10

—¿Puedo hacerte una pregunta personal? —dijo Raquel.

La miré con cautela. Estábamos patrullando por la estación Grand Central con Milos y Dana. Había mucha gente, y las paredes estaban cubiertas con tantas tiendas como un centro comercial. Para tratarse de una estación de trenes, era muy bonita, con mucho mármol blanco, un reloj dorado y, mi parte favorita, un techo altísimo pintado de azul oscuro con las constelaciones doradas. Así y todo, no era el mejor lugar para una conversación privada, y me pregunté por qué Raquel había esperado hasta ese momento. De todos modos, dije:

—Claro.

Mis sospechas en cuanto a sus intenciones se vieron confirmadas cuando dijo:

—¿Hasta qué punto estabais unidos Balthazar y tú?

—Nunca estuve enamorada de él, si te refieres a eso.

—Pero lo que Lucas dijo hace dos noches, cuando él… cuando Balthazar… —Raquel buscó en vano una forma de describir lo que creía que había pasado sin utilizar la palabra «asesinato»—. Insinuó que Balthazar intentó obligarte a tener relaciones sexuales con él.

Pensaba que vosotros dos estabais… en fin, nunca imaginé que tuviera que forzarte.

Raquel era la única persona que podía llegar a sospechar de la estrategia que Lucas y yo habíamos concebido para salvar a Balthazar. Confiaba en poder contarle algún día la verdad, pero ahora no era el momento.

—Lucas se enfadó. Sacó de contexto algunas de las cosas que dije y supongo que estalló. Ya conoces su mal genio.

—Ah, vale. —Todavía inquieta, cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra.

Un empleado de la estación, tomándonos por unas adolescentes matando el tiempo, nos clavó una mirada severa. La verdad es que éramos adolescentes, y estábamos matando el tiempo, pero también estábamos buscando a un vampiro que, por lo visto, buscaba a sus presas aquí. En mi opinión, eso era justificación suficiente, pero no algo que pudiéramos explicar.

—Caminemos un rato —dije.

Raquel echó a andar a mi lado.

—Oye, dejémonos de rodeos. ¿Balthazar y tú os habéis acostado alguna vez?

—No. —Cuando Raquel me lanzó una mirada escéptica, añadí—: Estuvimos a punto en una ocasión, pero nos interrumpieron. ¿Te acuerdas de lo que pasó con los fantasmas en el aula de tecnología moderna?

—Sí. Uau, entonces aquello fue un golpe de suerte. ¿Te imaginas, sexo con un vampiro? Puaj. —Raquel seguía escudriñando la multitud, siempre alerta; se le daba mucho mejor que a mí—. Aunque nosotras sabemos que no es así, casi da la impresión de que los fantasmas estaban intentando ayudarte.

Recordé el frío verde azulado del aire aquella noche, cuando los espectros intentaron matarme y convertirme en uno de los suyos.

—Decididamente, sabemos que no es así.

Salimos de la marea principal de gente y giramos por un pasillo algo menos concurrido. Largas hileras de fatigados viajeros deambulaban por él, concentrados en no perder el tren o escuchando adormilados sus iPods. Todo parecía normal.

—Es muy raro que nunca lo notaras —dijo Raquel.

—¿Que no notara qué?

—Que Balthazar era un vampiro. No sé, ¿nunca notaste que no le latía el corazón? ¿O que su cuerpo estaba más frío que el nuestro?

Sorprendida, improvisé una respuesta:

—Bueno… la verdad es que… no sé, no son cosas en las que una se fija. ¿Cuántas chicas conoces que piensen: «Caray, me pregunto si el tío con el que salgo está vivo»?

—Ya. —Raquel no parecía convencida, pero algo llamó en ese momento su atención y lo señaló—. Oye, fíjate en esa parka.

Sabía por qué lo decía. Los vampiros, por lo general, tenían frío en ambientes donde los humanos tenían calor, y a veces vestían ropa de invierno en pleno verano. Era una pista que la Cruz Negra nos había dicho que buscáramos. (Mis padres simplemente se aseguraban de ponerse varias capas). En efecto, delante de nosotras había un tipo vestido con una gruesa parka blanca, caminando por la estación en dirección opuesta a la corriente de tráfico normal a esa hora del día.

