Rodeaba el camión un círculo de animales muertos —buitres y coyotes en su mayoría— pero Steve apenas reparó en ellos. Sentía una perentoria necesidad de salir de allí. Las escarpadas pendientes de la Mina de los Chinos se elevaban alrededor como las paredes de una tumba abierta. Steve llegó al camión un poco antes que los otros (Cynthia y Mary flanqueaban a David, sujetándolo por los brazos, aunque él parecía andar con paso firme) y les abrió la puerta de la cabina del lado del acompañante.
—Steve, ¿qué…? —empezó a preguntar Cynthia.
—¡Sube! ¡Deja las preguntas para más tarde! —La obligó a subir al asiento y añadió—: ¡Mas allá! ¡Haz hueco!
Cynthia obedeció. Steve se volvió hacia David.
—¿Vas a dar problemas?
David movió la cabeza en un gesto de negación. Tenía la mirada mortecina y apática, pero eso no convenció a Steve por completo. El chico había demostrado un vivo ingenio hasta ese momento.
Steve lo subió a la cabina y se volvió hacia Mary.
—Monte. Iremos un poco apretados, pero si no somos ya amigos a estas alturas…
Mary trepó a la cabina y cerró la puerta mientras Steve rodeaba el camión por la parte delantera, pisando sin querer a un buitre. Fue como pisar un cojín lleno de huesos.
¿Cuanto tiempo hacía que el jefe había desaparecido por el túnel?
¿Un minuto? ¿Dos? No tenía la menor idea. Había perdido la noción del tiempo. Ocupó el asiento del conductor, y se permitió sólo un instante para preguntarse que harían si no arrancaba el motor. La respuesta llegó de inmediato: nada. Steve asintió con la cabeza, hizo girar la llave de contacto, y el motor cobró vida al instante. Gracias a Dios, no hubo momentos de suspense. Al cabo de un segundo estaban ya en marcha.
Trazó un amplio círculo con el Ryder, rodeando la maquinaria pesada, el polvorín y la oficina. Entre los dos edificios se hallaba estacionado el polvoriento coche patrulla, con la puerta del conductor abierta, y el asiento delantero manchado con la sangre de Collie Entragian.
Al mirarlo, Steve sintió frío y un poco de vértigo, como cuando se asomaba a la calle desde un edificio alto.
—Jódete —murmuró Mary, volviéndose a mirar el coche—. Jódete. Y espero que estés oyéndome.
Pasaron sobre un bache, y el camión se sacudió violentamente. Steve voló del asiento, golpeándose los muslos con el arco inferior del volante y la cabeza con el techo. Oyó un amortiguado estrépito en la caja del camión cuando las pocas cosas que contenía —cosas del jefe en su mayoría— rodaron por el suelo.
—¡Eh! —protestó Cynthia, nerviosa—. ¿No te parece que vas muy deprisa para un terreno como este?
—No —contestó Steve. Miró por el retrovisor externo cuando empezaban a subir por la pista de grava que conducía al borde de la mina.
Buscaba la entrada del túnel, pero no la vio; quedaba al otro lado del camión.
A mitad del camino de subida cogieron otro bache, este mayor, y el camión pareció despegarse del suelo por un instante. Los haces de los faros oscilaron violentamente ante ellos. Mary y Cynthia gritaron.
David no despegó siquiera los labios; permanecía inmóvil entre ellas, sentado en parte en el asiento, en parte sobre el regazo de Mary.
—¡Mas despacio! —pidió Mary—. Si nos salimos de la pista, caeremos al fondo. ¡Más despacio, idiota!
—No —repitió, sin molestarse en añadir que el riesgo de salirse de aquella pista de grava, tan ancha como una autopista californiana, era en aquel momento la menor de sus preocupaciones. Veía ya a corta distancia el borde de la mina. Encima, el cielo presentaba ya un color violeta oscuro.
