IV

1

La criatura que había sido Ellen Carver, ahora más alta, se hallaba de pie en la escalinata del ayuntamiento. Llevaba aún la insignia policial pero no la bandolera y miraba hacia el norte, hacia el cruce señalizado con el semáforo intermitente que el viento mecía, contemplando la calle a través del polvo y la arena. No veía el cine, pero sabía dónde estaba. Más aún, sabía que ocurría en el interior. No todo, pero suficiente para enfurecerse. El puma no había conseguido silenciar al borracho a tiempo, pero por lo menos había alejado del chico al resto del grupo. En principio con eso bastaba, pero el chico había eludido a su otra emisaria, cuando menos por el momento.

¿Dónde se había metido? Lo ignoraba, no lo veía, y esa era la principal causa de su ira y su miedo. El chico era la causa. David Carver. El meapilas de mierda. Debería haberlo matado cuando tuvo ocasión, cuando se hallaba en el cuerpo del policía; debería haberlo matado a tiros al pie de la escalerilla de la condenada caravana y habérselo dejado a los buitres. Pero no lo había hecho, y sabía por qué. En el alma del pequeño Carver había un núcleo impenetrable, envuelto en una coraza protectora que no había logrado traspasar. Eso había salvado antes al meapilas.

Con los brazos extendidos a los costados, apretó los puños. Sopló el viento, agitando el pelo corto y rojizo de Ellen Carver como una bandera. ¿Qué hace aquí alguien como él? ¿Es simple casualidad?

¿O es un enviado?

¿Por qué estás aquí? ¿Por casualidad? ¿O eres un enviado?

Pero tales preguntas eran superfluas. La criatura conocía su misión, tak ah lah, y eso bastaba. Cerró los ojos de Ellen, ahora suyos, volviendo la mirada hacia su interior pero sólo por un segundo; no le gustó lo que vio. Aquel cuerpo había empezado a fallar. No era tanto un problema de degradación como de intensidad; la fuerza que habitaba en él —can de lach, el corazón del ser sin forma— estaba haciéndolo pedazos literalmente, y sus recambios habían escapado de la despensa.

Por culpa del meapilas.

El meapilas de mierda.

Miró de nuevo al exterior. No deseaba pensar en la sangre que corría por los muslos de aquel cuerpo, en las palpitaciones que había empezado a notar en la garganta, o en el modo en que, al rascarse la cabeza, grandes mechones del pelo rojo de Ellen se le quedaban bajo las uñas.

Prefirió dirigir su mirada al cine.

Su percepción del interior del cine se componía de imágenes, fragmentarias, superpuestas, a veces contradictorias. Era como ver los distintos monitores de un circuito cerrado de televisión reflejados en un montón de cristales rotos. Esencialmente veía a través de los ojos de las arañas infiltradas, pero también se servía de moscas, cucarachas, ratas apostadas en los agujeros de las paredes, y murciélagos colgados del techo de la sala; estos últimos proyectaban imágenes extrañamente frías, que eran en realidad ecos.

Vio al hombre del camión, el que había llegado al pueblo por su cuenta, y a su flaca amiga, que guiaba a los otros al escenario. El padre llamaba a su hijo a gritos, pero el chico no contestaba. El escritor se acercó al borde del escenario y, abocinando las manos en torno a la boca, pronunció el nombre de Audrey a voz en cuello. ¿Y dónde estaba Audrey? No lo sabía con certeza. No podía ver a través de sus ojos como a través de los ojos de criaturas inferiores. Sin duda buscaba al chico. ¿O lo había encontrado ya? Seguramente no. Al menos, no todavía. Eso lo habría percibido.

La criatura golpeó el muslo de Ellen con la mano de Ellen en un gesto de impaciencia y frustración, dejando al instante en la piel un hematoma negro como una podredura en una manzana, y dirigió su atención hacia otro punto del cine. Advirtió entonces que no estaban todos en el escenario; el carácter prismático de las imágenes lo había inducido a error.

Mary seguía con el viejo Tom. Si Ellen llegaba hasta ella mientras los demás buscaban a Audrey y David, se ahorraría ulteriores problemas. En realidad no la necesitaba con urgencia; el cuerpo que ahora ocupaba podía aprovecharse aún durante un tiempo, pero no quería arriesgarse a que le fallase en un momento crucial. Sería mejor, más seguro, si…

La imagen provenía de una telaraña de la que pendían numerosas moscas envueltas en seda. Moscas paralizadas por el veneno de la araña pero no muertas.

—Raciones de emergencia —canturreó la criatura con la voz de Ellen Carver, en el idioma de Ellen Carver—. Tieso tente, tentetieso, este perro quiere un hueso.

Y la desaparición de Mary desmoralizaría a los otros, mermaría la seguridad en sí mismos que posiblemente les habían proporcionado sus anteriores logros: escapar, encontrar refugio, matar al puma. Esto último ya lo había previsto; al fin y al cabo, iban armados, y el puma era un ser físico, sarx, soma y pneuma, no un duende de la inmensidad metafísica. Pero ¿Quién habría imaginado que lo mataría precisamente aquel presuntuoso charlatán?

Llamó al otro por un teléfono que tenía guardado. Tampoco eso lo percibiste. No te enteraste hasta que apareció el camión amarillo.

Sí, y pasar por alto el teléfono había sido un grave desliz —Marinville lo tenía en el primer plano de su conciencia, y la criatura debería haberlo percibido con facilidad—, pero no podía reprochárselo. En ese punto su principal objetivo era llevar al calabozo a ese despreciable necio y sustituir el cuerpo de Entragian antes de que se desintegrase por completo. Había sido una lástima perder a Entragian. El policía era fuerte.