—Puede que solo sea un bicho raro —dijo Raquel.

—Puede. Después de todo, estamos en Nueva York.

Pero yo sabía que no lo era. Ignoraba por qué lo sabía, quizá se debiera a ese sentido vampírico que Balthazar me había dicho que desarrollaría con el tiempo, la capacidad de percibir la presencia cercana de otro vampiro. Sabía que ese tipo, con su parka blanca y sus largas rastas rojizas, era un vampiro como yo.

El alma se me cayó a los pies. Desde mi ingreso en la Cruz Negra temía esos momentos. Eso estaba a punto de convertirse en una cacería y tenía que encontrar la forma de salvar al vampiro si no quería convertirme en una asesina.

Lo más lógico habría sido convencer a Raquel de que sus sospechas eran ridículas, pero ya era demasiado tarde. Raquel seguía mirando a ese hombre con ojos ávidos y brillantes.

—Fíjate en lo pálido que está. Y tiene algo… no puedo describirlo, pero si tratara de imaginármelo en la Academia Medianoche, sé que encajaría perfectamente.

—No puedes estar segura —repuse.

—Sí puedo. —Raquel apretó el paso para no perder de vista al vampiro—. Por fin hemos dado con uno.

«Mierda».

Raquel tenía la voz tensa por la emoción.

—¿Crees que deberíamos avisar a Dana y Milos?

Si se unían a nosotras cazadores más experimentados, tendría muchos más problemas para proteger a ese hombre.

—Creo que podemos hacerlo solas.

Seguimos al vampiro de las rastas por el pasillo blanco que conducía al exterior de la estación. Aunque todavía era de día, el tiempo lluvioso mantenía el sol a raya. Ni Raquel ni yo llevábamos paraguas, de modo que caminamos arrimadas a los edificios para no mojarnos. Por suerte, el vampiro había tenido la misma idea.

Raquel le señaló.

—Está doblando la esquina.

—Le veo.

Le seguimos varias manzanas en dirección norte. Ésa zona era increíblemente bulliciosa y concurrida incluso para Nueva York; turistas con camisetas ridículas corrían de un lado a otro sosteniendo periódicos y bolsas sobre sus cabezas, y los taxis tocaban irritadamente el claxon mientras los parabrisas lanzaban golpes entrecortados contra el chaparrón. Solo se veían edificios de oficinas, hoteles y comercios. Eso significaba que el vampiro podía meterse en cualquier lugar en cualquier momento.

«¿Qué voy a hacer?», pensé. Fingir que lo perdía de vista entre tanta gente era inútil. Los avispados ojos de Raquel no se apartaban de él ni un segundo.

El vampiro giró por una calle y entró en un edificio cuya puerta de cristal estaba encajada casi subrepticiamente entre dos enormes tiendas.

Raquel sacó el móvil.

—Voy a llamar a Dana.

—No.

—¿Te has vuelto loca? ¡Es un vampiro! Lo más seguro es que sea una guarida para vampiros. Necesitamos refuerzos.

—No sabemos qué otras cosas se cuecen ahí dentro. —Era un razonamiento débil, pero no se me ocurrió otro. Cuando Raquel se puso a marcar el número de Dana, me adelanté unos pasos para mirar a través de la puerta. Podía ver unos timbres con nombres al lado en el vestíbulo.

En ese momento la puerta se abrió y otro residente, una humana terriblemente delgada y solo unos años mayor que yo, salió y esbozó una sonrisa algo ausente mientras me sostenía la puerta, dando por sentado que yo vivía allí. Su bienvenida hizo, al parecer, que el portero se relajara, porque siguió leyendo su revista. Entré como una bala y dejé que la puerta se cerrara tras de mí.

Raquel apareció al otro lado.

—¿Qué haces?

—Voy a examinar el terreno. Quédate aquí para pedir ayuda en caso de que la necesitemos.

—Bianca, tienes que esperar.

Desoyendo sus palabras, corrí hasta el ascensor. Unos círculos dorados señalaban su progreso ascendente. En cuanto viera en qué planta se detenía, podría subir y utilizar mi oído vampírico para detectar dónde se había metido el vampiro.

