—El hombre que me ha enseñado todo eso —dijo David—, que me ha guiado, me ha encargado que les diga que nada de lo que ha ocurrido estaba predestinado. —Tenía los brazos alrededor de las rodillas alzadas y la cabeza gacha; parecía hablar a sus zapatillas—. En cierto modo, eso es lo más espantoso. Bombón ha muerto, y el señor Billingsley, y todos los habitantes de Desesperación, porque un hombre odiaba a la Inspección de Seguridad en las Minas y otro era demasiado curioso para quedarse atado a su escritorio. Así de simple.
—¿Y Dios te ha contado todo eso? —preguntó Johnny.
El chico asintió con la cabeza sin levantar la vista.
—Así que tenemos aquí nada menos que una miniserie de televisión —bromeó Johnny—. Episodio primero: Los hermanos Lushan. Episodio segundo: Josephson, el recepcionista sin cadenas. Los directivos de la ABC estarán encantados.
—¿Por qué no se calla? —protestó Cynthia sin hostilidad.
—¡Habló la que faltaba! —exclamó Johnny—. Y ahora esta joven, esta trotacaminos con las ideas claras, esta rutilante dama del compromiso, nos expondrá, con fotografías y acompañamiento musical del famoso grupo de rock…
—Cállate de una puñetera vez —atajó Steve.
Johnny, sorprendido, lo miró en silencio.
Steve se encogió de hombros, incómodo pero firme en su actitud.
—No es momento de hacer teatro. Corta ya —añadió, y se volvió de nuevo hacia David.
—Esta segunda parte la conozco mejor —dijo David—. Mejor de lo que quisiera, de hecho. He llegado a estar dentro de él. Dentro de su cabeza. —Hizo una pausa—. Ripton. Se llama Ripton. Él fue el primero.
El hombre que odia a la Inspección de Seguridad en las Minas es Cary Ripton, capataz en la nueva etapa de Serpiente de Cascabel. Tiene cuarenta y ocho años, el pelo ralo, los ojos hundidos, y desde hace un tiempo frecuentes achaques. Es un hombre cínico que en su juventud deseó desesperadamente el título de ingeniero de minas, pero las matemáticas no eran su fuerte y acabó aquí, al frente de un equipo de mineros en una explotación a cielo abierto, llenando de NAFO los barrenos y esforzándose por estrangular al amanerado maricón de la Inspección de Seguridad en las Minas cuando aparece en la mina los martes por la tarde.
Cuando esta tarde Kirk Turner, visiblemente excitado, entra corriendo en la oficina que hay al pie del yacimiento y le cuenta que la última serie de detonaciones ha dejado al descubierto la entrada de una vieja mina subterránea y hay huesos dentro —se ven desde fuera—, el primer impulso de Ripton es ordenarle que organice una partida de voluntarios dispuestos a entrar. Toda clase de posibilidades bailan en su mente. Ya no tiene edad para fantasías infantiles sobre minas de oro perdidas o cuevas llenas de tesoros indios, no tiene edad ni mucho menos para esas cosas, pero mientras él y Turner salen a toda prisa de la oficina, una parte de su cerebro da vueltas a esa idea de todos modos.
El grupo de hombres reunidos al pie de la zona de barrenos recién activados, contemplan el agujero que acaba de quedar al descubierto tras las últimas explosiones. No son muchos: siete en total, contando a Turner, el jefe de cuadrilla. En estos momentos no trabajan más de noventa hombres para la compañía minera de Desesperación. El año próximo con un poco de suerte —si tanto la extracción de cobre como los precios van al alza— la plantilla puede cuadruplicarse.
Ripton y Turner se acercan al borde del agujero. Del interior sale un olor extraño y malsano, un olor que Cary Ripton asocia de inmediato con el gas de hulla de las minas de Kentucky y Virginia. Y sí, en efecto hay huesos. Los ve esparcidos por el suelo de la oscura entrada de un anticuado túnel descendente, y aunque desde allí es imposible precisar la naturaleza de todos ellos, ve una caja torácica que casi con toda seguridad es humana. Más allá, inquietantemente cerca pero demasiado lejos para verlo con claridad aún con ayuda de una potente linterna, hay algo que podría ser un cráneo.
—¿Qué es esto? —pregunta Turner—. ¿Sabes algo?
Claro que lo sabe; es Serpiente de Cascabel Número Uno, la vieja Mina de los Chinos. Ripton abre la boca con la intención de explicarlo, pero se lo piensa mejor. Eso no es asunto de un barrenero como Kirk Turner, y desde luego tampoco de su cuadrilla, un grupo de dinamiteros que se pasan los fines de semana en Ely bebiendo, apostando, yendo de putas… y hablando, claro. Hablando por los codos de cualquier cosa. Tampoco puede hacerlos entrar. Cree que accederían, que les podría la curiosidad pese a los evidentes riesgos (en un túnel tan antiguo como ese, perforado en un terreno tan inestable, un grito bastaría para provocar un hundimiento), pero alguien iría con el cuento al amariconado inspector de minas, y cuando eso ocurriese perder el empleo sería una de las menores preocupaciones de Ripton. El amariconado inspector de minas (mucho ruido y pocas nueces como lo describe Frank Geller, el ingeniero jefe) no siente más simpatía por Ripton que Ripton por él, y el capataz que envíe hoy una expedición al interior de la Mina de los Chinos, sepultada desde hace más de un siglo, puede encontrarse la semana próxima ante un tribunal federal con muchas probabilidades de ser condenado a pagar una multa de cincuenta mil dólares y cumplir cinco años en prisión. Existen por lo menos nueve apartados especiales en el reglamento de minas que prohíben explícitamente entrar en «estructuras precarias y no renovadas». Y este es el caso.
Sin embargo esos huesos y sus viejos sueños lo llaman como angustiadas voces de su infancia, como los fantasmas de todas sus ambiciones frustradas, y sabe incluso ahora que no va a entregar dócilmente la Mina de los Chinos a la compañía y unos cuantos gilipollas de la administración federal sin echar antes al menos un vistazo.
Ordena a Turner que precinte el agujero con cintas amarillas de ZONA PROHIBIDA; el jefe de cuadrilla, aunque decepcionado, no discute (conoce la normativa de seguridad tan bien como Ripton, o quizá mejor aún por su especialidad de barrenero). A continuación Ripton se vuelve hacia los demás y les recuerda que el túnel recién descubierto, que podría ser un yacimiento arqueológico, se encuentra en las tierras de la compañía.
—No espero que os lo calléis durante el resto de vuestras vidas —dice—, pero os pido como favor personal que mantengáis la boca cerrada durante unos días. No se lo digáis ni a vuestras esposas. Dadme un tiempo para notificárselo a los jefes. Eso al menos será fácil; Symes, el interventor, viene de Phoenix la próxima semana. ¿Lo haréis por mí?
Los mineros aseguran que no lo contarán a nadie. No todos serán capaces de cumplir su promesa ni siquiera durante veinticuatro horas, desde luego —algunos hombres no sirven para guardar secretos—, pero Ripton cree que goza de respeto suficiente para conseguir al menos un margen de doce horas, y probablemente baste con cuatro. Cuatro horas cuando todos se hayan ido. Cuatro horas a solas en la vieja mina con una linterna, una cámara fotográfica y un carro eléctrico por si encuentra algún recuerdo que llevarse. Cuatro horas a solas con todas esas fantasías infantiles para las que ya no tiene edad. ¿Y si el techo, después de ciento cuarenta años e innumerables barrenos sacudiendo la tierra alrededor, elige ese momento para desplomarse? Que se desplome. Ripton no tiene mujer, ni hijo, ni padres, y sus dos hermanos se han olvidado de que existe. Y en todo caso sospecha que tampoco perdería muchos años de vida. Se nota achacoso desde hace seis meses, y hace solo unas semanas ha empezado a orinar sangre. No mucha, pero incluso un poco parece mucha cuando es la propia sangre lo que uno ve en la taza del inodoro.
Si salgo de esta, quizá vaya al médico, piensa. Lo interpretare como un aviso e iré al jodido médico. ¿De acuerdo?
Al final de la jornada Turner insiste en tomar unas fotografías del túnel desenterrado. Ripton se lo permite. Parece la manera más rápida de librarse de él.
