III

1

El anciano veterinario sacó del bar una botella de whisky que casi se le cayó de las manos y se sirvió otro vaso. Mary, que venía observándolo desde hacía rato, se acercó a Johnny y le habló en voz baja:

—No lo deje seguir bebiendo. Una copa más y estará borracho como una cuba.

Johnny la miró enarcando las cejas.

—¿Quién la ha nombrado Reina de la Abstinencia?

—¡Pedazo de capullo! —masculló Mary—. ¿Cree que no me he da cuenta de que usted lo ha incitado a beber? ¿Cree que estoy ciega?

Hizo ademán de dirigirse hacia Billingsley, pero Johnny la agarró y decidió ocuparse personalmente del asunto. Oyó que Mary sofocaba un grito de dolor y supuso que le había apretado la muñeca con mayor fuerza de lo que se consideraba caballeroso. Lo sentía, pero no estaba acostumbrado a que lo llamasen capullo. Al fin y al cabo había ganado el Premio Nacional de Literatura. Había aparecido en la portada de la revista Time. Se había follado a la novia de América (bueno, esto último quizá con carácter retroactivo, pues la actriz no era la novia de América desde el año 1965 poco más o menos, pero se la había follado de todos modos), y no estaba acostumbrado a que lo llamasen capullo. Aun así, a Mary no le faltaba razón. Él, pese estar familiarizado con las tácticas y los principios básicos de Alcohólicos Anónimos, había ofrecido al vejete su primer trago de la noche. Había pensado que Billingsley, con un poco de alcohol en cuerpo, se serenaría, se centraría (y lo necesitaban lo más centrado posible, porque en definitiva sólo él conocía el pueblo). Pero ¿no había actuado en cierta medida por despecho al ver que el veterinario borrachín se agenciaba un arma cargada mientras él, todo un Premio Nacional de Literatura, debía conformarse con un rifle del 22 descargado?

No. No, por favor. El arma no ha tenido nada que ver, se dijo. La idea era mantenerle los circuitos conectados para que nos sirviera de ayuda.

En fin, quizá. Quizá. Sonaba un poco a falso, pero uno debía concederse el beneficio de la duda en determinadas situaciones, sobre todo en situaciones descabelladas, y aquella lo era. En todo caso, tal vez no había sido muy buena idea. A lo largo de su vida Johnny había concebido un sinfín de ideas no muy buenas, y si alguien estaba cualificado para reconocer una, ese era él.

—¿Por qué no dejamos este para más tarde, Tom? —dijo, y con delicadeza le quitó el vaso de la mano cuando se lo acercaba a los labios.

—¡Eh! —protestó Billingsley, intentando recuperarlo. Tenía los ojos más acuosos que antes, y en los blancos se dibujaban brillantes capilares rojos parecidos a pequeños cortes—. ¡Devuélvamelo!

Johnny alejó de él el vaso, alzándolo junto a su boca, y sintió el súbito y horripilante impulso de resolver el problema del modo más simple y expeditivo. Sin embargo se contuvo y lo dejó en lo alto del mueble bar, donde el viejo Tommy no podía cogerlo a menos que brincase desde un costado. Aunque por supuesto el viejo Tommy sería capaz de brincar por una copa; el viejo Tommy había llegado a un punto en el que probablemente interpretaría a pedos el himno nacional si alguien le prometía un whisky doble. Entretanto, los demás observaban, Mary frotándose la muñeca (que se le había enrojecido, advirtió Johnny, aunque no demasiado).

—¡Démelo! —bramó Billingsley, y tendió una mano hacia el vaso abriendo y cerrando los dedos como un bebé furioso que quiere recuperar su chupete.

