosa? —le preguntó Lucas—. ¿Has podido comunicarte con ella?
—No exactamente, pero…
—Entonces, ¿cómo sabes que es «fantástica»?
—Igual que sé cuándo alguien intenta burlarse de mí —dijo Vic aguzando la mirada—. Simplemente, lo sé.
Seguía queriendo decirle a Vic que diera marcha atrás y nos llevara al hotel. Sin embargo, sabía que solo podríamos permitirnos unas cuantas noches allí, y únicamente porque nos habían hecho un precio especial. Vic nos prestaría todo el dinero que necesitáramos, pero yo quería pedir lo menos posible. Si no podíamos quedarnos en su casa durante el mes de julio y los primeros días de agosto, tendríamos que pedirle miles de dólares. Prefería no tener que recurrir a eso.
Con la mano todavía aferrada al colgante, dije:
—Entraré.
—No, Bianca. —Lucas parecía furioso, pero le puse una mano en el brazo para tranquilizarlo.
—Tú y Ranulf esperad aquí fuera. Si oís gritos o las ventanas se hielan…
—Esto no me gusta nada —dijo Lucas.
—He dicho si, ¿vale? —Ahora que había tomado la decisión, no quería perder el tiempo inquietándome; quería hacerlo y terminar con ello de una vez—. Si ocurre eso, venid a socorrernos. Vic y yo entraremos solos. No nos quedaremos aquí si la espectro nos causa problemas.
Aunque Lucas no parecía muy convencido, asintió con la cabeza. Vic salió del coche saltando por encima de la puerta del conductor. Cuando bajé, oí cómo a Ranulf le crujieron las rodillas al estirar las piernas y dejaba escapar un largo suspiro de alivio.
Los padres de Vic no estaban, por lo que la casa se encontraba vacía. Era preciosa, lo más parecido a una casa de revista que había visto en mi vida. El vestíbulo era de mármol verde y del techo de nueve metros de altura colgaba una pequeña araña de luces. Todo olía a cera para muebles y a naranjas. Subimos por una ancha escalera blanca y larga. Podía imaginarme a Ginger Rogers descendiendo por ella con un vestido de plumas de avestruz; sin duda, una estrella de cine pegaba mucho más aquí que yo con mi sencillo vestido de tirantes.
Vic tampoco pegaba mucho que dijéramos, y eso que era su casa. Me pregunté si su estilo absurdo y desenfadado era su manera de rebelarse contra el perfecto orden creado por sus padres.
—Solo se manifiesta en el desván —dijo mientras caminábamos por el parqué del pasillo superior. Los cuadros de las paredes parecían antiguos—. Creo que es su lugar preferido.
—¿Puedes verla?
—¿Cómo una sábana flotante o algo así? Qué va. Simplemente sabes que está ahí. Y de vez en cuando… Bueno, lo intentaremos. No quiero crearte falsas esperanzas.
Mi única esperanza en ese momento era que la espectro no me liofilizara. Agradeciendo a mis padres el colgante, observé cómo Vic abría la puerta de las escaleras del desván y empezaba a subir. Respiré hondo dos veces antes de seguirle.
El desván de los Woodson era la única parte desordenada de la casa, si bien sospechaba que los trastos eran más bonitos que los que había en la mayoría de los desvanes. Un jarrón chino azul y blanco descansaba sobre una mesa polvorienta, ancha como una cama y probablemente centenaria. Había un maniquí de modista con una chaqueta de encaje ya amarillenta y un viejo sombrero de mujer eduardiano todavía tocado con alegres plumas. La alfombra persa bajo nuestros pies parecía auténtica, al menos para mi ojo inexperto. Aunque el aire olía a rancio, era una ranciedad agradable, como la de los libros viejos.
—Me gusta subir aquí —dijo Vic. Estaba más serio de lo habitual—. Probablemente sea mi lugar de la casa predilecto.
—Es el lugar donde te sientes cómodo.
—Me entiendes, ¿verdad?
Le sonreí.
—Sí, te entiendo.
—Bueno, ahora nos sentaremos y esperaremos a que aparezca.
Nos sentamos en la alfombra persa con las piernas cruzadas y esperamos. Mis nervios saltaban con cada crujido de la madera, y no paraba de mirar hacia la ventana situada detrás del maniquí. Los cristales no se habían helado.
