Quizá fuera por el fuerte palo de haber perdido nuestros ahorros. Quizá por la euforia de haber estado tan unida a Lucas después de haber pasado tanto tiempo separados. O quizá por la dosis de sangre y el dulce alivio de sentirme saciada después de semanas de hambruna.
Fuera lo que fuese lo que me tenía tan distraída esa noche, el caso es que me hizo olvidar que el hecho de beber sangre tenía sus consecuencias.
—¿Bianca?
Raquel encendió la pequeña linterna que guardaba junto a su cama. La luz me resultó insoportablemente brillante y me di la vuelta.
—Apaga esa cosa, ¿quieres?
—¿Has tenido una pesadilla? No parabas de gemir.
—No era exactamente una pesadilla, solo un sueño un poco fuerte. —Afortunadamente Raquel no insistió y dispuse de unos momentos para reflexionar.
La verdadera causa de mis gemidos era que sufría una sobrecarga sensorial. Podía oír cada paso y cada tos a lo largo de la hilera de viejos vagones ocupados por los cazadores de la Cruz Negra. Podía oír el goteo del agua en las entrañas del túnel y el correteo raudo y ligero de los ratones.
«Tendré que recordar dónde debo buscarlos más tarde, por si los necesito…».
—¿Bianca?
—No estaba teniendo una pesadilla —farfullé, protegiéndome los ojos de la luz con el brazo. A la larga, el consumo de sangre me hacía soportar mejor la luz fuerte, incluida la del sol. Pero durante las primeras horas me resultaba casi cegadora—. Éstas camas son muy incómodas, ¿no crees? —Pese al colchón que los cubría, podía notar los bultos de plástico de los viejos asientos en la espalda.
Por lo general, toda crítica contra la Cruz Negra hacía que Raquel insistiera en lo absolutamente genial que era todo. Ésta vez, simplemente suspiró.
—Sería fantástico volver a dormir en una cama de verdad. Dana y yo hemos hablado de que podríamos ahorrar dinero y mudarnos a una habitación de hotel. Eso es lo que tú y Lucas queríais hacer, ¿no es cierto?
—Más o menos. —Eso se acercaba bastante a la verdad.
—Siento mucho que Eduardo registrara las cosas de Lucas. No es justo.
—Lucas ha trabajado muy duro para conseguir ese dinero.
—Menuda jugarreta —dijo Raquel suspirando.
Me alegraba comprobar que la Cruz Negra no le había sorbido el seso, pero sobre todo deseaba oscuridad y silencio.
—Solo quiero volver a coger el sueño y olvidarme del tema un rato.
—No vale la pena. —La linterna seguía encendida; lo sabía por el tenue brillo que percibía alrededor de mis ojos incluso con los párpados cerrados y el brazo sobre la cara—. Ya es de día y pronto encenderán las luces.
Volví a gemir.
Si volver a beber sangre había tenido semejante efecto en mí, no era nada comparado con lo que le había provocado a Lucas.
—¿Todavía de morros? —le preguntó Kate cuando subíamos al autobús para nuestro patrullaje de la tarde—. ¿Quieres seguir discutiendo sobre el dinero?
—No estoy de morros —respondió Lucas con una mueca de dolor. La luz del aparcamiento era suave, pero así y todo me dañaba los ojos, y advertí que a Lucas también—. Pero no me encuentro muy bien.
Kate le miró con escepticismo, pero luego le puso la mano en la frente. Su pesado reloj deportivo hacía que su muñeca pareciera casi frágil. Frunció el ceño.
—Estás sudando. ¿Te duele la barriga?
—Un poco.
Mis ojos buscaron los de Lucas; cuando nos miramos, esbozó una sonrisa de soslayo. Era evidente que los dos estábamos pensando lo mismo: «Tendríamos que haberlo previsto».
Los cuerpos humanos sencillamente no estaban preparados para soportar las exigencias del poder vampírico.
Kate guardó un largo silencio, durante el cual me pregunté si iba a ordenarle que, de todos modos, saliera a patrullar. La mayor parte del tiempo actuaba con él más como una comandante que como una madre. Se encogió de hombros.
—Vuelve a la cama y descansa. Bianca, únete al equipo de Milos. Tú y Raquel podéis patrullar juntas.
—Vale —dijo Lucas.
Aunque sabía que detestaba la idea de pasarse todo el día encerrado en el cuartel general, parecía casi contento. Tal vez no experimentara muchas muestras de que Kate deseaba verdaderamente cuidar de él, y apreciaba lo poco que recibía.
