Tak estaba posado en el lado norte del borde de la mina, con las garras hundidas en la corteza podrida de un árbol caído. Ahora poseía literalmente vista de águila, y veía sin esfuerzo los dos vehículos. Veía incluso a los dos ocupantes del todoterreno: el escritor al volante y, en el asiento contiguo, el chico.
El meapilas de mierda.
Allí pese a todo.
Los dos allí pese a todo.
Tak se había cruzado brevemente con el chico en la visión de este y había intentado desviar su atención, intimidarlo, ahuyentarlo antes de que se encontrase con el que lo había llamado a su presencia. Ninguno de sus trucos había surtido efecto. «Mi Dios es fuerte», había dicho, y obviamente así era.
Aun quedaba por ver, no obstante, si esa fuerza bastaba para vencerlo.
El todoterreno paró a cierta distancia del camión amarillo. Al parecer el escritor y el chico estaban hablando. El dama del chico se encaminó hacia ellos, armado de un rifle, pero se detuvo al advertir que el todoterreno reanudaba la marcha. Instantes después el grupo se había reunido de nuevo, o mejor dicho lo que quedaba de él, pese a sus esfuerzos por dividirlos.
Sin embargo no todo estaba perdido. El cuerpo del águila no le duraría mucho —una hora, dos a lo sumo—, pero por el momento se conservaba fuerte, ardiente y voraz, un arma afilada que Tak empuñaba del modo más firme posible. Extendió las alas del ave y alzó el vuelo mientras el dama abrazaba a su damane. (Estaba olvidando rápidamente el lenguaje humano —el pequeño cerebro de can toi del águila era incapaz de retenerlo— y recurría de nuevo al idioma rudimentario pero poderoso de los seres sin forma).
Viró en el aire, se deslizó sobre el pozo de oscuridad que era la Mina de los Chinos, y descendió en espiral hacia el agujero cuadrado que accedía al viejo túnel. En el interior, a unos veinte metros de la entrada, brillaba una tenue luz rojiza. Tak contempló aquel resplandor desde fuera por un momento, dejando que la luz del an tak inundase y tranquilizase el primitivo cerebro del ave, y después entró en el túnel. A corta distancia se abría un pequeño hueco en la pared de la izquierda. El águila penetró en él y esperó allí con las alas muy apretadas contra el cuerpo.
Esperaba a todo el grupo, pero especialmente al meapilas. Le abriría la garganta con una de las poderosas garras del águila y le arrancaría los ojos con la otra; caería muerto antes de que ninguno de los otros se diese cuenta de lo que ocurría. Antes de que el propio os dam supiese qué pasaba, o intuyese siquiera que moría ciego.
Steve llevaba una manta en el camión —una manta de cuadros vieja y descolorida— con la idea de usarla para tapar la manta del jefe en caso de que hubiese que transportar la Harley en la caja del Ryder hasta la costa Oeste. Cuando Johnny y David se acercaron en el todoterreno, Mary Jackson se envolvía los hombros en esa manta como si fuese un chal de tartán. La puerta trasera del camión estaba levantada, y Mary se hallaba sentada en el borde de la plataforma con los pies apoyados en el parachoques y las puntas de la manta sujetas ante el pecho con una mano. En la otra mano sostenía una de las pocas botellas de Pepsi que quedaban. Tuvo la sensación de que no había probado nada tan dulce en toda su vida. Tenía el pelo sudoroso y pegoteado contra la cabeza y los ojos aún desorbitados. Temblaba pese a la manta, y parecía una superviviente de algún cataclismo, un incendio o un terremoto, en un documental televisivo. Contempló cómo Ralph abrazaba efusivamente a su hijo con un brazo —en la otra mano tenía el Ruger 44—, levantándolo en el aire.
Mary bajó al suelo y camino unos pasos tambaleándose. Los músculos de las piernas le temblequeaban, resentidos aún por el esfuerzo de la carrera. He corrido para salvar la vida, pensó, y eso es algo que nunca podré explicar, ni de viva voz ni tampoco probablemente con un poema; nunca podré explicar lo que se siente cuando uno no corre por una comida, una medalla, un premio o para coger el tren, sino para salvar la vida.
Cynthia le apoyó una mano en el brazo.
—¿Está bien? —preguntó.
—Lo estaré —contestó Mary—. Déme cinco años y estaré como una jodida rosa.
Steve se acercó a las dos mujeres.
—No hay señales de ella —comentó Steve, refiriéndose, supuso Mary, a Ellen. A continuación fue hasta donde se hallaban David y Marinville—. ¿David? ¿Te encuentras bien?
—Sí —contestó el chico—. Y Johnny también.
Steve miró a Marinville con semblante evasivo.
—¿Es así?
—Eso creo —respondió Marinville—. He… —Miró a David—. Cuéntaselo tú, chico. Lo sabes mejor que yo.
David esbozó una débil sonrisa.
—Johnny ha cambiado de opinión. Y si buscan a mi madre… a la criatura que se había adueñado del cuerpo de mi madre… no es necesario que sigan. Ha muerto.
—¿Estás seguro?
—Encontraremos su cuerpo en el terraplén, a mitad de camino del borde de la mina —contestó David, señalando hacia arriba. Luego, con una voz que intentó en vano mantener serena, añadió—: No quiero verla. Cuando la aparten de la pista de grava, quiero decir. Papá, creo que tu tampoco deberías verla.
Mary se aproximó a ellos frotándose los muslos por la parte de atrás, donde más agarrotados tenía los músculos.
—El cuerpo de Ellen ya no le servía, y no ha conseguido el mío. Así pues, debe de haber vuelto a su agujero, ¿no?
—S-s-sí…
A Mary la inquietó la incertidumbre que se traslucía en la voz de David. Su respuesta parecía más una suposición que una afirmación fundada.
—¿Tenía alguien a mano en quién refugiarse? —preguntó Mary—. ¿Hay alguna otra persona viva aquí? ¿Un ermitaño? ¿Algún viejo buscador de oro?
—No —respondió David, esta vez más seguro.
—Ha caído y no puede levantarse —dijo Cynthia, y alzó un puño hacia el cielo estrellado—. ¡Bravo!
—¿David? —preguntó Mary.
El chico se volvió hacia ella.
—Aun no hemos terminado, ¿no? —dedujo Mary—. Incluso si ha quedado atrapado ahí dentro. Ahora debemos cerrar el túnel, ¿verdad?
—Primero el an tak —precisó David, asintiendo con la cabeza—, y luego el túnel, sí. Tenemos que dejarlo como estaba antes.
Ralph rodeó con un brazo los hombros de su hijo.
—Si tú lo dices, David.
—Yo estoy de acuerdo —convino Steve—. Tengo curiosidad por ver el sitio donde ese tipo se descalza y apoya los pies en el cojín.
—Yo no tengo especial prisa en llegar a Bakersfield —comentó Cynthia.
David miró a Mary.
—Cuenta conmigo, por supuesto. Ha sido Dios quién me ha mostrado como escapar. Y también tengo que pensar en Peter. Esa criatura ha matado a mi marido. Creo que se lo debo a Peter.
David miró después a Johnny.
—Dos preguntas —dijo Johnny—. ¿Qué pasara cuando esto acabe? ¿Qué pasara aquí? Si la compañía minera de Desesperación vuelve y reanuda la explotación, casi con toda seguridad reabrirán la vieja Mina de los Chinos, ¿no? Así pues, ¿de qué servirá cerrar el túnel?
David sonrió. Mary tuvo la impresión de que era una sonrisa de alivio, como si temiese una pregunta mucho más difícil.
—Ese no es nuestro problema; es cosa de Dios. Nosotros solo debemos preocuparnos de cerrar el an tak y el tramo de túnel que va desde allí hasta el exterior. Después nos marchamos y nos olvidamos de todo. ¿Cual era la otra pregunta?
—¿Me dejarás que te invite a un helado cuando esto acabe, y que te cuente unas cuántas batallitas de mi juventud?
—Cómo no. A condición de que me permita hacerlo callar cuando… ya sabe… se pongan aburridas.
—En mi repertorio no hay historias aburridas —repuso el escritor con arrogancia.
El chico volvió al camión con Mary, rodeándole la cintura y apoyando la cabeza en su brazo como si fuese su madre. Mary supuso que podía hacer las veces de madre durante un rato si él lo necesitaba.
Steve y Cynthia montaron en la cabina. Johnny Marinville y Ralph se sentaron en el suelo de la caja frente a Mary y David.
Cuando el camión se detuvo a mitad de la cuesta, Mary noto que David se estrechaba contra ella y le rodeó los hombros con el brazo.
Habían llegado al lugar donde se hallaba su madre, o mejor dicho, su caparazón vacío. El chico lo sabía tan bien como ella. Respiraba aceleradamente por la boca. Mary le cogió la cabeza y, sin hablar, lo instó a apoyarla contra su pecho. El accedió de buen grado. Mary siguió notando su respiración rápida y poco profunda, y enseguida también sus primeras lágrimas mojándole la camisa. Frente a ella, el padre de David permanecía sentado con las rodillas encogidas contra el pecho y las manos en la cara.
—Tranquilo, David —susurro Mary, y empezó a acariciarle el pelo—. Tranquilo.
Se oyeron las dos puertas de la cabina al cerrarse y luego unas pisadas en la grava. En voz muy baja, Cynthia exclamó horrorizada:
—¡Dios! ¡Fíjate como está!
—Cállate, tonta. Te van a oír —reprendió Steve.
—Lo siento.
—Ven, ayúdame.
Ralph se apartó las manos de la cara, se enjugó los ojos con la manga, y después se acercó a David y apoyó un brazo en su hombro. David buscó a tientas la mano de su padre y se la cogió. La mirada afligida y lacrimosa de Ralph se cruzó con la de Mary, y también ella empezó a llorar.