Si se proponía capturar a Mary, ese era el momento idóneo. Y quizá entretanto Audrey encontraría al chico y lo eliminaría. Eso sería ideal. Se acabarían sus preocupaciones. Ya no tendría que ir apoderándose de cuerpos furtivamente. Reemplazaría a Ellen por Mary y se serviría de los demás a su antojo.

¿Y después, cuando se agotase su actual (y limitada) reserva de cuerpos? ¿Atraparía a otros viajeros en la carretera? Tal vez. ¿Y cuando se presentase gente en el pueblo con la intención de averiguar que demonios ocurría en Desesperación? ¿Qué haría entonces? Ya cruzaría ese puente cuando llegase al rió; tenía poca memoria y aún menos interés en el futuro. Por el momento bastaría con llevar a Mary a la Mina de los Chinos.

Tak descendió por la escalinata del ayuntamiento, echó un vistazo al coche patrulla, y cruzó la calle. Aquella misión era mejor realizarla a pie. Una vez en la otra acera, echó a correr, levantando arena con unos pies que ahora las zapatillas de deporte apenas podían contener.

2

Audrey les oía llamar a David —y también a ella— desde el escenario.

Pronto se dispersarían y empezarían a buscarlos. Iban armados, y por consiguiente eran peligrosos. La idea de morir no la inquietaba —o al menos no demasiado, no como al principio—, pero si temía que acabasen con ella antes de que tuviese ocasión de matar al chico. Para el puma, la voz de la criatura surgida de las entrañas de la tierra había sido como un anzuelo; para Audrey Wyler era como una serpiente impregnada de ácido que se adentraba sinuosamente en las profundidades de su cerebro y fundía a su paso la personalidad de la mujer. Ese proceso de disolución iba acompañado de un intenso placer, comparable a la ingestión de algo dulce y cremoso. En un primer momento, sin embargo, no había sido una sensación placentera, sino una especie de postración, como cuando uno sufre un acceso de fiebre, pero a medida que Audrey reunió más can tahs (como un niño participando en una recogida de trastos viejos), el malestar fue remitiendo. Ahora su única preocupación era encontrar al chico. Tak, el ser sin forma, no se atrevía a acercarse a él, de modo que esa misión le correspondía a ella.

La mujer que medía un metro setenta el día que Tom Billingsley la vio por primera vez se detuvo en lo alto de la escalera y echó un vistazo alrededor. Normalmente no habría visto nada en aquella oscuridad —había sólo una ventana y la escasa claridad que penetraba por ella procedía del semáforo intermitente del cruce y de una farola de escasa potencia situada ante el Bud’s Sud—, pero su visión había mejorado notablemente con cada can tah que hallaba o recibía. Ahora casi poseía la fina vista de un gato, y el sucio pasillo no escondía misterios para ella.

La gente que había frecuentado esa parte del edificio tenía mucho menos interés en el orden y la limpieza que el grupo de Billingsley. En lugar de recoger las botellas vacías, las rompían y dejaban los fragmentos en los rincones; y en lugar de dibujar peces o caballos fantásticos, había decorado las paredes con enormes pictografías. Una de ellas, tan primitiva como una pintura rupestre, mostraba un niño deforme y con cuernos colgado de un pecho gigante. Debajo había escrito un pareado: BEBÉ CHULETA, BEBÉ PROBETA, TE HE VISTO MORDER LA TETA. A ambos lados del pasillo había basura amontonada: envases de comida para llevar, envoltorios de caramelos, bolsas de patatas fritas, paquetes de tabaco estrujados y cajas de preservativos vacías. Del pomo de la puerta marcada con el rótulo ENCARGADO pendía un condón usado, pegoteado en sus propios fluidos ya secos como un caracol muerto.

La puerta del despacho del encargado se hallaba a la derecha. Enfrente había otra donde se leía PORTERO. Más adelante, a la izquierda, había una tercera puerta, esta sin rótulo, y más allá, en esa misma pared, un arco sobre el que se veía una palabra escrita con antigua pintura negra medio desconchada. Ni siquiera sus ojos pudieron distinguir esa palabra, al menos a la distancia a que se encontraba, pero al avanzar otros dos pasos la leyó claramente: GALERÍA. En otro tiempo el arco debió de estar tapiado, pero ahora las tablas estaban apiladas a ambos lados. De lo alto del arco pendía una muñeca hinchable de melena rubia, boca roja y redonda, pubis sin pelo y rudimentaria vagina. Estaba casi deshinchada, y una soga oscurecida por el tiempo le rodeaba el cuello. Sobre los pechos hundidos, colgado del cuello, tenía un letrero escrito a mano que parecía fruto de los esfuerzos caligráficos de un párvulo. NO ENTRAR AQI, rezaba, APUNTO DE UNDIRSE. ABLO EN SERIO. Encima se veía una calavera de ojos rojos sobre unos huesos en aspa. Frente a la entrada de la galería había un hueco en la pared que en su día albergó probablemente un bar. Al final del pasillo una escalera ascendía en la oscuridad. Llevaba, supuso Audrey, a la cabina de proyección.

Se acercó a la puerta con el rótulo ENCARGADO, agarró el pomo y apoyó la frente en la madera. Fuera el viento gemía como un animal moribundo.

