Resoplaba con tanta fuerza que el pecho me dolía. Tenía la cara ardiendo y mechones de pelo sudoriento pegados a la nuca. Me dolían todos los huesos.
Delante tenía a Eduardo, uno de los líderes de la Cruz Negra, empuñando una estaca. Sus cazadores de vampiros, un variopinto ejército con vaqueros y camisas de franela, nos miraban en silencio. No tenían la más mínima intención de ayudarme. Eduardo y yo estábamos en el centro de la habitación. La fuerte luz del techo proyectaba duras sombras sobre Eduardo.
—Vamos, Bianca, pelea. —Su voz podía sonar como un gruñido cuando quería, y las palabras rebotaron en el suelo de cemento y las paredes metálicas del almacén abandonado—. Ésta es una lucha a muerte. ¿No piensas detenerme siquiera?
Si me arrojaba sobre él para tratar de arrebatarle el arma o derribarle, le daría la oportunidad de tirarme al suelo. Eduardo era más rápido que yo y llevaba años dedicándose a la caza. Seguro que había matado a centenares de vampiros, y todos mayores y más fuertes que yo.
«¿Qué hago, Lucas?».
Pero no me atreví a buscarle con la mirada. Sabía que si desviaba los ojos de Eduardo un solo segundo, el combate habría terminado.
Di dos pasos hacia atrás, pero tropecé. Los zapatos que me habían prestado me iban grandes y uno se me salió.
—Serás patosa —dijo Eduardo al tiempo que giraba la estaca entre sus dedos, como si estuviera estudiando los diferentes ángulos donde podía clavármela. Su sonrisa era tan arrogante, tan altiva, que el miedo que sentía se transformó en enfado.
Agarré el zapato y se lo lancé a la cara con todas mis fuerzas.
Le di en toda la nariz y nuestro público estalló en carcajadas. Algunos aplaudieron. La tensión desapareció un instante y volví a ser parte de la banda, o eso creían ellos.
—Bien —dijo Lucas, saliendo del círculo de espectadores y colocándome las manos en los hombros—. Excelente.
—No soy lo que se dice un cinturón negro. —Apenas podía respirar. Las prácticas de lucha me dejaban siempre destrozada; esta era la primera vez que no acababa con la espalda contra el suelo.
—Tienes intuición.
Lucas me masajeó los doloridos músculos del cuello.
Eduardo no le veía la gracia a que le hubieran arrojado un zapato a la cara. Me fulminó con la mirada, lo cual me habría asustado si no hubiera tenido la nariz roja como un tomate.
—Ése truco está muy bien cuando practicas, pero si crees que te salvará en el mundo real…
—La salvará si su adversario la tiene por una rival fácil —intervino Kate—, como has hecho tú.
Eduardo cerró el pico y esbozó una sonrisa compungida. Oficialmente, él y Kate eran colíderes de la Cruz Negra, pero aunque yo apenas llevaba cuatro días con ellos, ya sabía que la mayoría de ellos esperaban que Kate dijera la última palabra. No parecía que a Eduardo le importara. Pese a lo susceptible e irritable que era con los demás, el padrastro de Lucas pensaba, por lo visto, que Kate no podía equivocarse.
—No importa cómo derribes a tu adversario siempre y cuando lo hagas —dijo Dana—. ¿Podemos comer ya? Bianca debe de estar hambrienta.
Pensé en sangre —espesa, roja y caliente, más sabrosa de lo que la comida podría serlo nunca— y me recorrió un escalofrío. Lucas se dio cuenta y me atrajo por la cintura, como si quisiera abrazarme.
—¿Estás bien? —susurró.
—Tengo hambre, nada más.
Clavó sus ojos verde oscuro en los míos. Aunque había en ellos inquietud por mi necesidad de sangre, también había comprensión.
Pero Lucas podía hacer por mí tan poco como yo. Por el momento estábamos atados de manos.