Mary oyó arrastrarse los pies por la grava mientras Steve y Cynthia apartaban a Ellen de la pista. Siguió un instante de silencio, un leve gruñido de Cynthia por el esfuerzo, y por fin de nuevo las pisadas de regreso al camión. Mary presintió que Steve se asomaría a la caja del camión y diría al chico y su padre alguna indignante mentira, alguna estupidez como, por ejemplo, que Ellen tenía un aspecto plácido, que daba la impresión de estar haciendo una siesta allí en medio de ninguna parte. Trato de enviar un mensaje telepático: Déjelo, no venga aquí con una sarta de mentiras piadosas, porque solo conseguirá empeorar las cosas. Los dos han estado en Desesperación, han visto lo que ha ocurrido allí, así que no intente engañarlos sobre lo que ha ocurrido aquí.
Las pisadas se interrumpieron. Se oyó un murmullo de Cynthia.
Steve contestó algo. Luego subieron a la cabina y cerraron las puertas.
El motor se revolucionó y el camión se puso otra vez en marcha. David mantuvo la cabeza apoyada en el pecho de Mary aún unos instantes, y luego la levantó.
—Gracias —dijo.
Mary sonrió, pero la puerta trasera estaba abierta, y supuso que había claridad suficiente para que el chico advirtiese que también ella había llorado.
—A tu disposición —contestó Mary, y lo besó en la mejilla—. En serio.
Cruzó los brazos en torno a las rodillas y contempló el paisaje por la puerta abierta a través de la estela de polvo. Veía aún el semáforo intermitente, una chispa amarilla en la inconmensurable oscuridad, pero ahora se alejaba de ellos. El mundo —el que para ella había sido siempre el único mundo— parecía alejarse también. Galerías comerciales, restaurantes, los cines, las sesiones en el gimnasio, alguna que otra tarde de sexo apasionado; todo parecía alejarse.
Y es todo tan sencillo, pensó. Tan sencillo como perder una moneda por un agujero de un bolsillo.
—¿David? —preguntó Johnny—. ¿Sabes como entró Tak en Ripton, su primer recipiente?
David movió la cabeza en un gesto de negación.
Johnny asintió como si fuese esa la respuesta que esperaba y se reclinó contra el panel del camión. Mary se dio cuenta de que Marinville, pese a lo exasperante que podía llegar a ser, le inspiraba cierta simpatía. Y no solo porque hubiese regresado con David; le había caído bien desde… bueno, desde que entraron en las oficinas del ayuntamiento a buscar armas, supuso. Le había dado un susto de muerte al aparecer tras él sin avisar, y sin embargo él había recobrado la calma casi de inmediato. Imaginó que pertenecía a la clase de hombres que convertían casi en un segundo oficio la capacidad de recuperarse de un sobresalto u otro. Y cuando no ponía todo su empeño en hacer el gilipollas, resultaba divertido.
El Remington 30-06 se hallaba en el suelo junto a él. Johnny lo buscó a tientas, lo cogió y se lo coloco atravesado sobre los muslos.
—Mañana noche tenía previsto dar una conferencia, y me temo que no llegaré a tiempo —comentó, mirando al techo. El título iba a ser: «Punkis y poslectores: la narrativa norteamericana en el siglo XXI». Tendré que devolver el anticipo. «Triste, triste, triste, George y Martha». Eso es de…
—¿Quién teme a Virginia Wolf? —apuntó Mary—. De Edward Albee. ¿Acaso se ha creído que todos somos analfabetos en este autobús?
—Lo siento —dijo Johnny, visiblemente sorprendido.
—No se olvide de incluir esa disculpa en su diario personal —bromeó ella, hablando por hablar.
Johnny bajó la cabeza para mirarla, frunció el entrecejo por un momento y se echó a reír. Al cabo de un instante Mary rió también, y enseguida la siguieron David y Ralph. La risa de Johnny era paradójicamente aguda para un hombre de su estatura, semejante a las estridentes carcajadas de los personajes de los dibujos animados, y ante esta idea Mary rió aún con más ganas. Le dolió el vientre arañado pero el dolor no le impidió seguir riendo.
Steve golpeó con un puño el panel delantero del camión desde la cabina. Era imposible adivinar si su voz amortiguada reflejaba alarma o regodeo.
—¿Qué pasa ahí? —preguntó.
Con su voz más estentórea, Johnny Marinville contestó:
—¡Cállate, tejano ignorante! ¡Estamos hablando de literatura!
Mary se desternilló de risa, llevándose una mano a la garganta y sujetándose con otra el vientre dolorido. No pudo dejar de reír hasta que el camión llegó a lo alto del terraplén, cruzó el tramo llano del borde, y empezó a descender por el otro lado. Entonces el buen humor la abandonó por completo. Los otros callaron también casi simultáneamente.
—¿Lo notas? —preguntó David a su padre.
—Noto algo.
Mary empezó a temblar. Trató de recordar si antes, mientras reía, temblaba también, pero no lo consiguió. Notaban algo, sí, sin duda.
Y lo habrían notado con más intensidad si hubiesen estado allí un rato antes, si hubiesen ascendido por aquella pista de grava antes de que la criatura sangrante que había estado a punto…
Expulsa ese recuerdo de tu mente, Mare. Expúlsalo y cierra la puerta a cal y canto.
—¿Mary? —dijo David.
Ella le miró.
—Esto no se prolongará mucho más —aseguró el chico.
—Bien.
Al cabo de cinco minutos —cinco larguísimos minutos— el camión se detuvo y se abrieron las puertas de la cabina. Steve y Cynthia se acercaron a la parte de atrás.
—Todos abajo —dijo Steve—. Final de trayecto.
Mary salió del camión con visible esfuerzo, haciendo una mueca de dolor a cada movimiento. Le dolía todo el cuerpo, pero en especial las piernas. Si hubiese seguido sentada en el camión mucho más tiempo, después probablemente no habría sido capaz de caminar.
—Johnny, ¿le quedan aspirinas? —preguntó.
Johnny le entregó el tubo. Sacó tres y se las tomó con el último sorbo de Pepsi. Luego se acercó a la parte delantera del camión.
Para los demás aquella era la primera visita a la Mina de los Chinos; para Mary, la segunda. La oficina se encontraba a corta distancia del camión, y al mirarla, al pensar en lo que había en su interior y en lo cerca que había estado de la muerte allí dentro, sintió el impulso de gritar. Desvió su atención hacia el coche patrulla; la puerta del conductor seguía abierta, el capó seguía levantado, y el filtro del aire seguía en el suelo.
—Rodéeme con un brazo —pidió Mary a Johnny.
Él la complació, observándola con una ceja enarcada.
—Ahora ayúdeme a llegar hasta el coche.
—¿Para qué?
—Tengo que hacer una cosa —contestó Mary, evasiva.
—Mary, cuanto antes empecemos, antes acabaremos —dijo David.
—Sólo me llevará un segundo. Vamos, Shakespeare; andando.
Sujetándola por la cintura, Johnny la acompañó hasta el coche; en la otra mano sostenía el Remington 30-06. Mary supuso que la notaba temblar, pero no importaba. Para infundirse valor, se mordió el labio, recordando el viaje al pueblo en la parte trasera de aquel coche. Sentada con Peter tras la rejilla. El aroma a Old Spice y el olor metálico de su propio miedo. Las puertas sin tiradores, sin manivelas para los cristales de las ventanillas. Sin nada que mirar salvo la nuca quemada por el sol de Entragian y el ridículo osito de mirada inexpresiva sujeto al salpicadero.
Se sumergió en el hedor de Entragian —aunque era en realidad el hedor de Tak, ahora lo sabía— y arrancó el osito de un tirón. Sus ojos inexpresivos de can toi la miraron fijamente, como preguntando a que venía aquella estupidez, de que iba a servirle, que iba a cambiar.
—Bueno —dijo—, tú ya no existes, hijo de puta, y ese es el primer paso.
Lo dejó caer en el pedregoso suelo y lo pisó con fuerza. Notó el crujido bajo la zapatilla. Aquello fue, de un modo profundo, el momento más satisfactorio de aquella horrible pesadilla.
—Déjeme que adivine —dijo Johnny—. Es alguna nueva variación de la terapia convencional. Una reafirmación simbólica concebida expresamente para etapas criticas de la vida, algo así como «Yo estoy bien, y tú estás hecho picadillo». O…
—Cállese ya —lo interrumpió ella sin hostilidad—. Ya puede soltarme.
—¿Es indispensable? —Movió la mano por su cintura—. Empezaba a familiarizarme con la topografía.
—Por desgracia yo no soy un mapa.
Johnny retiró la mano, y volvieron con los demás.
—¿Es ahí, David? —preguntó Steve, señalando más allá de la maquinaria pesada y a la izquierda del herrumbroso barracón metálico con la chimenea torcida.
A unos veinte metros pendiente arriba estaba el agujero vagamente cuadrado que Mary había visto ya antes. En ese momento no le había prestado demasiada atención, porque tenía entre manos asuntos más urgentes —sobrevivir, principalmente—, pero al contemplarlo ahora de nuevo la asaltó un mal presentimiento, una repentina flojera en las rodillas. Bueno, pensó, por lo menos he aplastado el oso. Ya no mirará nunca más a nadie encerrado en la parte trasera de un coche patrulla.
Algo es algo.
—Eso es —respondió David—. La vieja Mina de los Chinos.
—Can tak en can tah —dijo su padre como si hablase en sueños.
—Sí.
—¿Y tenemos que volarla? —preguntó Steve—. ¿Cómo?
David señaló el edificio cúbico de hormigón situado junto a la oficina y dijo:
—Primero tenemos que entrar allí.
Se acercaron al polvorín. Ralph tiró del candado de la puerta como para comprobar su resistencia y a continuación amartilló el rifle Ruger. El piñoneo metálico del percutor resonó en la quietud de la mina.
—Échense atrás —dijo—. En las películas esto siempre sale bien, pero en la vida real… ¿Quién sabe?
—Espere un segundo —pidió Johnny, y corrió hacia el Ryder. Lo oyeron revolver entre las cajas de cartón amontonadas justo detrás de la cabina—. ¡Ah, aquí estas!
Regresó con un casco negro de motorista provisto de una amplia visera y se lo entregó a Ralph.
—Es un Bell, protector cerebral de lujo. Rara vez lo utilizo, porque me sobra casco por todas partes. En cuanto meto la cabeza dentro, me da un ataque de claustrofobia. Póngaselo.