Miró por el espejo exterior del lado del acompañante, buscando la boca oscura del túnel en el pozo aún más oscuro de la Mina de los Chinos, can tak en can tah. Encontrarla no le representó un gran esfuerzo. Un recuadro de cegadora luz blanca iluminó de pronto el fondo de la mina. Salió del viejo túnel como un puño de fuego e inundó la cabina del camión de un intenso resplandor.
—¡Dios santo! ¿Qué ha sido eso? —gritó Mary, protegiéndose los ojos con una mano.
—El jefe —susurró Steve.
Se oyó un golpe seco y ahogado que pareció sonar debajo mismo de ellos. El camión empezó a temblar como un perro asustado. Steve oyó los crujidos de la roca rota y la grava al empezar a deslizarse.
Miró por la ventanilla y vio, en el decreciente resplandor de la explosión, una maraña de tubos negros de PVC —emisores y cabezas de distribución— que resbalaba por la pared de la mina. El pórfido estaba en movimiento. La Mina de los Chinos había empezado a desmoronarse.
—¡Dios! —gimió Cynthia—. Vamos a quedar enterrados.
—Bueno, ya veremos —dijo Steve—. Agarraos.
Apretó a fondo el acelerador, y el motor del camión respondió con un airado chirrido. Ya casi hemos llegado, encanto, pensó. Vamos, ya casi estamos arriba, haz un esfuerzo, hazlo por mí…
La tierra siguió retumbando bajo ellos de manera intermitente.
Cuando se acercaban al borde de la mina, Steve vio un peñasco del tamaño de una gasolinera rodar pendiente abajo a su derecha. Y justo debajo de ellos empezó a oír un creciente susurro mucho más amenazador que el rumor sordo procedente del interior de la mina. Era, dedujo Steve, la superficie de grava de la pista. El camión se dirigía al norte; la pista de grava se desplazaba hacia el sur. Pronto se desplomaría en el interior de la mina como una larga alfombra.
—¡Deprisa, trasto! —gritó Steve, golpeando el volante con el puño—. ¡Un poco más deprisa! ¡Hazlo por mí!
El Ryder asomó por el borde de la mina como un torpe dinosaurio de hocico amarillo. Todavía por un momento dio la impresión de que no iban a conseguirlo, ya que la tierra se desintegró bajo las ruedas traseras, y el camión se desplazó primero de lado y después hacia atrás.
—¡Vamos! —gritó Cynthia. Se inclinó en el asiento, agarrándose al salpicadero—. ¡Vamos, por favor! ¡Sácanos de aquí, por lo que más quieras!
De pronto las ruedas traseras recuperaron la tracción, y Cynthia se vio lanzada contra el respaldo. Aquello fue suficiente. Por un instante los faros siguieron perforando el cielo, pero de inmediato empezaron a avanzar por el corto tramo horizontal que se extendía sobre el borde de la mina, en dirección al norte. Detrás de ellos, procedente de la mina, se alzó una enorme nube de polvo, como si la extraña tormenta de horas antes arreciase de nuevo, sólo que confinada a aquel cráter.
Se elevó hacia el cielo como una pira.
El descenso por el terraplén del lado norte fue menos azaroso. Cuando cruzaban los tres kilómetros de desierto que separaban la mina del pueblo, al este el cielo había adquirido ya una tonalidad rosa salmón.
Y cuando pasaron ante la bodega con el cartel caído, asomó por el horizonte el arco superior del sol.
Steve pisó el freno poco más allá de la bodega, en el extremo sur de la calle principal de Desesperación.
—¡Joder! —murmuró Cynthia.
—¡Dios santo! —exclamó Mary, y se llevó una mano a la sien como si le doliese la cabeza.
Steve era incapaz de hablar.
Hasta ese momento él y Cynthia sólo habían visto Desesperación en la oscuridad o a través de un velo de arena, y lo poco que habían visto se reducía a imágenes fragmentarias por el hecho de que en esos momentos su campo de percepción quedaba drásticamente confinado a las necesidades de la supervivencia. Cuando uno intentaba salvar la vida, veía sólo lo que necesitaba ver; lo demás era como si no existiese.