Cuatro días antes, la Cruz Negra había asaltado e incendiado mi colegio, la Academia Medianoche. Los cazadores conocían el secreto de Medianoche: que era un refugio para vampiros, un lugar donde estos aprendían cosas sobre el mundo moderno, lo cual la convertía en el blanco de la Cruz Negra, una banda de cazadores de vampiros a los que se adiestraba para matar.
Lo que ellos no sabían era que yo no era uno de los muchos alumnos humanos que, sin saberlo, estudiaban en Medianoche al lado de los vampiros. Yo era una vampira.
Bueno, no una vampira completa. Si de mí dependiera, eso sería algo en lo que nunca me convertiría. Pero era hija de vampiros, y a pesar de ser una persona viva, tenía algunos de los poderes de los vampiros, como también algunas de sus necesidades.
Como, por ejemplo, la necesidad de beber sangre.
Éste comando de la Cruz Negra permanecía confinado desde el asalto a la Academia Medianoche. Eso quería decir que vivíamos ocultos en un lugar seguro, concretamente en un almacén que olía a neumáticos viejos y tenía por camas unos catres y manchas de aceite en el suelo de cemento. La gente podía salir solo si le tocaba vigilar los alrededores por si llegaban vampiros para vengarse por el ataque al internado. Casi todo el tiempo que pasábamos despiertos lo dedicábamos a prepararnos para futuras batallas. Había aprendido a afilar cuchillos, por ejemplo, y pasado por la extrañísima experiencia de tallar una estaca. Y ahora me estaban enseñando a luchar.
¿Intimidad? Olvídate. Aún suerte que el retrete tenía puerta. Eso significaba que Lucas y yo casi nunca teníamos la oportunidad de estar a solas, y, lo que es peor, que yo llevaba cuatro días sin beber sangre.
La falta de sangre me debilitaba. Y mi sed crecía, apoderándose cada vez más de mí. Si la situación se prolongaba más tiempo, no estaba segura de lo que sería capaz de hacer.
Bajo ningún concepto podía beber sangre delante de los miembros de la Cruz Negra, con excepción de Lucas. Cuando me vio morder a otro vampiro durante su año en la Academia Medianoche, pensé que me daría la espalda para siempre; en lugar de eso, superó el adoctrinamiento recibido en la Cruz Negra y siguió enamorado de mí. Dudaba de que muchos cazadores de vampiros fueran capaces de semejante transformación. Si los ahora presentes en la habitación me vieran beber sangre y descubrieran la verdad, sé perfectamente qué pasaría. Se me echarían encima al instante.
Incluida Dana, una de las mejores amigas de Lucas, que seguía bromeando sobre mi pequeña victoria sobre Eduardo. Incluida Kate, que consideraba que yo le había salvado la vida a Lucas. Incluida Raquel, mi compañera de cuarto en el internado, que había ingresado conmigo en la Cruz Negra. Cada vez que las miraba tenía que recordarme: «Si lo supieran, me matarían».
—Otra vez mantequilla de cacahuete —dijo Dana mientras unos cuantos de nosotros nos sentábamos en el suelo, junto a los catres, con nuestra frugal cena—. Creo recordar que hubo un tiempo muy, muy lejano, en que la mantequilla de cacahuete me gustaba.
—Mejor que espaguetis con mantequilla —replicó Lucas. Dana soltó un gemido. Como respuesta a mi mirada de extrañeza, añadió—: El año pasado, durante un tiempo, eso fue lo único que pudimos permitirnos. En serio, nos pasamos un mes comiendo exclusivamente espaguetis con mantequilla. No me importaría no volver a comerlos nunca más.
—Todo eso da igual. —Raquel untó mantequilla de cacahuete en su pan como si fuera caviar. No había dejado de sonreír en cuatro días, desde que la Cruz Negra anunció que nos aceptaba—. Vale, no cenamos en restaurantes caros todas las noches, pero ¿qué más da? Estamos haciendo algo importante, algo auténtico.
—En estos momentos —señalé— estamos escondidos en un almacén comiendo sándwiches de mantequilla de cacahuete sin jalea tres veces al día.