Ralph siguió su consejo. Con el casco puesto parecía un soldador futurista. Johnny retrocedió mientras Ralph se volvía de nuevo hacia el candado. Los demás también se apartaron. Mary tenía las manos apoyadas sobre los hombros de David.
—¿Por qué no se vuelven de espaldas? —sugirió Ralph, su voz amortiguada por el casco.
Mary esperaba que David protestase —no habría sido extraño que mostrase preocupación por su padre, incluso una preocupación desmedida, dado que en las últimas doce horas había perdido a los otros dos miembros de su familia—, pero David permaneció en silencio. Su rostro no era más que un pálido borrón en la oscuridad, imposible de descifrar, pero Mary no percibía en él la menor agitación.
Quizá en su mente haya visto que no sufrirá ningún daño, pensó.
En esa visión que ha tenido… o lo que sea. O quizá…
No deseaba concluir ese pensamiento, pero no logró cortarle el paso a tiempo.
… quizá sabe que no existe alternativa.
Se produjo un largo momento de silencio —muy largo, se le antojó a Mary— y después se oyó una potente detonación que debería haber reverberado pero no lo hizo. El sonido desapareció en el acto, absorbido por las paredes, los bancales y las hondonadas de la explotación a cielo abierto. Segundos más tarde Mary oyó el grito de sorpresa de un ave, y después nada. Se preguntó por qué Tak no había azuzado a los animales contra ellos como había hecho contra muchos habitantes del pueblo. ¿Porque los seis juntos formaban un grupo especial? Tal vez.
En tal caso, era David quién les había conferido un rango especial, del mismo modo que un solo jugador de gran talla puede elevar el nivel de todo un equipo.
Al volverse, vieron a Ralph inclinado sobre el candado, examinándolo a través de la visera transparente del casco. El candado estaba retorcido y presentaba un ancho orificio de bala en el centro, pero cuando Ralph tiró de él, no cedió.
—Habrá que probar otra vez —anunció, e hizo girar un dedo en el aire indicándoles que se diesen la vuelta de nuevo.
Obedecieron, y se oyó otra detonación. Esta vez ninguna ave gritó después. Mary supuso que la que había emitido el grito anterior se hallaba ya lejos de allí, aunque no había oído el aleteo. Lo cual probablemente era lógico, con los dos disparos retumbándole en los oídos.
En esta ocasión, cuando Ralph tiró, la barra del candado se desprendió al instante. Ralph retiró el pasador y lo lanzó a un lado.
Cuando se quitó el casco de Johnny, sonreía.
David corrió hacia él y se dieron de palmas con las manos extendidas.
—¡Así se hace, papá!
Steve abrió la puerta y observó el interior.
—Esto esta oscuro como boca de lobo —comentó.
—¿No hay un interruptor? —preguntó Cynthia—. El edificio no tiene ventanas, así que debe de haber luz eléctrica.
Steve buscó a tientas primero en la pared de la derecha y luego en la de la izquierda.
—Cuidado con las arañas —advirtió Mary, nerviosa—. Podría haber arañas.
—Aquí está, ya lo he encontrado —dijo Steve. Se oyó el chasquido del interruptor, pero las luces no se encendieron. Steve volvió a probar; el resultado fue el mismo.
—¿Alguien conserva aún una linterna? —preguntó Cynthia—. Yo he debido de dejarme la mía en el cine.
Nadie respondió. Mary también tenía una linterna un rato antes —la que había encontrado allí mismo, en la oficina— y creía que se la había metido bajo el cinturón después de pinchar las ruedas de las furgonetas. En todo caso, había desaparecido. Y el hacha también. Debía de haber perdido tanto lo uno como lo otro durante su accidentada huida.
—¡Mierda! —exclamó Johnny—. Para boy scouts no servimos.
—Hay una en el camión, detrás del asiento —dijo Steve—. Bajo los mapas.
—¿Por qué no la traes? —lo instó Johnny, pero Steve se quedó inmóvil por un momento. Miraba a Johnny con una expresión extraña que Mary no consiguió interpretar. Johnny la advirtió también—. ¿Qué pasa?
—Nada —contestó Steve—. No pasa nada, jefe.
—Entonces muévete.
Steve Ames era capaz de precisar el momento exacto en que el mando de aquella exigua fuerza expedicionaria pasó de David a Johnny, el momento en que el jefe se convirtió de nuevo en el jefe. «¿Por qué no la traes?», había dicho, una pregunta que no era en absoluto una pregunta, sino la primera auténtica orden que Marinville le había dado desde que partieron de Connecticut, Johnny en su motocicleta, y Steve en el camión, siguiéndolo tranquilamente a cierta distancia y fumándose algún que otro puro barato. Lo había llamado «jefe» (hasta que Johnny le pidió que le apease el tratamiento), porque esa era la costumbre en el mundo del espectáculo: en los teatros, los tramoyistas llamaban jefe al director de estenografía; en el rodaje de una película, los ayudantes de cámara llamaban jefe al director; en una gira, los trajineros llamaban jefe al organizador o a los miembros del grupo. Simplemente había extendido esa parte de su anterior vida a aquel trabajo, pero hasta ese momento nunca había pensado en Johnny como en un jefe pese a su actitud arrogante y superior. Y esta vez, cuando Steve lo llamó jefe, Johnny no puso ninguna objeción.
«¿Por qué no la traes?».
Una simple pregunta en apariencia, sólo cinco palabras, y todo había cambiado.
¿Qué ha cambiado?, se preguntó. ¿Qué ha cambiado exactamente?
—No lo sé —murmuró mientras abría la puerta del conductor del camión y empezaba a buscar detrás del asiento—. Eso es lo que me pone nervioso, que en realidad no lo sé.
La linterna —de seis pilas y tubo largo— se hallaba bajo un montón de mapas arrugados, junto con el botiquín y una caja de cartón con unas cuantas bengalas de señales. La probó, vio que funcionaba y corrió a reunirse con los otros.
—Primero mira si hay arañas —aconsejó Cynthia, levantando la voz de una manera anormal—. Arañas y serpientes, como dice la canción. Dios, las detesto.
Steve entró en el polvorín y echó un vistazo alrededor alumbrándose con la linterna. Primero examinó el suelo, luego las paredes de cemento y por último el techo.
—No hay arañas —informó—. Tampoco serpientes.
—David, quédate ante la puerta —dijo Johnny—. Mejor será que no nos apiñemos todos ahí dentro. Y si ves a alguien o algo…
—Doy un grito —completó David—. No se preocupe.
Steve enfocó con la linterna un cartel situado en medio del polvorín; estaba en un atril, como el que ponen en la entrada de algunos restaurantes con un rótulo que reza: ESPERE, POR FAVOR. LA CAMARERA LO ACOMPAÑARÁ A SU MESA. Sólo que en este se leía en grandes letras rojas:
ATENCIÓN ATENCIÓN ATENCIÓN
LOS EXPLOSIVOS Y LOS FULMINANTES
DEBEN MANTENERSE SEPARADOS
ES UNA NORMA FEDERAL
NO SE TOLERARÁ LA MENOR NEGLIGENCIA
EN EL USO DE EXPLOSIVOS
En la pared del fondo había numerosas escarpias clavadas en el cemento. De ellas colgaban rollos de alambre y grueso cable blanco. Cable de detonación, supuso Steve. Contra las paredes derecha e izquierda, enfrentados como dos sujetalibros sólo que sin libros en medio, había dos macizos arcones de madera. El que tenía los rótulos DINAMITA y FULMINANTES y USAR CON EXTREMA PRUDENCIA estaba abierto, con la tapa levantada como la tapa de un baúl de juguetes. El otro, con un único rótulo en letras negras sobre fondo naranja que rezaba EXPLOSIVOS, estaba cerrado con un candado.
—Eso es el NAFO —explicó Johnny, señalando el arcón cerrado—. Son las siglas de nitrato de amonio y fuel-oil.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Mary.
—Lo he leído en algún sitio —contestó, abstraído—. Simplemente lo he leído en algún sitio.
—Bueno, pues si alguien ha pensado que voy a volar también ese candado, esta mal de la cabeza —comentó Ralph—. ¿A alguien se le ocurre algo que no implique disparos?
—De momento no —dijo Johnny, pero no parecía muy preocupado.
Steve se acercó al arcón de la dinamita.
—Ahí no hay dinamita —aseguró Johnny, todavía extrañamente sereno.
Johnny tenía razón en cuanto a la dinamita, pero el arcón no estaba ni mucho menos vacío. Dentro, como metido con calzador, había un cadáver de un hombre vestido con vaqueros y una camiseta de Georgetown. Tenía un balazo en la cabeza. Sus ojos vidriosos miraron a Steve desde debajo de lo que en otro tiempo debió de ser pelo rubio.
Era imposible saberlo.
Conteniendo las nauseas que le provocaba el hedor a putrefacción, intentó desprender el llavero que colgaba del cinturón del cadáver.
—¿Qué hay ahí? —preguntó Cynthia, encaminándose hacia él.
Un escarabajo salió de la boca abierta del cadáver y bajó por su mentón. Steve oyó un ligero roce. Debía de haber más insectos debajo del cuerpo. O quizá una de esas serpientes que su encantadora nueva amiga tanto apreciaba.
—Nada —contestó—. No te acerques.
El llavero se resistía. Tras varios intentos inútiles por abrir el cierre en forma de clave que lo mantenía sujeto a la trabilla, Steve optó por arrancarlo con trabilla y todo. Cerró la tapa y cruzó el polvorín con el llavero. Johnny, advirtió, se encontraba a unos tres pasos de la puerta, mirando absorto el casco de motorista.
—¡Ay, pobre Yorick! —recitó—. Lo conocía bien.
—¿Johnny? ¿Te pasa algo? —preguntó Steve.
—No, estoy bien —contestó Johnny. Se puso el casco bajo el brazo y dedicó a Steve su más encantadora sonrisa, pero por su mirada daba la impresión de estar bajo un hechizo.
Steve entregó las llaves a Ralph.
—Puede que sea una de estas.