Ahora, en cambio, lo veía todo.
La ancha calle principal estaba vacía salvo por una bola de rastrojo que rodaba parsimoniosamente. La arena había cubierto las aceras, en algunos puntos por completo. Se veían destellos aquí y allá al reflejarse los primeros rayos del sol en los cristales rotos. Había basura y escombros por todas partes. La mayoría de los carteles había caído. Cables de alta tensión enmarañados atravesaban la calle. Y la marquesina del Oeste Americano yacía en la acera como un viejo y majestuoso yate que finalmente ha encallado contra las rocas. La única letra que aún quedaba horas antes —una gran N negra— también se había desprendido por fin.
Y por todas partes había animales muertos, como si hubiese tenido lugar un letal vertido químico. Steve vio docenas de coyotes, y de la puerta del Bud’s Sud salía una curva fila de ratas muertas, algunas medio enterradas por la arena que arrastraba la suave brisa matutina. Sobre el duende de la veleta caída había escorpiones muertos. A Steve se le antojaron supervivientes de un naufragio que habían encontrado una muerte atroz en una isla desierta. En la calle y sobre los tejados yacían incontables buitres, semejantes a montones de hollín.
—E impondrás límites a las andaduras de tu pueblo —recitó David con voz inexpresiva y exánime—. Y anunciaras: «Por ninguna razón debéis subir al monte».
Steve miró por el retrovisor de su izquierda, y vio cómo se recortaba nítidamente el terraplén de la mina contra el cielo claro, vio cómo flotaba aún la nube de polvo sobre la estéril caldera, y se estremeció.
—«Por ninguna razón debéis subir al monte ni traspasar sus limites: quienquiera que los traspase encontrara con toda seguridad la muerte. Sea hombre o animal, no sobrevivirá».
David se interrumpió y miró a Mary. De pronto empezó a temblar y su rostro descompuesto se tornó humano. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—David… —empezó a decir Mary.
—Estoy solo. ¿No lo entiende? Hemos subido al monte, y Dios los ha sacrificado a todos. A toda mi familia. Ahora sólo quedo yo.
Mary lo abrazó y acercó su cara a la de él.
—Eh, Steve —dijo Cynthia, apoyándole una mano en el brazo—. ¿Nos largamos de esta cloaca de pueblo y vamos a tomar una cerveza fría? ¿Qué te parece?
De nuevo en la interestatal 50.
—Tiene que ser por aquí —indicó Mary—. Ya estamos cerca.
Acababan de pasar ante la caravana de los Carver. Cuando se acercaban, David había vuelto la cara y se había apoyado de nuevo en el pecho de Mary. Ella le rodeó la cabeza con los brazos. Durante casi cinco minutos, ni siquiera pareció respirar. El único indicio de que estaba vivo eran sus lágrimas, lentas y calientes. En cierto modo a Mary le alegraba notar su llanto, lo consideraba una buena señal.
La tormenta había afectado también a la carretera, advirtió; la arena la tapaba por completo en algunos puntos, y Steve tuvo que recorrer varios tramos en primera.
—¿La habrán cortado al tráfico? —preguntó Cynthia a Steve—. ¿La policía? ¿O el Departamento de Obras Públicas de Nevada? ¿O quién sea?
Steve negó con la cabeza.
—Probablemente no. Pero anoche no debió de circular casi nadie; muchos camioneros con recorridos interestatales paran a dormir en Ely y Austin.
—¡Allí, esta! —anunció Mary, y señaló hacia un reflejo metálico situado a casi dos kilómetros de carretera de donde estaban. Al cabo de tres minutos pararon junto al Acura de Deirdre—. ¿Quieres venir en el coche conmigo, David? Suponiendo que arranque, claro está.
David hizo un gesto de indiferencia.
—¿Le permitió el policía quedarse con las llaves? —preguntó Cynthia.