Entonces oí un susurro.

—Eh, tú.

Me di la vuelta. En un pequeño cuartucho situado al fondo del vestíbulo, al lado de lo que parecía una puerta lateral, estaba el vampiro. Tenso, casi agazapado, con sus brillantes ojos azules clavados en los míos.

—Eres de los nuestros —dijo en un acento que me pareció australiano—. ¿Qué haces con la Cruz Negra?

—Es una larga, larga, larga historia. —Por lo menos era consciente de que le estaban siguiendo—. Van a por ti. Tienes que marcharte unos días.

—Acabo de mudarme. ¿Tienes idea de lo difícil que es encontrar un apartamento en el East Side?

—Si te marchas ahora, dentro de un par de días dejarán de venir por aquí… Ellos creen que no tenemos… hogares, ni amigos. —Me sorprendió mi tono amargo; pensaba que me había reconciliado con nuestra situación en la Cruz Negra, al menos por el momento, pero la tensión contenida amenazó con liberarse—. Solo tienes que desaparecer un par de días. Vete a casa de algún conocido.

—De vacaciones en los Hamptons —dijo, como si se estuviera mofando de mí. No obstante, ¿por qué iba a hacerlo cuando estaba intentando salvarle? Al verlo sonreír, decidí que le había interpretado mal—. Eres una de nuestras criaturas, ¿verdad?

—Sí. —Yo también sonreí. Era agradable ser reconocida por lo que era, disfrutar de unos instantes donde ser una vampira no era un drama. Por un momento incluso eché de menos la Academia Medianoche.

—Me llamo Shepherd —dijo—. ¿Crees que disponemos de al menos diez minutos? Me gustaría coger un par de cosas antes de huir.

—Tal vez. No sabrán en qué zona del edificio te encuentras, aunque tienen sus medios para averiguarlo…

—Me daré prisa. ¿Te importaría ayudar a un colega?

Subimos en ascensor hasta la novena planta. Durante el trayecto contuve la respiración, segura de que Raquel me telefonearía en cualquier momento o los cazadores de la Cruz Negra estarían esperando arriba. Pero llegamos sin incidentes y seguí a Shepherd hasta su apartamento.

—Solo tienes tiempo de coger lo esencial —dije—. Algo de ropa, algo de dinero y alguna tarjeta de identidad.

—Créeme, sé lo que es actuar con el tiempo justo.

Entré en el apartamento, lista para ayudarle a recoger, cuando vi a Charity.

Estaba sentada en un sofá de cuero blanco, con las piernas cruzadas, fumando lentamente un cigarrillo.

—¿Es ella? —le preguntó Shepherd—. ¿La que creíste ver el otro día?

—Lo es —respondió suavemente Charity—. No huyas —dijo medio segundo antes de que me dispusiera a echar a correr—. Tenemos mucho de que hablar. Y no podemos hacerlo mientras te perseguimos.

Pese a lo peligroso que era quedarse, me dije que peor sería intentar huir. Si huía, seguro que Charity y su amigo me seguirían; si hablaba, tenía muchas probabilidades de salir ilesa. Pese a las terribles cosas que había hecho Charity, nunca había intentado hacerme daño. Así que me quedé.

—¿Qué haces en Nueva York? —le pregunté.

—Mi hermano ha desaparecido. Se embarcó en una de las insensatas misiones de la señora Bethany. Supongo que está intentando dar contigo.

Me volví hacia Shepherd, irritada conmigo misma por mi estupidez.

—Estaba intentando salvarte.

—Te daré un buen consejo —dijo—. El enemigo de tu enemigo no es necesariamente tu amigo.

Miré a mi alrededor. El apartamento de Charity tenía pinta de haber sido un lugar muy agradable hasta no hacía mucho, pero nadie lo había limpiado en varios días. La alfombra, de largo pelo blanco, estaba cubierta de pisadas y colillas y, en una esquina, de manchas de sangre oxidada. Un televisor grande colgaba de la pared, ligeramente torcido, como si le hubieran dado un golpe. En el aire flotaba un olor dulzón, empalagoso, y me di cuenta de que un humano había muerto aquí no hacía mucho. Charity se había hecho con este apartamento a la fuerza.