—Te daré el dinero a ti en lugar de a Lucas —dijo Vic mientras jugaba con los cordones de sus Chucks—. Tengo seiscientos dólares a mano y es todo para vosotros. Suelo tener más, pero acabo de comprarme una Stratocaster nueva. —Bajó la cabeza—. Me siento como un estúpido gastando tanto dinero en una guitarra que apenas sé tocar. Si hubiera sabido que vosotros ibais a necesitarlo…
—No podías saberlo. Además, es tu dinero y tienes que hacer con él lo que te apetezca. Te agradezco que lo compartas con nosotros. —Fruncí el ceño, momentáneamente distraída del suspense de esperar a la fantasma—. ¿Por qué quieres dármelo a mí en lugar de a Lucas?
—Porque Lucas probablemente se negaría a aceptar más de cien. A veces es demasiado orgulloso para reconocer que necesita ayuda.
—No somos orgullosos. —Me recordé saltando el torniquete del metro con cierta vergüenza—. Estamos demasiado apurados para permitírnoslo.
—Lucas siempre tendrá ese punto orgulloso. Siempre. De los dos tú eres la más sensata.
Torcí el gesto.
—Ojalá pudieras decírselo.
—Ya lo sabe —repuso Vic—. Formáis un buen equipo.
Me acordé de la noche anterior y noté que me sonrojaba.
—Es verdad —murmuré.
Vic esbozó una sonrisa y por un terrible instante pensé que me había adivinado el pensamiento. Pero no sonreía por eso.
—¿Puedes sentirla?
Me envolvió un aire frío. Me abracé el torso.
—Sí.
No se formaron placas de hielo. Ni escarcha que dibujara rostros en las ventanas. No había signos visibles. Solo sabía que un segundo antes Vic y yo estábamos solos y ahora había algo con nosotros. Alguien.
Estaba desconcertada. ¿Por qué esa manifestación espectral no era violenta y aterradora como las demás? Los espectros no trepaban sigilosamente por los rincones de las habitaciones; irrumpían cortando el aire con cuchillas de hielo. Así había ocurrido siempre en la Academia Medianoche.
«Un momento». El internado había sido construido de manera que repeliera a los fantasmas; por las paredes y vigas corrían el hierro y el cobre, metales que ahuyentaban a los espectros. Aunque los espectros habían conseguido irrumpir en ella, no lo habían tenido fácil. ¿Eran las extrañas manifestaciones de poder espectral que había visto antes —las estalactitas congeladas y la luz verde azulada— un testimonio de esa lucha? Puede que en un lugar como éste, una casa corriente, los espectros no generaran efectos tan dramáticos.
—Hola —dijo alegremente Vic—. Te presento a mi amiga Bianca. Va a pasar una temporada en la bodega con Lucas, otro amigo. Son geniales, te van a encantar. —Ni que estuviéramos en una fiesta—. Están un poco preocupados porque Bianca ha tenido algunos problemas con otros fantasmas. Pero no te lo tomes como algo personal, ¿vale? Solo quería asegurarme de que vais a llevaros bien.
Obviamente, no hubo respuesta. Me pareció que en un rincón del desván la luz era un poco más brillante, puede que un poco más azul, pero la diferencia era demasiado sutil para apreciarla.
Entonces la vi.
No con los ojos, no era esa clase de visión. Se parecía más a cuando un recuerdo te vuelve con tanta fuerza que ya no puedes ver lo que tienes delante porque las imágenes en tu cabeza son increíblemente vívidas. La espectro estaba en mi mente, la misma que aparecía en mis sueños, una de las que había visto en la Academia Medianoche el año pasado. ¿Era la fantasma de Vic? ¿Otra? Su pelo, corto y claro, parecía casi blanco, y tenía el rostro anguloso.
«Podéis quedaros si queréis —dijo—. En realidad poco importa».
Entonces la imagen desapareció. Sobresaltada, parpadeé unas cuantas veces, tratando de centrarme.
—Uau.
—¿Qué ha ocurrido? —Vic miró a su alrededor, como esperando ver algo—. Te has quedado colgada unos segundos. ¿Va todo bien?
¿Qué quería decir la espectro con ese mensaje? Ya sabía que me costaba entenderla.