Raquel no se inmutó lo más mínimo.
—Es parte del sacrificio que hemos de hacer. Vale la pena.
Dana alborotó afectuosamente los cortos cabellos negros de Raquel.
—Hablas como una auténtica novata. Veremos qué dices dentro de cinco años.
Raquel esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Le encantaba la idea de estar con la Cruz Negra cinco años, diez, toda su vida. Después de haber sido asediada por vampiros en el internado y perseguida por fantasmas en casa, estaba impaciente por propinarle una patada a algún trasero sobrenatural. Pese a lo extraños que habían sido estos últimos cuatro días, y al hambre que pasábamos, nunca había visto a Raquel tan feliz.
—¡Luces fuera dentro de una hora! —bramó Kate—. Haced lo que tengáis que hacer.
Simultáneamente, Dana y Raquel se llevaron el último pedazo de sándwich a la boca y partieron hacia la ducha que se había montado provisionalmente en la parte trasera del almacén. Solo los primeros de la cola tendrían tiempo de lavarse esa noche, y solo uno o dos disfrutarían de agua caliente. ¿Tenían intención de competir por un lugar en la cola? Siempre les quedaba la alternativa de compartir.
Estaba demasiado cansada para pensar siquiera en desvestirme, pese a lo sudada que estaba.
—Por la mañana —dije en parte a Lucas, en parte a mí—. Tendré tiempo de lavarme por la mañana.
—Oye —Lucas me puso su mano tibia y fuerte en la frente—, estás temblando.
Se sentó a mi lado. Su cuerpo, alto y musculoso pero esbelto, me hacía sentir pequeña y delicada, y su pelo rubio oscuro brillaba incluso en ese entorno sombrío. Al notar su calor me imaginé delante de una chimenea en invierno. Cuando me rodeó los hombros, apoyé mi dolorida cabeza en su brazo y cerré los ojos. De ese modo podía fingir que no había una veintena de personas a nuestro alrededor charlando y riendo. Que no estábamos en un inhóspito almacén que olía a neumático. Que no había nadie en el mundo salvo Lucas y yo.
—Estoy preocupado por ti —me murmuró al oído.
—Yo también.
—El confinamiento no durará mucho. Cuando termine podremos buscarte algo de… comer. Y después podremos decidir cómo lo hacemos.
Entendí a qué se refería. Íbamos a escapar, tal y como habíamos planeado antes de que se produjera el ataque a Medianoche. Lucas deseaba abandonar la Cruz Negra casi tanto como yo, pero para eso necesitábamos dinero, un poco de libertad de movimiento y la oportunidad de hacer planes en privado. En esos momentos no podíamos hacer nada salvo esperar.
Cuando le miré vi preocupación en sus ojos. Le acaricié la mejilla, y sentí la aspereza de su barba de varios días.
—Estoy segura de que lo conseguiremos.
—Soy yo quien debería cuidar de ti. —Siguió observándome detenidamente, como si pudiera encontrar la solución a nuestros problemas en mi cara—. Y no al revés.
—Podemos cuidarnos mutuamente.
Me estrechó con fuerza y durante unos segundos no tuve que imaginar que estábamos en otro lugar.
—¡Lucas! —La voz de Eduardo rebotó en el cemento y el metal. Levantamos la vista. Estaba delante de nosotros, con los brazos cruzados sobre el pecho. El sudor dibujaba una «V» oscura en su camiseta. Lucas y yo nos separamos, no porque nos diera vergüenza, sino porque nadie era capaz de cargarse una escena romántica con tanta facilidad como Eduardo—. Quiero que patrulles el perímetro en el primer turno de esta noche.
—Lo hice hace dos noches —protestó Lucas—. Todavía no me toca.
El ceño de Eduardo se ensombreció aún más.
—¿Desde cuándo lloriqueas por los turnos como un niño en el parque que quiere el columpio?
—Desde que dejaste incluso de hacer ver que eras justo. Déjame en paz.