Salimos a patrullar por uno de los barrios más elegantes de la ciudad, donde los edificios más bajos tenían veinte plantas y todas las fachadas eran de piedra blanca o de acero. Las calles, flanqueadas de coches del tipo que había visto admirar a Lucas en las revistas, tenían un portero aproximadamente cada diez metros. Al principio pensé que se trataba de una zona demasiado segura para estar frecuentada por vampiros, hasta que su elegancia me trajo el recuerdo de los vampiros de Medianoche. Era la clase de existencia que tales vampiros intentaban reivindicar; quizá fuera el lugar perfecto por el que pelear.
—Antes teníamos una sede aquí —explicó Milos mientras caminaba por la acera con Raquel y conmigo. Hablaba en un tono casi afable, lo cual, más que alentarme, me inquietaba—. Qué días aquellos. Teníamos un acuerdo con un par de restaurantes elegantes de la zona. Al final de la noche nos daban parte de lo que les había sobrado. Casi enfermé de tanta sopa de gambas que llegué a comer. Ahora daría lo que fuera por una comida como aquélla.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Raquel, entornando los párpados para protegerse del fuerte sol.
—Los vampiros destrozaron nuestra guarida. —Milos deslizó la mano hasta la estaca que llevaba en el cinturón—. Normalmente no persiguen a los comandos grandes, porque no tienen batallones. Hay un montón de vampiros ahí fuera, pero carecen del sentido común necesario para trabajar en grupo.
Era un comentario ofensivo, además de estúpido. ¿Cómo habían conseguido los vampiros mantener la Academia Medianoche en funcionamiento durante más de doscientos años si no tenían el «sentido común necesario» para cooperar en proyectos duraderos? El problema, en mi opinión, tenía que ver más con las luchas entre grupos de vampiros. No existía una sociedad vampírica aglutinadora, y eso representaba una ventaja para una organización tan cohesionada como la Cruz Negra.
—¿Por qué fue diferente esa vez? —preguntó Raquel a Milos.
—Había un vampiro que se hacía llamar Stigand que consiguió cabrearlos y hacer que se unieran. Un tipo peligroso. —Milos esbozó una sonrisa gélida. Mostraba una actitud hacia el peligro diferente de la mayoría de la gente—. Logró que fueran a por nosotros. Ése día mataron a muchos luchadores buenos y destrozaron por completo nuestro viejo cuartel general. Pero Eliza acabó con Stigand. Le echó un chorro de gasolina y luego disparó el lanzallamas. —Riendo entre dientes, añadió—: Tendríais que haber oído cómo chillaba.
Molesta, miré hacia otro lado. Ignoraba si estaba ocultando mi repugnancia o evitando ver el placer que la muerte de un vampiro provocaba en Milos y Raquel. Al principio no prestaba atención a lo que pasaba por delante, pero el adiestramiento de la Cruz Negra se impuso y me vi obligada a examinar el entorno y cada persona que pasaba.
Entonces me di cuenta de que conocía al hombre que había al otro lado de la calle. Lo conocía del sueño que había tenido esa noche.
Volví a recordarlo, esta vez con más detalle. Se suponía que estaba con Lucas en un cine —era la clase de sueño que en parte es un recuerdo— y era nuestra primera cita. Pero la sala ya no era elegante ni lujosa. Estaba destrozada, llena de basura, con la tapicería de los asientos rota y la pantalla en blanco. Yo me ponía a buscar a Lucas como una loca, pero en lugar de verlo a él veía a este hombre de las rastas rojizas que ahora tenía delante.
El espectro, flotando a mi lado, me susurraba: «Vosotros dos tenéis amigos en común».
En el sueño no sabía quién era, pero ahora lo reconocía.
—¿Ése de allí —susurré— no es… no es…?
—¿Un vampiro? —Raquel lo observó con interés, y Milos también.
El alma se me cayó a los pies. ¿Acababa de identificar a un vampiro para los cazadores? ¿Un vampiro que estaba pasando inadvertido para ellos? ¿Acababa de firmar su sentencia de muerte?
El vampiro estaba, sin embargo, en su elemento. Se detuvo bajo el toldo verde oscuro de un edificio, saludó con la cabeza al portero y entró.
Solté un suspiro de alivio demasiado alto. Milos se volvió bruscamente hacia mí.
—¿No quieres luchar? Pues me temo que te has equivocado de grupo.
