Mientras veía acercarse al lobo en actitud de ataque, Johnny recordó lo que había dicho el chico minutos antes. Según él, la criatura que controlaba aquel cotarro deseaba que se marchasen del pueblo, que de hecho se alegraría de perderlos de vista. Quizá aquello se debía sólo a un pequeño fallo técnico en la clarividencia del chico, o quizá Tak, ante la oportunidad de atrapar a uno de ellos por separado, había cambiado de idea. A caballo regalado…
En cualquier caso, pensó, la hemos jodido.
Te lo mereces, cariño, dijo Terry en su cabeza. Sí, así era Terry, una gran ayuda hasta el final.
Miró al lobo, blandió el martillo y, con una voz penetrante que apenas reconoció como propia, gritó:
—¡Largo de aquí!
El lobo torció a la izquierda y trazó un cerrado círculo, gruñendo, encogiendo las patas traseras como resortes, con el rabo plegado.
Cuando completaba el giro, golpeó un armario con uno de sus poderosos hombros, y de lo alto cayó una taza de té y se hizo añicos contra el suelo. La radio emitió una ráfaga larga y ronca de interferencia estática.
Johnny dio un paso hacia la puerta, viéndose ya correr por el pasillo y salir al aparcamiento —a la mierda el todoterreno, ya encontraría un medio de transporte en otra parte—, pero de inmediato el lobo le cortó el paso, con la cabeza inclinada y los ojos (unos ojos inteligentes, espantosamente alertas) resplandecientes de cólera. Johnny retrocedió, alzando el martillo ante sí y moviéndolo ligeramente como un caballero andante al saludar al rey con su espada. Notó la palma de la mano sudorosa en torno al manguito de goma perforada que recubría la empuñadura del martillo. El lobo era enorme, del tamaño de un pastor alemán como mínimo. En comparación, el martillo resultaba ridículamente pequeño, como una de esas herramientas domesticas que uno guarda para reparar estanterías y colgar cuadros.
—Dios, ayúdame —dijo Johnny, pero no era una suplica con verdadero contenido; era sólo una expresión que uno utilizaba cuando una vez más veía pender sobre su cabeza la espada de Damocles, dispuesta simplemente a obedecer la ley de la gravedad. Dios no existía; él no era un niño de un pueblo de Ohio todavía a más de tres años de su primera cita con la navaja de afeitar. Las plegarias eran sólo una manifestación de lo que los psicólogos llamaban «pensamiento mágico», y Dios no existía.
Y si existiese, ¿qué interés iba a tener en mí de todos modos? ¿Qué interés iba a tener en mí cuando acabo de abandonar a los otros en el camión?
De pronto el lobo le ladró. Era un sonido absurdo, la clase de agudo ladrido que Johnny habría esperado de un perro de lanas o un cocker spaniel. Sus dientes, en cambio, no tenían nada de absurdo. A cada ladrido gruesas gotas de baba blanca volaban de su boca.
—¡Largo! —repitió Johnny con aquella misma voz penetrante—. ¡Largo de aquí!
En lugar de marcharse, el lobo contrajo las patas traseras casi hasta sentarse, y por un momento Johnny pensó que iba a cagar, que estaba tan asustado como el e iba a cagarse en el suelo del laboratorio. Por fin, una décima de segundo antes de que ocurriese, comprendió que en realidad estaba preparándose para saltar. Para saltar sobre él.
—¡No, Dios! ¡No, por favor! —exclamó, y se dio media vuelta para huir, hacia atrás, hacia el todoterreno y los rígidos cadáveres colgados de los ganchos.
En su mente hizo eso; sin embargo su cuerpo se movió en sentido contrario, hacia adelante, como si lo dirigiesen unas manos invisibles.
No tuvo la impresión de estar poseído, pero si la clara e inconfundible sensación de no hallarse ya solo. Su terror se desvaneció. Su primer y poderoso impulso —darse media vuelta y correr— desapareció también. Dio un paso al frente, volvió a alzar el martillo por encima del hombro y se lo lanzó al animal en el momento en que saltaba.
Esperaba que el martillo girase y estaba seguro de que pasaría sobre la cabeza del lobo —unos mil años atrás había jugado al béisbol en el instituto de Lincoln Park y aún conocía esa sensación de que el lanzamiento va demasiado alto, pero no fue así. No era Excalibur sino un simple martillo con un manguito de goma perforada en la empuñadura para mayor adherencia de la mano, pero no giró en el aire ni erró el tiro.
Por el contrario, golpeó al lobo de pleno entre los ojos.
Se oyó un sonido semejante al que produciría un ladrillo al caer sobre un tablón de roble. El verde resplandor abandonó al instante los ojos del lobo, que se convirtieron en dos opacas canicas incluso antes de que la sangre empezase a manar de su cráneo partido en dos. No obstante, el animal exánime completó la trayectoria de su salto y golpeó a Johnny en el pecho, empujándolo contra la mesa. Al chocar contra el borde, una punzada de dolor le traspasó los riñones. Por un momento percibió el olor del lobo, un olor seco, acanelado, como el de las especias que empleaban los egipcios para embalsamar a los muertos, y vio ante el la cara ensangrentada del animal, y una mueca de impotencia en los dientes que con toda seguridad le habrían desgarrado la garganta. Vio también su lengua, y una cicatriz en forma de media luna que le surcaba el hocico. A continuación el animal cayó sobre sus patas, como un fardo flácido y pesado envuelto en una raída manta.
Jadeando, Johnny se apartó de él con paso tambaleante. Se agachó a recoger el martillo y, convencido de que el lobo se levantaría y se abalanzaría de nuevo sobre él, giró de inmediato sobre sus talones con tal torpeza que estuvo a punto de caer; se resistía a creer que hubiese podido matar al animal con un martillo como aquel, y además lo había lanzado alto, estaba seguro, sus músculos recordaban aún esa sensación premonitoria de que la pelota iría derecha al guante del catcher, la recordaban muy bien.