Ralph no tardó en encontrarla. La tercera llave que probó entró en el candado del arcón con el rótulo EXPLOSIVOS. Un instante después los cinco se hallaban junto al arcón contemplando el interior. Estaba dividido en tres compartimientos. Los dos de los extremos se hallaban vacíos. El central, lleno más o menos hasta la mitad, contenía una especie de bolsas alargadas de estopilla. Esparcidas entre ellas había unas pequeñas bolas —probablemente caídas de alguna bolsa rota— que a Steve le parecieron perdigones blanqueados. Las bolsas estaban provistas de cordones anudados a modo de asas. Steve levantó una. Era semejante a una salchicha y debía de pesar unos cuatro kilos y medio. En la franja lateral, estampado en letras negras se leía NAFO y debajo, en letras rojas, PRECAUCIÓN: INFLAMABLE, EXPLOSIVO.
—Muy bien —dijo Steve—, pero ¿cómo vamos a hacerlas estallar sin detonante? Tenías razón, jefe: no hay cartuchos de dinamita ni cápsulas fulminantes. Sólo un tipo con un peinado calibre treinta-treinta.
Johnny miró a Steve y luego a los otros.
—Me gustaría hablar con Steve a solas. Podrían salir los demás y esperar fuera un momento con David.
—¿Por qué? —preguntó Cynthia al instante.
—Porque es necesario que hable con él —respondió Johnny con inusitada delicadeza—. Es por un pequeño asunto pendiente, nada más. Le debo una disculpa. Por lo general me cuesta disculparme en cualquier circunstancia, pero dudo que pudiera hacerlo con público.
—No creo que este sea el momento… —empezó a decir Mary.
El jefe le enviaba a Steve señales con los ojos, señales urgentes.
—No hay inconveniente —dijo Steve—. Sólo será un momento.
—Y no se vayan de manos vacías —indicó Johnny—. Llévense una bolsa de este Cuatro de Julio instantáneo cada uno.
—Por lo que yo sé, sin algún otro explosivo para detonarlo, esto no es más que una hoguera instantánea —comentó Ralph.
—Quiero saber que pasa aquí —insistió Cynthia, manifiestamente preocupada.
—Nada —respondió Johnny con voz tranquilizadora—. De verdad.
—¡Y un carajo! —replicó Cynthia, malhumorada, pero salió con los demás, cada uno con su bolsa de NAFO.
Antes de que Johnny comenzase a hablar, David entró en el polvorín. Aun tenía restos de jabón seco en las mejillas y los párpados amoratados. Steve había salido durante una época con una chica que usaba una sombra de ojos de ese mismo color, sólo que en ella resultaba atractivo, y en David chocante.
—¿Todo en orden? —preguntó David. Miró fugazmente a Steve, pero en realidad se dirigía a Johnny.
—Sí —respondió Johnny—. Steve, dale a David una bolsa de NAFO.
David se quedó inmóvil por un momento, pensativo, contemplando la bolsa que Steve le había entregado. De pronto miró a Johnny y dijo:
—Enséñeme los bolsillos. Todos.
—¿Qué…? —empezó Steve.
Johnny lo hizo callar y esbozó una extraña sonrisa, la sonrisa de alguien que mientras come muerde algo con un sabor amargo pero irresistible.
—David sabe lo que hace.
Se desabrochó las chaparreras y se vació los bolsillos de los vaqueros, entregando a Steve sus pertenencias una por una: la famosa cartera, sus llaves, el martillo que llevaba al cinto. Luego se inclinó para que David echase un vistazo en el bolsillo de la camisa. A continuación se desabrochó los vaqueros y se los bajó. Debajo llevaba un pequeño slip azul, sobre el que colgaba su considerable vientre. A Steve le recordó a esos viejos ricos que uno veía a veces paseando por la playa. Se sabía que eran ricos no sólo porque siempre lucían relojes Rolex y gafas de sol Oakley, sino también, y sobre todo, porque se exhibían sin el menor pudor con aquellos minúsculos taparrabos de licra. Como si por encima de ciertos ingresos la tripa se convirtiese en un bien más.
Al menos los calzoncillos del jefe no eran de licra sino de simple algodón.
Se giró ligeramente y levantó un poco los brazos para ofrecerle a David una mejor visión de todos sus ángulos y magulladuras. Después volvió a subirse los vaqueros y se puso encima las chaparreras.
—¿Satisfecho? —preguntó a David—. Si no, me quitaré también las botas.
—No —dijo David, pero le registró los bolsillos de las chaparreras antes de marcharse. Se le veía inquieto pero no exactamente preocupado—. Ya pueden mantener su charla. Pero dense prisa.
Se marchó, dejando solos a Steve y Johnny.
El jefe se fue hasta el fondo del polvorín, alejándose lo más posible de la puerta. Steve lo siguió. Empezaba a percibir el olor del cadáver metido en el arcón de la dinamita, amortiguado por el aroma más intenso del fuel-oil, y deseó salir de allí cuanto antes.
—Quería asegurarse de que no llevas encima ninguno de esos can tahs, ¿verdad? Como Audrey.
Johnny asintió.
—Es un chico inteligente.
—Supongo que sí. —Steve barrió el suelo con los pies, se los miró, y por fin levantó la vista—. Oye, no es necesario que te disculpes por haberte largado. Lo importante es que hayas vuelto, ¿por qué no lo…?
—Debo muchas disculpas —admitió Johnny. Empezó a recoger sus cosas y a guardárselas rápidamente en los bolsillos. Dejó el martillo para el final, y volvió a metérselo bajo el cinturón de las chaparreras—. Es asombroso que uno pueda sembrar tanta mierda a lo largo de su vida. Pero a ese respecto tú eres la menor de mis preocupaciones, Steve, sobre todo ahora. Sólo calla y escucha, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Y tenemos que darnos prisa. David sospecha ya que tramo algo; esa es otra de las razones por lo que me ha hecho vaciar los bolsillos. Llegado un momento, no muy lejano ya, tendrás que agarrar a David. Cuando lo hagas, asegúrate de que lo tienes bien sujeto, porque va a resistirse como una fiera. Y asegúrate de que no escapa.
—¿Por qué?
—¿Colaborará tu amiga la del peinado creativo si se lo pides? —preguntó Johnny.
—Probablemente, pero…
—Steve, tienes que confiar en mí.
—¿Por qué iba a confiar? —dijo Steve.
—Porque cuando veníamos hacia aquí he tenido una revelación. Aunque, dicho así, suena un tanto ceremonioso; me gusta más la expresión de David. Me ha preguntado si me había caído una bomba divina. Le he asegurado que no, pero era mentira. ¿Crees que por eso me ha elegido Dios en último extremo? ¿Porque soy un embustero consumado? En parte tiene gracia, pero también tiene su lado desagradable, ¿sabes?
—¿Qué va a pasar? ¿Lo sabes?
—No, no con todo detalle. —Johnny cogió el Remington 30-06 con una mano y el casco con la otra. Miró alternativamente uno y otro objeto, como si comparase su valor relativo.
—No puedo hacer lo que me pides —dijo Steve sin rodeos—. No confío en ti tanto como para eso.
—Tienes que confiar —repuso Johnny, y le entregó el rifle—. No te queda otra alternativa.
—Pero…
Johnny se acercó más a él. A Steve no le parecía ya el mismo hombre que había montado en la Harley-Davidson en Connecticut entre los crujidos de sus absurdas prendas de cuero nuevas, exhibiendo hasta el último de sus dientes mientras le rodeaban los fotógrafos de Life, People y Daily News. Había experimentado un profundo cambio que iba mucho más allá de una nariz rota y unas cuantas magulladuras.
Parecía más joven, más fuerte. La pomposidad había abandonado su rostro, y también ese cierto aire distraído que antes le caracterizaba.
Sólo en ese momento, al notar su ausencia, se dio cuenta Steve de lo permanente que había sido esa expresión en Marinville, como si, al margen de lo que dijese o hiciese, tuviese siempre puesta la atención en otra parte. En un objeto perdido o una tarea olvidada.
—David está convencido de que Dios quiere que muera a fin de encerrar a Tak otra vez en su agujero. El sacrificio final, por así decirlo. Pero se equivoca. —A Johnny se le quebró la voz al pronunciar la última palabra, y Steve advirtió perplejo que el jefe estaba al borde del llanto—. No va a ser tan sencillo para él.
—¿Qué…?
Johnny lo cogió del brazo, apretándole tanto que casi le dolió.
—Calla, Steve. Tú limítate a agarrarlo cuando llegue el momento. Está en tus manos. Y ahora vamos. —Se inclinó sobre el arcón, levantó una bolsa de NAFO por el cordón y se la lanzó a Steve. Luego cogió otra para él.
—¿Tienes idea de cómo detonar esto sin dinamita ni fulminante? —preguntó Steve—. Sí, ¿verdad? ¿Qué va a pasar? ¿Dios va a enviar un rayo?
—Eso cree David —contestó Johnny—, y después de la demostración de las sardinas y las galletas saladas, no es raro que lo crea. Sin embargo yo dudo que llegue a algo tan extremo. Vamos. Se hace tarde.
Salieron a la oscuridad de la noche ya cercana a su final y se reunieron con los otros.
Al pie de la pendiente, unos veinte metros por debajo del irregular agujero de entrada a la vieja Mina de los Chinos, Johnny los hizo parar y les pidió que atasen las bolsas de dos en dos por los cordones. El mismo se colgó uno de los tres pares de bolsas alrededor del cuello; las alargadas bolsas pendían a ambos lados de su pecho como contrapesos de un reloj de cuco. Steve cogió otro par, y Johnny no puso ninguna objeción cuando David quitó a su padre de las manos el último par y se lo colgó también del cuello. Ralph, preocupado, miró a Johnny. Johnny observó a David, que trepaba ya hacia la abertura del túnel, devolvió la mirada a Ralph, movió la cabeza en un gesto de negación y se llevó un dedo a los labios. Calladito, papá.
Ralph no parecía muy convencido pero guardó silencio.
—¿Todos están bien? —preguntó Johnny.
—¿Qué va a ocurrir? —dijo Mary—. ¿Cuál es el plan?
—Seguiremos las indicaciones de Dios —respondió David—. Ese es el plan. Vamos.
David encabezó la marcha, subiendo de medio lado para no caerse.