—¿A qué profundidad del antiguo túnel debía de estar esta sección de la mina? —pregunta Turner, tomando fotografías con su Nikon a medio metro de la cinta amarilla, fotografías que, sin flash, no revelarán más que un agujero negro y unos cuantos huesos que bien podrían ser de ciervo.
—Es imposible saberlo —contesta Ripton. En su mente está elaborando la lista del material que se llevará al interior del túnel.
—No harás ninguna tontería cuando yo me vaya, ¿verdad? —dice Turner.
—No —responde Ripton, tajante—. La jodida normativa de seguridad me inspira demasiado respeto para plantearme una cosa así.
—Sí, ya —dice Turner, sonriendo, y esa noche, alrededor de las dos, una versión mucho mayor de Cary Ripton entrará en la habitación que comparte con su esposa y le pegara un tiro mientras duerme.
Y otro a ella. Tak!
Cary Ripton estará muy ocupado esa noche. Una noche de matanza (ni un solo miembro de la cuadrilla de Turner verá salir el sol) y de reparto de can tahs; al marcharse de la mina se ha llevado un saco lleno, un centenar o más en total. Algunos se han roto en el camino, pero Ripton sabe que incluso los fragmentos conservan parte de su extraño e imprevisible poder. Dedica casi toda la noche a distribuir por el pueblo estas reliquias. Las coloca en los rincones, los buzones, las guanteras de los coches. ¡Incluso en los bolsillos de algún que otro pantalón!
Aquí casi nadie cierra con llave la puerta de su casa, casi nadie trasnocha, y las viviendas de los mineros de la cuadrilla de Turner no son las únicas que Cary Ripton visita.
Cuando regresa a la mina, esta tan agotado como Papá Noel al volver al Polo Norte después de la gran noche, solo que el trabajo de Papá Noel termina cuando los regalos han sido repartidos, y el de Ripton no ha hecho más que empezar. Son las cinco menos cuarto, y quedan poco más de dos horas para que lleguen los primeros miembros de la cuadrilla de Pascal Martínez. Debería bastarle, pero desde luego no puede perder el tiempo. El cuerpo de Cary Ripton sangra de tal modo que ha tenido que rellenarse de papel higiénico la ropa interior para contener la hemorragia, y en el camino de regreso a la mina ha parado dos veces para vomitar sangre por la ventanilla de la furgoneta de Cary. La puerta ha quedado salpicada de rojo. Bajo la primera luz del nuevo día —vacilante y en cierto modo siniestra— las manchas de sangre seca parecen escupitajos de tabaco masticado.
Pese a las prisas se ha quedado inmóvil por un momento al llegar al fondo de la mina y ver el espectáculo que se despliega ante los faros de la furgoneta.
En la cara norte de la mina hay suficientes animales del desierto para llenar un arca: lobos, coyotes, buitres de cabezas desplumadas, búhos de ojos semejantes a grandes sortijas doradas, pumas e incluso unos cuantos gatos callejeros. Hay también perros salvajes en cuyos descarnados flancos se dibujan las costillas con todo detalle; muchos, como Ripton sabe, se han escapado de la mugrienta comuna asentada en las montañas. Y entre las patas de los otros animales pululan tranquilamente hordas de arañas y batallones de ratas de ojos negros.
Cada uno de los animales que salen de la Mina de los Chinos lleva un can tah en la boca. Asoman por el agujero y corren carretera arriba como una riada de estrafalarios refugiados huyendo de un mundo subterráneo. Abajo hay más animales, sentados mansamente como pacientes en un dispensario médico —pidan número y esperen—; aguardan su turno para entrar en la oscuridad.
Tak se echa a reír con las cuerdas vocales de Cary Ripton.
—¡Es para troncharse de risa! —exclama.
Después aparca junto a la oficina, abre la puerta con la llave de Ripton, y mata a Joe Prudum, el vigilante nocturno. El viejo Joe no es gran cosa como vigilante nocturno; llega al anochecer, no tiene la menor idea de lo que ocurre en la mina, y no ve nada raro en el hecho de que Cary Ripton se presente a esas horas de la mañana. Lava un poco de ropa en la pila del rincón, se sienta a tomar su intempestiva versión de una cena, y todo es amistoso hasta que Ripton le pega un tiro en la garganta.
Hecho esto, Ripton telefonea al Owl’s Club. El casino abre veinticuatro horas al día (aunque, como un vampiro, nunca está realmente vivo). Es allí donde Brad Josephson, el de la magnifica piel de chocolate y voluminoso vientre, desayuna seis días a la semana, y siempre a esas disparatadas horas. Esa arraigada costumbre favorece los planes de Ripton, que quiere tener a Brad a mano, y pronto, antes de que el negro pueda contaminarse con los can tahs. Estos son útiles de muy diversas maneras, pero incapacitan a los humanos para el principal servicio que Tak puede requerir de un hombre o una mujer. Ripton sabe que, en caso necesario, podría apoderarse de alguno de los miembros de la cuadrilla de Martínez o quizá incluso del propio Pascal, pero quiere a Brad (mejor dicho, es Tak quién lo quiere). A Brad puede sacarle más provecho.
¿Cuánto durará un cuerpo sano?, se pregunta mientras se acerca al teléfono. ¿Cuánto durará al forzar la marcha si no viene incubando un cáncer galopante?
No lo sabe, pero supone que pronto tendrá ocasión de averiguarlo.
—Owl’s Club —contesta una voz de mujer por el teléfono; aún no ha salido el sol y ya parece cansada.
—¿Qué tal, Denise? —saluda—. ¿Cómo van las cosas?
—¿Quién es? —pregunta ella con visible recelo.
—Cary Ripton, encanto. ¿No me reconoces la voz?
—¡Rip! Chico, tienes un serio problema de ronquera matutina. ¿O es que has pillado un resfriado?
—Estoy un poco resfriado, me parece —responde Ripton, sonriendo y limpiándose la sangre que le cae por la barbilla. Le rezuma por entre los dientes. Tiene la sensación de que dentro de su cuerpo las entrañas se han desprendido y flotan a la deriva en un mar de sangre—. Dime, encanto, ¿está Brad ahí?
—Justo en su rincón de siempre, el inconfundible Brad, comiendo como un cerdo: cuatro huevos, patatas fritas caseras y casi un cuarto de kilo de beicon poco hecho. Sólo espero que cuando reviente, haya salido ya de aquí. ¿Para qué quieres a Brad a estas horas de un sábado?
—Por un asunto del trabajo —contesta Ripton.
—Bueno, pues ya me callo. Y cuídate ese resfriado, Rip, te noto muy cargado.
—De amor por ti —bromea él.
—Ya —dice ella, y Ripton oye el golpe del auricular contra una superficie dura e inmediatamente después la voz de Denise a cierta distancia—. ¡Brad! ¡Al teléfono! Es para ti. Un hombre encantador. —Sigue un instante de silencio, probablemente mientras Brad Josephson le pregunta de qué habla. Ella responde—: Averígualo tú mismo.
Al cabo de un momento Brad aparece en la línea. Saluda con el tono de quién sabe que nadie telefonea a las cinco de la mañana para anunciarte que has ganado el gordo de la lotería.
—Brad, soy Cary Ripton —dice. Conoce la manera exacta de atraer a Brad a la mina; debe la idea al difunto Kirk Turner—. ¿Llevas una cámara fotográfica en el coche?
Claro que la lleva. Una de las pasiones de Brad es la ornitología, y dedica buena parte de su tiempo libre a observar a las aves. Pero esta mañana Cary Ripton tiene algo más tentador que unos cuantos pájaros. Mucho más tentador.
—Sí, claro —contesta Brad—. ¿Por qué lo preguntas?
Ripton se reclina contra el póster pegado con celo en el rincón, el que muestra un minero sucio señalando con un dedo como el Tío Sam y reza: ¡ADELANTE, PROHÍBAN LAS PROSPECCIONES MINERAS, DEJEN QUE ESOS CABRONES SE PUDRAN EN LA OSCURIDAD!
—Si coges el coche y te acercas a la mina, lo verás con tus propios ojos —dice Ripton—. Y si llegas antes de que aparezcan Pascal Martínez y su gente, tendrás ocasión de tomar las fotografías más increíbles de tu vida.
—¿De qué me hablas? —pregunta Josephson con manifiesta curiosidad.