Pero el lobo permaneció inmóvil donde había caído.
¿Ha llegado, quizá, el momento de reconsiderar la existencia del Dios de David Carver?, preguntó Terry con una voz tranquila que Johnny oyó en estéreo, procedente a la vez de su cabeza y de debajo del rótulo ES OBLIGATORIO EL USO DE CASCO.
—No —respondió Johnny—. Ha sido un golpe de suerte, como cuando en la feria atinas una vez entre un millar y ganas el oso panda de peluche para tu novia.
¿No habías dicho que el lanzamiento iba alto?
—Sí, bueno, me he equivocado, a la vista está. Me he equivocado una vez más, como tú solías decirme diez o doce veces al día, bruja. —Le sorprendió el timbre ronco, casi sollozante, de su propia voz—. ¿No era esa tu frase preferida durante el tiempo que duró nuestro encantador matrimonio? Estás equivocado, Johnny; estás equivocado, Johnny; estás absolutamente equivocado, Johnny.
Los has abandonado, dijo la voz de Terry, pero lo que interrumpió a Johnny no fue el desprecio que rezumaba aquella voz (que al fin y al cabo era su propia voz, su propia mente enzarzada en sus viejos trucos bicamerales) sino la desesperación. Los has abandonado cuando sus vidas corren peligro. Y peor aún, sigues negando la existencia de Dios aún después de invocarlo… y recibir Su ayuda. ¿Qué clase de hombre eres?
—Un hombre que conoce la diferencia entre Dios y un golpe de suerte —respondió a la pelirroja con un orificio de bala en la bata de laboratorio—. Y un hombre que sabe abandonar cuando todavía está a tiempo.
Aguardó la respuesta de Terry. Pero Terry permaneció en silencio.
Reflexionó una vez más sobre lo que acababa de ocurrir, examinándolo segundo a segundo con su prodigiosa memoria, y no encontró nada más que su brazo, que por lo visto conservaba una destreza para el lanzamiento adquirida en su adolescencia, y un martillo vulgar y corriente. Ni luces azules. Ni efectos especiales a lo Cecil B. DeMille.
Ni la Filarmónica de Londres llenando artificiosamente el aire de sobrenatural estupor con un centenar de violines. El terror y el vacío y la desesperación que lo abrumaban eran emociones pasajeras; se diluirían. Y sin más perdida de tiempo iba a desenganchar el remolque del todoterreno, utilizando aquel mismo martillo para desprender la chaveta. A continuación pondría en marcha el todoterreno y se largaría de aquel horripilante…
—Que puntería —dijo una voz desde el umbral de la puerta.
Johnny se giró en el acto. Era el chico. David. Contempló al lobo y después miró a Johnny sin el menor asomo de sonrisa en el rostro.
—He tenido suerte —repuso Johnny.
—¿Eso cree?
—¿Sabe tu padre que te has marchado, David?
—Lo sabe.
—Si has venido para intentar convencerme de que me quede, pierdes el tiempo —advirtió Johnny. Se inclinó sobre el enganche que mantenía unidos el remolque y el todoterreno, levantó el martillo y descargó un golpe. Erró por completo, y el puño que sostenía el martillo fue a estrellarse contra un ángulo de metal. Lanzó un grito de dolor y se llevó a la boca los nudillos despellejados. Sin embargo había acertado entre los ojos con ese mismo martillo al lobo cuando saltaba sobre él, había…
Johnny alejó de su mente esos pensamientos. Se retiró la mano de la boca, agarró con firmeza el martillo y se inclinó de nuevo sobre el enganche. Esta vez asestó un golpe relativamente certero, no en la cabeza misma de la chaveta pero si bastante cerca para soltarla por completo. La chaveta cayó al suelo y rodó hasta la pared, quedando bajo los pies colgantes de la mujer que se parecía a Terry.
Tampoco voy a buscar a eso ninguna explicación misteriosa, pensó.
—Y si vienes a hablar de teología, también pierdes el tiempo —añadió Johnny—. En cambio, si te interesa acompañarme a Austin…
Se interrumpió. El chico sostenía algo en la mano, y se lo tendió. El lobo muerto yacía entre ellos en el suelo del laboratorio.
—¿Qué es eso? —preguntó Johnny, aunque ya lo sabía. Aún no tenía tan mal la vista. De pronto se notó la boca seca, ¿por qué me persigues?, pensó; ignoraba a qué o quién formulaba su pregunta, pero desde luego no era al chico. ¿Por qué no me pierdes el rastro? ¿Por qué no me dejas en paz?
—Su cartera —respondió David, mirándolo con expresión inalterable—. Estaba en el camión. Se le ha caído del bolsillo, y he venido a traérsela. Lleva dentro toda su documentación, por si olvida quién es.
—Muy gracioso.
—No es un chiste.
—¿Qué quieres, pues? —preguntó Johnny con aspereza—. ¿Una recompensa? Muy bien. Anótame tu dirección, y te mandare veinte dólares o un libro autografiado. ¿Quieres una pelota de béisbol firmada por Albert Belle? Puedo conseguírtela. Di lo que quieres, lo que se te antoje.
David observó el lobo por un momento.
—Un lanzamiento excelente para un hombre que no es capaz de darle a un enganche a diez centímetros.
—Cállate, listillo —dijo Johnny—. Acércame la cartera si vienes conmigo. Lánzamela si te quedas. O guárdatela si lo prefieres.
—Dentro hay una foto. Aparecen usted y otros dos hombres enfrente de un sitio llamado Puesto de Observación Vietcong. Un bar, creo.
—Sí, es un bar —confirmó Johnny. Inquieto, contrajo la mano repetidamente en torno al mango del martillo, sin notar apenas el escozor en los nudillos—. De los tres, el más alto es David Halberstam, un escritor famoso. Un historiador. Y un auténtico forofo del béisbol.