Allí no había una amplia pista de grava, ni siquiera un sendero, y el terreno era escabroso. Johnny notó cómo se deshacía bajo sus pies a cada paso. Pronto el corazón y la maltrecha nariz empezaron a palpitarle sincronizadamente y con igual fuerza. Durante los últimos meses se había portado bien, pero los excesos de otros tiempos acudían a pasarle factura.
Sin embargo se sentía bien. De repente todo era más sencillo, y eso lo complacía.
David iba el primero, seguido de cerca por su padre. A continuación subían Steve y Cynthia. Johnny y Mary Jackson cerraban la marcha.
—¿Por qué lleva todavía ese casco? —preguntó Mary.
Johnny sonrió. De una extraña manera Mary le recordó a Terry.
Terry tal como era en su primera etapa de matrimonio. Johnny, en lugar de contestar, levantó el casco, sosteniéndolo por dentro con una mano como una marioneta, y lo agitó ante el rostro de Mary.
Ella rió, sin aliento, y dijo:
—Está loco.
Si el agujero hubiese estado cuarenta metros cuesta arriba en lugar de veinte, Johnny no sabía si habría llegado. De hecho incluso a aquella altura el martilleo de su corazón se había acelerado tanto que, cuando David llegó a la abertura, parecía casi un zumbido continuó en su pecho. Y las piernas casi no le sostenían.
No te rindas ahora, se dijo. Estás en el tramo final.
Se obligó a subir un poco más deprisa, temiendo de pronto que David entrase en el túnel sin esperarlos. Era posible también. Steve creía que el jefe sabía que iba a ocurrir, pero en realidad el jefe sabía muy poco. Simplemente tenía una página más del guión que ellos.
Pero David esperó, y pronto se reagruparon todos en la pendiente ante la abertura. Un olor húmedo y malsano procedía del interior, un olor a hielo y a chamusquina al mismo tiempo. Y llegaba también un sonido que recordó a Johnny un ascensor en movimiento: un tenue susurro.
—Deberíamos rezar —propuso David con aparente timidez, y tendió las manos a ambos lados.
Su padre le cogió una. Steve dejó el Remington 30-06 y le tomó la otra.
Mary cogió la de Ralph, y Cynthia la de Steve. Johnny se colocó entre las dos mujeres, dejó el casco entre sus botas, y completó el círculo.
Permanecieron inmóviles en la oscuridad de la Mina de los Chinos, oliendo el cargado aliento de la tierra, escuchando el suave susurro, mirando a David Carver, que los había llevado hasta allí.
—¿El padre de quién? —preguntó David.
—Padre nuestro —comenzó Johnny, deslizándose con facilidad por el camino de aquella vieja oración, como si nunca hubiese abandonado esa rutina—, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino…
Los demás unieron sus voces al rezo; Cynthia, la hija del párroco, primero, Mary la última.
—… hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro dánosle hoy, y perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén.
Tras el amén, Cynthia añadió:
—Porque Tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por los siglos de los siglos, amén.
Levantó la vista con un leve parpadeo que a Johnny había acabado agradándole.
—Así es como lo aprendí yo, al estilo protestante, ¿saben?
David miraba a Johnny.
—Ayúdame a dar lo mejor de mí —dijo Johnny—. Si estás ahí, Dios, y ahora tengo razones para creer que estás, ayúdame a dar lo mejor de mí y no ceder a la debilidad. Deseo que tomes esta petición muy en serio, porque durante la mayor parte de mi vida he sucumbido a la debilidad. David, ¿tienes algo que añadir?
David se encogió de hombros y negó con la cabeza.
—Ya lo he dicho.
Soltó las manos que sujetaban las suyas, y el círculo se rompió.
Johnny asintió.
—Muy bien, manos a la obra.
—Pero ¿qué tenemos que hacer? —preguntó Mary—. ¿Serían tan amables de explicármelo?
—Yo debo entrar —anunció David—. Sólo.
Johnny negó con la cabeza.
—No. Y no insistas en que Dios te lo ha dicho, porque ahora mismo no está diciéndote nada. En la pantalla de tu televisor sólo hay un rótulo en el que se lee ROGAMOS DISCULPEN ESTA INTERRUPCIÓN, ¿me equivoco?
David lo miró indeciso y se humedeció los labios.
Johnny alzó una mano en dirección a la oscuridad del túnel y, con el tono de alguien que concede un gran favor, dijo:
—Sin embargo puedes entrar primero. ¿Qué te parece?
—Mi padre…
—Entrará detrás de ti. Te agarrará si te caes.
—No —protestó David. De pronto parecía asustado, aterrorizado—. Eso no. No quiero que entre siquiera. El techo podría desplomarse…
—¡David! Lo que tú quieras poco importa.
Cynthia agarró a Johnny del brazo. Le habría clavado las uñas en la carne si antes no se las hubiese comido hasta ras de piel.
—Déjelo en paz. ¡Por el amor de Dios, le ha salvado la vida! ¿Es que no puede dejar de atormentarlo?
—No le atormento —replicó Johnny—. En este momento es él quién se atormenta a sí mismo. Si simplemente se dejase llevar, recordase quién está al frente…
Miró a David. El chico masculló algo inaudible, pero Johnny no necesitaba oírlo para saber que había dicho.
—Exacto, es cruel. Pero tú ya lo sabías. Y no puedes ejercer ningún control sobre la naturaleza de Dios. Ni tú ni ninguno de nosotros. Así pues, ¿por qué no te relajas?
David no contestó. Inclinó la cabeza, pero esta vez no para rezar.
Johnny pensó que era resignación. En cierto modo el chico sabía lo que se avecinaba, y eso era lo peor. Lo más cruel. «No va a ser sencillo para él», le había dicho a Steve en el polvorín, pero allí no imaginaba aún lo difícil que podía llegar a ser. Primero su hermana, luego su madre, y ahora…
—Muy bien —dijo Johnny con una voz tan árida como el terreno sobre el que se hallaban—. Primero David, segundo Ralph, y después tú, Steve. Yo iré detrás de ti. Esta noche… perdón, esta mañana las damas serán las últimas.
—Si tenemos que entrar, yo quiero entrar con Steve —dijo Cynthia.
—Muy bien, de acuerdo —concedió Johnny de inmediato, casi como si lo estuviese esperando—. Nos intercambiaremos las posiciones.
—De todos modos. ¿Quién lo ha puesto a usted al mando? —preguntó Mary.
Johnny se volvió hacia ella como una serpiente, y Mary, sobresaltada, retrocedió un paso.
—¿Quiere probar usted? —preguntó en una especie de peligrosa incitación—. Porque si quiere, por mí encantado. Yo no he deseado este papel más que David. Así pues, ¿qué contesta? ¿Quiere ponerse el tocado de gran jefe?
Mary, desconcertada, negó con la cabeza.
—Tranquilo, jefe —murmuró Steve.
—Estoy tranquilo —repuso Johnny, aunque en realidad no lo estaba.
Observaba a David y su padre, uno junto al otro, cogidos de la mano, con las cabezas gachas, y no era una visión tranquilizadora. Apenas podía creer que estuviese dispuesto a consentir una atrocidad semejante. ¿Apenas? No lo creía en absoluto. ¿Cómo podría haber seguido adelante de no ser por un compasivo velo de incomprensión que se alzaba ante él como una coraza? ¿Él o cualquier otra persona?
—¿Quiere que lleve yo esas bolsas, Johnny? —preguntó Cynthia tímidamente—. Aún no ha recobrado el aliento, y no se moleste, pero no lo veo muy sobrado de fuerzas.
—Aguantaré. Ya estamos cerca, ¿no, David?
—Sí —contestó David con voz débil y trémula. En ese momento daba la impresión de que no sólo cogía la mano de su padre sino que la acariciaba como una amante. Miró a Johnny con ojos desesperados y suplicantes. Los ojos de alguien que casi sabe lo que va a ocurrir.
Johnny desvió la mirada, incapaz de reprimir una nausea, sintiendo frío y calor al mismo tiempo. Buscó la mirada perpleja y preocupada de Steve y trató de repetir su mensaje: Cuando llegue el momento, sujétalo. En voz alta dijo:
—Dale la linterna a David, Steve.
Por un momento pensó que Steve se negaría, pero este finalmente se sacó la linterna del bolsillo trasero y se la entregó al chico.
Johnny volvió a alzar la mano en dirección a la oscuridad del túnel, hacia el olor frío de fuego antiguo y el ligero susurro procedentes de las entrañas de aquella montaña masacrada. Esperó oír alguna palabra de consuelo por parte de Terry, pero Terry se había esfumado. Y mejor así, quizá.
—¿David? —Le temblaba la voz—. ¿Nos alumbras el camino?
—No quiero —masculló David. A continuación respiró hondo, alzó la vista al cielo, donde las estrellas empezaban a palidecer, y gritó—: ¡No quiero! ¿No he hecho ya bastante? ¿No he hecho todo lo que me has pedido? ¡Esto no es justo! ¡Esto no es justo y no quiero hacerlo!
Las tres últimas palabras salieron de su garganta en un grito desgarrado. Mary dio un paso hacia el túnel. Johnny la agarró del brazo.
—Quíteme la mano de encima —dijo Mary, y de nuevo hizo ademán de dirigirse al túnel.
Johnny tiró de ella.
—No se mueva.
Mary desistió.
Johnny miró a David y volvió a alzar la mano en silencio hacia el túnel.
David miró a su padre con lágrimas en las mejillas.
—Vete, papá. Vuelve al camión.
Ralph movió la cabeza en un gesto de negación y dijo:
—Si tú entras, yo también entraré.
—No. Te digo que no entres. Corres peligro.
Ralph permaneció inmóvil y observó pacientemente a su hijo.
David miró a su padre una vez más y después a Johnny, que mantenía la mano alzada (una mano que ya no sólo invitaba sino que exigía).
Por fin se dio media vuelta y entró en el túnel. Al cruzar la abertura encendió la linterna, y Johnny vio danzar motas de polvo en el brillante haz de luz… motas de polvo y algo más. Algo que habría acelerado el corazón a un antiguo buscador de oro. Un resplandor dorado, que flotó en el aire por un momento y luego se desvaneció.