Su aspecto no era mucho mejor que el del apartamento. Tenía pinta de no haberse lavado su rubia melena rizada en mucho tiempo. Tan solo llevaba puesta una combinación azul lavanda, con encajes de color beige, puede que bonita cuando era nueva y estaba limpia, pero ahora la tenía raída y llena de manchas, lo que ponía aún más de manifiesto la juventud de su cuerpo. Charity había muerto con solo catorce años.

Tratando de dominar la voz, dije:

—Balthazar está bien. Eso puedo prometértelo.

—¿Estás segura? ¿Completamente segura? —Charity se levantó de un salto mientras su rostro infantil se iluminaba con una sonrisa.

Pese a saber lo loca y vengativa que podía ser, una parte de mí quiso proteger a esa muchacha de ojos grandes y aspecto frágil y asustado. Pero si hablé, fue por Balthazar, no por ella.

—Sí. Le hirieron pero se está recuperando. Ahora está en un lugar seguro. Le vi hace solo dos días y creo que se pondrá bien.

—Hace dos días. —Charity soltó un suspiro de alivio, e inmediatamente después acercó asombrosamente su cara a la mía. Al principio pensé que iba a besarme, lo cual ya era de por sí violento, pero en lugar de eso inspiró profundamente, tanto que todo su cuerpo se tensó—. Es cierto. Todavía puedo olerlo.

—Ya.

La Cruz Negra solo nos daba tres minutos para ducharnos. Creía que era tiempo suficiente, pero de repente me entró vergüenza.

Charity cerró sus manos sobre las mías, no con la intención de amenazarme, sino de calmarme.

—¿Dónde está?

Sacudí la cabeza.

—Si Balthazar quisiera que supieras dónde está, él mismo te lo diría. En estos momentos está muy débil, Charity. Tienes que dejarlo tranquilo.

El vampiro de las rastas soltó un bufido desdeñoso desde el sofá. Charity ladeó la cabeza y un rizo grasiento le cayó sobre la mejilla.

—¿No vas a decirme dónde está?

—El invierno pasado querías que Balthazar te dejara en paz. ¿Por qué ahora no?

—No me daba cuenta de lo pirado que estaba —dijo, lo cual viniendo de una chiflada como Charity resultaba increíblemente irónico—. Ni de lo hipócrita que se ha vuelto. Antes reconocía que era un asesino. Se acordaba de que él me mató. Dime dónde está, Bianca. Me gustaría refrescarle la memoria.

¿Podía echar a correr antes de que me cogiera? Lo dudaba. Por lo menos Raquel me esperaba fuera; si yo tardaba mucho en bajar, seguro que pedía ayuda. Lo mejor que podía hacer ahora era ganar tiempo.

—Lo siento, Charity, pero no voy a decírtelo.

—¿Ahora te dedicas a cazar vampiros? —Señaló la estaca que llevaba en el cinturón; mi mano se había deslizado hasta ella, en un acto reflejo por defenderme—. ¿Con la Cruz Negra como tu querido Lucas? Balthazar no es el único descarriado.

Charity avanzó otro paso al tiempo que yo retrocedía. Su brazo largo y flaco cerró la puerta del apartamento y oí el chasquido de un cierre automático. Dado su rostro dulce y juvenil y su cuerpo aparentemente frágil, siempre me sorprendía reparar en lo alta que era, tan solo cinco centímetros más baja que su hermano. Aunque su estatura no era la fuente de su poder, intimidaba.

«Tengo que entretenerla —pensé—. Tengo que ganar tiempo».

—La señora Bethany está muy enfadada.

—Me lo imagino. —Soltó una risita infantil—. ¿Te acuerdas de cómo se le arruga la nariz cuando se enfada? Siempre me hace reír. —Charity contrajo el rostro en una imitación tan fiel de la señora Bethany montada en cólera que, pese al miedo, casi se me escapó una sonrisa. No obstante, no olvidaba que esa era justamente la estrategia de Charity, hacerse querer para que bajaras la guardia.