—¿David? —preguntó con dulzura. Guardó silencio y escuchó—. David, ¿me oyes? Soy Audrey, David. Audrey Wyler. Quiero ayudarte.

No hubo respuesta. Abrió y vio una habitación vacía con un viejo póster de Bonnie y Clyde en la pared y un colchón roto en el suelo.

Debajo del póster, otra pintada anunciaba: DE DIA A DORMIR, DE NOCHE A VIVIR.

A continuación miró en el cubículo del portero. No era mucho mayor que un armario y estaba por completo vacío. La puerta sin rótulo daba a una habitación de pequeñas dimensiones destinada probablemente a almacenar las existencias del bar. Su olfato (al igual que su vista, ahora mucho más agudo) percibió un antiguo olor a palomitas de maíz. Había moscas muertas y excrementos de ratón, pero nada más.

Se dirigió hacia el arco, apartó la muñeca con el antebrazo y echó un vistazo. Desde allí no veía el escenario. La chica flaca seguía llamando a David, pero los otros guardaban silencio. Quizá eso no significase nada, pero hubiese preferido saber dónde estaban.

Audrey imaginó que el letrero que colgaba del cuello de la muñeca era una advertencia fundada. Habían quitado las butacas, y eso permitía ver las anormales ondulaciones del suelo; le recordó un poema que había escrito cuando estudiaba en la universidad, algo sobre un barco pintado en un mar pintado. Si el chico no se encontraba en la galería, tenía que estar en otro sitio. En algún sitio cerrado. No podía haber ido lejos. Y en la galería no estaba, eso seguro. Desprovista de butacas, no proporcionaba escondrijo posible, ni siquiera una cortina o una colgadura de terciopelo en una pared.

Audrey retiró el brazo que sostenía a un lado la muñeca medio deshinchada, y esta se balanceó; el lazo que le rodeaba el cuello chirrió ligeramente. Sus ojos inexpresivos miraron a Audrey. El orificio que tenía por boca —una boca diseñada con una única finalidad— parecía reírse de ella. «Fíjate en que andas metida —parecía reprochar la muñeca folladora—. Ibas camino de convertirte en la geóloga más cotizada del país, de tener tu propia empresa de asesoría a los treinta y cinco, quizá de ganar el Premio Nobel a los cincuenta… ¿No eran esos tus sueños? La experta en el periodo devónico, la summa cum laude cuyo trabajo sobre las placas tectónicas apareció publicado en Geology Review, se dedica ahora a perseguir un niño en un cine decrepito. Y además no es un niño cualquiera. Es especial, tan especial como tú te sentías en tu infancia. Y si lo encuentras, Aud, ¿qué harás? Es fuerte».

Audrey agarró el lazo y dio un violento tirón, rompiendo la vieja soga y llevándose de paso entre los dedos un mechón de pelo rubio pajizo. La muñeca cayó de bruces a sus pies, y Audrey la lanzó de un patada a la galería. Flotó a cierta altura y acabó posándose en el irregular suelo.

No más fuerte que Tak, pensó. Me tiene sin cuidado lo que sea pero no es más fuerte que Tak. Tampoco es más fuerte que los can tahs. Ahora somos los dueños del pueblo. No importa el pasado ni lo sueños del pasado; esto es el presente, y me gusta. Me gusta matar arrebatar, dominar. Me gusta ser la única autoridad, aunque sea en el desierto. Ese chico no es más que un chico. Los otros son sólo comida. Ahora Tak esta aquí, y habla con la voz de los tiempos inmemoriales, con la voz de los seres sin forma.

Levantó la vista y contempló la escalera que subía a la cabina de proyección. Movió la cabeza en un gesto de asentimiento y se metió la mano en el bolsillo del vestido para tocar los objetos que allí guardaba, para acariciarlos. El chico estaba en la cabina de proyección. Un enorme candado impedía el paso en la puerta que conducía al sótano.

Así pues, ¿dónde podía estar, si no?

Him en tow —susurró, y empezó a subir. Tenía los ojos muy abiertos y movía incesantemente los dedos dentro del bolsillo del vestido, produciendo un golpeteo de piedras casi inaudible.

3

Los muchachos que utilizaban el piso superior del Oeste Americano como lugar de reunión hasta que se desplomó la escalera de incendios eran unos vándalos, pero confinaban sus juergas básicamente al despacho del encargado y el pasillo; los otros cuartos estaban casi intactos, y la cabina de proyección seguía poco más o menos igual que el día de 1979 en que cinco empleados de la Nevada Sunlite Entertainment —todos ellos fumadores empedernidos— estuvieron allí, desmontaron los proyectores de fibra de carbón y los llevaron a Reno, donde aún permanecían arrinconados en un almacén lleno de material semejante como ídolos caídos.

David estaba de rodillas, con la cabeza inclinada, los ojos cerrados y las manos juntas frente a la barbilla. La porción de polvoriento linóleo sobre la que se hallaba presentaba un tono algo más claro que el resto del suelo; enfrente tenía otro rectángulo también más claro. Allí se alzaron en su día los viejos proyectores, dinosaurios ruidosos y calientes como hornos que algunas noches de verano elevaban la temperatura de la cabina hasta casi cincuenta grados. A su izquierda se encontraban las ventanillas a través de las cuales emitían sus dardos de luz y proyectaban sus grandes sombras: Gregory Peck y Kirk Douglas, Sophia Loren y Jane Mansfield, un jovencísimo Paul Newman jugando al billar, una anciana pero aún vigorosa Bette Davis atormentando a su hermana minusválida.