—A mi me interesa sobre todo el hombre algo más bajo que está en medio de los otros dos —dijo David, y de pronto una parte de Johnny (una parte muy profunda) supo adónde quería ir a parar el chico, que iba a decir, y esa parte lanzó un gemido de protesta—. El hombre de la camiseta gris y la gorra de los Yankees. El hombre que me ha enseñado la Mina de los Chinos desde mi Puesto de Observación Vietcong. Ese hombre era usted.
—¡Qué estupidez! —exclamó Johnny—. Otra más entre las muchas que has soltado desde que…
En voz baja, entonando perfectamente y todavía con la cartera en la mano, David Carver cantó:
—Dije, doctor… señor doctor…
Fue como encajar un golpe en medio del pecho. A Johnny se le cayó el martillo de la mano.
—Basta —susurró.
—… puede decirme… qué me pasa… Y el dijo sí, sí, sí…
—¡Basta! —gritó Johnny, y de la radio surgió otra ráfaga de interferencia estática.
Notó que algo empezaba a moverse en su interior. Algo horrible.
Algo que se deslizaba. Como el comienzo imperceptible de una avalancha bajo una superficie de apariencia sólida, ¿por qué había ido el chico hasta él? Porque lo habían enviado, naturalmente. No era culpa de David. La verdadera pregunta era: ¿Por qué el terrible amo del chico no los dejaba en paz a los dos?
—Los Rascals —dijo David—. Sólo que por entonces eran todavía los Young Rascals. El solista era Felix Cavaliere. Un grupo genial. Esa es la canción que sonaba cuando usted murió, ¿no, Johnny?
Un alud de imágenes comenzó a despeñarse en la mente de Johnny mientras Felix Cavaliere cantaba I was feelin’ so bad: soldados surcoreanos, muchos de ellos poco más altos que niños occidentales de doce años, separando las nalgas de los muertos en busca de tesoros escondidos, una obscena recolección de basura reciclable en una guerra obscena, can tah en can tak; el regreso a casa, al lado de Terry, con dos nuevas adquisiciones, unas purgaciones y la adicción a la droga, controlando apenas el mono, abofeteando a Terry en la zona de embarque de un aeropuerto por hacer un comentario irónico sobre la guerra («su guerra», había dicho, como si aquel infierno lo hubiese inventado él), abofeteándola con tal fuerza que empezó a sangrar por la boca y la nariz, y aunque su matrimonio renqueó durante un año más aproximadamente, en realidad había terminado allí, en la zona de embarque B de la terminal de United de LaGuardia, con el sonido seco de aquella bofetada; Entragian asestándole un puntapié mientras se revolvía en el asfalto de la interestatal 50, y no había sido un puntapié a una celebridad literaria o a un ganador del Premio Nacional de Literatura o al único escritor blanco de Estados Unidos que debía tenerse en cuenta, sino a un viejo tripudo con una cazadora cara, un fulano tan mortal como cualquier otro; Entragian afirmando que el título provisional del futuro libro de Johnny le ponía furioso, que lo sacaba de quicio.
—No volveré —dijo Johnny con voz ronca—. Ni por ti, ni por Steve Ames, ni por tu padre, ni por Mary, ni por nada del mundo. No volveré. —Recogió el martillo del suelo y golpeó el remolque, como remarcando su negativa—. ¿Me has oído, David? Estás perdiendo el tiempo. No volveré. ¡No, no y no!
—Al principio no entendía cómo podía ser usted —prosiguió David como si no lo hubiese oído—. Era la Tierra de los Muertos, incluso usted lo ha dicho, Johnny. Pero usted estaba vivo. O al menos, eso pensaba. Incluso después de verle la cicatriz. —Señaló la muñeca de Johnny—. Usted murió… ¿cuando? ¿En 1966? ¿En 1968? Supongo que la fecha no importa. Cuando una persona deja de cambiar, deja de sentir, muere. Con sus posteriores intentos de suicidio simplemente pretendía poner las cosas en su sitio, ¿no? —El chico sonrió con una compasión llena de una inocencia, una ternura y una imparcialidad indescriptibles. Luego añadió—: Johnny, Dios puede resucitar a los muertos.
—¡Vaya, no me digas! Pero el caso es que yo no quiero ser resucitado —masculló Johnny, pero su voz parecía llegar a él desde algún lugar lejano, y curiosamente duplicada, como si estuviese escindiéndose de una manera extraña pero profunda. Como si estuviese fragmentándose igual que el esquisto.
—Es demasiado tarde —dijo David—. Ya ha ocurrido.
—Vete a la mierda, pequeño héroe; yo me largo a Austin. ¿Me oyes? ¡A Austin!
—Tak llegara allí antes que usted —advirtió David.
Le tendía aún la cartera, su cartera, la que contenía la foto de Johnny, David Halberstam y Duffy Pinette ante un sórdido barucho, el Puesto de Observación Vietcong. Era una tasca de mala muerte, pero tenía la mejor gramola de todo Vietnam, una Wurlitzer. En su mente Johnny percibía el sabor de la cerveza Kirin y oía a los Rascals, el brío de la percusión, el órgano penetrante como una daga, y qué calor hacía, qué verde era todo y qué calor hacía, el sol como un trueno, la tierra impregnada de olor a sexo cada vez que llovía, y esa canción que parecía sonar en todas partes, en cada club, en cada radio, en cada gramola; en cierto modo, esa canción era Vietnam: «Muy mal me encontraba… le pregunté al doctor qué me pasaba…».
«Esa es la canción que sonaba cuando usted murió, ¿no, Johnny?».
—Austin —susurró Johnny con voz débil y entrecortada, una voz que parecía aún partida en dos sonidos gemelos, que transmitía aún una sensación de dualidad.