—La señora Bethany tiene muchos vampiros que la apoyan. Decenas, puede que centenares.

Ésas palabras tuvieron un efecto más poderoso del que había previsto.

—Eso no debe ocurrir —susurró, endureciendo la mirada—. Las tribus no deben unirse a la señora Bethany. Es importante.

—¿Piensas decirme por qué?

—Sí —respondió Charity, ante mi sorpresa. Acto seguido, sonrió con excesiva dulzura—. Cuando tú me hayas dicho dónde está mi hermano. Porque vas a decírmelo.

Shepherd se abalanzó como un rayo sobre mí. Logré esquivarlo por los pelos, estampándome contra la pared. Cuando me embistió de nuevo, recordé mis prácticas de lucha con Lucas en la Cruz Negra, y los movimientos me vinieron a la mente: esquívale por la izquierda, agárrale el brazo, retuércelo y empuja. Shepherd golpeó la puerta con tanta fuerza que esta vibró.

Me sentí como una auténtica tía dura, por lo menos durante el segundo que Charity tardó en cogerme por detrás.

—¡Suéltame! —grité—. ¡Hay gente en camino!

—No llegarán a tiempo para salvarte. —Charity tiró de mí con tal vehemencia que perdí el equilibrio. Luego me arrojó contra la alfombra.

El pánico se apoderó de mí, amenazando con robarme la capacidad de pensar o actuar… hasta que la ventana reventó con un fuerte estrépito. Fragmentos de cristal salieron volando en todas direcciones y chillé al mismo tiempo que Shepherd soltaba un grito de dolor. Cayó hacia delante, con medio cuerpo encima del mío. Cuando lo empujé desesperadamente hacia un lado, vi la estaca que tenía clavada en la espalda.

«¡Una ballesta! ¡Alguien ha disparado a través de la ventana!».

Charity corrió blasfemando junto a Shepherd y le quitó la estaca. Yo estaba luchando por salir de debajo de su cuerpo, pero Charity parecía tener otras prioridades.

—Volveremos —dijo, poniendo en pie a Shepherd—. Muévete.

Salieron corriendo y durante unos instantes me quedé sola en el apartamento respirando entrecortadamente, demasiado aturdida para poder pensar. Entonces, fuera, oí gritar a Dana:

—¿Dónde demonios está Bianca?

—¡Dana! —Me levanté. Sentía las piernas como si fueran de gelatina—. ¡Dana, estoy bien!

Pero ya podía oír el fragor del combate: ruidos sordos de embestidas corporales y gritos de dolor.

Corrí hasta la puerta y asomé la cabeza. Charity había desaparecido. Shepherd y Dana estaban peleando al final del pasillo, junto a una puerta que debía de dar a las escaleras. No podía distinguir quién iba ganando, pero advertí que Shepherd tenía los colmillos fuera, listos para morder a Dana.

—¡Cuidado! —grité.

Dana se agachó, le clavó un fuerte puñetazo con la mano izquierda y le propinó un empujón. Shepherd cruzó la puerta tambaleándose, saltó por la barandilla y cayó por el hueco de la escalera, rebotando repetidas veces contra el pasamanos metálico.

—¡Vamos, deprisa! —gritó Dana—. ¡No hay tiempo de coger el ascensor!

La seguí tan deprisa como me lo permitían mis temblorosas piernas, pero cuando llegamos a la planta baja Shepherd ya había desaparecido. El portero estaba desplomado sobre el mostrador; o Dana, o Shepherd y Charity lo habían dejado sin sentido.

Salimos del edificio arrastrándonos. Fuera estaba lloviendo, pero no me importaba mojarme; lo único que necesitaba era no volver a poner un pie en ese lugar. El rostro de Raquel se iluminó al vernos.

—Menos mal que estáis bien.

—¿Has visto al tío de las rastas?

—Nadie ha salido por esa puerta. Puede que Milos lo haya visto. —Raquel señaló un tejado al otro lado de la calle, donde se adivinaba la silueta de un hombre con una ballesta—. Milos —uno de los cazadores de vampiros más crueles— era el único responsable de que yo siguiera con vida.

—Estás tiritando. —Dana me puso las manos en los hombros—. ¿Estás bien, Bianca?