—No, pero con un poco de suerte…
Saltó del camión, cayó en una blanda duna de arena, y se encaminó hacia el coche. Al verlo, el recuerdo de Peter afloró de inmediato a su memoria: Peter, que se había mostrado tan absurdamente orgulloso de su monografía sobre James Dickey, sin sospechar que la continuación que tenía prevista nunca se llevaría a cabo.
El coche se desdobló ante sus ojos y luego se fraccionó en prismas.
Sollozando, se enjugo los ojos con el brazo. A continuación se arrodilló y buscó algo a tientas bajo el parachoques delantero. Al principio no encontró lo que buscaba y, abrumada, estuvo a punto de rendirse. De todos modos, ¿por qué se había empeñado en seguir al Ryder hasta Austin en aquel coche? ¿Rodeada de recuerdos? ¿Envuelta en la presencia de Peter?
Apoyó la mejilla contra el parachoques —pronto estaría demasiado caliente para tocarlo, pero de momento conservaba aún el fresco de la noche— y se echó a llorar, ahora sin hacer ningún esfuerzo por contener las lágrimas.
Notó que una mano indecisa rozaba la suya. David estaba junto a ella, mirándola con su semblante triste, impropio de su edad, su cuerpo espigado, la camiseta de béisbol manchada de sangre. La miraba con expresión solemne, sin cogerle la mano pero tocándola con los dedos como si desease cogérsela.
—¿Qué pasa, Mary? —preguntó.
—No encuentro la cajita —explicó Mary—. La cajita magnética con la llave de repuesto. Estaba debajo del parachoques pero debe de haberse caído. O quizá los chicos que nos robaron la matrícula se la llevasen también. —Le temblaron los labios y se echó a llorar de nuevo.
David se arrodilló junto a ella. Pese a tener los ojos empañados por las lágrimas, Mary vio claramente los moretones que Audrey le había dejado en el cuello al intentar estrangularlo, horribles marcas negras semejantes a negros nubarrones.
—Clámese, Mary —dijo David, y empezó a deslizar la mano bajo el parachoques.
Mary oyó cómo sus dedos palpaban el metal en la oscuridad, y de pronto sintió el impulso de gritar: «¡Cuidado! ¡Podría haber arañas ahí debajo!».
David retiró la mano de debajo del coche y le enseñó una cajita gris.
—¿Por qué no lo prueba? Si no arranca… —Se encogió de hombros para expresar que no tenía mucha importancia, que al fin y al cabo estaba el camión.
Sí, el camión. Salvo que Peter nunca había montado en ese camión, y quizá deseaba percibir su olor un rato más, su presencia. «Un buen par de melones, señora», le había dicho, y después le había tocado el pecho.
Quizá deseaba recrearse en el recuerdo de su olor, su contacto, su voz. Las gafas que se ponía para conducir. Todos esos recuerdos serían dolorosos, pero…
—Sí, iré con usted en el coche —dijo David. Estaban arrodillados cara a cara frente al coche de Deirdre Finney—. Si arranca, claro. Y si usted quiere.
Steve y Cynthia se acercaron a ellos y los ayudaron a levantarse.
—Me siento como si tuviese ciento ocho años —comentó Mary.
—No se preocupe, no aparenta ni un día más de ochenta y nueve —bromeó Steve, y sonrió cuando ella hizo amago de darle un puñetazo—. ¿De verdad quiere intentar llegar a Austin en este cochecito? ¿Y si se queda atascada en la arena?
—Vayamos por partes. Ni siquiera sabemos si funciona, ¿no, David?
—No —respondió David, aunque su «No», más que una palabra, pareció un suspiro.
Volvía a distanciarse de ella, notó Mary, pero no sabía que hacer para evitarlo. Se había quedado inmóvil, con la cabeza gacha, contemplando la rejilla del radiador del Acura como si contuviese todos los secretos de la vida y la muerte, y la emoción desapareció otra vez de su rostro, dando paso a una expresión remota y abstraída. Una mano flácida sostenía aún la caja magnética donde estaba guardada la llave.