—Si se marcha ahora, Tak estará siempre esperándole en muchos sitios —anunció David, el implacable candidato a carcelero de Johnny, todavía con su cartera en la mano, en la que se hallaba sepultada esa odiosa fotografía—. No solo en Austin. En habitaciones de hotel, en salas de conferencias. En sofisticados almuerzos literarios. Cuando esté con una mujer, será usted quién la desnude y Tak quién copule con ella. Y lo peor es que puede seguir viviendo así mucho tiempo. Se convertirá en can de lach, el corazón del ser sin forma. En mi him can ini, el pozo vacío del ojo.
¡No!, intentó gritar Johnny, pero ya no le salió la voz, y cuando golpeó de nuevo el remolque, el martillo se le escapó de entre los dedos. La fuerza había abandonado su mano. Sus muslos parecieron licuarse y sus rodillas empezaron a ceder bajo su peso. Se arrodilló lentamente con un sollozo ahogado. La sensación de duplicación, de escisión, era aún más intensa que antes, y comprendió angustiado y a la vez resignado que esa sensación tenía un fundamento real. Estaba dividiéndose en dos literalmente. Por un lado estaba John Edward Marinville, que no creía en Dios y no quería que Dios creyese en él; esa parte deseaba marcharse, y sabía que Austin sería sólo el primer alto en el camino. Por otro lado estaba Johnny, que quería quedarse; más aún, que quería luchar, que se hallaba tan inmerso en aquel descabellado mundo sobrenatural que quería morir en el seno del Dios de David, abrasarse en él como una mariposa nocturna en la tulipa de una lámpara de petróleo.
¡Suicidio!, clamó su corazón. ¡Suicidio! ¡Suicidio!
Los soldados surcoreanos, los optimistas ciegos de la guerra, buscando diamantes en los culos de los muertos. Un borracho con una botella de cerveza en la mano y el pelo mojado en los ojos saliendo sonriente de la piscina de un hotel entre los destellos de las cámaras.
Terry sangrando por la nariz y mirándolo con expresión dolida e incrédula mientras una voz anunciaba desde el cielo que los pasajeros del vuelo 507 de United con destino a Jacksonville debían embarcar por la puerta B-7. El policía asestándole un puntapié mientras se revolvía sobre la línea divisoria de una carretera en medio del desierto.
«Me pone furioso —había dicho el policía—. Me revuelve el estómago».
Johnny notó que abandonaba su propio cuerpo, notó que lo agarraban unas manos que no eran las suyas y lo extraían de su carne como calderilla de un bolsillo. Se irguió como un espectro junto al hombre arrodillado y vio que el hombre arrodillado tendía las manos.
—La cogeré —dijo el hombre arrodillado. Lloraba—. Cogeré mi cartera, qué carajo. Devuélvemela.
Vio cómo el chico se acercaba al hombre arrodillado y se arrodillaba a su vez junto a él. Vio cómo el hombre arrodillado cogía la cartera y se la guardaba en un bolsillo delantero del pantalón bajo las chaparreras para poder juntar las manos, dedo con dedo, como había hecho David.
—¿Qué tengo que decir? —preguntó el hombre arrodillado, sollozando—. Por favor, David, ¿cómo tengo que empezar? ¿Qué digo?
—Lo que le salga del corazón —respondió el chico arrodillado, y en ese punto el espectro se rindió y volvió a fundirse con el hombre. La claridad envolvió el mundo, prendiendo en él, en el mundo y en Johnny, como napalm, y oyó a Felix Cavaliere cantar: «Dije, nena, ya no hay duda, yo tengo la fiebre, tú tienes la cura».
—Dios, ayúdame —dijo Johnny, alzando las manos a la altura de los ojos, donde podía verlas bien—. Dios, por favor, ayúdame. Ayúdame a cumplir la misión por la que he sido enviado a este pueblo, ayúdame a recuperar la integridad, ayúdame a vivir. Dios, ayúdame a vivir de nuevo.
¡Te atraparé, puta!, pensó, triunfante.
Al principio las probabilidades parecían escasas. Había llegado a unos veinte metros de la os pa cerca del borde de la mina, pero la puta sacó fuerzas de flaqueza y consiguió recorrer el último tramo de la pendiente. Luego, en cuanto empezó a descender, aumentó su ventaja rápidamente, de veinte metros a sesenta, y de sesenta a ciento cincuenta. Como podía respirar profundamente, podía compensar la deuda de oxígeno de su cuerpo. En cambio, el cuerpo de Ellen Carver, perdía por momentos su capacidad para lo uno y para lo otro. La hemorragia vaginal se había convertido en un torrente de sangre, lo cual mataría el cuerpo de Ellen en unos veinte minutos; pero si Tak alcanzaba a Mary, poco importaría que los restos de Ellen Carver sangrasen más o menos, pues tendría un sitio adónde ir. Sin embargo cuando llegaba al borde de la mina, algo se rompió en el pulmón izquierdo de Ellen. A partir de ese momento al exhalar no sólo escupía una fina llovizna de sangre sino que vomitaba chorros de sangre y tejidos por la boca y la nariz. Y no conseguía oxígeno suficiente para proseguir la persecución. Con un solo pulmón era imposible.
Pero entonces ocurrió un milagro. Mientras la puta descendía a mayor velocidad de lo que permitía la pendiente, volvió la vista atrás y se le enredaron las piernas. Dio una espectacular voltereta, cayó sobre la superficie de grava en una especie de salto del cisne, y resbaló varios metros cuesta abajo, dejando un rastro oscuro tras de sí. Quedó tendida de bruces con los brazos extendidos, temblando de los pies a la cabeza. A la luz de las estrellas sus manos abiertas parecieron pálidas criaturas pescadas en una alberca. Tak vio cómo intentaba flexionar una rodilla para levantarse. Pero le fallaron las fuerzas y se quedó tumbada.