—Para empezar, de los huesos de cuarenta o cincuenta chinos muertos. ¿Qué te parece?
—¿Cómo?
—Tras las explosiones de ayer por la tarde quedó al descubierto la vieja Mina de los Chinos. A poco más de cinco metros de la entrada del túnel verás lo más asombroso…
—Voy para allá. No te muevas de ahí. No se te ocurra marcharte.
Se oye un chasquido por el auricular cuando Josephson cuelga, y Ripton sonríe con los labios ensangrentados.
—Aquí estaré —masculla—. Tenlo por seguro. Can de lach! Ah ten! Tak.
Diez minutos después Ripton atraviesa el suelo pedregoso del fondo de la mina en dirección al agujero. Allí extiende los brazos como un evangelista y habla a los animales en el idioma de los seres sin forma. Todos se alejan o se refugian en el túnel. No conviene que Brad Josephson los vea. No, no conviene en absoluto.
Al cabo de cinco minutos Josephson desciende por la escarpada pista de grava, sentado al volante del viejo Buick con la espalda muy erguida. En el adhesivo que lleva en la parte delantera se lee: LOS MINEROS PENETRAN A MAYOR PROFUNDIDAD Y PERMANECEN MÁS TIEMPO. Ripton lo observa desde la puerta de la oficina. Tampoco conviene que Brad lo vea bien hasta que esté un poco más cerca.
Eso no representa el menor problema. Brad se detiene con un chirrido de neumáticos, sale del coche, coge tres cámaras, y corre hacia la oficina, parándose solo un instante a contemplar atónito el agujero abierto en el terraplén a unos seis metros del fondo.
—¡Joder, es verdad! ¡La vieja Mina de los Chinos! —exclama—. Tiene que serlo por fuerza. ¡Vamos, Cary! ¡Martínez está a punto de llegar!
—No, los sábados empiezan un poco más tarde —dice Ripton, sonriendo—. Enfría los motores.
—Sí, pero ¿y Joe? Sería un prob…
—¡Te digo que enfríes los motores! Joe está en Reno. Una nieta suya acaba de dar a luz.
—¡Bien! ¡Estupendo! —Brad suelta una carcajada—. ¿Te habrá dado puros, pues?
—Entra. Tengo que enseñarte una cosa.
—¿Algo que has sacado?
—Exacto —contesta Ripton, y en cierto modo es verdad, en cierto modo quiere enseñar a Brad algo que ha sacado de la mina.
Una vez dentro, mientras Josephson, con el entrecejo fruncido, intenta desenredar las correas de las tres cámaras que lleva colgadas al hombro, Ripton lo agarra y lo empuja hacia el fondo de la oficina. Josephson lanza un gruñido de indignación. Más tarde estará asustado, y al final incluso aterrorizado, pero en este momento no ha visto aún el cadáver de Joe Prudum y está solo indignado.
—¡Por última vez, enfría los motores! —repite Ripton mientras se dirige hacia la puerta—. ¡Relájate, por Dios!
Sale y cierra con llave. Riéndose a carcajadas, va hasta su furgoneta y entra en la cabina. Como tantos otros en el oeste, Cary Ripton cree fervientemente en el derecho de los norteamericanos a portar armas; guarda una escopeta detrás del asiento y una pistola de aspecto siniestro —una Ruger Speed-Six— en la guantera. Carga la escopeta y la sostiene cruzada sobre los muslos. La Ruger está ya cargada, y simplemente la deja en el asiento contiguo. Su primer impulso es metérsela bajo el cinturón, pero esa zona de su cuerpo ya es casi un charco de sangre (Ripton, pedazo de idiota, piensa, ¿es que no sabes que un hombre de tu edad ha de someterse a un reconocimiento de próstata una vez al año más o menos?), y no conviene que la pistola se moje.
Cuando los incesantes golpes de Josephson en la puerta de la oficina empiezan a molestarle, enciende la radio, sube el volumen al máximo y canta junto con Johnny Paycheck, que cuenta a quién quiera escucharlo que él es el único escándalo que su madre armó.
Pascal Martínez no tarda en llegar dispuesto a engrosar su paga mensual con las horas extras del turno del sábado, que se pagan al doble de una hora normal. Lo acompaña su amigo Miguel Rivera. Ripton lo saluda con la mano. Pascal le devuelve el saludo. Aparca al otro lado de la oficina, y después él y Miguel rodean el edificio para ver que hace Ripton allí un sábado por la mañana tan temprano. Ripton, todavía sonriente, asoma el cañón de la escopeta por la ventanilla y los mata a los dos. Es fácil. Ninguno intenta escapar. Mueren con expresiones de perplejidad en los rostros. Ripton los contempla y se acuerda de lo que su abuelo le contaba sobre las extintas palomas viajeras, aves tan estúpidas que podía cazárselas en tierra con un palo. Por estos alrededores todo el mundo tiene armas, pero en el fondo casi nadie piensa que un día tendrá que usarlas. Es puro pavoneo. O mucho ruido y pocas nueces, como quiera decirse.
Los demás miembros de la cuadrilla llegan de uno en uno o de dos en dos. Los sábados nadie se preocupa demasiado por la hora de fichar. Ripton los mata a medida que aparecen y lleva los cuerpos a rastras hasta detrás de la oficina, donde pronto empiezan a amontonarse como leña cortada bajo la salida de aire de la secadora. Cuando se le acaban los cartuchos de la escopeta (tiene munición de sobra para la Ruger, pero la pistola no sirve como arma principal; es poco precisa a distancias superiores a tres metros y medio), va a buscar las llaves de Martínez, abre el maletero de su Cherokee, y descubre una preciosa (y absolutamente ilegal). Iver Johnson automática oculta bajo una manta. Al lado, en una caja de zapatillas Nike, encuentra dos docenas de cargadores con treinta balas cada uno. Los mineros que van llegando oyen los disparos mientras ascienden por el lado norte de la explotación, pero piensan que seguramente alguien hace prácticas de tiro, que es como comienzan allí muchos sábados. Otra circunstancia que favorece a Ripton.
A las ocho menos cuarto de la mañana Ripton ha matado ya a todos los miembros de la cuadrilla de Pascal Martínez. Para completar la carnicería, liquida también al cojo del Bud’s Sud, que ha acudido a rellenar la máquina de café. Veinticinco cadáveres detrás de la oficina.
Se reanuda entonces el desfile de animales en la vieja Mina de los Chinos. Cuando salen del túnel, se encaminan hacia el pueblo con can tahs entre los dientes. Pronto interrumpirán su recolecta y aguardaran hasta la noche, para empezar de nuevo amparándose en la oscuridad.
Entretanto dispone de toda la mina para él, y es hora de dar el salto.
Desea abandonar este cuerpo desagradablemente corrompido, y si no se apresura, no llegará a su recambio.
Cuando abre la puerta de la oficina, Brad Josephson se abalanza sobre él. Ha oído las detonaciones, ha oído gritos cuando Ripton no ha conseguido abatir limpiamente a sus víctimas al primer disparo, y sabe que atacarlo es su única opción. Espera recibir un balazo, pero eso Ripton no puede permitírselo. Por consiguiente, reuniendo las últimas fuerzas que aún quedan en este cuerpo, agarra a Josephson por los brazos y lo empuja contra la pared con tal violencia que se sacude toda la estructura del barracón prefabricado. Y no es solo la fuerza de Ripton, claro; es la fuerza de Tak. Como para confirmarlo, Josephson pregunta como demonios ha podido crecer tanto.
—Me he comido mis cereales —contesta—. Tak!
—¿Qué haces? —dice Josephson, intentado escabullirse mientras Ripton acerca su cara a la de él con la boca abierta—. ¿Qué ha…?
—¡Bésame, hermoso! —exclama Ripton, y cierra la boca en torno a la de Josephson.
Con su propia sangre crea un precinto hermético a través del cual comienza a exhalar. Josephson se queda rígido entre los brazos de Ripton y empieza a temblar desenfrenadamente. Ripton exhala y exhala, percibiendo la transferencia. Por un angustioso instante la esencia de Tak flota desnuda entre Ripton, que está desmoronándose, y Josephson, que empieza a hincharse como una carroza horas antes del desfile de Acción de Gracias. Y de pronto, en lugar de ver con los ojos de Ripton, ve con los de Josephson.