—Si arranca, iremos en caravana —propuso Mary—. Yo detrás de usted. Si se atasca, volvemos al camión. Aunque no creo que eso ocurra. En realidad no es mal coche. Si mi condenada cuñada no lo hubiese utilizado para esconder su alijo de droga… —Le tembló la voz y apretó los labios.
—Seguramente la carretera estará despejada a cincuenta o sesenta kilómetros de aquí —comentó David sin apartar la vista de la rejilla del Acura.
Mary le sonrió.
—Ojalá aciertes.
—Sin embargo, hay un detalle más importante —dijo Cynthia—. ¿Qué vamos a contarle a la policía sobre todo esto? A la policía de verdad, quiero decir.
Por un momento todos guardaron silencio. Finalmente David, todavía con la vista fija en la rejilla del Acura, sugirió:
—La primera parte, y ya inventaremos algo para el resto.
—No te entiendo —dijo Mary. En realidad sí creía haber comprendido su propuesta, pero deseaba que siguiese hablando. Deseaba que el chico saliese de allí con ellos conservando su integridad tanto física como mental.
—Yo contaré que se pincharon las ruedas de la caravana y el policía maníaco nos llevó al pueblo. Que nos convenció de que debíamos acompañarle diciendo que había en el desierto un loco peligroso con un rifle. Usted, Mary, les explicara también cómo los detuvo. Y usted, Steve, dirá que estaba buscando a Johnny, y Johnny le telefoneó. Luego yo explicare cómo nos escapamos cuando el policía se llevó a mi madre, y que después nos escondimos en el cine y desde allí lo llamamos por teléfono. Y usted puede contar cómo llegó con Cynthia al cine. Y allí hemos pasado la noche. En el cine.
—No hemos estado en la mina —comentó Steve, pensativo, comprobando la verosimilitud de la historia.
David asintió con la cabeza. Los moretones de su garganta resplandecían bajo el sol cada vez más intenso.
—Exacto —confirmó.
—¿Y tu…? —empezó a preguntar Steve—. Perdona, David, pero no podemos soslayar la cuestión. ¿Y tu padre? ¿Qué ha pasado con él?
—Fue a buscar a mi madre. Me pidió que me quedase con ustedes en el cine, y yo obedecí.
—No hemos visto nada —dijo Cynthia.
—No. En realidad no —contestó David. Abrió la cajita magnética, sacó la llave y se la entregó a Mary—. ¿Por qué no prueba el motor?
—Espera un segundo. ¿Y que pensaran las autoridades de lo que encuentren? ¿Todas esas personas muertas? ¿Y también los animales? ¿Y que contaran después? ¿Cómo presentaran la noticia a la prensa?
—Hay quienes creen que en los años cuarenta se estrelló un platillo volante no lejos de aquí —aventuró Steve—. ¿Lo sabía?
Mary negó con la cabeza.
—En Roswell, Nuevo México —precisó Steve—. Según rumores, incluso hubo supervivientes. Astronautas de otro mundo. Ignoro si algo de eso es cierto, pero podría serlo. Todas las pruebas indican que algo grave ocurrió en Roswell, pero el gobierno lo encubrió, del mismo modo que encubrirán esto.
Cynthia le golpeó en el brazo con el dorso de la mano.
—Bastante paranoico por tu parte, ¿no? —reprobó.
Steve se encogió de hombros.
—En cuanto a lo que pensarán… gas venenoso, quizá. Algún gas desconocido que emanó de una bolsa subterránea y enloqueció a la gente. Y por ese lado no andarán muy desencaminados, ¿no?
—No —convino Mary—. Lo más importante es que nuestras versiones coincidan, que a grandes rasgos todos contemos la historia como la ha presentado David.
Cynthia hizo un gesto de despreocupación, y una sombra de la niña respondona que en otro tiempo fue asomó a su rostro.
—En cualquier caso, si perdemos el control y contamos lo que en realidad hemos visto, tampoco nos creerán.