Negué con la cabeza. Me abrazó con fuerza y Raquel me rodeó por detrás. Podía sentir su alivio con la misma intensidad que el mío.

Eran dos de mis mejores amigas. Eran cazadoras de vampiros. Me querían. Se mantuvieron al margen mientras Balthazar era torturado. Estaba tan enfadada con ellas que les hubiera gritado, pero también las quería con toda el alma. Sabía que no actuaban bien al matar vampiros, y sin embargo el vampiro al que yo acababa de intentar salvar me había traicionado. Hasta tal grado llegaba mi confusión, y no me quedaba más remedio que vivir con ella.

Sin pronunciar una palabra, las abracé a mi vez y me dije que ese momento era lo único que importaba.

Al día siguiente me eximieron de patrullar, lo cual era genial, pero Eliza fue un paso más allá y también dio a Lucas el día libre. Bueno, en nuestras circunstancias «día libre» significaba «escarbar en los escombros del antiguo cuartel general en lugar de cazar vampiros». Puede que otros se nos unieran más tarde, dijo, pero por el momento únicamente Lucas y yo teníamos destinada esa tarea. No me importaba, mientras estuviéramos juntos.

—¿Seguro que estás bien? —me preguntó Lucas por enésima vez.

Nos encontrábamos al lado de uno de los viejos vagones, con cascotes hasta las rodillas. Los dos estábamos igual de sucios que el día del ataque.

—Estoy bien, te lo prometo. Charity solo me asustó.

—Quiere transformarte —dijo Lucas—. Y parece que no parará hasta conseguirlo.

—Estaré a salvo mientras tenga a mi guardaespaldas conmigo —bromeé mientras golpeaba sus firmes bíceps.

Lucas se había quitado la camiseta debido al sofocante calor que hacía en los túneles. Antes, los ventiladores mantenían el espacio habitable, pero ahora la temperatura rondaba los treinta y cinco grados y había tanta humedad que tenías la sensación de estar nadando.

Lucas me dio un beso sexy, húmedo, que habría encendido nuestra pasión de haber estado en una atmósfera menos lúgubre. Cuando separamos los labios, dijo:

—Decididamente, tenemos que encontrar tiempo para estar juntos.

—Dentro de poco podremos estar juntos todo el tiempo. —Descansé las manos sobre su torso desnudo. Tímidamente, añadí—: Lo estoy deseando.

Sus ojos buscaron los míos, ávidos e inquisitivos. Con la voz deliciosamente ronca, murmuró:

—Lo que tú quieras… cuando tú quieras… Sabes que nunca te presionaría…

Volví a besarle, y esta vez el beso se me subió a la cabeza. Mareada, suspiré:

—Quiero estar contigo, completamente.

Lucas se inclinó de nuevo sobre mí y volví a sentir un mareo. No era solo por los besos. Alargué una mano, riendo con timidez, y él la cogió para ayudarme a sentarme.

—Estás pálida, Bianca. ¿Seguro que te encuentras bien?

—Hace mucho calor aquí dentro —reconocí—. Y tengo hambre.

—Podemos dejarlo cuando quieras. Aquí quedan muchos meses de excavación. Poco importa lo que consigamos hacer hoy.

—Hay algunas cosas que me gustaría recuperar. —Me aparté los mechones húmedos de la frente mientras miraba fijamente a Lucas. Volvía a ser plenamente consciente de los latidos de su corazón, del pulso bajo su piel—. No me iría mal comer algo.

—¿Te refieres a sangre?

Miré a mi alrededor, pero únicamente por la fuerza de la costumbre; estábamos solos en el túnel y podía hablar con total libertad.

—Sí.

—Entonces te conseguiré sangre.

—No quiero tu sangre —dije bruscamente. En ese momento podría perder el control.

Lucas negó con la cabeza.

—Hay un hospital cerca de aquí. Haré una pequeña visita al banco de sangre. Y te traeré también agua fría.

—Me parece genial.

Cuando se hubo marchado, me quedé unos minutos sentada con la espalda contra la pared. Llevaba todo el día diciéndome que me sentía mareada porque necesitaba sangre y porque el día anterior había sido aterrador. Además, ahora que estaba trabajando tan duro en medio de un calor sofocante, ¿no era lógico que me sintiera débil?

