En la habitación estalló la actividad. Los cazadores de la Cruz Negra se hicieron con ballestas, estacas y cuchillos. Con el cuerpo tenso, me puse los vaqueros.
No tenía ninguna intención de unirme a la lucha. Ninguna. Que hubiera decidido no convertirme nunca en vampira no significaba que estuviera dispuesta a unirme a una pandilla de fanáticos asesinos de vampiros.
Además, los vampiros que venían ahora a por nosotros no eran los asesinos dementes que daban mala fama a los zombis. Eran de la Academia Medianoche y venían simplemente a hacer justicia por lo sucedido en el internado, y probablemente a rescatarme.
Pero ¿y si intentaban hacer daño a Lucas? ¿Podría mantenerme al margen mientras atacaban al hombre que amaba?
A mi lado, Raquel empuñó una estaca con manos temblorosas.
—No hay vuelta atrás, tenemos que estar preparadas.
—Yo no… no puedo…
¿Cómo iba a explicárselo? No podía.
Lucas salió de la zona de hombres con la camisa por remeter y el pelo alborotado.
—Vosotras dos no vais a luchar —dijo—. No estáis preparadas. —Cruzamos unas miradas y supe que Lucas comprendía las razones por las que no podía participar.
Raquel le miró furiosa.
—¿Qué estás diciendo? ¡Desde luego que puedo luchar! ¡Ya lo verás!
Sin hacerle caso, Lucas nos agarró por el brazo y nos arrastró hacia el fondo del almacén.
—Vosotras dos os venís conmigo.
—Y un cuerno. —Raquel se soltó y echó a correr hacia la puerta de metal, que cruzó dando un fuerte portazo. Lucas blasfemó para sí y fue tras ella. Aturdida, le seguí.
Fuera, el cielo era de ese color gris plomizo que precede al alba. Los cazadores, en diferentes estados de desnudez, se gritaban unos a otros para tomar posiciones. Los cuchillos centelleaban bajo la luna, y podía oír los chasquidos de las ballestas al ser cargadas. Kate se hallaba acuclillada sobre la grava, con las manos hacia delante como una corredora y la cabeza ladeada para, según me dijo, oír mejor y así calcular el riesgo. Contemplé el campo circundante, descuidado y cubierto de maleza. Para la mayoría de los humanos habría parecido completamente tranquilo. Con mi agudizada visión podía divisar movimientos cada vez más cercanos. Nos estaban rodeando.
—Mamá —dijo Lucas en voz baja—, alguien debería llevarse a Bianca y Raquel al almacén. Todavía no pueden luchar, y serán vistas como… traidoras o algo así. Los vampiros irán a por ellas.
Desde su posición en un extremo del grupo, empuñando una ballesta, Eduardo dijo:
—¿Te estás escaqueando?
Lucas apretó la mandíbula.
—No he dicho que tenga que ser yo. Pero alguien debería quedarse con ellas, por si acaso.
—¿Por si acaso los vampiros consiguen pasar? La mejor manera de evitarlo es tener a todos nuestros combatientes en primera línea —espetó Eduardo—. A menos que solo estés buscando un pretexto.
Lucas apretó los puños y por un momento temí que fuera a golpear a Eduardo. Llamar cobarde a Lucas era del todo injusto, pero ese no era el mejor momento para discutirlo. Le puse una mano en el brazo, tratando de tranquilizarle.
Fue Kate, no obstante, quien intervino.
—Ya basta, Eduardo. Lucas, llévatelas al almacén. —Ni por un segundo desvió la mirada del horizonte, de los hipotéticos agresores que sabía se dirigían hacia aquí—. Necesitamos que empecéis a recoger nuestras provisiones. Todo lo deprisa que podáis.
Eduardo se volvió hacia ella.
—No vamos a salir corriendo, Kate.
—Te gusta más pelear de lo que tienes en estima tu vida —repuso ella sin mirarle—. Yo, en cambio, intento pensar como Patton. No dirijo este grupo para que todos mueran por la causa. Lo dirijo para que los vampiros mueran por la suya.