—¿O qué? ¿Irás a llorarle a tu mamá? Porque Kate quiere ver alguna prueba de tu compromiso, Lucas. Todos queremos verla.
Lo decía por mí. Lucas había infringido el reglamento de la Cruz Negra muchas veces para que pudiéramos estar juntos, más veces de las que los miembros de este comando sospechaban.
Lucas no se amilanó.
—No he dormido una noche entera desde el incendio. No pienso pasar otra en la zanja, esperando para nada.
Eduardo afiló su oscura mirada.
—Una tribu de vampiros podría atacarnos en cualquier momento…
—¿Y de quién sería la culpa? Después de tu sucia jugada en la Academia Medianoche…
—¿Sucia jugada?
—¡Tiempo muerto! —Dana, recién salida de la ducha y despidiendo un fuerte olor a jabón barato, formó una «T» con los brazos entre Lucas y Eduardo. Las largas trenzas le caían sobre la toalla fina y húmeda que llevaba alrededor del cuello—. Calmaos, ¿vale? Por si has perdido la cuenta, Eduardo, en realidad me toca a mí hacer guardia esta noche. Además, no estoy demasiado cansada.
A Eduardo no le gustaba que le contradijeran, pero no podía rechazar semejante ofrecimiento.
—Haz lo que quieras.
—¿Qué tal si me llevo a Raquel? —propuso Dana, desviando sutilmente la conversación—. La chica está deseando sernos de utilidad.
—Olvídalo, es demasiado novata. —Eduardo pareció sentirse algo mejor por haber tenido la oportunidad de imponerse. Se marchó sin decir nada más.
—Gracias —dije a Dana—. ¿Seguro que no estás cansada?
Sonrió.
—¿Qué pasa? ¿Temes que mañana me arrastre por los suelos como hacía Lucas hoy? Ni en sueños.
Lucas hizo ademán de darle en el brazo y Dana le sonrió con sorna. Estaban todo el día picándose, pero jamás hablaban en serio. Me dije que Dana era probablemente la mejor amiga de Lucas. Solo una verdadera amiga aceptaría pasarse la noche patrullando el perímetro, tarea que implicaba, como bien había dicho Lucas, tener que agacharse mucho, tener que tragar mucho barro y dormir poco.
Al poco rato, el grupo ya estaba preparándose para acostarse. La única intimidad que teníamos era la «pared», un montón de sábanas viejas suspendidas de una cuerda, que separaba la zona de hombres de la de mujeres. Lucas y yo estábamos arrimados a la sábana, separados únicamente por unos centímetros y una fina tela de algodón. Unas veces me tranquilizaba tenerlo tan cerca; otras me producía tal frustración que me entraban ganas de gritar.
«No es para siempre», me recordé mientras me ponía la camiseta que me habían prestado para dormir. El fuego había destrozado el pijama con el que había escapado; el único objeto personal que llevaba encima era el colgante de obsidiana que mis padres me habían regalado y que no me quitaba ni para ducharme. El broche de azabache que me había regalado Lucas cuando empezamos a salir lo guardaba en la bolsita del colgante. No me consideraba una persona excesivamente materialista, pero perder prácticamente todas mis cosas había sido demoledor. Por eso apreciaba tanto lo poco que me quedaba.
Cuando Kate gritó «Luces fuera», alguien apagó el interruptor casi al instante. Me acurruqué bajo la fina manta estilo militar. El catre no era blando, y tampoco cómodo —en realidad, los catres no molan nada—, pero estaba tan agotada que agradecía cualquier oportunidad de descansar.
A mi izquierda estaba Raquel, que ya dormía. Dormía mejor aquí que en Medianoche.
A mi derecha, invisible tras la ondeante sábana blanca, estaba Lucas.
Imaginé su cuerpo tendido en el catre. Consideré la posibilidad de acercarme de puntillas y tumbarme a su lado. Seguro que nos veían. Suspiré, renunciando a la idea.