Sentía, sin embargo, que mi debilidad era más profunda, como si estuviera incubando un virus. Enfermaba tan pocas veces que no estaba segura de poder reconocer los síntomas. Seguramente, lo de ahora no era más que un molesto resfriado de verano que llegaba en un mal día.

Suspirando, me obligué a levantarme. Puesto que iba a encontrarme mal quisiera o no, por lo menos podía hacer algo útil.

Entré en el viejo vagón de metro y encendí la linterna. El suelo estaba cubierto de gravilla y cristales y el polvo lo empañaba casi todo. Pero cuando divisé el bosquejo pegado todavía a la pared con cinta adhesiva, sonreí. Lo había hecho Raquel, lo que quería decir que me hallaba en nuestro cuarto.

Me puse a escarbar entre las piedras que había debajo de mi antigua cama. Hundí la mano en el polvo y logré pellizcar un trozo de tela. Tiré con fuerza de él y mi bolsa asomó entre los escombros. La poca ropa que contenía seguramente estaría destrozada, pero quizá, solo quizá…

«¡Sí!». Desenterré el broche de azabache que Lucas me había regalado cuando empezamos a salir. Aunque la lustrosa superficie estaba cubierta de polvo, el bello tallado permanecía intacto. Emocionada, traté de prenderlo a la camiseta que llevaba puesta, pero la tela era demasiado fina; finalmente me lo prendí de la cinturilla de los vaqueros.

—¿Hola? —llamó Lucas desde arriba.

Me encaramé a una cama y vi a Lucas acercarse con una bolsa de papel marrón en cada mano.

—¡Mira lo que he encontrado! —Corrí hasta él procurando no prestar atención a mi debilidad—. Está intacto.

Sus dedos encontraron el broche en mi cintura.

—No puedo creer que hayas logrado conservarlo con todo lo ocurrido.

—Nunca me separaré de él.

Lucas levantó una bolsa de papel y dijo:

—Agua. —Luego levantó la otra y dijo—: No agua.

Hasta era capaz de bromear sobre el hecho de proporcionarme sangre. Sonriendo, introduje una mano y saqué una bolsa de sangre recién extraída de la nevera del hospital y deliciosamente fresca. Por lo general, me gustaba la sangre a temperatura corporal, pero en un día caluroso como hoy me apetecía algo frío.

—Hum —dijo Lucas, arrugando la frente—. Podría haberte traído una pajita.

—Puedo morder la bolsa con mis colmillos —dije, pero enseguida me lo repensé—. O hacerle un agujero con tu cuchillo.

—¿Por qué no con los colmillos?

—¿Seguro que no te importa verme así? —Le miré entornando los párpados.

—Teniendo en cuenta lo calientes que nos hemos puesto cada vez que te he visto los colmillos, tengo que admitir que, en cierto modo, me gusta verte así.

Casi me estaba desafiando. Lo encontré divertido.

—Muy bien —dije—. Mira si quieres.

Con la sangre en las manos, no me costó rendirme al dolor de la mandíbula, seguido de la prolongación de lo que semejaban mis caninos. Cuando las puntas asomaron me cubrí la boca con la mano. Luego la retiré.

—Ya está —dije, permitiendo que Lucas me contemplara. Me sentí tremendamente desprotegida, hasta que sonrió y entonces me sentí invencible.

—Adelante —dijo—. Come.

Mordí la bolsa y di la bienvenida al fresco torrente de sangre que inundó mi boca. Lucas solo había conseguido un litro, por lo que bebí despacio, haciéndolo durar. Cerrando los ojos para saborear mejor la sangre, bebí un trago, luego otro…

—Dios mío.

Era la voz de Raquel.

Abrí los ojos de golpe. Lucas y yo nos dimos la vuelta y nuestras miradas tropezaron con Dana y Raquel, que acababan de bajar al túnel. Eliza había dicho que otros se nos unirían más tarde, pero aún era pronto para eso. Sin embargo, aquí estaban. En el túnel. Viéndome beber sangre.