Las sombras avanzaban por la maleza como un solo cuerpo. Lucas se puso tenso y comprendí que podía divisarlas en la oscuridad tan bien como yo. Desde que bebí su sangre por primera vez, había empezado a desarrollar ciertos poderes vampíricos. Eso quería decir que sabía lo que yo sabía: que no disponíamos de mucho tiempo. Minutos, quizá.
—Vamos, Raquel —dijo Lucas, pero Raquel permaneció tercamente junto a Dana, negando con la cabeza.
—Aquí corremos peligro —intervine—. Por favor, Raquel. Podrían matarte.
La voz le tembló cuando dijo:
—Estoy cansada de huir.
Dana soltó la ballesta que estaba cargando y miró a Raquel. Su cuerpo entero parecía vibrar de energía. Era ella quien había detectado a los vampiros, era ella la que llevaba más tiempo siendo consciente del peligro, y ya tenía toda su atención puesta en el combate. No obstante, le habló con dulzura:
—Guardar nuestras cosas no es huir, ¿entiendes? Es algo que necesitamos hacer porque vamos a tener que largarnos de aquí, ya sea durante o después de la batalla.
—No si ganamos —comenzó Raquel, pero se detuvo al ver la expresión de Dana.
—Ahora ya conocen nuestro escondite —dijo Lucas—. Vendrán más vampiros. Tenemos que huir. Ayúdanos a preparar las cosas para poder escapar. Ahora mismo es lo mejor que puedes hacer.
Raquel siguió mirando a Dana mientras la expresión de su cara pasaba de la determinación a la resignación.
—La próxima vez —dijo—, la próxima vez estaré preparada para pelear.
—La próxima vez estaremos en esto juntas —le aseguró Dana. Se volvió hacia la maleza y los perseguidores. Ya no se necesitaban poderes vampíricos para saber lo cerca que estaban—. Moved el culo.
Cogí a Raquel de la mano y me la llevé al almacén. Tras todos estos días de confinamiento, rodeada siempre de una veintena de personas, se me hacía extraño verlo casi vacío. Las mantas estaban desbaratadas y con las prisas algunos catres habían sido volcados. Todavía aturdida, me puse a doblar una manta.
—Olvida las mantas. —Lucas se dirigió a los armarios de las armas. Los cazadores se habían llevado la mayor parte, pero todavía quedaban algunas estacas, flechas y frascos de agua bendita—. Guardaremos las municiones. Todo lo demás podemos reemplazarlo.
—Sí, claro. —Hubiera debido ocurrírseme. Pero ¿cómo? Tenía el cerebro embotado, como cuando la aguja del tocadiscos de mi padre quedaba atrapada en los rayones de sus viejos discos de jazz: «¿Están mis padres ahí fuera? ¿Y Balthazar? ¿Matará la Cruz Negra a gente a la que quiero, gente que probablemente solo desea rescatarme?».
Oí un bramido procedente del exterior, seguido de un chillido.
Los tres nos quedamos inmóviles. Fuera el sonido pasó de unos cuantos gritos a un fuerte clamor, y la puerta del almacén tembló con un fuerte golpe. Aunque el causante del ruido no era un cuerpo —una piedra, quizá, o una flecha fallida—, Raquel y yo pegamos un respingo.
Lucas fue el primero en reaccionar.
—Recoged todo esto. Cuando nos avisen, tendremos dos minutos para meterlo en las furgonetas. Ni uno más.
Nos pusimos manos a la obra. Me costaba concentrarme. El fragor del exterior me asustaba, no solo porque temía por los demás, sino porque me recordaba la última batalla de la Cruz Negra que había presenciado: el incendio de Medianoche. Todavía me dolía la espalda de la caída que sufrí cuando corría por el tejado en llamas, y tenía la sensación de que aún notaba el regusto a humo y ceniza. En aquel momento me consolé pensando que todo había terminado, pero estaba equivocada. Mientras Lucas y yo siguiéramos en la Cruz Negra, nos perseguirían los combates. El peligro siempre estaría acechando.