Experimenta una embriagadora sensación de regeneración. Se siente henchido no solo de la fuerza de Tak, sino también de la energía de un hombre que desayuna cuatro huevos fritos y un cuarto de kilo de beicon poco hecho. Se siente… se siente…
—¡Pletóoorico! —clama Brad Josephson con la atronadora voz de Pedro Picapiedra. Oye un horrísono crujido al estirarse la columna vertebral de Brad, un roce de seda y raso al dilatarse los músculos, un chasquido de hielo machacado al agrandarse el cráneo. Ventosea repetidas veces con un sonido semejante a la detonación de la pistola de un juez de pista al dar la salida en una prueba atlética.
Deja caer el cuerpo de Ripton, tan ligero como una vaina de guisantes vacía, y camina hacia la puerta, oyendo descoserse las costuras de la camisa de caqui de Josephson mientras sus hombros se ensanchan y sus brazos se alargan. Los pies no crecen demasiado, pero suficiente para romper los cordones de las zapatillas de tenis.
Tak sale al aire libre y mira alrededor con una amplia sonrisa. Nunca se ha sentido mejor. Nada escapa a su ojo. El mundo ruge como una cascada de agua. Una colosal erección convierte la parte delantera de sus vaqueros en una tienda de campaña.
He aquí a Tak, liberado del pozo de los mundos. Tak es grande; Tak proveerá, y Tak gobernará, como siempre ha gobernado, los vastos eriales del desierto, donde las plantas son migratorias y la tierra es magnética.
Entra en el Buick, y la costura trasera del pantalón de Brad Josephson se abre de arriba abajo. Luego, sonriendo al recordar el lema del adhesivo enganchado en la parte delantera del coche —LOS MINEROS PENETRAN A MAYOR PROFUNDIDAD Y PERMANECEN MÁS TIEMPO—, rodea la oficina y se dirige de regreso a Desesperación, dejando detrás una estela de polvo como la cola de un gallo de pelea.
David se interrumpió. Seguía recostado contra el panel de la caja del Ryder contemplándose las zapatillas. Su voz había enronquecido conforme hablaba. Los otros, de pie, formaban un semicírculo en torno a él, poco más o menos, supuso Johnny, como los sabios doctores rodearon en otro tiempo al joven Jesús mientras este les comunicaba la primicia, la única verdad, el último rumor confirmado, la información fidedigna. A quién con más claridad veía era a la punki flaca y menuda, el hallazgo de Steve, y a juzgar por su expresión debía de sentirse como él: hipnotizada, estupefacta, pero no incrédula. Y naturalmente ese era el origen de su inquietud. Estaba decidido a marcharse de aquel pueblo, nada iba a impedírselo, pero habría sido mucho más llevadero para su ego pensar que el chico deliraba, que todo aquello eran solo fantasías. Pero dudaba que ese fuera el caso.
Sabes que no es así, dijo Terry desde su confortable rincón en la cabeza de Johnny.
Johnny se agachó para coger otra botella de Pepsi y no se dio cuenta de que su cartera (piel de cocodrilo auténtica, trescientos noventa y cinco dólares en Barney’s), medio salida del bolsillo trasero de su pantalón a causa el movimiento, caía al suelo. Tocó a David en la mano con el cuello de la botella. El chico levantó la vista y sonrió.
Johnny advirtió con asombro su aspecto de extremo cansancio. Pensó en Tak, la extraña criatura que David había descrito —atrapado en la tierra como un ogro en un cuento de hadas, desechando seres humanos como vasos de papel a causa del vertiginoso ritmo al que se consumían los cuerpos poseídos—, y se preguntó si el Dios de David era realmente muy distinto.
—Así es, pues, como actúa —dijo David con la voz ronca—. Salta de un cuerpo a otro a través del aliento, como una semilla arrastrada por una corriente de aire.
—El beso de la muerte en lugar del beso de la vida —comentó Ralph.
David asintió con la cabeza.
—Pero ¿qué besó a Ripton? —preguntó Cynthia—. Cuando entró en la mina la noche anterior, ¿qué lo besó?
—No lo sé —contestó David—. O no me ha sido mostrado, o no lo he comprendido. Sólo sé que ocurrió en el pozo al que me he referido. Entró en esa sala… la cámara… atraído por los can tahs, pero no se le permitió tocarlos.
—Porque una persona bajo los efectos de los can tahs no sirve ya como recipiente a Tak —dijo Steve con una inflexión entre afirmativa e interrogativa.
—Sí.
—Pero ¿posee Tak un cuerpo físico? Es decir, no hablamos de una idea o un espíritu.
David movió la cabeza en un gesto de negación.
—No, Tak es real; posee un ser. Tuvo que atraer a Ripton a la mina, porque el no puede salir a través del ini, del pozo. Tiene un cuerpo físico, y es demasiado grande para el diámetro del pozo. Debe limitarse a atrapar personas, habitar en ellas, convertirlas en can taks. Y sustituirlas cuando no dan más de sí.
—¿Qué pasó con Josephson, David? —preguntó Ralph. Parecía exhausto. Johnny se sentía cada vez más incomodo por el modo en que contemplaba a su hijo.
—Tenía una válvula defectuosa en el corazón —respondió David—. No era nada grave. Quizá habría vivido años sin el menor problema, pero Tak se adueño de él y… —David se encogió de hombros—. Simplemente lo consumió. Le duro dos días y medio, y luego lo reemplazó por Entragian. El policía era fuerte… duró casi toda una semana… pero tenía la piel muy clara. La gente bromeaba con el porque iba siempre embadurnado de protector solar.
—Tu guía te ha explicado todo eso —dijo Johnny.
—Sí. Y realmente era una especie de guía.
—Pero no sabes quién era.
—Casi lo sé. Tengo la sensación de que debería saberlo.
—¿Estás seguro de que no era un enviado de Tak? —preguntó Johnny—. Porque existe un viejo dicho: el diablo puede adoptar una apariencia agradable.
—No era un enviado de Tak, Johnny.
—Déjalo hablar —reprobó Steve—. ¿De acuerdo?
Johnny hizo un gesto de indiferencia y se sentó en el suelo. Al hacerlo casi tocó la cartera caída. Casi pero no llegó a tocarla.
—En la trastienda de la ferretería venden ropa —prosiguió David—. Ropa de trabajo en su mayor parte: Levi’s, pantalones y camisas de color caqui, botas, cosas así. Encargan prendas de tallas especiales para un tal Curt Yeoman, que trabaja… trabajaba para la compañía telefónica. Con dos metros de estatura, era el hombre más alto de Desesperación. Por eso Entragian no llevaba la ropa rota cuando nos capturo, papá. El sábado por la noche Josephson entró en la ferretería y se apropió de una camisa y un pantalón de color caqui de la talla de Curt Yeoman. Consiguió también calzado. Se lo llevó todo al ayuntamiento y lo guardó en la taquilla de Collie Entragian. Ya había decidido a quién utilizaría a continuación.
—¿Fue entonces cuando mató al jefe de policía? —preguntó Ralph.
—¿Al señor Reed? No. No fue entonces. Esperó hasta el domingo por la noche. De todos modos el señor Reed no representaba ya ningún problema. Ripton le había dejado un can tah, y el señor Reed estaba trastornado. Muy trastornado. Los can tahs actúan de manera distinta en cada persona. Cuando el señor Josephson lo mató, el señor Reed se encontraba sentado tras su escritorio…
Desviando la mirada con visible turbación, David formó un cilindro hueco con la mano y la movió rápidamente de arriba abajo.
—Bien —dijo Steve—, nos hacemos una idea. ¿Y Entragian? ¿Dónde estaba ese fin de semana?
—Fuera del pueblo, como Audrey. La policía de Desesperación tiene… tenía… un contrato con las autoridades del condado. Eso los obligaba a viajar a menudo. El viernes por la noche, la noche que Ripton mató a la cuadrilla de dinamiteros, Entragian estaba en Austin. El sábado pasó la noche en el Rancho Davis. El domingo por la noche, la última noche que sería realmente Collie Entragian, se quedó a dormir en la reserva de los indios shoshones. Tenía allí una amiga, creo.