En el suelo había fragmentos de película esparcidos como serpientes muertas. De las paredes colgaban viejos pósters y fotogramas ampliados. En uno de ellos Marilyn Monroe, de pie sobre la rejilla de ventilación de un metro, intentaba contener el vuelo de su falda. Una flecha trazada a mano apuntaba a sus bragas, y debajo algún chistoso había escrito: «Insertar con cuidado la clavija A en la ranura B, asegurándose de que queda firmemente encajada para evitar que se salga».

En el aire flotaba un indefinido olor a decrepitud que no era moho ni carcoma. Olía a agrio, como si algo se hubiese podrido hasta lo más hondo antes de consumirse definitivamente.

David no prestaba más atención a ese olor que a la voz de Audrey, que lo llamaba casi en susurros desde el pasillo que daba acceso a la galería. David había subido allí cuando los demás corrieron a ayudar a Billingsley —incluso Audrey se acercó en un primer momento a la salida izquierda del escenario, quizá para cerciorarse de que todos se habían marchado— porque lo había asaltado una perentoria necesidad de rezar. Había presentido que esta vez era sólo cuestión de buscar un sitio tranquilo y abrir la puerta, esta vez era Dios quién deseaba hablar con él y no a la inversa. Y aquella cabina era el sitio idóneo. Reza en la intimidad y no en la calle, decía la Biblia, y David consideraba que era un excelente consejo. Ahora que había cerrado una puerta entre él y el resto del grupo, podía abrir la puerta de su alma.

No le inquietaba que lo observasen arañas, serpientes o ratas. Si Dios quería que aquella fuese una reunión privada, lo sería. El verdadero problema era la mujer que Steve y Cynthia habían encontrado; por alguna razón, lo ponía nervioso, y tenía la impresión de que a ella le ocurría lo mismo respecto a él. Había preferido no quedarse cerca de ella, así que había saltado del escenario y corrido por el pasillo central de la platea. Había llegado al vestíbulo antes de que Audrey se diese la vuelta y empezase a buscarlo. Desde el vestíbulo había subido al piso superior, y una vez allí simplemente había dejado que una especie de brújula interior —o quizá la «voz serena y casi inaudible» de que le había hablado el padre Martin— lo guiase.

Había cruzado la cabina, sin fijarse apenas en los pósters y los fragmentos de película, sin percibir apenas aquel olor que podía o no desprenderse de las fantasías de celuloide recalentadas por el sol del desierto hasta su total descomposición. Se había detenido en el rectángulo de linóleo más claro, contemplando por un momento los anchos orificios situados en sus ángulos, los orificios donde en otro tiempo se insertaron los pernos que mantenía afianzado al suelo el proyector. Le habían recordado

(Veo agujeros como ojos)

algo, algo que revoloteó por un instante en su mente y desapareció.

¿Un falso recuerdo, un recuerdo real, una intuición? ¿Todo eso a la vez? ¿Ninguna de esas cosas? Ni lo sabía ni le importaba. Su prioridad era ponerse en contacto con Dios, si podía. Nunca había tenido una necesidad mayor.

«Si —dijo el padre Martin con voz serena en el interior de su cabeza—. Y ahora es cuando recoges el fruto de tu esfuerzo. Mantienes el contacto con Dios cuando el armario está lleno para poder acudir a Él cuando está vacío. ¿Cuantas veces te lo dije el pasado invierno y esta primavera?».

Muchas. Únicamente esperaba que el padre Martin, que bebía más de lo que debía y quizá no fuese totalmente digno de confianza, hubiese dicho la verdad y no sólo le hubiese «vendido el producto de su compañía», como decía el padre de David. Lo esperaba con toda su alma.

Porque había otros dioses de Desesperación.

No le cabía la menor duda.

Comenzó su oración como siempre, no en voz alta sino en su mente, transmitiendo las palabras en pulsaciones claras y uniformes de pensamiento: Ve en mí, Dios. Mora en mí. Y habla en mí si lo deseas, si es tu voluntad.

Como siempre necesitaba verdaderamente a Dios, la superficie de su mente permaneció serena, pero la parte más profunda, donde la fe y la duda lidiaban en una incesante batalla, temía que no hubiese respuesta. El problema era sencillo. Incluso a esas alturas, después de horas de lectura, oración y aprendizaje, después de la curación de su amigo, dudaba de la existencia de Dios. ¿Lo había utilizado Dios a él, David Carver, para salvar la vida de Brian Ross? ¿Por qué iba Dios a hacer una cosa tan absurda? ¿No era más probable que lo que el doctor Waslewski había descrito como un «milagro clínico» y David había considerado la respuesta a una oración fuese en realidad una simple coincidencia clínica? La gente podía producir sombras que semejaban animales, pero no por eso dejaban de ser sombras, insignificantes trucos de luz y proyección. ¿No cabía la posibilidad de que Dios fuese algo así? ¿Otra sombra legendaria?

David cerró los ojos y apretó los párpados, concentrándose en el mantra e intentando vaciar la mente.

Ve en mí. Mora en mí. Habla en mí si es tu voluntad.

Y una especie de oscuridad descendió sobre él. Nunca antes había experimentado nada semejante. Se desplomó de costado contra la pared entre dos de las ventanillas de proyección, con los ojos en blanco y las manos caídas sobre el regazo. De su garganta brotó un murmullo gutural, y después un extraño balbuceo —como si hablase en sueños que quizá sólo su madre hubiese comprendido.

—Mierda —susurró—, nos persigue la momia.