A cada grito y a cada golpe, Lucas parecía un poco más nervioso. No estaba acostumbrado a permanecer fuera de la lucha; de hecho, estaba en su naturaleza iniciarlas.
«Baúl cerrado, llave echada, una cosa menos. ¿Querrán llevarse la madera para hacer estacas? Seguramente no, pueden conseguir madera en cualquier parte, ¿no?». Trataba de hacer una criba mientras trabajaba todo lo deprisa que podía. A mi lado, Raquel simplemente agarraba las cosas a puñados y las echaba en las cajas sin echarles siquiera una ojeada. Probablemente fuera lo más práctico.
De nuevo, algo golpeó con fuerza la puerta metálica y solté una exclamación ahogada. Ésta vez Lucas, en lugar de decirme que todo iría bien, agarró una estaca.
En ese momento, dos figuras cruzaron violentamente una de las puertas laterales del almacén. Estaban tan enredadas, formando una pelota borrosa de movimiento, sudor y gruñidos, que mis sentidos vampíricos no fueron capaces de distinguir cuál de ellos era de los míos y cuál el cazador de la Cruz Negra. Avanzaron hacia nosotros a trompicones, ajenos a nuestra presencia, enfrascados en su lucha a vida o muerte. La puerta entreabierta mostraba una rendija de luz y dejaba que los gritos nos llegaran aún más fuertes.
—Haz algo —susurró Raquel—. Lucas, sabes lo que tienes que hacer, ¿no?
Lucas saltó hacia delante, mucho más lejos y más deprisa de lo que debería haber sido capaz un simple mortal, e insertó la estaca en mitad de la refriega. Una de las figuras se detuvo en seco; la estaca había paralizado al vampiro. Contemplé su rostro rígido —los ojos verdes, el cabello rubio, la mueca de horror— y sentí un destello de compasión por él un segundo antes de que el cazador de la Cruz Negra se sacara del cinturón un cuchillo largo y ancho y le cercenara la cabeza de un tajo. El vampiro tembló una vez antes de caer al suelo transformado en una especie de polvo aceitoso.
Así pues, se trataba de un vampiro viejo; apenas quedaba nada del hombre mortal que había sido en otro tiempo. Mientras los demás contemplaban los restos, yo solo podía preguntarme si era uno de los amigos de mis padres. No había reconocido su cara, pero quienquiera que fuera había venido aquí con el convencimiento de que me estaba ayudando.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Raquel—. Fue algo, no sé… como sobrehumano.
Pretendía ser solo un cumplido, y por suerte el cazador de la Cruz Negra estaba demasiado exhausto para caer en la cuenta de que Lucas acababa de recurrir a su poder vampírico.
Mis ojos buscaron los de Lucas. Me tranquilizó comprobar que no había triunfo en ellos, que solo suplicaban comprensión. Al verse obligado a elegir, había tenido que proteger a su compañero. Lo entendía. Lo que no hubiera entendido era qué habría pasado si el vampiro hubiera sido mi madre o mi padre.
Eduardo asomó la cabeza por la puerta, jadeando pero vigorizado por la pelea.
—Hemos conseguido repelerlos, pero no tardarán en volver. Tenemos que cargar ahora.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—A algún lugar donde podamos entrenar de verdad, poner en forma a las nuevas. —Eduardo me miró, y aunque su expresión no era amable, tuve la impresión de que me detestaba un poco menos. Ahora que era una soldado en potencia tal vez viera finalmente en mí a alguien útil. Su sonrisa burlona se tornó en cínica cuando se volvió hacia Lucas—. La próxima vez ya no tendrás más excusas para evitar la lucha.
Presentí que Lucas se disponía a encajarle un puñetazo en la mandíbula, de modo que le cogí la mano. A veces su genio amenazaba con dominarlo.
—¡En marcha, muchachos! —dijo Kate desde el exterior—. ¡Nos vamos!