Sin embargo, no había sentido el mismo temor que en mis otros encuentros con espectros. No se había mostrado hostil, no había venido con exigencias, como «basta», o «nuestra», o algo por el estilo. O Vic le caía tan bien como ella a él y estaba dispuesta a dejarnos en paz, o mi colgante de obsidiana era decididamente una protección.
Mientras Vic me observaba detenidamente, dijo:
—¿Y bien?
Sonreí.
—Podemos quedarnos.
Al menos por un tiempo, Lucas y yo tendríamos una casa.
Vic nos acompañó en coche al hotel. Antes de que él y Ranulf se marcharan, hizo un discreto viaje hasta el cajero automático y me dio los seiscientos dólares que me había prometido. Me guardé el fajo de billetes en el bolso. Teníamos las llaves y el código para desconectar el sistema de seguridad de la bodega, y una vez que consiguiéramos empleo, Lucas y yo podríamos ahorrar dinero. Antes de que partieran, le di a Vic casi el abrazo más fuerte que había dado en mi vida.
Entonces llegó el momento de afrontar la situación.
Lucas no había sonreído ni una sola vez durante el trayecto hasta el hotel. Charló un poco con Vic y Ranulf y le dio las gracias a Vic por acogernos en su casa, pero a sus ojos yo parecía invisible. Había dominado su enfado mientras habíamos estado acompañados, pero ahora su ánimo empezó a nublarse.
Subimos en el ascensor en silencio mientras la tensión a nuestro alrededor aumentaba por momentos. Yo no podía dejar de visualizar la muerte de Eduardo a manos de la señora Bethany y de oír el espeluznante crujido de su cuello al romperse.
Pensaba que Lucas se pondría a gritarme en cuanto entráramos en la habitación, pero en lugar de eso se dirigió al cuarto de baño y se lavó la cara y las manos con vehemencia, como si se sintiera sucio.
Mientras se secaba con la toalla, no pude aguantar más la espera.
—Di algo —espeté—. Lo que sea. Grítame si es preciso, pero no te quedes callado.
—¿Qué quieres que te diga? ¿Que te dije que no usaras el correo electrónico? Los dos sabemos eso, y los dos sabemos que no me hiciste caso.
—No me dijiste por qué. —Me fulminó con la mirada, y me percaté de lo débil que sonaba mi respuesta—. No es una excusa. Soy consciente de que…
—¡Te dije hace meses que debíamos tener cuidado con el rastreo de correos! ¿Crees que el año pasado no te envié correos simplemente porque no me apetecía? ¿Por qué no te bastó eso para comprender que existía una buena razón?
—¡Me estás gritando!
—Oh, lo siento. No me gustaría hacer un drama de algo tan insignificante como el asesinato de personas.
Entonces lo sentí, todo el peso de lo que había hecho, como no lo había sentido desde la noche del ataque de la señora Bethany. Olí el humo y recordé los gritos. Vi a la señora Bethany girar brutalmente el cuello de Eduardo y cómo los ojos de Eduardo se apagaban en el instante en que caía al suelo sin vida.
Sintiendo el picor de las lágrimas en los ojos, salí corriendo de la habitación. En ese momento, pese a merecerla, no podía enfrentarme a la ira de Lucas. El sentimiento de culpa había estallado estrepitosamente, castigándome con más dureza de la que podía castigarme Lucas. Necesitaba estar sola, desahogarme, pero ¿adónde podía ir?
Cegada, escuchando el eco de mis sollozos, corrí escaleras arriba. Pero no hacia un lugar en concreto. Simplemente corría, como si así pudiera dejar atrás lo que había hecho. Cuando alcancé la azotea y no pude seguir corriendo, caminé hasta la piscina. Había unos niños chapoteando en la parte baja, de modo que tenía la parte honda para mí sola. Me quité las chanclas, sumergí los pies, bajé la cabeza y lloré en silencio durante un buen rato, hasta que ya no me quedaron lágrimas.
Cuando anochecía alguien se sentó a mi lado. Lucas. No me atreví a mirarle a los ojos. Se descalzó y hundió los pies en el agua, como yo. Hubiera debido encontrar ese gesto más alentador de lo que lo encontré.
Lucas habló primero.
—No debí gritarte.
—Si hubiera sabido lo que podía ocurrir, que la señora Bethany podía localizarnos y atacar al comando, jamás habría enviado ese correo. Te lo prometo.