Luego enmudeció. Permaneció recostado contra la pared, y un plateado reguero de saliva tan fino como el hilo de una araña le resbaló por la barbilla desde la comisura de los labios, unos labios todavía de niño. Fuera, unas pisadas se acercaron a la puerta que había cerrado para quedarse a solas con Dios (en otro tiempo disponía de un cerrojo, pero había desaparecido). Se detuvieron al otro lado de la puerta, y tras un prolongado silencio el pomo empezó a girar. Audrey Wyler apareció en el umbral, y sus ojos se abrieron desmesuradamente al posarse en el chico desvanecido.

Entró en la reducida y mal ventilada cabina, cerró la puerta y buscó algo con que atrancarla. Una tabla, una silla. No los detendría por mucho tiempo si subían hasta allí, pero incluso en un mínimo margen podía estar la diferencia entre el fracaso y el éxito. Pero no había nada.

—¡Mierda! —masculló. Observó al chico, dándose cuenta sin demasiada sorpresa que la intimidaba. Temía incluso acercarse a él.

Tak ah wan!, ordenó la voz en su cabeza.

Tak ah wan! —repitió ella. Era su asentimiento, forzado y a la vez sincero.

Descendió los dos peldaños que separaban el umbral del suelo y, haciendo una mueca a cada paso al oír el chirrido de sus suelas contra el polvo y la arenilla, cruzó la cabina hacia donde David seguía arrodillado y recostado contra la pared entre las ventanillas de proyección. Esperaba que sus ojos se abriesen en cualquier momento, unos ojos de color azul eléctrico que irradiaban un inmenso poder. Apretó una vez más los can tahs con la mano derecha, haciendo acopio de fuerza, y de mala gana los soltó.

Se arrodilló ante David, entrelazando los dedos fríos y trémulos, y lo contempló. Era espantoso. Y el hedor que despedía le resultaba aún más repugnante. No era extraño que se hubiese mantenido alejada de él; parecía una Gorgona y apestaba como un guisado de carne podrida y leche agria.

—Meapilas. Asqueroso meapilas —dijo con una voz distinta, ni masculina ni femenina. Unas formas negras comenzaron a moverse de una manera imprecisa bajo la piel de sus mejillas y su frente, como las alas membranosas de pequeños insectos—. Y ahora haré lo que debería haber hecho la primera vez que vi tu cara de sapo.

Audrey rodeó la garganta de David Carver con sus manos fuertes y curtidas, salpicadas de costras por los inevitables arañazos propios de su trabajo. Cuando esas manos oprimieron la traquea del chico, cortándole la respiración, Audrey parpadeó, pero sólo una vez.

Sólo una vez.

4

—¿Por qué has parado? —preguntó Steve.

Se hallaba de pie en medio de la inverosímil sala de estar montada en el escenario, junto al elegante mueble bar adquirido en una subasta. En ese momento su mayor anhelo era una camisa limpia. Había estado todo el día asfixiado de calor (el aire acondicionado del Ryder era sin duda lo peor en su genero), pero ahora estaba muerto de frío. El agua que Cynthia le vertía en los hombros le resbalaba por la espalda en helados chorros. Al menos había conseguido disuadirla de usar el whisky de Billingsley para limpiar las heridas como una chica de cantina curando a un vaquero en una película antigua.

—Creo que he visto algo —susurró Cynthia.

—¿No sería otro gatito?

—Muy gracioso. —Levantando la voz, llamó—: ¿David? ¿David?

Estaban solos en el escenario. Steve se había ofrecido a ir con Marinville y Carver a buscar al chico, pero Cynthia había insistido en lavarle lo que ella llamaba «los agujeros del cuero». Los dos hombres habían desaparecido al fondo de la platea en dirección al vestíbulo.

Marinville caminaba ahora con más brío, y el modo en que llevaba el arma recordó a Steve otra clase de películas antiguas, esas en que el canoso pero heroico cazador blanco supera mil peligros en la selva y finalmente consigue arrancar una esmeralda cómo un puño de la frente de un ídolo en una ciudad perdida.

—¿Qué has visto? —preguntó Steve.

—No lo sé. Ha sido raro. Allí, en la galería. Vas a reírte, pero por un momento me ha parecido ver flotar un cuerpo.

De pronto algo cambió dentro de Steve. No era como si se hubiese encendido una luz; era más bien como si se hubiese apagado. Se olvidó del escozor de las heridas, y sin embargo un frío aún más intenso le recorrió la espalda, tan intenso que estuvo a punto de echarse a temblar. Por segunda vez en aquel día recordó su adolescencia en Lubbock, y cómo el mundo entero parecía detenerse antes de llegar las jaranas de los llanos, arrastrando sus colas —a veces mortíferas— de granizo y viento.

—No voy a reírme —dijo—. Vamos a subir.

—Probablemente era sólo una sombra.

—No lo creo.

—Steve, ¿estás bien? —preguntó Cynthia.

—No. Tengo la misma sensación que cuando hemos entrado en el pueblo.

Cynthia lo miró, alarmada.

—Bueno, pero no tenemos ninguna arma…

—Da igual —la interrumpió Steve, y la agarró del brazo. Tenía los ojos muy abiertos y los labios apretados—. Vamos ya. Aquí pasa algo grave. ¿No lo notas?

—Puede… que note algo. ¿Voy por Mary? Está sola con Billingsley…

—No hay tiempo. Ven o quédate, como tú quieras.