Ralph siguió a David. Steve entró a continuación. El chico inspeccionó los primeros metros del túnel con la linterna. El haz recorrió primero la pared de piedra, se posó por un instante en un antiguo entibo donde había tres símbolos grabados —quizá el nombre de algún minero chino muerto hacía muchos años, o acaso el nombre de su amada, que un día dejó en algún poblado a orillas del lago Poyang—, y se deslizó después por el suelo, donde encontró un montón de huesos: cráneos, costillares curvos como la fantasmal sonrisa del gato de Cheshire. Luego se desplazó hacia la izquierda en dirección ascendente. El resplandor dorado impregnó de nuevo la luz, esta vez más intenso, más definido.
—¡Eh, cuidado! —avisó Cynthia—. ¡Hay algo aquí dentro con nosotros!
Se oyó un súbito aleteo en la oscuridad. Johnny asoció de inmediato aquel sonido a su infancia en Connecticut, a los faisanes que de pronto surgían de entre la maleza y alzaban el vuelo mientras el crepúsculo daba paso lentamente a la noche. Por un momento los olores de la mina se hicieron más perceptibles, al agitar unas alas invisibles el aire rancio.
Mary chilló. El haz de la linterna viró bruscamente, y por un instante enfocó una horripilante aparición que flotaba en el aire, una criatura con alas, relucientes ojos dorados y poderosas garras en posición de ataque. Aquellos ojos miraban a David con furia, aquellas garras buscaban la carne de David.
—¡Cuidado! —gritó Ralph, y se abalanzó sobre David, obligándolo a tirarse al suelo cubierto de huesos de la vieja mina.
Al chico se le escapó la linterna de la mano, y esta, desde su posición en el suelo, proporcionó una claridad mínima pero suficiente para entrever el caos que la repentina aparición había provocado en el túnel. Formas imprecisas forcejeaban envueltas en la indirecta luz de la linterna: David bajo su padre, y la sombra del águila creciendo y decreciendo sobre ellos.
—¡Dispara! —exclamó Cynthia—. ¡Dispara, Steve, va a arrancarle la cabeza!
Johnny agarró el cañón del rifle cuando Steve lo levantó.
—No. Una sola detonación, y el techo caerá sobre nosotros.
El águila graznó, golpeando a Ralph Carver en la cabeza con las alas. Ralph intentó mantenerla a raya con la mano izquierda, y el ave atrapó un dedo con su pico curvo y se lo arrancó de cuajo. Inmediatamente después hendió las garras en el rostro de Ralph como dedos expertos en una masa de harina.
—¡No, papá! —gritó David.
Steve se abrió paso en el torbellino de sombras, y cuando golpeó accidentalmente con un pie la linterna caída, el haz cambió de dirección y obsequió a Johnny con una visión del grotesco espectáculo mejor de lo que él habría deseado. Las alas del águila levantaban violentos remolinos de polvo. Con su pico zarandeaba brutalmente la cabeza de Ralph, cuyo cuerpo cubría casi por completo a David.
Steve alzó el rifle por el cañón para golpear al ave, pero la culata chocó contra el techo. No había espacio suficiente. Entonces enristró el rifle como una lanza e hincó la punta en el cuerpo del águila. Esta fijó en él sus penetrantes ojos, y desplazó las garras sin soltar a Ralph.
Al batir las alas, resonaban como truenos en el espacio cerrado.
Johnny vio asomar el dedo de Ralph a un lado de su pico. Steve le golpeó de nuevo con la boca del rifle, y esta vez le acertó de pleno obligándola a soltar el dedo. Contrajo las garras, hincando una todavía más en el rostro de Ralph. Luego alzó la otra, la clavó en su garganta y se la desgarró. El ave lanzó un extraño grito, quizá de rabia, quizá de triunfo. Mary gritó también.
—¡Dios, no! —aulló David, y se le quebró la voz—. ¡Dios, por favor, no permitas que siga haciendo daño a mi padre!
Esto es el infierno, pensó Johnny con serenidad. Avanzó un paso y se arrodilló. Agarró la garra hundida en la garganta de Ralph. Era como coger un objeto de exótica fealdad forrado de piel de cocodrilo.
La retorció con toda su fuerza y oyó un chasquido seco. Sobre él, Steve volvió a embestirla, esta vez con la culata del rifle. La golpeó en la cabeza, aplastándosela contra la pared del túnel. Se oyó un crujido.
El ave azotó a Johnny en la cabeza con un ala. Se repetía la escena de horas antes en el aparcamiento. Regreso al futuro, pensó. Soltó la garra del águila, aferró el ala y dio un violento tirón. El ave lanzó otro desapacible y ensordecedor grito pero, a diferencia de lo ocurrido con el buitre, el ala no se separó del cuerpo; Johnny sólo consiguió atraerla hacia sí, y arrastrar con ella a Ralph, que tenía aún la garra hundida en la mejilla, la sien y la órbita del ojo izquierdo. Johnny supuso que Ralph estaba inconsciente o muerto. Por su bien, esperaba que estuviese muerto.
David, aturdido y con la camisa empapada en la sangre de su padre, consiguió salir de debajo. En cuestión de segundos, si no lo evitaban, se apoderaría de la linterna y correría mina adentro.
—¡Steve! —gritó Johnny, levantando los brazos por encima de la cabeza y rodeando a ciegas el cuerpo del águila, que se revolvía con virulencia—. ¡Steve, acaba con ella! ¡Acaba con ella!
Steve encajó la culata del rifle bajo el gaznate del águila y empujó su negra cabeza hacia el techo. En ese momento Mary saltó hacia ellos y, ágilmente, agarró al águila por el cuello y se lo retorció con encarnizada eficacia. Se oyó un crujido ahogado, y de repente la garra hendida en el rostro de Ralph se relajó. El padre de David se desplomó en el suelo de la mina, golpeando con la frente un costillar que quedó reducido a polvo en el acto.
David volvió la cabeza y vio a su padre tendido boca abajo en el suelo, inmóvil. Las lágrimas desaparecieron de sus ojos. Incluso asintió, como diciendo «Lo que yo había presagiado», y luego se agachó a coger la linterna. Sólo cuando Johnny lo aferró por la cintura, perdió la calma y comenzó a forcejear.
—¡Suélteme! —clamó—. ¡Es mi obligación! ¡Mi obligación!
—No, David —dijo Johnny, sujetándolo—. No lo es.
Agarró firmemente a David por el pecho con la mano izquierda, haciendo muecas de dolor cada vez que el chico le golpeaba con los talones en las espinillas, y deslizó la mano derecha hasta su cadera.
Desde allí, sus dedos se movieron con la discreta velocidad propia de un buen carterista. Johnny, siguiendo fielmente las instrucciones recibidas, quitó algo a David… y dejó también algo.
—¡No puede arrebatármelos a todos y después no permitirme cumplir mi misión! ¡No puede hacer una cosa así! ¡No puede!
Johnny contrajo el rostro cuando David le asestó una fuerte patada en la rótula.
—¡Steve!
Steve contemplaba con horrorizada fascinación al águila, que aún se sacudía y agitaba lentamente un ala. Tenía las garras teñidas de sangre.
—¡Maldita sea, Steve!
Steve alzó la vista, tan sobresaltado como si acabasen de arrancarlo de un sueño. Cynthia estaba de rodillas junto a Ralph, buscándole el pulso y sollozando sonoramente.
—¡Steve, ven aquí! —gritó Johnny—. ¡Ayúdame!
Steve se acercó a él y agarró a David, que empezó a debatirse aún con mayor energía.
—¡No! —David movía la cabeza frenéticamente de uno a otro lado—. ¡No, es mi misión! ¡Mía! ¡No puede arrebatármelos a todos y dejarme a mí! ¿Lo oye? ¡No puede arrebatármelos a todos y…!
—¡David! ¡Basta ya!
De pronto David se rindió y quedó inerte en los brazos de Steve como un títere con los hilos cortados. Tenía los ojos enrojecidos.
Johnny nunca había visto tal desolación en un rostro humano.
El casco de motorista estaba donde Johnny lo había dejado al atacarlos el águila. Se agachó, lo cogió y miró al chico, colgado de los brazos de Steve. A juzgar por su expresión, Steve se sentía igual que Johnny: acongojado, perdido, perplejo.
—David… —empezó a decir Johnny.
—¿Está Dios en usted? —preguntó David—. ¿Lo nota ahí dentro, Johnny? ¿Cómo una mano? ¿O como un fuego?
—Sí —respondió Johnny.
—Entonces no malinterprete esto.
David le escupió a la cara. Johnny notó la saliva caliente en la piel, bajo los ojos, como si fuesen lágrimas.
Johnny no hizo siquiera ademán de limpiarse.
—Escúchame, David. Voy a decirte una cosa que no has aprendido en la Biblia ni te ha enseñado tu párroco. Por lo que sé, es un mensaje de Dios. ¿Me escuchas?
David lo miraba sin hablar.
—Tu decías «Dios es cruel» de la misma manera que una persona que ha pasado toda su vida en Tahití podría decir «La nieve es fría». Lo sabías pero no lo comprendías. —Se acercó a David y le tocó las frías mejillas con la palma de las manos—. ¿Sabes lo cruel que Dios puede llegar a ser? ¿Lo extraordinariamente cruel que puede llegar a ser?
David esperó, sin hablar. Quizá lo escuchaba, quizá no. A Johnny le era imposible saberlo.
—A veces nos obliga a vivir.
Johnny se dio media vuelta, enfocó la linterna al frente y se adentró en el túnel. Al cabo de unos pasos se volvió de nuevo.
—Vete con tu amigo Brian, David. Vete con él y conviértete en su hermano. Después repítete una y otra vez que tuvisteis un accidente en la carretera, un grave accidente; que un conductor borracho invadió vuestro carril, la caravana volcó y sólo tú sobreviviste. Esas cosas pasan continuamente. Sólo tienes que leer los diarios.
—¡Pero eso no es verdad! —replicó David.
—Podría serlo. Y cuando vuelvas a Ohio o Indiana o donde sea, ruega a Dios que te permita recobrarte de esta experiencia, volver a ser tú mismo. Por ahora, tienes permiso de salida.