—Lo sé. Pero pudiste enviar una carta. Pedir a Vic que llamara a tus padres. Habrías encontrado otras maneras si te hubieras parado a reflexionar.
—Pero no lo hice.
—No —suspiró Lucas.
Mi falta de visión había tenido un alto precio para Lucas y les había costado la vida a varios cazadores de la Cruz Negra. Aunque muchos de ellos eran unos fanáticos antivampiros, no significaba que todos merecieran morir a sangre fría. Habían muerto por mi culpa.
—Lucas, lo siento mucho. Lo siento muchísimo.
—Lo sé, pero eso no cambia las cosas. —Hizo una mueca y contempló la ciudad; Filadelfia no deslumbraba como Nueva York, pero era brillante y acerada, con más predominio de la luz que de la oscuridad—. Mi madre se ha quedado sola. Ha perdido a Eduardo, me ha perdido a mí, ha perdido su comando de la Cruz Negra. ¿Qué será de ella? ¿Quién la apoyará? Decidí irme contigo y no me arrepiento, pero cuando tomé la decisión pensaba que ella tendría a Eduardo a su lado. Sé que te parece una mujer dura, y lo es, pero esto…
Había estado tan ocupada preocupándome por mí y mis amigos que no me había parado a pensar en Kate. En muchos aspectos, su situación era tan mala como la de mis padres, o incluso peor, porque por lo menos ellos se tenían el uno al otro. Kate no tenía a nadie.
—Seguro que un día, cuando estemos más seguros, podrás llamarla.
—Si me pongo en contacto con mi madre, se lo contará a la Cruz Negra. Son las normas. No las infringirá.
—¿Ni siquiera por ti? —Yo no lo creía ni por un segundo, pero estaba claro que Lucas sí.
Contempló nuestro reflejo en la piscina con expresión taciturna. Aunque su enfado había disminuido, me di cuenta de que estaba siendo reemplazado por un estado melancólico, lo cual no era menos fácil de presenciar.
—Mi madre es una buena soldado, la clase de soldado que yo siempre he intentado ser.
—Que eres.
—Los buenos soldados no renuncian a la causa por amor.
—Si la causa no es amor, no merece la pena renunciar.
Lucas me sonrió con tristeza.
—Tú mereces la pena, eso lo sé. Incluso cuando metes la pata. Porque Dios sabe que yo también la meto.
Quise abrazarle, pero sentí que no era el momento. Era preciso que los demonios internos con los que Lucas estaba lidiando salieran a la superficie.
—He pasado toda mi vida en la Cruz Negra —prosiguió—. Siempre he sabido quién era, cuál debía ser mi propósito en la vida. Sabía que siempre sería cazador. Pero todo eso ha terminado.
—Sé cómo te sientes —dije—. Yo siempre pensé que me convertiría en vampira. Y ahora ignoro qué ocurrirá a continuación. Eso me… me asusta.
Lucas me tomó la mano.
—Si estamos juntos, merecerá la pena.
—Lo sé, pero todavía me pregunto… Lucas, ¿en qué nos vamos a convertir?
—No lo sé —reconoció.
Me abracé con fuerza a su cuello. Necesitábamos algo más que amor; necesitábamos tener fe.
Los siguientes dos días fueron más tranquilos, incluso relajantes. Aunque Lucas, naturalmente, pasaba mucho tiempo meditando sobre su madre, la discusión entre nosotros había terminado. Veíamos la tele y visitábamos los lugares de interés de Filadelfia. Un día nos separamos para que yo pudiera averiguar si algún restaurante necesitaba camarera mientras Lucas recorría los talleres solicitando trabajo. Para nuestra sorpresa y alivio, ambos recibimos ofertas para empezar justo después de las vacaciones.
Pasábamos todas las noches en nuestra habitación, juntos.
No sabía que fuera posible desear más a una persona cuanto más estabas con ella. Lo único que sabía era que ya no me sentía cohibida, que ya no tenía dudas. Lucas me conocía como nadie, y nunca me sentía tan segura como cuando me entregaba a él plenamente. Después me acurrucaba a su lado y me sumergía en un sueño demasiado profundo para soñar siquiera.