Se cubrió los hombros con el mono, saltó del escenario, trastabilla se aferró a un asiento de la primera fila para no caer, y corrió por el pasillo central hacia el vestíbulo. Cuando llegó al final, Cynthia estaba ya pegada a él, y tampoco esta vez resollaba siquiera.

El jefe salía de la taquilla seguido de Ralph Carver.

—Hemos echado un vistazo a la calle —informó Johnny—. Definitivamente la tormenta… ¿Steve? ¿Qué pasa?

Sin contestar, Steve miró alrededor, localizó la escalera, y se precipitó hacia ella. Una parte de él seguía asombrada por la sensación de urgencia que de repente le había invadido. Pero básicamente estaba asustado.

—¡David! ¡David, contesta si me oyes!

Nada. Un pasillo lóbrego y sembrado de basura que probablemente llevaba a la vieja galería. Una estrecha escalera al final del pasillo. No vio a nadie. Y sin embargo tenía la clara sensación de que alguien había pasado por allí segundos antes.

—¡David! —gritó.

—¿Steve? ¿Señor Ames? —Era Carver. Parecía tan asustado como el propio Steve—. ¿Qué ocurre? ¿Le ha pasado algo a mi hijo?

—No lo sé.

Cynthia pasó bajo el brazo de Steve y corrió hasta la entrada de la galería. Steve la siguió. Un fragmento de cuerda deshilachado colgaba de lo alto del arco y aún oscilaba un poco.

—¡Mira! —Cynthia señaló algo.

En un primer momento Steve pensó que era un cadáver, pero enseguida se dio cuenta de que el pelo era sintético. Una muñeca. Una muñeca con un lazo corredizo alrededor del cuello.

—¿Es eso lo que has visto desde el escenario? —preguntó.

—Sí. Quizá alguien la haya descolgado de un tirón y luego la haya lanzado a la galería de una patada. —Se volvió hacia Steve, ahora pálida y tensa. Con una voz casi inaudible, susurró—: ¡Dios, Steve, esto no me gusta!

Steve dio un paso atrás y miró a izquierda (el jefe y el padre de David lo observaban visiblemente preocupados, sosteniendo sus armas ante el pecho) y derecha. Por ahí, murmuró su corazón, o quizá su olfato, que había percibido un tenue rastro de Opium. Por esa escalera. Debe de subir a la cabina de proyección.

Trepó rápidamente por la escalera con Cynthia pegada a sus talones, y cuando buscaba a tientas en la oscuridad el pomo de la puerta, ella lo agarró por detrás del pantalón para detenerlo.

—El chico llevaba un revólver —advirtió—. Si esa mujer está ahí dentro con él, ahora podría tenerlo ella. Mucho cuidado, Steve.

—¡David! —bramó—. David, ¿estás bien?

Steve pensó en decirle que no había tiempo para la cautela, que el tiempo se había acabado de hecho en el momento en que habían perdido de vista a David; pero tampoco había tiempo para explicaciones.

Hizo girar el pomo y empujó con el hombro, esperando encontrar un cerrojo o alguna otra clase de resistencia, pero no la había. La puerta se abrió de par en par, y Steve se precipitó al interior de la cabina.

Frente a él, junto a la pared con las ventanillas de proyección, se hallaban David y Audrey. David tenía los ojos entreabiertos, pero sólo se veían los blancos. Su rostro presentaba una horrenda lividez cadavérica, con un matiz verdoso a causa de los restos de jabón. Oscuras manchas moradas se extendían desde sus párpados inferiores hasta los pómulos. Sacudía las manos espasmódicamente sobre el regazo. Emitía un estertor de asfixia casi inaudible. Audrey lo tenía agarrado por la garganta con la mano derecha y hundía el pulgar en la carne blanda donde confluían el cuello y la mandíbula. Su cara, antes hermosa, se había convertido en una contorsionada mueca de odio y rabia distinta de cualquier cosa que Steve hubiese visto en su vida; de hecho aquella vehemente expresión parecía incluso oscurecer su piel. En la mano izquierda sostenía el revólver del calibre 45 con que David había matado al coyote. Sonaron tres disparos, y cuando apretó el gatillo por cuarta vez, solo se oyó el chasquido del percutor en la recámara vacía.

Casi con toda seguridad los dos peldaños que descendían a la cabina de proyección salvaron la vida a Steve, o cuando menos evitaron que su «cuero» resultase perforado de nuevo. Cayó hacia delante como alguien que ha calculado mal el número de peldaños de una escalera, y las tres balas pasaron por encima de su cabeza. Una se incrustó en la jamba de la puerta a la derecha de Cynthia, despidiendo una lluvia de astillas sobre su exótico pelo.

Audrey lanzó un aullido de frustración. Arrojó el revólver descargado a Steve, que agachó la cabeza y simultáneamente alzó una mano para desviar su trayectoria. De inmediato Audrey se volvió hacia el cuerpo desplomado del chico y le apretó la garganta con las dos manos, sacudiéndolo con saña como si fuese un muñeco. Las manos de David dejaron de agitarse y cayeron sobre su regazo, tan flácidas como una estrella de mar muerta.

5

—Miedo —dijo Billingsley con voz ronca, y fue la última palabra que consiguió articular. Dirigió a Mary una mirada desesperada y a la vez confusa. Trató de hablar de nuevo, pero de su garganta salió sólo un débil gorgoteo.

—No tenga miedo, Tom —lo consoló Mary—. Estoy aquí con usted.