Era la cuarta noche que fantaseaba. Y, como me había sucedido las demás noches, en cuanto el sentimiento de impotencia por no poder estar con Lucas fue desapareciendo empecé a preocuparme.
«Seguro que mamá y papá están bien», me dije. Recordaba el incendio perfectamente, la forma en que las llamas se alzaban a mi alrededor, la espesura del humo. Les habría sido fácil desorientarse, quedar atrapados. El fuego era de las pocas cosas que podían matar realmente a un vampiro. «Tienen siglos de experiencia. Han estado en peores situaciones. ¿Recuerdas lo que mamá te contó sobre el Gran Incendio de Londres? Si logró sobrevivir entonces, seguro que conseguía sobrevivir ahora».
Pero mamá no había sobrevivido al Gran Incendio. Sufrió terribles heridas y estuvo al borde de la muerte; mi padre la «rescató» convirtiéndola en un vampiro como él.
Últimamente, la relación con mis padres no pasaba por un buen momento. Eso no quería decir que deseara que les ocurriera algo malo. El solo hecho de imaginármelos indefensos y malheridos, o algo peor, me encogía el corazón.
No estaba preocupada solo por ellos. ¿Habría logrado Vic salir ileso de las llamas? ¿Y Balthazar? Siendo vampiro, tal vez la Cruz Negra fue a por él, o Charity, su trastornada y vengativa hermana, que casi nos impidió escapar a Lucas, a Raquel y a mí. ¿Y el pobre Ranulf? Era un vampiro, pero tan dulce e idealista que bien podía imaginarme a los cazadores de la Cruz Negra acabando con él.
Ignoraba por completo cómo estaban, y puede que nunca llegara a saberlo. Cuando decidí irme con Lucas, sabía que ese era un riesgo que debía aceptar, pero eso no quería decir que me gustara.
Mi estómago gruñó, ávido de sangre.
Gimiendo, me giré sobre el catre y recé para que me venciera el sueño. Era la única manera de silenciar mis miedos y ansias internas, aunque solo fuera durante unas horas.
Alargué una mano hacia la flor, pero en cuanto mi dedo rozó el pétalo, éste se tiñó de negro y murió.
—No era para mí —susurré.
—No. Para ti hay algo mejor —dijo la fantasma.
¿Cuánto tiempo llevaba ahí? Era como si la hubiese tenido todo el rato a mi lado. Estábamos en los jardines de la Academia Medianoche, y oscuros nubarrones se cernían sobre el cielo. Las gárgolas nos miraban hostiles desde las imponentes torres de piedra. El viento azotaba los mechones de mi melena pelirroja en mi cara. Algunas hojas atrapadas en la ventisca atravesaron la sombra aguamarina de la fantasma. Se estremeció.
—¿Dónde está Lucas?
Al parecer, tenía que estar aquí, pero yo no recordaba por qué.
—Dentro.
—No puedo entrar ahí. —No porque tuviera miedo, sino porque, por alguna razón, parecía imposible que pudiera entrar en el internado. De pronto comprendí el motivo—. Esto no es real. La Academia Medianoche se incendió. Ahora ya no existe.
La fantasma ladeó la cabeza.
—Cuando dices «ahora», ¿a cuándo te refieres?
—¡Arriba!
Todas las mañanas nos despertaba el mismo grito. Mientras yo me restregaba los ojos, tratando de recordar en mi modorra el sueño que ya había empezado a diluirse, Raquel saltó de la cama con una energía inusitada.
—Levántate, Bianca.
—Es solo el desayuno —rezongué. Las tostadas con mantequilla de cacahuete no eran como para tirar cohetes, la verdad.
—No. Ha ocurrido algo.
Medio atontada, me levanté y vi que los cazadores de la Cruz Negra ya estaban en pie. El agotamiento que sentía me decía que era imposible que hubiese amanecido. ¿Por qué nos sacaban de la cama en mitad de la noche?
Oh, no.
Dana entró corriendo y gritó:
—¡Confirmado! ¡Preparaos para la lucha!
—Los vampiros —me susurró Raquel—. Han venido.