Con excepción de la noche del 4 de julio. Quizá fueran los fuegos artificiales, o el subidón de azúcar por el algodón de azúcar, pero esa noche tuve el sueño más vívido de todos.
—Estoy aquí —dijo la espectro.
Estaba delante de mí, no con aspecto de fantasma, sino de persona viva. Podía sentir la muerte dentro de ella, cómo le robaba calor a mi cuerpo. No lo hacía por maldad, sino porque esa era su naturaleza.
—¿Dónde estamos? —Miré a nuestro alrededor, pero no podía ver nada. Estaba muy oscuro.
Su única respuesta fue:
—Mira.
Bajé la vista y vi la tierra a lo lejos. Estábamos suspendidas en el cielo de la noche. Como las estrellas, pensé, y por un momento me sentí feliz.
Entonces me di cuenta de que reconocía las figuras que caminaban por la tierra. Lucas se dirigía cabizbajo a un árbol zarandeado por un fuerte viento, seguido de Balthazar.
—¿Qué hacen? —pregunté.
—Trabajar juntos.
—Quiero verlo.
—No —dijo la espectro—. Es mejor que no lo veas, créeme.
El viento sopló con más fuerza, rizando el vestido blanco azulado de la espectro.
—¿Por qué no quieres que mire?
—Mira si quieres. —Su sonrisa era triste—. Te arrepentirás de haberlo hecho.
Tengo que mirar —no puedo mirar— ¡despierta, despierta!
Jadeando, me incorporé bruscamente en la cama. El corazón me latía con fuerza. ¿Por qué me había asustado tanto ese sueño?
El 5 de julio, después de que Vic nos telefoneara para informarnos de que él y su familia estaban en el aeropuerto, pedimos la cuenta del hotel. El trayecto en autobús hasta el barrio de Vic era largo y tuvimos que caminar varias manzanas desde la parada más próxima. Pero eso dejó de importar en el instante en que rodeamos la casa de Vic e introdujimos el código de seguridad de la puerta de la bodega.
—Uau —dijo Lucas cuando sus ojos se acostumbraron a la tenue luz—. Éste lugar es enorme.
La bodega tenía el mismo tamaño que las demás plantas de la gigantesca casa de Vic. Estaba dividida en estancias, lo cual daba a entender que en otros tiempos, antes de ser convertida en bodega, había sido una vivienda. Me acordé de que Vic había contado que su padre no coleccionaba tanto vino como su abuelo, y me pregunté cuánto alcohol había habido antes aquí abajo. El suelo, de roble viejo, hacía dos generaciones que no se pulía.
Cuando nos adentramos en las habitaciones vimos que había una pequeña lámpara encendida: una lámpara hawaiana. Iluminaba un pequeño tesoro oculto: sábanas, colchas y mantas, un colchón hinchable todavía dentro de su bolsa, un somier de hierro plegable como los que ponen en los hoteles, una pequeña mesa de madera con sillas, una cesta repleta de diferentes juegos de platos y tazas azules y blancas, luces navideñas, un microondas, una mininevera (ya enchufada y funcionando), algunos libros y DVD, un viejo televisor con reproductor de DVD y hasta una alfombra persa enrollada en un rincón.
Levanté una hoja de papel que descansaba sobre la mesa y leí en voz alta: «Hola, chicos. Ranulf y yo os hemos bajado algunas cosas del desván. El televisor no tiene recepción, pero podéis ver DVD. En la nevera hay fruta y refrescos y Ranulf dejó un par de litros para Bianca. Espero que os sea útil. Volveremos a mediados de agosto. No hagáis nada que yo no haría. Os quiero, Vic».
Lucas cruzó los brazos.
—¿Qué no haría Vic?
—Ser aburrido —sonreí.
Convertimos un rincón vacío de la bodega en nuestro «apartamento». La mesa y las sillas formarían el comedor, y pusimos la lámpara hawaiana sobre la mesa. La alfombra persa fue a parar al suelo, y Lucas trepó por los botelleros (inquietándome) para colgar las luces navideñas, que eran blancas pero adquirían un suave tono dorado en las zonas enroscadas a las botellas de vino. El colchón era autohinchable y fácil de trasladar al somier plegable; me deleité cubriéndolo con sábanas blancas ribeteadas de encajes y algunas colchas para combatir el ligero frescor en el ambiente. Las paredes estaban pintadas de color verde oscuro y para cuando terminamos pensé que no había un apartamento en toda Filadelfia tan bonito como el nuestro. ¿Qué importaba si había botellas en las paredes?