—Quizá no —dijo Steve—, pero aunque a ti te de lo mismo, yo prefiero no pasarme seis semanas conectado a un detector de mentiras e interpretando manchas de tinta cuando podría pasarlas contemplando tu cara exótica y misteriosa.
Cynthia volvió a golpearlo en el brazo, esta vez más fuerte. Advirtió que David seguía con atención la escena y preguntó:
—¿Tú crees que tengo una cara exótica y misteriosa?
David desvió la mirada hacia las montañas.
Mary rodeó el Acura y abrió la puerta del conductor, recordándose que debía ajustar la posición del asiento antes de ponerse en marcha; Peter era un palmo más alto que ella. La guantera había quedado abierta después de abrirla para buscar el certificado de matriculación, y la luz interior encendida, pero seguramente una bombilla de tan escasa potencia no había consumido apenas batería. Y en todo caso, aunque no arrancase, tampoco era una cuestión de vida o…
—¡Dios santo! —exclamó Steve con voz ahogada—. ¡Dios santo, mirad!
Mary volvió la cabeza. En el horizonte se veía, pequeña a aquella distancia, la pared norte de la Mina de los Chinos. Sobre ella se elevaba una gigantesca nube de polvo gris. Flotaba en el cielo conectada aún a la mina por un oscuro cordón umbilical de polvo y tierra pulverizada: los restos de una montaña ascendiendo hacia el cielo como tierra envenenada tras una explosión nuclear. Dicha nube tenía forma de lobo, su cola apuntada hacia el sol naciente, su hocico grotescamente alargado apuntado hacia el oeste, donde la noche se resistía aún a abandonar el cielo por completo.
Tenía las fauces entreabiertas, y de su boca asomaba una extraña forma, amorfa pero así y todo semejante a un reptil. Una forma que tenía algo de escorpión, pero también de lagarto.
Can tak, can tah.
Mary gritó con las manos en la cara, contemplando aquella silueta por encima de sus dedos sucios, moviendo la cabeza en un inútil gesto de negación.
—Cálmese —dijo David, y le rodeó la cintura con un brazo—. Cálmese, Mary. No puede hacernos daño. Y de hecho ya está desvaneciéndose. ¿Lo ve?
Era verdad. La piel del lobo celeste empezaba a abrirse en algunos puntos, dejando pasar el sol por ellos, rayos dorados que eran hermosos y a la vez cómicos, la clase de toma que uno espera ver al final de una película bíblica.
—Creo que debemos marcharnos —propuso Steve por fin.
—Y yo creo que nunca deberíamos haber venido —dijo Mary débilmente, y entró en el coche. De inmediato percibió el aroma de la loción para después del afeitado que usaba su marido.
David observó a Mary mientras ella desplazaba el asiento hacia delante e introducía la llave en el contacto. Se sentía distante de sí mismo, una criatura flotando en el espacio entre una estrella luminosa y otra apagada. Recordó las tardes en que Bombón y él se sentaban a la mesa de la cocina y jugaban a las cartas. Pensó que no le importaría ver muertos y en el infierno a Steve, Mary y Cynthia —aunque eran encantadores— a cambio de una sola partida de cartas más con Bombón en la cocina, ella con un vaso de zumo de manzana, él con una Pepsi, los dos riendo como locos. De hecho tampoco le importaría verse a sí mismo en el infierno a cambio de eso. ¿Acaso podrá ser muy distinto de Desesperación?
Mary hizo girar la llave. El motor carraspeó y se encendió casi de inmediato. Mary sonrió y dio una palmada.
—¿David? ¿Estás listo para partir?
—Sí. Supongo.
—¿Eh? —Cynthia le apoyó una mano en la nuca—. ¿Estás bien, chico?
David asintió sin levantar la vista.
Cynthia se inclinó y lo besó en la mejilla.
—Tienes que luchar por superarlo —le susurró al oído—. Tienes que luchar, ¿entiendes?