—Ah, ah. —Los ojos del anciano vagaron de izquierda a derecha por un momento, y después los fijó de nuevo en Mary. Aspiró aire profundamente, lo expulsó, aspiró otra vez pero ahora casi sin fuerza volvió a expulsar el aire… y dejó de respirar.

—¿Tom? —dijo Mary.

No se oyó más que una ráfaga de viento y el ruido de la arena contra la ventana.

—¡Tom!

Le zarandeó. Su cabeza rodó sin vida de uno a otro lado, pero su mirada permanecía clavada en la de ella. Mary sintió un escalofrío; lo ojos del anciano parecían los de esos retratos que lo miran a uno fijamente por más que se mueva. En algún lugar del edificio Marinville llamaba a David, sin duda a voz en cuello pese a que su voz sonaba lejana. La chica punki también gritaba. Mary supuso que debía volver con ellos y ayudarlos a buscar a David y Audrey si realmente estaban perdidos, pero no quería dejar a Tom hasta asegurarse de que había muerto. De hecho estaba ya casi segura, pero no del mismo modo que cuando uno ve una muerte en televisión y de inmediato sabe…

—¿Ayuda?

La voz, aunque interrogativa y casi demasiado débil para oírse sobre el zumbido del viento, sobresaltó a Mary, que se tapó la boca con la mano para sofocar un grito.

—¿Ayuda? ¿Hay alguien ahí? Por favor, ayúdenme… Estoy herida.

Una voz de mujer. ¿La voz de Ellen Carver? ¡Dios santo! ¿Era su voz? Si bien había estado sólo un rato en compañía de la madre de David, Mary tuvo la certeza de que era ella casi en el momento mismo en que la idea acudió a su mente. Se levantó, echando un último vistazo a la cara contraída y la mirada fija del pobre Tom Billingsley. Se le habían entumecido las piernas y se tambaleó.

—Por favor —gimió la voz fuera del edificio. Procedía del pasadizo situado tras el cine.

—¿Ellen? —preguntó, lamentando de pronto no ser capaz de cambiar de voz como un ventrílocuo. Tenía la impresión de que no podía confiar en nadie, ni siquiera en una mujer herida y asustada—. Ellen, ¿es usted?

—¿Mary? —La voz sonó más cerca—. Sí, soy yo, Ellen. ¿Usted es Mary?

Mary abrió la boca pero volvió a cerrarla. Era Ellen Carver quién hablaba desde fuera, sin duda, pero…

—¿Está bien David? —preguntó la mujer desde la oscuridad, y a continuación ahogó un sollozo—. Por favor, diga que sí.

—Por lo que yo sé, sí, está bien. —Rodeando el charco de sangre del puma, se acercó a la ventana rota y se asomó. La mujer era en efecto Ellen Carver, y no ofrecía buen aspecto. Estaba doblada sobre el brazo izquierdo, que mantenía encogido contra el cuerpo y sujeto con la mano derecha. Tenía el rostro —o lo que Mary veía de él— blanco como el papel. Hilos de sangre le brotaban del labio inferior y una de las fosas nasales. Miró a Mary con unos ojos tan sombríos y desesperados que apenas parecían humanos.

—¿Cómo ha escapado de Entragian? —preguntó Mary.

—Simplemente… ha muerto. Se ha desangrado. Íbamos en el coche cuando ha ocurrido; me llevaba, creo, a la mina. El coche se ha salido de la carretera y ha volcado. Con la vuelta de campana, una de las puertas traseras se ha abierto, por suerte para mí, porque si no seguiría atrapada allí dentro como una chinche en una lata. He… he vuelto al pueblo a pie.

—¿Qué le ha pasado en el brazo?

—Lo tengo roto —respondió Ellen, encorvándose más aún. Se percibía algo desagradable en su postura; recordaba una perversa ilustración de un cuento de hadas, un gnomo encogido en actitud protectora sobre una saca de dinero obtenida ilícitamente—. ¿Puede ayudarme a entrar? Quiero ver a mi marido y mi hijo.

Una parte de Mary se alarmó ante la idea, intentó convencerla de que algo no encajaba en aquello; pero cuando Ellen tendió la mano, y Mary la vio manchada de sangre y tierra, trémula por el agotamiento, su natural buen corazón se impuso al receloso reptil del instinto que anidaba en el fondo de su cerebro. Aquella mujer había perdido a su hija, asesinada por un demente; había sobrevivido a un accidente de automóvil cuando iba con toda probabilidad camino de su propia muerte; tenía un brazo roto, y había regresado a pie en medio de la tormenta a un pueblo lleno de cadáveres. ¿Y la primera persona con que se encontraba iba a sucumbir al miedo y negarse a dejarla entrar?

No, ni hablar, pensó Mary, y aunque quizá resultase absurdo, se dijo también: No es así como me han educado.

—Por esta ventana no podrá entrar. Hay muchos cristales rotos. Un animal ha saltado a través de ella. Un poco más allá, a su izquierda, verá otra ventana; es la del servicio de señoras. Mejor será que lo intente por ahí. Incluso hay un par de cajas de embalaje para subir. ¿De acuerdo?

—Sí. Gracias, Mary. Gracias a Dios que la he encontrado. —Ellen le dirigió una desagradable sonrisa, mezcla de gratitud, servilismo y quizá terror, y después se alejó por el pasadizo arrastrando los pies y encorvada. Doce horas antes era un ama de casa de Ohio camino de unas placidas vacaciones de clase media en el lago Tahoe, donde probablemente planeaba ponerse sus últimos modelitos veraniegos y su lencería fina. De día tomar el sol en compañía de los niños y enviar postales a familiares y amigos («Lo estamos pasando en grande… el aire es tan puro… ojalá estuvieseis aquí…»); de noche hacer el amor con su pareja estable y segura. Y en ese momento parecía un refugiado y actuaba como tal, una víctima de la guerra huyendo de un horrendo baño de sangre en el desierto.