—Déjala en paz —intervino Raquel—. Todavía nos da un poco de yuyu, ¿vale? Ya nos curtiremos con el tiempo.
—Puede. —Milos tenía la mirada fija en la entrada del edificio—. Algún día tendremos que inspeccionar este lugar. Pero por el momento recorreremos los callejones y comprobaremos si hay alguien más merodeando por la zona sin rumbo fijo.
Seguimos peinando el vecindario y, para mi gran alivio, Raquel y yo logramos separarnos de Milos. Raquel no paraba de decirme lo lista que era por reconocer a un vampiro así sin más, cuando no estaba actuando como tal ni mostrando ningún signo que lo delatara. Me sentí aún más traidora.
Miré a mi alrededor, buscando otro tema de conversación, y casi al azar dije:
—Por cierto, ¿dónde os metisteis Dana y tú anoche, cuando regresamos al cuartel? No respondisteis a la llamada de Eliza.
—Oh, fuimos a…
—¿Sí?
Raquel guardó silencio. No era propio de ella evitar una pregunta. Tras sortear a una señora que caminaba por la acera con tres bolsas grandes en cada mano, repetí:
—¿Sí?
—Fuimos a dar un paseo. Necesitábamos… ya sabes… un poco de espacio.
Me encogí de hombros. ¿Por eso tanto misterio?
Entonces vi la duda en su cara, seguida de un brillo en sus ojos, y caí en la cuenta de que era la persona más ciega de todo el planeta.
—¿Tú y Dana…?
—Dana y yo. —Durante una fracción de segundo, como si no pudiera contenerla más, Raquel esbozó la sonrisa más radiante que le había visto nunca. Pero enseguida volvió a asomar la duda—. ¿Se te hace raro?
—Un poco —confesé—, pero solo porque nunca me lo habías mencionado. Después de todas las cosas que nos hemos explicado, podrías haberme contado también esto.
—Nunca sabes cómo se lo va a tomar la gente. Además, siempre estabas intentando liarme con tíos.
—Intenté liarte con Vic. Un tío. Uno. —La cabeza me daba vueltas. Por lo menos, hablar de la vida amorosa de Raquel nos había distraído a las dos—. Es solo que nunca lo había sospechado.
Raquel esbozó una sonrisa divertida.
—Nunca he mostrado interés por los tíos, nunca.
—No quería pensar en estereotipos.
—Una cosa es no pensar en estereotipos y otra no pensar en absoluto.
—Vale, si querías hacerme sentirme como una idiota, lo has conseguido.
Nos miramos durante un segundo y rompimos a reír. Le di un fuerte abrazo y durante media hora estuve escuchando lo guapa e increíble e inteligente y fantástica que era Dana. Aunque estaba completamente de acuerdo con Raquel, no necesitaba decírselo. Mi papel consistía en sonreír, asentir con la cabeza y alegrarme por ella. Una tarea fácil.
«¿Lo sabe Lucas?», me pregunté. Seguramente, o por lo menos lo sospecharía. Él y Dana estaban muy unidos. He aquí otro de los muchos temas sobre los que no habíamos tenido oportunidad de charlar.
Regresamos al cuartel general de la Cruz Negra justo antes de que anocheciera, por suerte sin que yo hubiera delatado a más vampiros. Mientras me quitaba la ropa sudada, Raquel salió con la promesa de que conseguiría comida para las dos. Yo no tenía muchas ganas de comer, y aún menos copos de avena por séptimo día consecutivo, pero le di las gracias y dejé que se fuera. Me apetecía estar un rato sola.
Cuando me hube cambiado de ropa salí a dar un paseo por el túnel. Era el primer momento de soledad que tenía desde el incendio de Medianoche; siempre tenía alguna tarea que hacer o gente alrededor. Al otro lado de la hilera de luces que usaba la Cruz Negra, la oscuridad insondable del túnel se me antojaba una barrera tan real como una pared.
«Vi a ese vampiro en un sueño», pensé. Ya antes me había preguntado si mis sueños estaban empezando a predecir el futuro, pero esta era la prueba más fehaciente hasta el momento. El espectro me había revelado la existencia del vampiro de las rastas rojizas.
Después de pasar tanto tiempo alejada de las persecuciones de Medianoche, y después de acostumbrarme a la tranquilidad que me daba el colgante de obsidiana, había conseguido dejar a un lado parte de la inquietud que me producían los espectros. No obstante, ahora que tenía a los fantasmas penetrando en mi mente y mostrándome el futuro, volvía a asaltarme todo ese miedo y desconcierto.