¡Ahora! ¡Ahora! Tak ah wan!
Tak obligó al cuerpo de Ellen a avanzar con algo parecido a un trote, apostándolo todo a las últimas energías de aquel cuerpo, confiando en su propia agilidad para evitar una caída. Su respiración se había reducido a una especie de húmedos resoplidos en la garganta, como un pistón deslizándose en grasa espesa. La percepción sensorial de Ellen se había oscurecido en la periferia, aproximándose ya al colapso definitivo. Pero resistiría un poco más. Sólo un poco. Y eso era justo lo que necesitaba.
Ciento cuarenta metros.
Ciento veinte.
Tak corrió hacia la mujer tendida en la pista de grava, emitiendo voraces y ahogados gritos de triunfo a medida que la distancia se acortaba.
Mary oyó acercarse algo, algo que profería palabras sin sentido con una voz velada y gangosa. Oía el ruido sordo de unas pisadas en la grava. Cada vez más cerca. Pero nada de eso parecía tener importancia. Como los ruidos oídos en un sueño. Y sin duda aquello tenía que ser un sueño… ¿o no?
¡Levántate, Mary! ¡Tienes que levantarte!
Miró atrás y vio aproximarse una criatura horrible y amenazadoramente real. El pelo flotaba en el aire tras ella. Le había reventado un ojo. A cada exhalación brotaban chorros de sangre por su boca. Y en su rostro se advertía la expresión de un animal voraz que ha abandonado el escondrijo donde permanecía al acecho y lo arriesga todo en un último ataque.
¡Levántate, Mary! ¡Levántate!, insistió la voz.
No puedo. Me he desollado medio cuerpo y además ya es demasiado tarde, gimió, pero incluso mientras se lamentaba intentó de nuevo flexionar la rodilla y apoyarse en ella. Esta vez lo consiguió, y eso le permitió enderezarse e intentar vencer la fuerza de gravedad que la mantenía pegada al suelo como una limadura de hierro a un imán.
La criatura con apariencia de Ellen había cobrado mayor velocidad. Mientras avanzaba parecía desintegrarse por momentos. Y gritaba: un prolongado aullido de rabia y hambre rebozado en sangre.
Mary se puso en pie y gritó también al ver que la criatura alargaba los brazos y trataba de agarrarla con los dedos. Corrió cuesta abajo con los ojos desorbitados y la boca abierta en un mudo alarido.
Una mano nauseabundamente caliente le golpeó entre los omóplatos e intentó hacer presa en la camisa. Mary echó el tronco hacia delante y casi cayó al inclinarse más allá de su eje de equilibrio, pero se zafó de la mano.
—¡Puta!
Era un gruñido gutural, inhumano, justo detrás de ella, y esta vez la mano le agarró el pelo, pero lo tenía resbaladizo a causa del sudor, y tampoco pudo sujetarla. Por un momento Mary notó los dedos de la criatura en la nuca. Siguió corriendo cuesta abajo con zancadas cada vez más largas, y el miedo se mezcló con una especie de delirante euforia.
Al cabo de un instante oyó un golpe sordo a sus espaldas. Se arriesgó a mirar atrás y vio que la criatura se había desplomado. Yacía enroscada como un caracol aplastado. Abría y cerraba las manos como si aún intentase atrapar a la mujer que por muy poco había conseguido escapar de ella.
Mary miró al frente y se concentró en el semáforo del cruce. Se hallaba más cerca… y se veían también otras luces. Unos faros, aproximándose en aquella dirección. Corrió hacia ellos.
No advirtió que una enorme silueta pasaba en silencio sobre ella.
Todo había acabado.
Había estado muy cerca —de hecho había llegado a tocarle el pelo— pero en el último segundo Mary había logrado zafarse. Y cuando Mary empezaba a cobrar de nuevo ventaja, los pies de Ellen se enredaron y Tak se desplomó, oyendo cómo reventaban los órganos dentro del cuerpo de Ellen. Quedó tendida de costado, abriendo y cerrando las manos como si buscara dónde agarrarse.
Se tumbó de espaldas y miró el cielo estrellado, gimiendo de dolor y odio. Había estado tan cerca.
De pronto vio la oscura silueta que surcaba el aire, una especie de crucifijo en movimiento que ocultaba las estrellas a su paso, y lo recorrió una repentina oleada de esperanza.
Había pensado en el lobo y había descartado la idea porque se hallaba demasiado lejos, pero se había equivocado al creer que el lobo era el único recipiente can toi que podía albergar a Tak durante un rato.
Allí estaba aquel otro animal.
—Mi him —susurró con su voz estertórea, velada por la sangre—. Can de lach, mi him, min en to, Tak!
Ven a mí. Ven a Tak, ven a la criatura ancestral, ven al corazón del ser sin forma.
Ven a mí, recipiente.
Alzó los brazos moribundos de Ellen, y el águila voló hasta ellos, mirando fijamente el rostro agónico de Tak con ojos extasiados.
—Ni mires los cadáveres —recomendó Johnny. Apartaba el remolque del todoterreno. David lo ayudaba.
—No los miro, créame —respondió David—. Ya he visto suficientes cadáveres para toda mi vida.
—Creo que así ya está bien —dijo Johnny cuando le pareció que el remolque no obstaculizaba ya la salida del garaje. A continuación se dirigió hacia el lado del conductor del todoterreno y tropezó con algo.
David lo agarró del brazo, pese a que no había sido más que un ligero traspié, y dijo:
—Cuidado, abuelo.
—Eres un deslenguado, chico.
Johnny miró al suelo y vio que había tropezado con el martillo. Lo recogió y se volvió para dejarlo en el banco de trabajo, pero cambió de idea y se lo colocó bajo el cinturón de las chaparreras. Estas presentaban ya manchas de sangre y tierra suficientes para parecer auténticas, y por alguna razón pensó que aquel era el sitio adecuado para el martillo.