—Lo intentaré —contestó David, pero los días, semanas y meses que se avecinaban le parecían insalvables. «Vete con tu amigo Brian —había dicho Johnny—. Vete con él y conviértete en su hermano». Y ese podía ser un punto de partida, sí, pero ¿y después?
Sentía agujeros en su interior que gritaban de dolor, y seguirían gritando en el futuro. Uno por su madre, otro por su padre y otro por su hermana. Agujeros como caras. Agujeros como ojos.
En el cielo el lobo se había disipado por completo, salvo por una pata y lo que podía ser la punta de la cola. De la forma con reminiscencias de reptil no quedaba ni rastro.
—Te hemos vencido —murmuró David camino de la puerta del acompañante del Acura—. Te hemos vencido, hijo de puta. Algo es algo.
Tak, susurró una voz paciente y risueña en el fondo de su mente.
Tak ah lah. Tak ah wan.
Con esfuerzo, apartó de ella su mente y su corazón.
«Vete con él y conviértete en su hermano».
Quizá. Pero primero había que ir a Austin. Con Mary, Steve y Cynthia. Se proponía seguir con ellos tanto tiempo como fuese posible. Ellos, al menos, comprendían como nunca nadie lo comprendería. Habían estado juntos en la mina.
Cuando se disponía a abrir la puerta del coche, cerró la caja de metal y se la metió distraídamente en el bolsillo. Se detuvo de repente, y su mano libre quedó paralizada en el aire a mitad de camino del tirador de la puerta.
Algo había desaparecido de su bolsillo: el cartucho.
Algo había aparecido en su lugar: un trozo de papel.
—¿David? —dijo Steve desde la ventanilla abierta del camión—. ¿Te pasa algo?
David negó con la cabeza y abrió la puerta con una mano mientras se sacaba el papel del bolsillo con la otra. Era azul. De inmediato le resultó familiar, aunque no recordaba haberse guardado un papel como ese en el bolsillo el día anterior. En medio tenía un agujero de contornos irregulares, como si hubiese estado clavado en algún sitio. Como si…
Deja tu permiso de salida.
Esa había sido la última instrucción de la voz el día del pasado otoño en que rogó a Dios que curase a Brian. En aquel momento no comprendió la petición, pero obedeció, ensartando el pase azul en un clavo. En su última visita al Puesto de Observación Vietcong —¿hacía una semana, quizá dos?—, el pase había desaparecido. Tal vez lo había cogido algún muchacho para anotar el teléfono de una chica, o tal vez se lo había llevado el viento. Salvo que… de pronto había aparecido en su bolsillo.
«Todo lo que quiero es amar, todo lo que necesito es amar».
Como voz solista, Felix Cavaliere, un cantante genial.
No, pensó. No es posible.
—¿David? —Era la voz de Mary, lejana—. David, ¿qué pasa?
No es posible, pensó de nuevo, pero cuando desplegó el papel, reconoció de inmediato las palabras impresas en él.
COLEGIO DE WENTWORTH WEST
Avenida Viland 100
Y debajo:
PERMISO DE SALIDA ANTES DE HORA
Y por último:
EL PADRE O LA MADRE DEL ALUMNO DEBEN FIRMAR ESTE PASE.
EL PASE DEBE ENTREGARSE EN SECRETARÍA.
Salvo que ahora incluía algo más: un breve mensaje escrito a mano bajo la última línea impresa.
Algo se agitó en el interior de David. Algo enorme. Se le cerró la garganta. Volvió a abrírsele para dejar escapar un largo y lastimero sollozo de puro dolor. Se tambaleó. Se sujetó al techo del Acura, apoyó la frente en la sangría del brazo y se echó a llorar. A gran distancia oyó abrirse las puertas del camión, oyó a Steve y Cynthia correr hacia él. Lloró. Pensó en Bombón, sonriéndole con su muñeca en los brazos. Pensó en su madre, bailando al son de la radio en el cuarto de la lavadora con la plancha en una mano, y riéndose de su propia tontería. Pensó en su padre, sentado en el porche con los pies sobre la barandilla, saludándolo al verlo llegar de casa de Brian con su bicicleta al anochecer. Pensó en lo mucho que los había querido, en lo mucho que los seguiría queriendo siempre.