Me perseguían porque, en cierto modo, además de hija de vampiros era hija de un fantasma. Mis padres básicamente habían llegado a un acuerdo con los espectros para que yo pudiera nacer. Los vampiros no podían concebir por sí mismos, pero con la ayuda de un fantasma sí podían. Lo que mis padres ignoraban por aquel entonces, y yo no descubrí hasta unos meses atrás, era que los fantasmas se consideraban dueños legítimos de todos los niños nacidos a través de tales acuerdos. Yo ignoraba qué significaba eso exactamente, aunque, a juzgar por los ataques que había padecido en Medianoche, significaba que no querían que viviera como una vampira normal y corriente. Bueno, por lo menos en eso estábamos de acuerdo. Había abandonado a mis padres y el internado y estaba convencida de que nunca mataría a un ser humano y me convertiría en una vampira completa.
Pero a los espectros, por lo visto, no les bastaba con eso. Me preguntaba qué más podían querer. ¿Tenían intención de seguir irrumpiendo en mis sueños? Si todavía iban a por mí, ¿por qué no me asaltaban de una vez? ¿O acaso estaban esperando el momento oportuno?
Entonces me di cuenta de que me estaba preocupando por algo que no iba a suceder porque estaba caminando por vías de hierro.
«El hierro». Según Balthazar, ciertos metales y piedras ahuyentaban a los espectros. La obsidiana, como la de mi colgante, era una de esas piedras. Los repelentes más poderosos eran los metales que se encontraban en pequeñas dosis dentro del cuerpo humano, como el cobre y el hierro. Eso significaba que el cuartel general de la Cruz Negra era, en sí mismo, un lugar a prueba de fantasmas.
Algo más tranquila, empecé a relajarme. Me dije que ahora que disponía de un rato a solas, podía dedicarlo a cazar ratones. Todavía sentía el calor de la sangre de Lucas, pero no tenía ningunas ganas de volver a pasar hambre.
Fue entonces cuando oí los golpecitos: clic, clic, clic, clic.
Levanté la vista hacia la oscuridad del techo. Pese a mi visión vampírica, solo alcanzaba a ver una maraña de tuberías y sombras. Otra vez ese «clic-clic, clic-clic». Un sonido de metal contra metal.
«Puede que no sea nada».
«Puede que sí lo sea».
Salí disparada hacia los vagones en busca de Raquel, y me encontré con Eliza, lo cual era aún mejor.
—Algo ocurre en el interior del túnel —jadeé—. Se oyen unos golpes muy raros.
—Las cosas tienen un sonido extraño bajo tierra. —Hacía falta algo muy gordo para poner nerviosa a Eliza, y un par de ruiditos extraños no lo eran—. Sé que te has llevado un buen susto, y es comprensible, pero ahora cálmate, ¿quieres?
Fue entonces cuando oí un fuerte estruendo y la parte del fondo del túnel cedió.
Bloques de cemento del tamaño de habitaciones se estrellaron contra el suelo y un segundo después una densa polvareda inundó el aire. Eliza me agarró para hacerme retroceder. La sección de techo que teníamos sobre nuestras cabezas se mantenía firme, pero ¿por cuánto tiempo?
—¡Dios mío! —gritó—. ¡Vamos!
Huimos de los cascotes en dirección a la multitud de cazadores que empezaban a congregarse para ver qué pasaba cuando el otro extremo del túnel también cedió. Fue un estruendo más lejano, más apagado, pero ahora ya era capaz de reconocer el sonido.
—¡El túnel se está viniendo abajo! —grité.
—Esto no es un accidente —dijo resueltamente Eliza. Cogió algo de su cinturón y lo abrió; en ese instante emitió un pitido metálico que alertó a todo el mundo—. Han venido.
—¿Quiénes?
Por nuestro lado rodaron nubes de polvo densas y terrosas y empecé a toser. Algo más lejos, los del grupo corrían y gritaban. Eliza partió como una bala, dejándome que encontrara el camino yo sola. Pero no podía ver, y casi no podía respirar.
Cuando una figura adquirió forma en medio de la oscuridad, alargué un brazo desesperada. Al instante quedé petrificada.
—Por fin la encuentro, señorita Olivier. —La señora Bethany avanzó hacia mí. El chal negro que llevaba sobre los hombros se fundía con la nube de polvo circundante—. La estábamos buscando.