A la derecha de la puerta metálica había una caja de control remoto.
Johnny pulsó el botón azul de apertura, preparándose mentalmente para nuevos problemas, pero la puerta se elevó suavemente por sus rieles. El aire que entró, impregnado de un tenue olor a castilleja y salvia, era fresco y fragante. David se llenó los pulmones, se volvió hacia Johnny, y sonrió.
—¡Qué agradable!
—Sí. Vamos, monta en esta preciosidad. Te llevo a dar una vuelta.
David se subió al vehículo, que parecía un descomunal carro de golf. Johnny hizo girar la llave y el motor arrancó a la primera. Mientras cruzaban la puerta, pensó que nada de aquello estaba ocurriendo, que todo formaba parte de una nueva idea que había tenido para un nuevo libro. Una novela de fantasía, quizá incluso de terror puro y simple. En todo caso un libro en el que John Edward Marinville se apartaría de su anterior trayectoria. No abordaría las cuestiones propias de la literatura seria, pero ¿qué más daba? Iba a seguir escribiendo, y si deseaba tomarse un poco menos en serio, sin duda estaba en su derecho. No había necesidad de cargarse al hombro cada libro como si fuese una mochila llena de piedras y después echarse a correr cuesta arriba con él. Eso podía estar bien para los jóvenes, los reclutas del campo de instrucción, pero para él esa etapa ya había quedado atrás. Lo cual era un alivio.
No, nada de aquello era real. En la realidad se disponía a dar un paseo en el viejo descapotable, a dar un paseo con su hijo, el hijo que había tenido ya en su madurez. Irían a Milly’s on the Square. Aparcarían junto al puesto de helados, comprarían unos cucuruchos, y quizá le contaría al chico unas cuantas anécdotas de su juventud, no tantas como para aburrirlo —los chicos tenían poca paciencia para las historias que empezaban con un «Cuando yo era joven», lo sabía, como probablemente lo sabían todos los padres que no tenían la cabeza en las nubes—, sólo una o dos sobre sus inicios en el béisbol, cuando se presentó a unas pruebas por pura diversión, y resultó que el entrenador…
—¿Johnny? ¿Se encuentra bien?
Johnny se dio cuenta de que había retrocedido hasta bajar de la acera y se había quedado inmóvil con el pie en el embrague y el motor en marcha.
—¿Eh? Ah, sí. Estoy bien.
—¿En qué pensaba? —preguntó David.
—En niños. Tú eres el primero que tengo cerca desde… ¡Santo Dios! Desde que mi hijo menor se fue a estudiar a Duke. Eres un buen chico, David. Un poco obsesionado con Dios, pero por lo demás eres legal.
David sonrió.
—Gracias.
Johnny retrocedió un poco más, giró y puso la primera. Cuando los altos faros del todoterreno iluminaron la calle principal, advirtió dos cosas: la veleta en forma de duende que antes coronaba el Bud’s Sud había caído a la calle, y el camión de Steve había desaparecido.
—Si han hecho lo que tú querías, deben de estar camino de la mina —comentó Johnny.
—Cuando encuentren a Mary, nos esperarán.
—¿Crees que la encontrarán?
—Estoy casi seguro de que sí. Y creo que se encuentra bien. Aunque le ha ido de poco. —Miró a Johnny, y esta vez se dibujó en sus labios una sonrisa más amplia. Johnny pensó que era una sonrisa encantadora—. Y usted también va a salir de esta, creo. Quizá incluso escriba sobre la experiencia.
—Por lo general escribo sobre cosas que me han pasado. Las disfrazo un poco y me dan buen resultado. Pero esto… no sé.
Pasaron ante el Oeste Americano. Johnny pensó en Audrey Wyler, sepultada bajo las ruinas de la galería. Lo que quedaba de ella.
—David, ¿qué había de cierto en la historia de Audrey? ¿Lo sabes?
—Casi todo. —Contempló también el cine, torciendo el cuello cuando lo dejaron atrás para verlo un instante más. Después volvió a mirar a Johnny con expresión abstraída y, pensó Johnny, melancólica—. Audrey no era mala persona, ¿sabe? Lo que le ha pasado es como verse atrapado por un alud o una inundación, algo así.
—Una fuerza mayor. Un designio de Dios.
—Exacto.
—Nuestro Dios. El tuyo y el mío.
—Exacto —convino David.
—Y Dios es cruel.
—Sí.
—Tienes algunas ideas monstruosas para ser un niño, ¿lo sabías?
Pasaron por delante del ayuntamiento, el lugar donde su hermana había sido asesinada y su madre arrastrada a algún oscuro final. David observó el edificio con una mirada que Johnny no supo interpretar y después se frotó la cara con las dos manos. Con ese gesto volvía a aparentar su verdadera edad, y Johnny se sorprendió al verlo de repente tan joven.
—Más de las que yo querría —contestó David—. ¿Sabe qué dijo Dios a Job cuando se cansó de escuchar sus quejas?
—Que se jodiese, poco más o menos, ¿no?
—Sí. ¿Quiere oír algo realmente horrible?
—Me muero de impaciencia —respondió Johnny.
El todoterreno se traqueteó sobre los montículos de arena. Johnny veía ya el límite del pueblo. Habría deseado acelerar, pero dado el corto alcance de los faros no parecía prudente poner una marcha superior a la segunda. Quizá era cierto que estaban en manos de Dios pero, según se decía, Dios ayudaba a quienes se ayudaban a sí mismos.
Acaso por eso había conservado el martillo.
—Tengo un amigo. Brian Ross, se llama. Es mi mejor amigo. Una vez construimos un Partenón con chapas.
—¿En serio?