Y pensó también en Johnny. Johnny de pie en el oscuro túnel de la vieja Mina de los Chinos, diciéndole: «A veces nos obliga a vivir».
David lloró con la cabeza gacha y el permiso de salida arrugado en su puño cerrado, sintiendo aún cómo se agitaba algo en su interior, algo enorme, algo semejante a un corrimiento de tierra… pero quizá no tan catastrófico.
Quizá, en último extremo, no tan catastrófico.
—¿David? —Era Steve, que lo había cogido por los hombros y lo sacudía—. ¡David!
—Estoy bien —dijo. Levantó la cabeza y se enjugó los ojos con una mano trémula.
—¿Qué te pasa?
—Nada. Estoy bien —insistió David—. Vámonos. Les seguiremos.
Cynthia lo miró, no muy convencida.
—¿Estás seguro?
David asintió con la cabeza.
Steve y Cynthia volvieron al camión sin dejar de mirarlo. David reunió fuerzas para despedirse con la mano. A continuación entró en el Acura y cerró la puerta.
—¿Qué te pasaba? —preguntó Mary—. ¿Qué has encontrado?
Mary tendió la mano, pero David prefirió no mostrarle de momento el papel azul.
—¿Recuerda cuando el policía la obligó a entrar en la sala donde estaban las celdas? —dijo—. ¿Cuando usted cogió una escopeta?
—Nunca lo olvidaré.
—Mientras luchaba con él, cayeron varios cartuchos del escritorio y uno rodó hasta la reja de mi celda. Cuando tuve ocasión, lo cogí. Johnny ha debido de quitármelo del bolsillo cuando me tenía agarrado en la mina, después de morir mi padre. Johnny ha usado ese cartucho para detonar el NAFO. Y al quitarme el cartucho, me ha dejado esto.
—¿Qué es? —preguntó Mary.
—Un permiso de salida. Nos lo dan en mi colegio de Ohio cuando nos marchamos antes de la última clase. En otoño pasado yo ensarte este en un clavo en lo alto de un árbol y lo deje allí.
—En un árbol de Ohio. El otoño pasado. —Mary lo miraba pensativamente, pero con los ojos atentos y muy abiertos—. ¡El otoño pasado!
—Sí. Así que no se cómo ha llegado hasta él… y no sé dónde lo escondía. Cuando estaba en el polvorín, le he pedido que se vaciase los bolsillos. Temía que pudiese haber cogido algún can tah. No tenía el pase. Se ha quedado en calzoncillos, y no lo tenía.
—¡Oh, David! —exclamó Mary.
David asintió con la cabeza y le entregó a Mary el pase azul.
—Steve sabrá decirnos si es la letra de Johnny —comentó—. Pero me apuesto un millón de dólares a que lo es.
David:
No dejes que te atrape la momia.
San Juan 4,8. Recuérdalo.
Mary leyó el mensaje garabateado moviendo los labios.
—Yo también apostaría un millón a que es suyo, si lo tuviera —dijo—. ¿Entiendes la referencia, David?
David cogió el pase azul.
—Claro. San Juan, capítulo cuatro, versículo ocho. «Dios es amor».
Mary se quedó mirándolo durante largo rato.
—¿Y lo es, David? ¿Dios es amor? —preguntó por fin.
—Sí, desde luego —contestó David. Dobló el pase por la mitad—. Supongo que es… un poco de todo.
Cynthia los saludó con la mano. Mary le devolvió el saludo y levantó un pulgar. Steve arrancó, y Mary lo siguió. Las ruedas del Acura patinaron en el primer montículo de arena, pero enseguida cobraron velocidad.
David apoyó la cabeza en el respaldo del asiento, cerró los ojos y empezó a rezar.
Bangor, Maine
1 de noviembre de 1994 - 5 de diciembre de 1995