Johnny se puso en pie y caminó hasta el fondo del camión; allí se dio media vuelta y preguntó:
—¿Qué hizo, David? ¿Qué hizo esa criatura? ¿Cómo hemos llegado al punto en el que estamos? ¿Cómo ha podido ocurrir sin que nadie se entere? —Guardó silencio por un instante—. Y otra pregunta: ¿Qué quiere Tak? ¿Salir de su agujero a estirar las piernas? ¿Comerse unas cortezas de cerdo? ¿Esnifar coca y beber tequila? ¿Follarse a unas cuántas animadoras de la liga de fútbol? ¿Preguntarle a Bob Dylan el verdadero significado de la letra de Gates of Eden? ¿Dominar la tierra? ¿Qué?
—Lo que él quiera carece de importancia —contestó David con tranquilidad.
—¿Cómo?
—Lo único importante es lo que Dios quiere. Y su deseo es que vayamos a la Mina de los Chinos. Lo demás es solo… la hora de las historias.
Johnny sonrió. Fue una sonrisa tensa y un poco forzada, demasiado parca para su boca.
—¿Quieres saber una cosa, chico? Lo que tu Dios quiera me tiene sin cuidado.
Se volvió hacia la puerta trasera del Ryder y la abrió. Fuera, la tormenta había dejado tras de sí un aire inmóvil y anormalmente cálido.
En el cruce el semáforo palpitaba rítmicamente. De un lado a otro de la calle la arena había formado onduladas dunas a intervalos regulares.
Bajo el nebuloso resplandor de la luna y la pulsátil luz amarilla del semáforo, Desesperación parecía una base extraterrestre en una película de ciencia-ficción.
—Si desea irse, yo no puedo impedírselo —dijo David—. Quizá Steve y mi padre podrían, pero no serviría de nada. Por el pacto de libre voluntad.
—Tú lo has dicho —repuso Johnny—. La libre voluntad. —Saltó de la caja del camión e hizo una mueca al notar otra punzada en la espalda.
Además le dolía otra vez la nariz. Le dolía de verdad. Echó un vistazo alrededor por si había al acecho coyotes, buitres o serpientes, pero no vio nada. Ni siquiera un piojo.
—Francamente, David, me es tan imposible confiar en Dios como colgarme un piano en bandolera. —Miró al chico y sonrió—. Tú confía en Él tanto como quieras. Supongo que es un lujo que aún puedes permitirte. Tu hermana ha muerto y tu madre se ha convertido en Dios sabe qué, pero aún has de perder a tu padre antes de que Tak se ocupe personalmente de ti.
David dio un respingo. Le temblaron los labios. Contrajo el rostro y se echó a llorar.
—¡Cabrón! —prorrumpió Cynthia—. ¡Hijo de puta! —Corrió hacia la parte trasera del camión y lanzó un puntapié a Johnny.
Este retrocedió y vio pasar la puntera de la pequeña zapatilla a unos centímetros de su mentón. Notó la estela de aire que acompañaba al pie. Cynthia agitó los brazos al borde de la plataforma intentando mantener el equilibrio. Probablemente habría caído a la calle si Steve no la hubiese agarrado por los hombros.
—Cynthia, yo nunca he pretendido ser un santo —dijo Johnny, y su voz sonó tal como deseaba (tranquila, irónica, risueña), aunque en realidad sentía consternación: por un lado, la cara de desolación del chico, como si acabase de abofetearlo alguien que tenía por amigo; por otro los insultos, a los que no estaba acostumbrado.
—¡Lárguese! —gritó Cynthia. Detrás de ella Ralph, arrodillado, abrazaba torpemente a su hijo y miraba a Johnny con incredulidad—. No le necesitamos; podemos hacerlo sin usted.
—Pero ¿por qué hacerlo? —preguntó Johnny, procurando mantenerse fuera del alcance de su pie—. Esa es la cuestión. ¿Por Dios? ¿Qué ha hecho Dios por ti, Cynthia, para que ahora te pases la vida esperando a que te llame por el portero electrónico o te envié un fax? ¿Te ha protegido cada vez que te ha maltratado un hombre?
—Pero sigo aquí, ¿no? —replicó Cynthia con manifiesta hostilidad.
—Pues lo siento, pero a mí no me basta con eso. No voy a ser el desenlace de un chiste en el espectáculo humorístico de Dios. Al menos si puedo evitarlo. Me cuesta creer que consideréis seriamente la posibilidad de subir hasta allí. Es un disparate.
—¿Y que hacemos con Mary? —preguntó Steve—. ¿Quieres dejarla? ¿Puedes dejarla?
—¿Por qué no? —dijo Johnny, y soltó una carcajada, poco más que un breve ladrido pero no exento de ironía. Vio que Steve volvía la cabeza, asqueado. Echó otra ojeada alrededor, pero seguía sin aparecer un solo animal. De modo que quizá el chico estaba en lo cierto: Tak deseaba que se fuesen, les había abierto la puerta—. No la conozco más a ella que a todos los mineros que ese individuo, o esa criatura si queréis, ha matado en este pueblo. La mayoría de los cuales debían de estar ya tan muertos cerebralmente que ni siquiera saben que se han ido al otro barrio. ¿No os dais cuenta de que todo esto no tiene sentido? Si salieseis airosos, Steve, ¿cual sería la recompensa? ¿Un carnet de socio vitalicio en el Owl’s Club?
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Steve—. Hace un rato te has acercado al puma y le has volado la cabeza. Parecías el mismísimo Daniel Boone. Así que me consta que tienes agallas. O al menos las tenías. ¿Dónde las has perdido?
—No me entiendes. Eso ha sido una acción impulsiva. ¿Sabes cuál es mi problema? Si se me presenta la oportunidad de pensar, la aprovecho. —Retrocedió otro paso. Ningún Dios iba a detenerlo—. Buena suerte, chicos. David, no sé si sirve de algo que te lo diga, pero eres un muchacho extraordinario.
—Si se marcha, ya no habrá remedio —dijo David. Tenía aún la cabeza apoyada contra el pecho de su padre, y sus palabras quedaban ahogadas pero eran audibles—. Se romperá la cadena. Tak habrá ganado.
—Sí, pero en el partido de vuelta nos tomaremos la revancha —repuso Johnny, y volvió a reír. El sonido le recordó los cócteles en que uno se reía con esa misma risa insustancial de comentarios insustanciales mientras de fondo una insustancial banda de jazz interpretaba insustanciales versiones de insustanciales temas clásicos como Do You Know the Way to San José o Papa Loves Mambo. De ese modo reía cuando salió de la piscina en el hotel de Bel-Air con su cerveza todavía en la mano. Pero ¿qué más daba? Podía reír como le viniese en gana. Al fin y al cabo una vez ganó el Premio Nacional de Literatura—. Voy a ir por un coche al aparcamiento de las oficinas de la compañía minera. Voy a largarme de aquí a toda prisa y no levantaré el pie del acelerador hasta que llegue a Austin, y desde allí haré una llamada anónima a la policía estatal, avisándoles de que algo raro ocurre en Desesperación. Después tomaré unas habitaciones en el Best Western y espero que aparezcáis para ocuparlas. Si es así, las copas corren de mi cuenta. Pero tanto si venís como si no, esta noche me emborracho. Creo que Desesperación me ha curado de la abstinencia para siempre. —Sonrió a Steve y Cynthia, abrazados al borde de la repisa del camión—. Vosotros dos estáis locos si os quedáis. En cualquier otra parte estaríais bien juntos. Salta a la vista. Aquí solo conseguiréis acabar como can taks del Dios caníbal de David.
Se dio media vuelta y empezó a alejarse con la cabeza gacha y el corazón acelerado. Espero oír a sus espaldas manifestaciones de ira, insultos o quizá ruegos. Para todo ello estaba preparado, y tal vez lo único que podía detenerlo era lo que Steve Ames dijo con el tono inexpresivo de quién simplemente enuncia un hecho.
—Con esto, para mí ya no eres digno de respeto.
Johnny se volvió, más dolido por esta simple declaración de lo que nunca habría imaginado.
—¡Vaya! —exclamó—. Acabo de perder el respeto de un hombre que en otro tiempo acarreó los bultos de Steven Tyler. Jódete.
—No he leído ninguno de tus libros, pero leí el relato que me pasaste y también el libro sobre ti, el que escribió un profesor de Oklahoma. Probablemente has sido un camorrista, y un chulo con tus mujeres, pero estuviste en Vietnam sin fusil… y esta noche… el puma… Por Dios, ¿dónde ha quedado todo eso?