—Sí. Nos ayudó un poco el padre de Brian, pero prácticamente lo construimos nosotros solos. Los sábados por la noche nos quedábamos a ver viejas películas de terror. En blanco y negro. Boris Karloff era nuestro monstruo favorito. Frankenstein no estaba mal, pero nos gustaba más La momia. Siempre nos estábamos diciendo: «Mierda, nos persigue la momia; andemos un poco más deprisa». Eran tonterías, pero nos lo pasábamos bien. ¿Entiende?
Johnny sonrió y asintió con la cabeza.
—El caso es que Brian tuvo un accidente. Un conductor bebido lo atropelló un día cuando iba al colegio en bicicleta. O sea, eran las ocho menos cuarto de la mañana. ¿Y puede creer que aquel tipo iba borracho como una cuba?
—Sí —afirmó Johnny—, no me lo jures.
David lo miró con atención, asintió y reanudó su historia.
—Brian se dio un golpe en la cabeza. Un golpe muy fuerte. Tenía una fractura de cráneo y lesiones en el cerebro. Quedó en coma, y no había esperanzas de que sobreviviese. Pero…
—Deja que adivine —dijo Johnny—. Rogaste a Dios que tu amigo se curase, y al cabo de dos días, premio, el chico volvió a andar por su propio pie y a hablar como si tal cosa, alabado sea Jesús, señor y salvador nuestro.
—¿No me cree?
Johnny se echó a reír.
—Sí, claro que te creo. Después de todo lo que he visto hoy, una minucia como esa me parece lo más normal del mundo.
—Fui a rezar a un sitio que era especial para Brian y para mí. Una plataforma que habíamos construido en un árbol. La llamábamos Puesto de Observación Vietcong.
Johnny lo miró con expresión seria.
—¿Eso no será una broma?
David movió la cabeza en un gesto de negación.
—Ya no recuerdo quién de los dos le puso ese nombre, pero así es como la llamábamos. Creo que lo sacamos de una película, pero tampoco recuerdo cuál. Incluso clavamos un cartel. Aquel era nuestro sitio y allí fui, y lo que dije fue… —Cerró los ojos para pensar—. Lo que dije fue: «Cúralo. Dios, cúralo. Si lo curas, haré lo que me pidas. Escucharé tus deseos y los realizaré. Lo prometo». —David volvió a abrir los ojos—. Se curó casi al instante.
—Y ahora tienes que cumplir tu promesa. Esa es la parte desagradable, ¿no?
—¡No! No me importa cumplir mi promesa. El año pasado aposté cinco dólares con mi padre a que los Pacers ganarían el campeonato de la NBA; no ganaron, y cuando me tocaba pagar, quiso perdonármelos porque, según dijo, era un niño y había apostado con el corazón y no con la cabeza. Quizá tenía razón…
—Probablemente tenía razón.
—… pero se los pagué de todos modos. Porque está mal no pagar lo que uno debe, y está mal no cumplir lo que uno ha prometido. —David se inclinó hacia Johnny y bajó la voz como si temiese que Dios pudiera oírlo—. La parte desagradable es que Dios sabía que yo vendría aquí, y sabía ya lo que quería de mí. Y sabía que tenía que aprender antes para cumplir su voluntad. Mis padres no son creyentes, sólo celebran la Navidad y la Semana Santa, y hasta el accidente de Brian tampoco yo lo era. Lo único que conocía de la Biblia era el Evangelio de San Juan, capítulo tres, versículo dieciséis, porque siempre aparece citado en las pancartas que llevan los fanas al estadio de béisbol. Porque tanto amó Dios al mundo.
Pasaron ante la bodega, cuyo cartel se había caído por completo.
Los depósitos de gas habían sido arrancados de la pared del edificio y se hallaban en medio del desierto a sesenta o setenta metros. La Mina de los Chinos se alzaba ante ellos. A la luz de las estrellas parecía un sepulcro blanqueado.
—¿Quiénes son los «fanas»? —preguntó Johnny.
—Los fanáticos. Así los llamaba mi amigo el padre Martin. Creo que está… creo que le ha pasado algo. —David guardó silencio por un momento, manteniendo la vista fija en la carretera, cuyos bordes se habían desdibujado bajo la arena, apilada allí en montículos más pronunciados. El todoterreno los superaba sin problemas—. Como decía, antes del accidente de Brian yo no sabía nada de Jacob y Esaú, o de la túnica multicolor de José, o de la esposa de Putifar. Por aquel entonces mi principal interés —hablaba, pensó Johnny, como un veterano de guerra nonagenario recordando antiguas batallas y campañas olvidadas— era si Albert Belle ganaba o no el campeonato de béisbol. —Se volvió hacia Johnny con semblante severo—. Lo horrible no es que Dios me pusiese en una posición en la que quedaba en deuda con él, sino que para conseguirlo hiciese daño a Brian.
—Dios es cruel.
David asintió, y Johnny advirtió que estaba a punto de llorar.
—Lo es, y mucho. Es mejor que Tak, quizá, pero de todos modos muy cruel.
—Pero la crueldad de Dios tiene como objetivo purificarnos —comentó Johnny—, o al menos eso dicen, ¿no?
—En fin… puede ser.
—En todo caso, tu amigo esta vivo.
—Sí… —contestó David.
—Y quizá toda esa maniobra no fuese solo para atraerte a ti. Quizá algún día tu amigo descubre un tratamiento contra el sida o el cáncer o quizá se convierta en un as del béisbol.
—Puede ser.
—David, esa criatura que anda suelta por ahí, Tak, ¿qué es? ¿Tienes idea? ¿Un espíritu indio, tal vez? ¿Una especie de manitú?