—Nunca volveré a… ¿Qué? ¿Cómo ha dicho?
—He dicho que tienes permiso de salida. —Johnny lo miró fijamente—. Permiso de salida. —Dirigiéndose a Steve, añadió—: Llévatelo de aquí, Steve. Llévatelos a todos.
—Jefe, ¿qué…?
—La gira ha terminado, tejano. Mételos en el camión y vuelve a la carretera. Para seguridad vuestra, es mejor que os vayáis ahora mismo.
Johnny se volvió y se alejó corriendo por el túnel, precedido por el oscilante haz de la linterna. No tardó en perderse de vista.
Tropezó con algo pese a llevar encendida la linterna. Casi cayó de bruces, y decidió aminorar el paso. Los mineros chinos se habían desprendido de cuantos objetos llevaban a cuestas en su frenética y vana urgencia por escapar, y al final se habían abandonado también a sí mismos. Caminó por el túnel salpicado de huesos, reduciéndolos a polvo al pisarlos. Mientras avanzaba, trazaba continuamente triángulos de luz con la linterna en la oscuridad —de izquierda a derecha, abajo hasta el suelo, y vuelta a empezar en el vértice superior izquierdo para grabarse bien el recorrido en la mente. Vio que las paredes estaban prácticamente cubiertas de caracteres chinos, como si los supervivientes del derrumbe hubiesen sucumbido a una especie de arrebato de escritura mientras la muerte se acercaba y finalmente los engullía.
Además de huesos vio tazas de hojalata, picos viejos y oxidados de mangos curiosamente cortos, herrumbrosas lámparas con correas (lo que David había llamado «quinqués», supuso), ropas podridas, babuchas de gamuza (tan pequeñas que parecían de niño), y al menos tres pares de zuecos de madera. Uno de ellos contenía un trozo de vela que podría haberse apagado el año en que Abraham Lincoln fue elegido presidente.
Y esparcidos por todas partes entre los restos se hallaban los can tahs: coyotes con arañas por lengua; arañas con extraños ratones albinos asomando de la boca; murciélagos de alas extendidas con obscenas lenguas en forma de bebé (bebes parecidos a gnomos de impúdica sonrisa). Algunos representaban espeluznantes criaturas que jamás habían poblado la tierra, monstruos deformes que herían la vista.
Johnny oyó la llamada de los can tahs, que intentaban atraerlo como la luna atrae el agua del mar. Era una atracción comparable a la que había sentido a veces al verse asaltado por el perentorio deseo de tomar una copa, engullir un postre dulce o recorrer con la lengua la aterciopelada mucosa de la boca de una mujer. Los can tahs hablaban con las voces delirantes que el reconocía como parte de su vida pasada: voces amables y sensatas que proponían actos inefables. Pero los can tahs no ejercerían ningún poder sobre él a menos que se agachase y los tocase. Si conseguía evitar su contacto —evitar una forma de desesperación que se presentarla disfrazada de curiosidad—, no correría el menor peligro.
¿Habrían salido ya Steve y los otros? Tendría que confiar en que así fuese, y confiar en que Steve consiguiese alejarlos de allí en su leal camión antes de que llegase el final. Iba a ser una explosión considerable. Sólo tenía las dos bolsas de NAFO que llevaba colgadas del cuello, pero con eso bastaría. De hecho las otras cuatro que se habían quedado a la entrada de la mina eran superfluas, pero le había parecido más sensato no decírselo a los otros. Más seguro.
Oía ya el suave gemido del que David le había hablado: el rechinar del movedizo esquisto, como si la propia tierra hablase. Como si protestase por su intrusión. Y de pronto, más adelante, vio serpentear una luz roja. En aquella oscuridad era difícil precisar a qué distancia se hallaba. Allí el olor era más intenso, más nítido: frías cenizas. A su izquierda vio un esqueleto —no de un chino probablemente, a juzgar por su tamaño— arrodillado de cara a la pared, como si el hombre a quién perteneció hubiese muerto rezando. De repente giró la cabeza y obsequió a Johnny Marinville con su cadavérica y dentuda sonrisa.
—Sal de aquí ahora que aún estás a tiempo. Tak ah wan. Tak ah lah.
Johnny pateo el cráneo como si fuese una pelota de fútbol. Se desintegró (casi se volatilizó) en partículas de hueso, y Johnny apretó el paso en dirección a la luz, que salía de una brecha abierta en la pared.
La abertura era estrecha pero podría deslizarse a través de ella.
Se quedó un momento fuera, contemplando la luz, incapaz de ver apenas nada desde la oscuridad del túnel, oyendo en su cabeza la voz de David como una persona en trance debía de oír la voz de su hipnotizador: «A la una y diez de la tarde del veintiuno de septiembre, los mineros que encabezaban la cuadrilla, al perforar la roca, encontraron una cavidad. En un primer momento pensaron que era una caverna…».
Johnny tiró a un lado la linterna —ya no iba a necesitarla— y cruzó la brecha. En cuanto penetró en el an tak, el susurro semejante al de un ascensor en movimiento que habían oído frente a la entrada del túnel pareció inundar su cabeza de voces bisbiseantes… tentadoras, halagüeñas, imponentes. En las paredes que lo rodeaban, convirtiendo la cámara en una fantástica columna hueca iluminada en tonos escarlata, había caras talladas en la piedra: lobos y coyotes, halcones y águilas, ratas y escorpiones. Cada uno de ellos tenía en la boca no otro animal sino una especie de amorfo reptil en el que Johnny no podía concentrar la mirada por más que lo intentase… y que en todo caso no veía realmente. ¿Era Tak? ¿El Tak que habitaba en el fondo del ini? ¿Tenía alguna importancia?
¿Cómo se había apoderado de Ripton?
Si Tak vivía atrapado en el fondo de aquel pozo, ¿cómo se había apoderado de Ripton?
Se dio cuenta de pronto de que había empezado a cruzar el an tak en dirección al ini. Intentó detener sus piernas y descubrió que no le obedecían. Trató de imaginar a Cary Ripton al hacer aquel mismo descubrimiento y advirtió que era fácil.
Fácil.
Las alargadas bolsas de NAFO se balanceaban ante su pecho. Una multitud de imágenes danzaba tumultuosamente en su cerebro: Terry agarrándolo por las trabillas del cinturón para estrecharlo contra su vientre cuando empezaba a correrse, el mejor orgasmo de su vida y había sido dentro de los pantalones, eso había que contárselo a Ernest Hemingway; el saliendo de la piscina en el hotel de Bel-Air, riéndose, con el pelo pegado a la frente y la cerveza en la mano, entre los destellos de los flashes; Bill Harris asegurándole que atravesar el país en moto podía cambiar su vida y toda su carrera… si realmente daba la talla, claro está. Por último vio los ojos grises y vacíos del policía en el espejo retrovisor del coche patrulla, vio al policía, que lo miraba y decía que Johnny pronto aprendería más sobre pneuma, soma y sarx de lo que había aprendido en toda su vida.
A ese respecto no le faltaba razón.
—Dios, protégeme mientras acabo lo que he venido a hacer —dijo, y se dejó atraer hacia el ini. ¿Habría podido detenerse si se lo hubiese propuesto realmente? Quizá era mejor no saberlo.
Un círculo de animales muertos y putrefactos rodeaba el agujero abierto en el suelo, el pozo de los mundos de David Carver. Coyotes y buitres en su mayoría, pero vio también arañas y unos cuantos escorpiones. Supuso que estos últimos protectores habían muerto al fenecer el águila. Una fuerza en retroceso había succionado sus vidas como había succionado la de Audrey Wyler casi en el mismo instante en que Steve hizo volar de un golpe los can tahs que ella sostenía en la palma de la mano.
Del interior del ini empezó a brotar humo… salvo que no era en realidad humo. Era una especie de cieno untuoso negro pardusco, y mientras iba enroscándose en su cuerpo, Johnny advirtió que tenía vida. Parecía compuesto de infinitos brazos esqueléticos terminados en manos de tres dedos en actitud de agarrar. No eran ectoplásmicos, esos brazos, pero tampoco estrictamente físicos. Al igual que le había ocurrido con las formas talladas que había alrededor, al intentar mirar esos brazos sintió dolor de cabeza, la misma clase de dolor de cabeza que experimenta un niño en un parque de atracciones al bajarse de una montaña rusa especialmente virulenta. Sin duda era esa sustancia lo que había enloquecido a los mineros, y lo que había alterado radicalmente a Ripton. Las ventanas sin cristales del pirin moh lo miraban con una expresión perversa, diciendo… ¿qué exactamente? Casi lo oía…
(cay de mun)
Abre la boca.
Y sí, en el acto tenía la boca abierta, muy abierta, como en el sillón de un dentista. Por favor, señor Marinville, abra la boca, un poco más, escritorzuelo de tres al cuarto, me pone furioso, me revuelve el estómago, pero adelante, abra la boca, cay de mun, gilipollas canoso y engreído, vamos a resolver su problema, vamos a dejarlo como nuevo, mejor que nuevo, abra la boca, cay de mun, abra la boca…
El humo. El cieno. Lo que fuese. En los extremos de los brazos no había ya manos sino tubos. No… tampoco tubos…
Agujeros.
Sí, eso era. Agujeros como ojos. Tres en concreto. Quizá más, pero tres los veía con toda claridad. Un triangulo de agujeros, dos encima y uno debajo, agujeros como ojos susurrantes, como barrenos…
Eso es, dijo David en la cabeza de Johnny. Eso es, Johnny. Para hacer estallar a Tak en su interior, Johnny, como lo hizo estallar en el interior de Cary Ripton, esa es la única manera que tiene de salir por ese agujero, un agujero demasiado pequeño para cualquier cosa menos esa sustancia, esa porquería, dos para la nariz y uno para la boca.
El cieno negro pardusco avanzó en espiral hacia él, horrible y tentador a la vez, agujeros que eran bocas, bocas que eran ojos. Ojos que susurraban. Hacían promesas. Notó que tenía una erección. No era el momento más oportuno para eso, pero ¿cuando lo habían detenido a él esas pequeñeces?