—Se ha evaporado, como el alcohol de una botella abierta —contestó Johnny—. Probablemente no entiendes que algo así sea posible, pero lo es. En mi caso, la poca dignidad que me quedaba la perdí en una piscina. Absurdo, ¿no?
David se acercó a Steve y Cynthia. Aún se le veía pálido y cansado pero mantenía la calma.
—Tak ha puesto su marca en usted —advirtió—. Lo dejará marchar, pero se arrepentirá en cuanto perciba el olor de Tak en su piel.
Johnny observó al chico durante un largo rato, reprimiendo el impulso de volver al camión, reprimiéndolo con toda la fuerza de voluntad de que disponía.
—Pues me rociaré de colonia —replicó—. Adiós, chicos y chicas. Portaos bien.
Se alejó, y tan deprisa como pudo. Si hubiera apretado un poco más el paso, habría estado corriendo.
Se produjo un silencio en el camión; contemplaron a Johnny hasta que se perdió de vista, y aún entonces siguieron callados. David, con el brazo de su padre alrededor de los hombros, pensó que nunca se había sentido tan vacío, tan hundido. No había nada que hacer. Habían perdido. Dio una patada a una botella vacía y observó como rodaba hasta el panel del camión, donde rebotó y fue a detenerse junto a…
David se acercó.
—Miren, la cartera de Johnny. Debe de habérsele caído del bolsillo.
—¡Cuánto lo siento! —dijo Cynthia irónicamente.
—Lo extraño es que no la haya perdido antes —comentó Steve con tono lúgubre y preocupado, como si en realidad sus pensamientos estuviesen en otra parte—. Le dije una y otra vez que alguien que viaja en moto debe llevar la cartera sujeta con una cadena. —Un amago de sonrisa se dibujó en sus labios—. Puede que tomar esas habitaciones en Austin no sea tan fácil como cree.
—Espero que tenga que dormir en el aparcamiento —dijo Ralph—. O en la cuneta.
David apenas lo oyó. Experimentó una sensación semejante a la de aquel día en los jardines de la calle Bear, no cuando Dios le habló sino cuando presintió que iba a hablarle. Se agachó y recogió la cartera de Johnny. Al tocarla algo parecido a una corriente eléctrica sacudió el cerebro. Un gruñido breve y explosivo escapó de su garganta. Se desplomó contra el panel del camión, aferrado a la cartera.
—¿David? —dijo Ralph.
A David su voz alarmada le pareció un eco lejano. Sin prestarle atención, abrió la cartera. En un compartimiento había dinero; en otro papeles —tarjetas de visita, anotaciones, etcétera— apretujados y en desorden. Con el pulgar abrió un cierre en la cara interior izquierda de la cartera, y de inmediato se desplegó un acordeón de plástico con una foto en cada casillero. Percibió vagamente que los otros se acercaban a él mientras miraba las fotografías, cada una un salto atrás en el tiempo: en una, Johnny con barba acompañado de una mujer morena y atractiva de pómulos prominentes y generoso pecho; en otra, Johnny con un bigote gris reclinado contra la barandilla de un yate; en otra, Johnny con coleta junto a un actor que parecía Paul Newman antes de que Newman imaginase siquiera que un día haría anuncios de salsas. En cada una Johnny aparecía un poco más joven, con el pelo más oscuro y las arrugas faciales menos marcadas, hasta…
—Aquí —susurró David—. Dios, aquí está.
Intentó sacar una de las fotografías de su funda transparente pero no pudo; le temblaban demasiado las manos. Steve cogió la cartera, extrajo la fotografía y se la entregó al chico. David la sostuvo ante sus ojos con la reverencial expresión de un astrónomo que acaba de descubrir un nuevo planeta.
—¿Qué pasa? —preguntó Cynthia, inclinándose.
—Es el jefe —explicó Steve—. Estuvo allí, «en el campo» como él suele decir, casi un año reuniendo material para un libro. Escribió también unos cuantos artículos para varias revistas, creo. —Miró a David—. ¿Sabías que esa foto estaba ahí?
—Sabía que había algo —contestó David con voz casi inaudible—. Lo he sabido nada más ver la cartera en el suelo. Pero… era él. —Guardó silencio por un instante y después, con asombro, repitió—: Era él.
—¿Quién era quién? —preguntó Ralph.
David no respondió; estaba absorto en la fotografía. Mostraba a tres hombres ante una decrepita construcción de cemento, un bar a juzgar por el cartel de Budweiser expuesto en la ventana. Las aceras se hallaban abarrotadas de asiáticos. A la izquierda de la cámara, detenida para siempre en un desenfocado borrón de aquella instantánea, una chica circulaba en moto por la calle.
Los hombres situados a la derecha e izquierda vestían polos y pantalones holgados. Uno era muy alto y sostenía un cuaderno. El otro iba cargado de cámaras fotográficas. En medio había un hombre con vaqueros y una camiseta gris. Llevaba una gorra de béisbol de los Yankees calada muy atrás. Una correa le cruzaba el pecho en bandolera, y del extremo de esta pendía algo voluminoso y enfundado a la altura de la cadera.
—Su radio —susurró David, señalando el objeto enfundado.
—No —rectifico Steve tras echar un vistazo más atento—. Es una grabadora, de las que se usaban en mil novecientos sesenta y ocho.
—Cuando me he encontrado con él en la Tierra de los Muertos era una radio.
David no podía apartar la vista de la fotografía. Tenía la boca seca y se notaba la lengua grande y torpe. El hombre de en medio sonreía, sostenía en una mano sus gafas de sol con cristales de espejo, y no había duda de quién era.
Sobre su cabeza, en el dintel de la puerta del bar del que por lo visto acababan de salir colgaba un letrero pintado a mano. El establecimiento se llamaba Puesto de Observación Vietcong.
Mary no llegó a desmayarse, pero gritó hasta que algo cedió en su cabeza y la fuerza abandonó sus músculos. Tambaleándose, avanzó hacia la mesa y se sujetó en el borde casi contra su voluntad —la mesa estaba plagada de viudas negras y escorpiones, por no hablar del cadáver sentado a un extremo con un apetitoso tazón de sangre delante—, pero peor aún era la perspectiva de caer de bruces en el suelo.
El suelo estaba infestado de serpientes.
Optó por dejarse caer de rodillas, agarrándose al borde de la mesa con la mano que no sostenía la linterna. En aquella postura encontró un extraño alivio. Se serenó. Al cabo de un momento supo cual era la razón: David, naturalmente. Estando de rodillas había recordado la naturalidad y confianza con que el chico se había arrodillado en la celda que compartía con Billingsley. En su mente lo oyó decir como disculpándose: «¿Le importaría darse la vuelta? Tengo que quitarme el pantalón». Sonrió, y al darse cuenta de que sonreía en aquel lugar de pesadilla —de que podía sonreír en aquel lugar de pesadilla— se serenó más aún. Y casi sin pensar rezó también ella por primera vez desde que tenía once años. En aquella ocasión se encontraba de colonias, tumbada en una estúpida litera dentro de una estúpida cabaña llena de mosquitos con un grupo de niñas estúpidas que probablemente se convertirían en mujeres mezquinas y ariscas. La abrumaba la añoranza, y en su oración rogó a Dios que enviase a su madre para llevarla de vuelta a casa. Dios no accedió a su suplica, y desde entonces Mary decidió que le convenía arreglárselas por su cuenta.
—Dios —dijo—, necesito ayuda. Estoy en una habitación infestada de horripilantes sabandijas, en su mayoría venenosas, y me muero de miedo. Si estás ahí, agradecería cualquier ayuda que esté a tu alcance. A…
Debería haber concluido con un «Amén», pero se interrumpió, atónita. Una voz clara habló en su cabeza, y no era la suya, de eso estaba segura. Fue como si alguien hubiese estado esperando, y no con demasiada paciencia, a que ella hablase primero.
No hay nada aquí que pueda hacerte daño, declaró la voz.