—No lo creo. Me parece que, más que un espíritu o incluso un demonio, es algo así como una enfermedad. Quizá los indios no supiesen siquiera que estaba aquí, y llevaba mucho más tiempo que ellos, Tak es el ser ancestral, el corazón sin forma. Y donde se halla realmente es al otro lado del pequeño ojo abierto en el fondo del pozo, No sé con seguridad si eso es un lugar en la tierra, o ni siquiera en el espacio normal. Tak es un intruso, tan distinto de nosotros que ni tan sólo podemos concebirlo.
El chico temblaba un poco, y había palidecido más aún. Quizá se debía solo a la luz de las estrellas, pero a Johnny no le gustó.
—No es necesario que sigamos hablando del tema si tú no quieres.
David asintió con la cabeza y señaló al frente.
—Mire, el camión Ryder. Esta parado. Deben de haber encontrado a Mary. ¿No es estupendo?
—Desde luego —convino Johnny.
Los faros del Ryder se hallaban a algo menos de un kilómetro, orientados hacia la base del terraplén. Siguieron avanzando en silencio, absortos ambos en sus respectivos pensamientos. Johnny reflexionaba esencialmente sobre su identidad; ya no sabía con certeza quién era. Se volvió hacia David con la intención de preguntarle si tenía idea de donde podía haber unas cuantas latas de sardinas más —con el hambre que tenía no le habría hecho ascos ni a un plato de habichuelas frías— cuando en su mente se produjo de pronto una insonora y resplandeciente explosión. Se echó hacia atrás en el asiento con una violenta sacudida. Un grito ahogado brotó de su garganta. Su boca se abrió de una manera tan extrema que por un momento su rostro semejó la máscara de un payaso. El todoterreno viró hacia la izquierda de la carretera.
David se inclinó hacia él, agarró el volante y corrigió el curso justo antes de que el vehículo cayese a la cuneta. En ese momento Johnny volvió a abrir los ojos. Frenó instintivamente, y el chico se vio lanzado contra el salpicadero. Quedaron detenidos en medio de la carretera a menos de sesenta metros de las luces de posición del Ryder. Vieron varias personas detrás del camión, siluetas teñidas de rojo.
—¡Mierda! —exclamó David—. Por un segundo…
Johnny lo miró, aturdido y perplejo, como si lo viese por primera vez en su vida. Gradualmente se le aclaró la vista, y se echó a reír.
—Tú lo has dicho: ¡Mierda! —dijo con voz débil, casi sin aliento, la voz de alguien que se recupera de una fuerte impresión—. Gracias, David.
—¿Ha sido una bomba divina?
—¿Cómo?
—Y grande —añadió David—. Como la de Saulo en Damasco, cuando las cataratas o lo que fuese se le desprendió de los ojos y volvió a ver la luz. El padre Martin llamaba a eso «bombas divinas». Acaba de caerle una, ¿verdad?
De pronto Johnny sintió un vehemente impulso de rehuir la mirada de David, por temor a lo que podía ver en ella. Se volvió al frente y miró hacia las luces de posición del Ryder.
Pese a la considerable anchura de la pista de grava, Steve no había dado la vuelta al camión, que seguía orientado hacia el sur, hacia el terraplén. Era lógico, pensó Johnny. Steve Ames era un astuto tejano, y probablemente sospechaba que aquello no había terminado aún. Tenía razón. David también tenía razón —debían bajar a la Mina de los Chinos—, pero quizá algunas de sus ideas no fuesen tan acertadas.
Fija los ojos, Johnny, dijo Terry. Fija los ojos para poder mirarlo a la cara sin un solo parpadeo. Sabes hacerlo, ¿verdad?
Sí, sin duda. Recordó un comentario de un viejo profesor de literatura que tuvo en su adolescencia, cuando los dinosaurios todavía deambulaban por la tierra. La mentira es ficción, había proclamado con una cínica sonrisa aquel viejo e irascible reptil, la ficción es arte, y por consiguiente todo arte es mentira.
Y ahora, señoras y señores, hagan hueco mientras me preparo para practicar mi arte en este joven e incauto profeta.
Se volvió hacia David y lo miró fijamente a los ojos con una triste sonrisa.
—No ha sido ninguna bomba, David. Lamento decepcionarte.
—¿Qué ha pasado, pues?
—He tenido un ataque de epilepsia. De pronto se me ha venido todo encima y he tenido un ataque. De joven tenía uno cada tres o cuatro meses. Petit mal, lo llaman. Me mediqué durante un tiempo y desaparecieron. Pero empecé a padecerlos de nuevo hacia los cuarenta años, o quizá los treinta y cinco, cuando me di a la bebida, y de hecho a cosas peores. Y además entonces ya no eran tan petit. Estos ataques son la principal razón por la que he dejado el alcohol. El que acabas de presenciar ha sido el primero en casi —se interrumpió y fingió contar— once meses. Esta vez no se ha debido al alcohol y la cocaína, sino simplemente a la tensión de las últimas horas.
Volvió a poner el todoterreno en marcha. Se esforzó por mantener la vista al frente; si miraba al chico, sería para comprobar hasta qué punto se había tragado la historia, y él podía notarlo. Parecía absurdo, paranoide, pero Johnny sabía que no lo era. David era desconcertante y misterioso, como un profeta del Antiguo Testamento recién salido de un desierto del Antiguo Testamento con la piel quemada por el sol, y el cerebro al rojo vivo a causa de la información transmitida por Dios.
Era mejor evitar su mirada, al menos por el momento.
Con el rabillo del ojo derecho vio que David lo observaba sin saber qué pensar.
—¿Es eso verdad, Johnny? —preguntó por fin el chico—. ¿No son invenciones suyas?
—Es verdad, te lo aseguro —contestó Johnny sin apartar la vista de la carretera—. No me he inventado nada.
David no hizo más preguntas, pero siguió observándolo. Johnny descubrió que percibía el contacto de esa mirada, como unos dedos hábiles y suaves palpando la parte superior de una ventana en busca del fiador que les permitirá abrirla.