Parecía que, finalmente, las cosas empezaban a irnos bien. Nuestros amigos nos habían ayudado a llegar hasta aquí, pero ya teníamos trabajo y con el tiempo podríamos devolverles el dinero. Habíamos escapado de la señora Bethany y de la Cruz Negra. El único espectro en las proximidades o era pacífico o quería mantenerse alejado de las obsidianas. No podía creer lo bien que estábamos ahora.
Hubo dos ocasiones, no obstante, en que pequeñas nubes me nublaron el ánimo.
La primera vez fue durante la cena —pizza de un pequeño establecimiento situado a unas manzanas de la casa—. La había traído Lucas y nos la comimos en los platos «nuevos». Mientras pensaba cómo íbamos a fregarlos en el lavabo del cuarto de baño pensé en las deliciosas comidas que solía prepararme mi madre. «Me pregunto cuál es la receta de aquella tarta de limón. No era necesario meterla en el horno, y sería idónea en un día caluroso como hoy».
Entonces recordé que no podía preguntárselo. También me pregunté cómo se las había ingeniado mi madre para cocinar cosas tan ricas; los vampiros no pueden saborear la comida como los humanos, de modo que no debió de resultarle nada fácil.
«Les escribiré muy pronto —me prometí—. Puede que envíe a Vic a Medianoche con una nota. Podría decirles que se la mandé por correo desde otro lugar. Querrán saber que estoy bien».
La segunda ocasión llegó poco después, cuando estábamos revisando los DVD. Las paredes estaban desnudas y me dije que sería una buena idea colgar algo, nada demasiado grande, para no crear desperfectos, quizá un dibujo que pudiéramos pegar con cinta adhesiva.
Eso me trajo a la memoria los collages de Raquel, los alocados batiburrillos de fotos y colores que tanto le gustaba crear. Solía enseñármelos con gran orgullo. Ahora me odiaba tanto que me había entregado a una gente que había intentado matarme.
Hubiera debido estar furiosa con ella, pero el dolor era demasiado profundo para poder enfadarme. Era una herida que sabía que nunca cicatrizaría del todo.
—¡Eh! —Lucas arrugó la frente preocupado—, ¿estás disgustada por algo?
—Por Raquel.
—Juro por Dios que si algún día vuelvo a verla…
—No harás nada —dije. Me mordí el labio para no llorar. Daba igual lo que Raquel pensara de mí; yo la quería y nada podía cambiar eso.
De modo que todo estaba yendo de maravilla, hasta que amaneció. Era nuestro primer día de trabajo. Yo nunca había trabajado, ni siquiera de canguro; mis padres decían que los niños percibían cosas que escapaban a los adultos, y que era mejor para los vampiros pasar el menor tiempo posible con ellos.
Por consiguiente, ignoraba que trabajar era un palo.
—¡Faltan los refrescos de la ocho! —chilló Reggie, mi supervisor en Hamburger Rodeo, el cual solo me llevaba cuatro años. Tenía el mismo destello cruel en los ojos que muchos vampiros de Medianoche, pero carecía de un poder que lo justificara. Solo una etiqueta plastificada que decía ENCARGADO—. ¿Qué ocurre, Bianca?
—¡Estoy en ello! —Una root beer, un refresco de cola y… ¿qué más? Me saqué la libreta del delantal; tanto una cosa como la otra estaban manchadas ya de vinagreta. Tras una hora de formación a primera hora de la mañana, que a todas luces no era tiempo de preparación suficiente, me habían lanzado a la muchedumbre de la hora de la comida. Como una bala, llené los vasos de cubitos de hielo y apreté el surtidor. «Vamos, vamos, vamos».
Los de la mesa ocho recibieron sus bebidas, pero, así y todo, no parecían muy contentos. Querían saber dónde estaban sus Buckaroos de beicon. Confié en que fueran las hamburguesas de beicon. Todo en la carta tenía un estúpido nombre vaquero que guardaba relación con la «temática», al igual que los carteles de viejas películas del Oeste de la pared y la camisa a cuadros con lazo de cuero que tenía que ponerme.