Luego… una succión… percibió cómo succionaban el aire de su boca… su garganta…
Se apresuró a cerrar la boca y se caló el casco de motorista en la cabeza. Había reaccionado justo a tiempo. Al cabo de un instante las cintas de cieno pardusco toparon con la visera de plexiglás y se extendieron sobre ella con un desagradable sonido, un besuqueo. Por un momento vio ventosas que se dilataban como labios al besar, y unos segundos después se desvanecieron, disgregándose en inmundas manchas de materia pardusca.
Johnny tendió las manos, agarró la sustancia pardusca que flotaba ante él y tiró de los extremos en sentidos opuestos como si se estuviese sacando una manopla. Un cosquilleo le recorrió las palmas de las manos y los dedos, y la carne quedó insensible… pero la sustancia pardusca se rasgó, y una parte cayó al ini, y la otra al suelo de la cámara.
Se acercó al borde del agujero, situándose entre un coyote muerto y un montón de plumas que antes había sido un buitre. Se asomó al pozo, llevándose simultáneamente las manos adormecidas al pecho y acariciando las dos bolsas de NAFO.
«¿Tienes idea de cómo detonar esto sin dinamita ni fulminante? —había preguntado Steve—. Sí, ¿verdad?».
—Creo que sí —dijo Johnny, con una voz monocorde y extraña dentro del casco—. Espero que…
—¡Vamos, pues! —gritó una voz enloquecida bajo él. Johnny dio un respingo, sorprendido y aterrorizado. Era la voz de Collie Entragian—. ¡Vamos! Tak ah lah, pirin moh! ¡Vamos, pedazo de gilipollas! ¡Veamos lo valiente que eres! Tak!
Intentó retroceder un paso, quizá para pensar un momento, pero unos zarcillos de cieno se enroscaron en sus tobillos como manos y tiraron de él. Cayó torpemente en el pozo con los pies por delante, golpeándose la nuca en el borde. De no haber sido por el casco, seguramente se habría roto la cabeza. Abrazó protectoramente las bolsas de NAFO, estrechándolas contra el pecho.
Entonces notó el dolor, primero un pinchazo, luego un desgarro, y por fin como si se lo comiesen vivo. El ini tenía forma de embudo, pero de la superficie descendente sobresalían cristales de cuarzo y afiladas hojas de esquisto. Johnny se deslizó por ella como un niño por un tobogán en el que han crecido torcidas espinas de cristal. Las chaparreras le protegían en cierta medida las piernas, y el casco le protegía la cabeza, pero la espalda y las nalgas le quedaron hechas trizas en cuestión de segundos. Apoyó los antebrazos en la erizada superficie en un intento de frenar la caída. Se le clavaron cientos de agujas de piedra, y enseguida vio teñirse de rojo las mangas de la camisa; un instante después estaban reducidas a jirones.
—¿Te ha gustado? —se mofó la voz desde el fondo del ini, y ahora era la de Ellen Carver—. Tak ah lah, cabrón entrometido! En Tow! Ten ah lak! —Desvariaba. Maldecía en dos lenguas.
Demente en cualquier dimensión, pensó Johnny, y se echó a reír en su tormento. Se echó hacia delante e intentó afianzar los talones con la intención de saltar o morir en el intento. Es hora de macerar el otro lado, pensó, y rió aún con más ganas. Notó que las botas se le llenaban de sangre como agua caliente.
El vapor negro pardusco lo envolvía, susurrando y adhiriendo en vano sus ventosas a la visera del casco. Aparecían, desaparecían, volvían a aparecer, estregándose contra el plexiglás y produciendo aquel sugerente sonido de besos. No pudo enderezarse, no pudo saltar. La pendiente era demasiado escarpada. Optó por ponerse de costado e intentar aferrarse a los afilados salientes de cristal que se hendían en su piel. Se cortó las manos pero no le importo; tenía que frenarse antes de quedar literalmente hecho jirones.
De pronto se interrumpió el descenso.
Yacía doblado por la cintura en el fondo del embudo, sangrando por todas partes. Sus cercenadas terminaciones nerviosas intentaban acallar cualquier pensamiento racional con su fútil griterío. Levantó la vista y vio un ancho rastro de sangre en la pared curva y empinada.
Trozos de tela y cuero —su camisa, sus Levi’s, sus chaparreras— colgaban de los prominentes cristales.
El humo procedente del agujero abierto en el fondo del embudo describió una espiral entre sus muslos e intentó enredarse en su entrepierna.
—Suéltame —dijo Johnny—. Mi Dios te lo ordena.
El humo negro pardusco retrocedió y se enrolló alrededor de sus muslos en sucias bandas.
—Puedo dejarte vivir —dijo una voz.
No era extraño, pensó Johnny, que Tak estuviese atrapado al otro lado del embudo. El agujero del fondo no tenía más de dos centímetros de diámetro. La luz roja palpitaba en el como un guiño.
—Puedo curarte, aliviarte, dejarte vivir.
—Ya, pero ¿puedes conseguirme un condenado Premio Nobel de Literatura?
Johnny se descolgó del cuello las bolsas de NAFO y sacó el martillo que llevaba al cinto. Debía trabajar deprisa. Tenía heridas en un millón de sitios, y percibía ya la nebulosa gris que empezaba a formarse en su mente a causa de la perdida de sangre. Eso le hizo pensar de nuevo en Connecticut, y recordó el modo en que llegaba la bruma al anochecer durante las últimas semanas de marzo y las primeras de abril. Los ancianos del lugar la llamaban «primavera de fresa», sabía Dios por qué.
—¡Si! ¡También eso puedo conseguirlo! —La voz que surgía por la estrecha garganta roja parecía ansiosa. Parecía también asustada—. ¡Cualquier cosa! Éxito… dinero… mujeres… y puedo curarte, no lo olvides. ¡Puedo curarte!
—¿Puedes devolverle la vida al padre de David? —preguntó Johnny.
El ini no contestó. La niebla negra pardusca que brotaba del agujero descubrió la maraña de cortes en su espalda y sus piernas, y de pronto se sintió como si lo atacase un banco de morenas o pirañas.
Lanzó un alarido.
—Puedo calmarte el dolor —afirmó Tak desde su minúsculo agujero—. Basta con que lo pidas… y abandones tus planes, naturalmente.
Con los ojos ardiendo a causa del sudor, Johnny rajó una de las bolsas de NAFO con el extremo en horquilla del martillo. Acercó la hendedura al agujero, tiró del extremo de la bolsa con una mano, y vertió el contenido, dejándolo resbalar entre los dedos ensangrentados de la otra mano. La luz roja se extinguió de inmediato, como si la criatura que anidaba al otro lado del agujero temiese detonar accidentalmente la carga explosiva.
—¡No puedes hacer eso! —gritó la voz, y aunque ahogada, Johnny la oyó claramente en su cabeza—. ¡Maldito seas, no puedes hacerlo! Ah lah! Ah lah! Os dam! ¡Hijo de puta!
Ah lah lo serás tú, pensó Johnny. Y también un pedazo de can de lach.
Acabó de vaciar la primera bolsa. Johnny vio una opaca blancura en el orificio donde antes todo era negro y rojo pulsátil. Lo cual significaba que la garganta que conducía al mundo o plano o dimensión de Tak no era demasiado larga. Al menos no lo era en cuanto medida física. ¿Y acaso había remitido un poco el dolor en la espalda y las piernas?
Quizá sea simple insensibilidad, pensó. Estado que en realidad no es nuevo para mí.
Cogió la segunda bolsa de NAFO y vio que toda la franja lateral estaba empapada de sangre. Además de la bruma en la cabeza, sentía una creciente debilidad. Debía darse prisa. Debía correr como el viento.
Rasgó el extremo de la segunda bolsa con la horquilla del martillo, procurando impermeabilizarse a los gritos que taladraban su cerebro; Tak ya solo hablaba en esa otra lengua.
Volcó la bolsa sobre el agujero y vio cómo se derramaban los perdigones de NAFO. La blancura se hizo más intensa a medida que se llenaba la garganta. Cuando la bolsa quedó vacía, la capa superior de perdigones se hallaba a sólo siete u ocho centímetros de la boca del agujero.
Hay espacio suficiente, pensó Johnny.
Reparó en el silencio que reinaba ahora tanto en el interior del pozo como arriba, en el an tak; se oía sólo el tenue susurro, que bien podía ser la llamada de los fantasmas que habían estado allí encerrados desde el 21 de septiembre de 1859.
Si era así, tenía intención de concederles la libertad condicional.
Buscó en el bolsillo de las chaparreras durante unos instantes que se le antojaron años, luchando contra la bruma que pretendía oscurecer sus pensamientos, luchando contra su creciente debilidad. Finalmente tocó algo con las yemas de los dedos, se le resbaló, volvió a tocarlo, lo agarró y lo sacó.
Un verde y grueso cartucho.
Johnny lo introdujo en el agujero del fondo del ini, y no se sorprendió al comprobar que encajaba a la perfección, su extremo romo y circular firmemente asentado sobre los perdigones de NAFO.
—Todo listo, hijo de puta —gruñó.
No, susurró una voz en su cabeza. No te atreverás.
Johnny contempló el pequeño círculo metálico que taponaba el agujero del fondo del ini. Agarró el martillo por el mango, notando sus fuerzas cada vez más mermadas, y recordó lo que el policía le había dicho justo antes de encerrarlo en la parte trasera del coche patrulla: «Eres un escritor patético, y un hombre patético».
Johnny se quitó el casco con la mano libre. Volvía a reír mientras alzaba el martillo por encima de su cabeza, y seguía riendo cuando lo descargó de pleno contra la base del cartucho.
—¡Dios, perdóname, odio a los críticos!
Tuvo una fracción de segundo para preguntarse si lo había conseguido, y al instante su duda se disipó en un estallido de rojo insonoro e intenso. Fue como desvanecerse entre los pétalos de una rosa.
Johnny Marinville se dejó caer y dedicó sus últimos pensamientos a David: ¿Habría salido a tiempo? ¿Se habría alejado de la zona de peligro? ¿Estaba bien? ¿Se recuperaría con el paso del tiempo?
Tienes permiso de salida, pensó Johnny, y después también eso se extinguió.