Y Mary Jackson, la adorable princesita —votaba al Partido Demócrata, donaba sangre cada dos meses, escribía poemas— había considerado la posibilidad de dejarla gimiendo en la oscuridad mientras iba a consultar con los hombres. ¿Y por qué? Porque ella era también víctima de la misma guerra, supuso. Así era como uno pensaba, como uno se comportaba, cuando le tocaba a él. Salvo que Mary no estaba dispuesta a renunciar a su conciencia por culpa del miedo y la desconfianza. Ni mucho menos.

Mary salió al pasillo y aguzó el oído. Ya no se oían voces en el interior del cine. Pero cuando empujaba la puerta del servicio de señoras, sonaron tres disparos, amortiguados por la distancia y las paredes, pero sin duda detonaciones de un arma. Después se oyeron gritos.

Mary se quedó paralizada, tentada con igual intensidad de correr en dos direcciones distintas. Acabó por decidirse al oír los débiles sollozos de Ellen Carver bajo la ventana.

—¿Ellen? ¿Qué ocurre? ¿Le pasa algo?

—¡Soy una idiota, sólo eso, una idiota! Me he dado un golpe en el brazo herido al intentar poner una caja sobre la otra para subir.

Al otro lado de la ventana Ellen Carver —una sombra borrosa tras el cristal opaco— empezó a llorar más vivamente.

—Un momento, enseguida la ayudo a entrar —dijo Mary, y corrió hacia la ventana. Retiró las botellas vacías de la repisa, y levantaba ya la ventana, pensando cómo facilitarle la entrada a Ellen para no agravar sus heridas, cuando recordó de pronto lo que Billingsley había dicho sobre el policía: era más alto. Y el padre de David, comprendiendo de pronto, había exclamado con expresión de asombro: «¡Santo cielo! ¿Esa mujer es como Entragian? ¿Eso es lo que quiere decir? ¿Que es como el policía?».

Quizá se ha roto el brazo, pensó Mary con frialdad, quizá sea cierto. Pero por otra parte…

Por otra parte, encorvada de aquel modo disimulaba eficazmente su verdadera estatura, ¿no era eso?

El reptil del instinto, por lo general arrinconado en el fondo de su cerebro, emergió de repente a la superficie emitiendo un silbido de terror. Mary decidió retroceder, tomarse un momento para recapacitar… pero aún no se había movido cuando una mano fuerte y caliente la agarró del brazo. Otra mano acabó de levantar la ventana de un golpe, y Mary notó que las fuerzas la abandonaban como agua escurriéndose entre los dedos al ver la cara sonriente que apareció ante ella. Era la cara de Ellen, pero la insignia que llevaba en el pecho

(Veo que es usted donante de órganos)

pertenecía a Entragian.

Era Entragian. Collie Entragian transmutado de algún modo en Ellen Carver.

—¡No! —gritó Mary, y tiró del brazo ajena al dolor que le produjeron las uñas de Ellen al hundirse en su carne—. ¡No! ¡Suélteme!

—No hasta que te oiga cantar Leavin’ on a Jet Plane, mala puta —dijo la cosa que parecía Ellen, y cuando forzó a Mary a salir por la ventana que aún sostenía en alto, la sangre le brotó a chorros por la nariz. También empezó a sangrar por el ojo izquierdo, con unas lágrimas rojas que semejaban de goma—. «Ya rompe el alba, empieza un nuevo día…».

Al verse arrancada del interior del servicio de señoras, Mary tuvo la confusa sensación de que volaba hacia la valla que delimitaba el pasadizo.

—«El taxista hace sonar la bocina…» —siguió canturreando Ellen.

Mary consiguió parar el golpe parcialmente con un brazo, pero encajó la mayor parte del impacto en la frente y cayó de rodillas al suelo. Notó un calor que se extendía por sus labios y su barbilla. Bienvenida al club de las narices sangrantes, pensó mientras se ponía torpemente en pie.

—«Y estoy ya tan solo que podría echarme a lloraaaar…».

Mary intentó correr, pero a la segunda zancada el policía (para Mary, aquel ser seguía siendo el policía, sólo que ahora con peluca y pechos falsos) la agarró por el hombro, casi arrancándole la manga de la camisa, y la obligó a girar.

—¡Suelt…! —empezó a decir Mary, pero la cosa con cuerpo de Ellen le asestó un puñetazo en la barbilla, un golpe seco que la dejó sin sentido.

La criatura cogió a Mary por las axilas antes de que se desplomase y la atrajo hacia sí. Cuando notó el aliento de Mary en la piel de Ellen, la ligera expresión de ansiedad que había en el rostro de Ellen se desvaneció.

—¡Dios, me encanta esa canción! —dijo, y se echó el cuerpo de Mary al hombro como si fuese un saco de grano—. Me hace estremecer por dentro. Tak!

Dobló la esquina del callejón con su carga a cuestas. Cinco minutos más tarde el polvoriento Caprice de Collie Entragian partía de nuevo con rumbo a la Mina de los Chinos, perforando con los faros los remolinos de arena que levantaba el viento decreciente. Cuando pasaron ante el taller mecánico y la bodega, una luna azulada en forma de hoz apareció en el cielo.