Regresé disparada a la cocina.
—¡Necesito Buckaroos de beicon para la ocho! —grité.
—Lo siento —dijo un camarero mayor que yo mientras salía con una bandeja de hamburguesas para su mesa—. El que no corre, vuela.
—Pero…
—¡Bianca! —aulló Reggie—. La doce no tiene cubiertos. ¡Cubiertos! Salen con los platos, ¿recuerdas?
—Vale, vale.
Iba y venía, iba y venía, una vez tras otra. Me dolían los pies y podía notar cómo la grasa se impregnaba en mi piel. Reggie no paraba de gritarme y los clientes no paraban de refunfuñar porque no les llevaba su asquerosa comida con la suficiente rapidez. Era un infierno, si es que en el infierno se servían patatas fritas cubiertas de queso.
Perdón. «Cheesy Wranglers». Así debíamos llamarlas.
Cuando la actividad del mediodía comenzó a amainar, corrí hasta el bufé de ensaladas para realizar mi «tarea complementaria», es decir, un trabajo que todos teníamos que hacer además de servir mesas. La mía, hoy, consistía en asegurarme de que el bufé de ensaladas estuviera bien surtido en todo momento. Hice una mueca al comprobar que quedaba muy poco de casi todo: salsas, picatostes, tomates y demás. Tardaría por lo menos diez minutos en reabastecerlo.
—No es un buen primer día —me susurró Reggie al oído, como si no lo supiera ya. Sin hacerle caso, regresé rauda a la cocina para trocear tomates.
Agarré el primer tomate, empuñé el cuchillo y empecé a cortar con rapidez… con demasiada rapidez.
—¡Ay! —aullé, agitando el dedo que acababa de cortarme.
—¡Que no caiga sangre en la comida! —exclamó otra camarera. Me llevó hasta el fregadero y abrió el agua fría sobre mi mano—. Es una norma sanitaria.
—No se me da bien esto —dije.
—Todo el mundo la pifia el primer día —repuso con dulzura—. Cuando lleves dos años como yo, lo harás con los ojos cerrados.
La idea de pasar dos años en Hamburger Rodeo me produjo vértigo. Tenía que pensar en otra cosa que hacer con mi vida.
Entonces comprendí que mi sensación de vértigo no venía de ahí. Me encontraba mal. Muy mal.
—Creo que voy a desmayarme —dije.
—No digas tonterías. El corte no es tan profundo.
—No es por el corte.
—Bianca, ¿no irás…?
Se hizo la oscuridad durante lo que me pareció un segundo, como si hubiese simplemente parpadeado. Pero cuando abrí los ojos estaba tumbada sobre la alfombrilla de goma del suelo. Me dolía la espalda y comprendí que había caído con contundencia.
—¿Estás bien? —me preguntó la camarera. Sostenía un trapo sobre el corte de mi mano. Estaba rodeada por algunos camareros y cocineros, las mesas olvidadas a la luz de lo acontecido.
—No lo sé.
—No pensarás vomitar, ¿verdad? —preguntó Reggie. Cuando negué con la cabeza, dijo—: ¿Has sufrido una lesión en el lugar de trabajo que requiera rellenar papeleo?
Suspiré.
—Solo necesito irme a casa.
Reggie apretó los labios, pero probablemente dedujo que podía demandarle si me despedía por estar enferma, así que me dejó marcharme.
Continué mareada mientras esperaba el autobús y durante el largo trayecto a casa. Dentro del bolsillo se apretujaba la penosa calderilla de mis propinas. Si no me hubiera encontrado tan mal, me habría deprimido tener que volver a Hamburger Rodeo al día siguiente.
En lugar de eso, traté de aguantar… y de no pensar.
Traté de no pensar que me había sentido igual el día que Lucas y yo estábamos despejando de escombros el túnel de la Cruz Negra, y que el malestar me duró dos días.
O que últimamente mi sed de sangre, que había ido en aumento desde el día que mordí por primera vez a Lucas, casi había desaparecido.
«No alucines —me dije—. No puedes estar embarazada». Habíamos tomado precauciones y, además, esa sensación había empezado antes de que Lucas y yo hiciéramos el amor por primera vez. No, no temía estar embarazada.
Fuera lo que fuese, sabía que me estaba pasando algo. Se avecinaba un cambio.