En el otro extremo de la habitación el haz de la linterna iluminó una antigua lavadora-secadora. Encima se leía el rótulo USAR EXCLUSIVAMENTE PARA ROPA DE TRABAJO. Arañas de patas largas y elegantes se paseaban de un lado a otro del cartel y sobre la lavadora. Junto a Mary, un escorpión examinaba los restos aplastados de la araña que se había sacado de entre el pelo. Todavía le palpitaba la mano; la araña debía de estar llena de veneno, quizá suficiente para matarla si se lo hubiese inoculado. No, Mary no sabía a quién pertenecía esa voz, pero si era así como Dios respondía a las plegarias, no le extrañaba que el mundo anduviese de mal en peor. Porque sí había allí muchas cosas que podían hacerle daño, muchas.
No, contestó la voz pacientemente mientras enfocaba la linterna de nuevo hacia los cadáveres alineados junto a la pared y descubría otro nido de serpientes. No puede hacerte daño, y tú sabes por qué.
—Yo no se nada —gimió, y se iluminó la palma de la mano. La tenía roja y palpitante pero no hinchada. Porque la araña no le había picado.
Reflexionó. Ese era un detalle interesante.
Mary volvió a dirigir el haz de luz hacia los cadáveres, enfocándolos de uno en uno hasta llegar a Entragian. El virus que había invadido aquellos cuerpos se encontraba ahora dentro de Ellen. Y si ella, Mary Jackson, iba a ser la siguiente, las sabandijas en efecto no podían hacerle daño. No podían estropear la mercancía.
—La araña debería haberme picado —murmuró—, pero no lo ha hecho. En vez de eso se ha dejado matar. No hay nada aquí que pueda hacerme daño. —Lanzó una carcajada aguda e histérica—. ¡Somos colegas!
Tienes que salir de aquí, dijo la voz. Antes de que regrese, y no tardará en regresar.
—¡Protégeme! —suplicó Mary, poniéndose en pie—. Me protegerás, ¿verdad? Si eres Dios, o un enviado de Dios, me protegerás.
No hubo respuesta. Quizá el dueño de la voz no deseaba protegerla. Quizá no podía.
Temblando, tendió una mano hacia la mesa. Las viudas negras y las arañas de menor tamaño —reclusas pardas— huyeron en todas direcciones. Los escorpiones reaccionaron igual. De hecho uno cayó de la mesa. Pánico en las calles.
Bien. Excelente. Pero no bastaba con eso. Tenía que salir de allí.
Mary exploró la oscuridad con la linterna y encontró la puerta.
Procurando no pisar a las arañas, que pululaban por todas partes, cruzó la habitación; se notaba las piernas entumecidas y lejanas. El pomo giró, pero la puerta se abrió solo un par de centímetros. Cuando tiro con fuerza, oyó un sonido metálico que debía de provenir de un candado. No le sorprendió.
Volvió a inspeccionar la habitación con la linterna. Ante sus ojos aparecieron sucesivamente el póster —DEJEN QUE ESOS CABRONES SE PUDRAN EN LA OSCURIDAD—, el herrumbroso lavabo, la encimera con la cafetera y un pequeño horno microondas y la lavadora-secadora. Seguía el espacio de oficina propiamente dicho, con un escritorio, varios archivadores viejos, un reloj de control de asistencia con su correspondiente casillero para las tarjetas de los empleados y una estufa abombada. A continuación había un baúl de herramientas, varios picos y palas oxidados y un calendario con una rubia en bikini. Después venía de nuevo la puerta. No había ventanas, ni una sola. Examinó el suelo, pensando en las palas, pero las tablas llegaban a ras de pared, y además dudaba mucho que la criatura que se había adueñado del cuerpo de Ellen Carver le dejase tiempo suficiente para cavar un túnel hasta el exterior.
La secadora, Mare.
Esa era su voz, tenía que serlo, pero realmente no lo parecía, y tampoco daba la impresión de que fuese un pensamiento.
En cualquier caso no era momento de preocuparse por tales detalles. Corrió hasta la secadora, mucho menos atenta adónde pisaba, y de hecho aplasto varias arañas. El hedor a carne descompuesta era allí más intenso, lo cual resultaba extraño considerando que los cadáveres se encontraban en el otro extremo de la habitación.
Una serpiente de cascabel con rombos dibujados en la piel levantó la tapa de la secadora y empezó a salir sinuosamente del tambor. Fue como hallarse ante la caja sorpresa más horrenda del mundo. La serpiente balanceó la cabeza, fijando solemnemente en ella sus ojos negros de predicador. Mary retrocedió un paso pero al instante se obligó a acercarse de nuevo y alargó el brazo. Podía estar equivocada respecto a las arañas y las serpientes, lo sabía. Pero ¿qué más daba si la mordía aquel enorme reptil? ¿Acaso sería peor morir de una mordedura de serpiente que acabar como Entragian, matando a cuántos se le cruzasen en el camino hasta que su cuerpo estallase como una bomba?
La serpiente abrió las fauces, enseñándole unos colmillos curvos como barbas de ballena. Siseó.
—Jódete, encanto —dijo Mary. Acto seguido la agarró, la sacó de la secadora, medía como mínimo un metro veinte, y la arrojó al otro extremo de la habitación. Luego cerró la tapa con la base de la linterna, prefiriendo no ver que más contenía el tambor, y tiró de la secadora para apartarla de la pared. Se oyó un ligero golpe cuando el tubo de plástico en acordeón del extractor de aire de la secadora se desprendió del agujero de la pared. Docenas de arañas ocultas bajo la secadora huyeron despavoridas.
Mary se inclinó para examinar el agujero. Su escaso diámetro no le permitiría pasar, pero los bordes estaban muy corroídos, y pensó…
Cruzó de nuevo la habitación. En el camino pisó un escorpión —oyó claramente el chasquido— y asestó un impaciente puntapié a una rata que salió de entre los cadáveres, donde sin duda se había dado un buen atracón. Cogió un pico, se acercó de nuevo a la salida de aire, y apartó un poco más la secadora para ganar espacio. El hedor a putrefacción era aún más intenso, pero apenas lo notó. Dejó la linterna sobre la secadora, insertó el lado más corto del pico en el agujero, tiro hacia arriba, y lanzó un gruñido de satisfacción al ver que la herramienta abría una brecha de casi medio metro en el metal corroído.
Deprisa, Mary, deprisa.
Se enjugó el sudor de la frente, introdujo el pico en la brecha y volvió a tirar hacia arriba. El pico abrió otro tramo de pared y luego se soltó tan bruscamente que Mary cayó de espaldas. Notó agitarse a varias arañas bajo su cuerpo, y la rata que había golpeado un momento antes —o tal vez alguna pariente suya— trepó a su cuello, chirriando. El roce de sus bigotes bajo la mandíbula le produjo un cosquilleo.
—¡Lárgate de una puta vez! —exclamó, y la apartó de un manotazo.
Se levantó, cogió la linterna de la secadora y se la colocó bajo la axila izquierda. Luego se inclinó y dobló hacia dentro el metal a ambos lados de la brecha como dos alas.
Pensó que tenía anchura suficiente.
—Dios, gracias —dijo—. Quédate conmigo un rato más, por favor. Y si me ayudas a salir de esta, te prometo que seguiremos en contacto.
Se arrodilló y miró a través del agujero. El hedor era tan intenso que le provocó arcadas. Enfocó la linterna hacia el exterior.
—¡Dios santo! —exclamó con voz ahogada—. ¡Dios, no!
En un primer momento pensó, consternada, que había centenares de cadáveres detrás del barracón donde se hallaba, que el mundo entero se componía de caras lívidas y flácidas, ojos vidriosos, carne desgarrada. Mientras observaba el dantesco espectáculo, un buitre arrancó un pedazo de carne de la cara de un hombre y alzó el vuelo, agitando las alas como sábanas en un tendedero.
No son tantos, se dijo. No son tantos, Mary, e incluso si hubiese mil, tu situación no cambiaría en nada.
Así y todo, por un momento fue incapaz de moverse. La abertura de la pared le permitiría salir, estaba segura, pero…
—Caería sobre ellos —susurró.
El haz de luz tembló descontroladamente, iluminando mejillas y frentes y orejas, recordándole una de las escenas finales de Psicosis, cuando la bombilla cubierta de telarañas del sótano empieza a oscilar sobre el rostro arrugado de la madre muerta de Norman.
Tienes que marcharte, Mary, instó la voz pacientemente. Tienes que marcharte ya, o será demasiado tarde.
Muy bien, pero prefería, no ver la pista de aterrizaje. Si podía evitarlo, prefería, no verla.
Apagó la linterna y la tiró al otro lado de la abertura. Oyó un ruido blando cuando cayó en… en fin, algo. Respiró hondo, cerró los ojos y se deslizó a través de la pared abierta. El borde de metal serrado y herrumbroso le levantó la camisa y le arañó el vientre. Se inclinó y empezó a caer hacia delante, con los ojos cerrados y las manos extendidas. Una topó con la cara de alguien; notó en la palma de la mano la nariz fría y exánime, y en los dedos unas pobladas cejas. La otra mano aterrizó en una sustancia viscosa y resbaló.
Apretó los labios, impidiendo el paso a cualquier cosa que quisiese salir de su garganta, un grito, una arcada de asco. Si gritaba, tendría que respirar. Y si respiraba inhalaría el hedor de aquellos cuerpos descompuestos, que habían yacido bajo el ardiente sol del verano sabía Dios cuanto tiempo. Tras parar el golpe con las manos, todo su cuerpo entró en contacto con aquella masa de carne movediza, y oyó los eructos provocados por el gas de la descomposición. Conminándose a no dejarse vencer por el pánico, a resistir, Mary rodó por encima de los cadáveres hasta el suelo, estregándose simultáneamente en los pantalones la mano impregnada de aquella repugnante sustancia.
Bajo ella notó arena y las afiladas puntas de numerosos fragmentos de roca. Volvió a rodar y se puso de rodillas. De inmediato hundió las manos en el áspero pedregal y se las frotó una y otra vez, limpiándoselas en seco lo mejor que pudo. Abrió los ojos y vio la linterna en la palma de una mano abierta y cerosa. Alzó la vista, buscando —necesitando— la nitidez y la serena desconexión del cielo. Una blanca luna en cuarto creciente brillaba a baja altura, dando la impresión casi de estar ensartada en un tridente de roca que sobresalía de la pared este de la Mina de los Chinos.
Estoy fuera, pensó, cogiendo la linterna. Algo es algo. Dios mío, gracias.
Retrocedió de rodillas, con la linterna de nuevo bajo la axila, estregándose aún las manos trémulas con las piedras.
Había luz a su izquierda. Miró en esa dirección, y la recorrió una ráfaga de terror al ver el coche patrulla de Entragian. «¿Le importaría salir del coche, señor Jackson?», había dicho el policía, y fue entonces cuando ocurrió, decidió Mary, cuando todo lo que antes había creído sólido voló como polvo arrastrado por el viento.
Está vacío, lo ves, ¿no?
Sí, lo veía, pero la huella del terror permaneció. Era un sabor en su boca, como si hubiese estado chupando monedas.
El coche patrulla —sucio, después de la tormenta con una gruesa capa de polvo incluso en el bastidor de las luces giratorias del techo— se encontraba junto a un pequeño edificio de hormigón que parecía un fortín. La puerta del conductor se había quedado abierta (Mary veía el siniestro osito de plástico adherido al salpicadero), y por eso estaba encendida la luz interior. Ellen la había llevado hasta allí en el coche patrulla y después se había ido a otra parte. Por lo visto, Ellen tenía cosas más importantes que hacer, asuntos que reclamaban su atención. Si hubiese dejado las llaves…
Mary se puso en pie y corrió hacia el coche patrulla inclinada por la cintura como un soldado que atravesase tierra de nadie. El coche apestaba a sangre, orina, dolor y miedo. El salpicadero, el volante y el asiento delantero estaban salpicados de sangre coagulada. Los instrumentos estaban ilegibles. En el hueco para los pies del lado del acompañante había una pequeña araña de piedra, antigua y picada, pero con sólo mirarla Mary experimentó una sensación de frío y debilidad.
En todo caso no tenía que preocuparse por la misteriosa estatuilla; la llave no se hallaba en el contacto.
—¡Mierda! —susurró Mary, furiosa—. ¡Mierda y mil veces mierda!
Se volvió y dirigió el haz de la linterna primero a un grupo de máquinas y luego al punto de partida del camino que ascendía por la pendiente norte de la mina. Era una pista de grava de unos cuatro carriles de anchura para permitir el paso de la maquinaria pesada que acababa de ver, y probablemente con la superficie más uniforme que la carretera por la que circulaban ella y Peter cuando los detuvo el policía… y no podía marcharse de allí en el coche patrulla porque no tenía la jodida llave.
Si yo no puedo, debo asegurarme de que él tampoco puede. O ella. O lo que sea.
Se inclinó de nuevo sobre el asiento del conductor, haciendo una mueca al percibir el olor acre del interior (y no perdiendo de vista la desagradable estatuilla abandonada en el suelo, como si temiese que pudiera cobrar vida y saltar sobre ella). Tiró de la palanca del capó y fue hacia la parte delantera del coche. Palpó la rejilla del radiador buscando el punto de agarre, lo encontró y levantó el capó del Caprice. El motor era enorme, pero localizó sin dificultad el filtro de aire. Se inclinó sobre él, agarró la tuerca de mariposa del centro y ejerció presión. No cedió.
Lanzó un soplido de frustración y volvió a enjugarse el sudor de la frente y los ojos. Hacia poco más de un año había leído unos poemas como parte de una serie de actos culturales agrupados bajo el nombre «Las mujeres poetas celebran su sentido y su sexualidad». Para la ocasión lucía un traje de Donna Karan y debajo una blusa de seda. Acababa de salir de la peluquería, y el pelo le caía en elegantes flecos sobre la frente. Su poema más largo, «Mi jarrón», había causado sensación.
Naturalmente todo eso había ocurrido antes de su visita a la histórica Mina de los Chinos, el marco incomparable donde se hallaba la única y fascinante Serpiente de Cascabel Número Dos. Dudaba que alguna de las personas que la habían oído leer «Mi jarrón»
Suave
contorno
fragancia de tallos
salpicado de sombras
curvo como la
línea de un hombro
la línea de un muslo
durante aquella velada la reconociera en ese momento. Ella misma no se reconocía.
La mano derecha, con la que intentaba extraer el filtro del aire, le escocía y palpitaba. Los dedos le resbalaban en el metal. Se le rompió una uña, y sofocó un grito de dolor.
—Por favor, Dios, ayúdame con esto. No sería capaz de distinguir el delco del cigüeñal, así que tiene que ser el carburador. Por favor dame fuerzas para…
Esta vez, cuando ejerció presión, la tuerca de mariposa giró.
—Gracias —dijo, jadeando—. Sí, muchísimas gracias. No te separes de mí. Y cuida también de David y los otros, ¿quieres? No permitas que se marchen de este pozo de mierda sin mí.
Desenroscó la tuerca y la dejó caer en el bloque del motor. Sacó el filtro de aire de su receptáculo, dejando a la vista un carburador del tamaño de… bueno, del tamaño de un jarrón. Riendo, lanzó el filtro por encima del hombro y se agachó a coger un puñado de tierra. Volvió a erguirse, hundió la tapa de metal de una de las cámaras del carburador, y echó la tierra, una mezcla de arena y piedras. Añadió otros dos puñados, llenando el carburador hasta el cuello, y retrocedió.
—A ver cómo arrancas eso, hijo de puta —dijo.
Date prisa, Mary, tienes que marcharte.
Enfocó la linterna hacia la maquinaria. Entre las enormes máquinas había dos furgonetas. Se acercó hasta ellas e iluminó las cabinas. Tampoco tenían llaves. Pero había una pequeña hacha entre el material amontonado en la caja de la Ford F-150, y valiéndose de ella, pinchó dos neumáticos a cada furgoneta. Se disponía a tirar el hacha lejos de allí, pero se lo pensó mejor. Echó un último vistazo alrededor y en esta ocasión vio el agujero de forma más o menos cuadrada abierto en el terraplén a unos seis metros del fondo de la mina.
Ahí está. El origen de esta tragedia.
Mary ignoraba quién sabía eso, si era la voz, Dios o una simple intuición, pero poco le importaba. En ese instante tenía un único objetivo: salir de allí a toda prisa.
Apagó la linterna —la luna le proporcionaría claridad suficiente, al menos durante un rato— y empezó a subir por la pista de grava que conducía al exterior de la Mina de los Chinos.