Johnny recordó de pronto la ocasión en que la actriz —la de las esmeraldas, la que en otro tiempo había sido la mujer más deseada del país, tan dulce que el azúcar no se habría disuelto en su coño— lo había arrojado a la piscina de un hotel de Bel-Air. Recordó que todos rieron, que él mismo rió al salir chorreando de la piscina, con la botella de cerveza todavía en la mano, demasiado ebrio para saber qué ocurría, para darse cuenta de que el sonido que oía era el chorro de agua que se llevaba los últimos vestigios de su reputación por el desagüe del vater. Sí, damas y caballeros, allí estaba él aquel caluroso día en Los Ángeles, riendo como un loco con su traje de Pierre Cardin empapado, con la botella de Bud en alto como un trofeo, y todos lo presentes reían con él. Lo estaban pasando en grande. Su mujer lo había tirado a la piscina como en las películas, y todos lo estaban pasando en grande. Bienvenido al maravilloso mundo de los alcohólicos irreversibles, a ver si eres capaz de salir de esta con tu literatura, Marinville.

De repente sintió vergüenza, más por sí mismo que por Tom, aunque sabía que era a este a quién miraban los demás (salvo Mary, que seguía exagerando el dolor de la muñeca), que era Tom quién pedía a voz en cuello su copa mientras abría y cerraba la mano como un bebé frenético, que era Tom quién se había colocado con sólo tres copas.

También aquello lo había visto Johnny ya antes. Después de unos años nadando en torno a la botella, bebiendo cualquier cosa que tuviese a tiro y manteniéndose no obstante relativamente sereno, las branquias del bebedor presentaban una extraña tendencia a cerrarse casi al primer sorbo. Absurdo pero cierto. Observen, señoras y señores, al increíble Alcohólico en Fase Terminal, acérquense y no darán crédito a sus ojos.

Rodeó los hombros de Tom con un brazo, inclinándose sobre el dorado aroma del whisky que envolvía al anciano como un halo de vapor, y susurro:

—Pórtese bien y podrá tomarse esa copa después.

Tom lo miró con ojos enrojecidos. Sus labios agrietados estaban húmedos de saliva.

—¿Me lo promete? —dijo en un susurro de conspiración, exhalando más vapores.

—Sí —contestó Johnny—. Puede que me haya equivocado al ofrecerle el primer trago, pero ahora que hemos empezado le mantendré el suministro. Así que compórtese con dignidad, ¿de acuerdo?

Billingsley lo miró, los ojos abiertos y acuosos, los párpados rojos, los labios brillantes.

—No puedo —murmuró.

Johnny lanzó un suspiro y cerró los ojos por un momento. Cuando volvió a abrirlos, Billingsley observaba a Audrey Wyler, que se hallaba en el otro extremo del escenario.

—¿Por qué llevará esa condenada falda tan corta? —masculló.

El intenso olor de su aliento indujo a Johnny a pensar que quizá aquel no era un simple caso de ebriedad a las tres copas; el viejo Tom se había tomado otras dos o tres a escondidas en algún momento.

—No lo sé —respondió Johnny con una amplia sonrisa que se le antojó tan falsa como la del presentador de un concurso televisivo, y condujo a Billingsley hacia el resto del grupo, alejándolo del bar y del vaso colocado en lo alto—. ¿Es una queja?

—No —repuso Billingsley—. No, es… es sólo que… —Dirigió a Johnny una mirada indefensa—. ¿Qué estaba diciendo?

—No tiene importancia. —Una voz de presentador de concurso surgió de la mueca de presentador de concurso: sonora, cordial, tan sincera como la promesa de un productor de telefonear a la semana siguiente—. Dígame una cosa, sólo por curiosidad: ¿por qué llaman Mina de los Chinos a ese enorme agujero excavado en la tierra?

—Supongo que la señorita Wyler esta mejor informada que yo a ese respecto —contestó Billingsley, pero Audrey no estaba ya en el escenario. Mientras David y su padre, visiblemente preocupados, se acercaban a ellos, Audrey había salido por la derecha del escenario, quizá con la intención de buscar más comida.

—Vamos, no sea modesto —dijo Ralph, inesperadamente animado. Johnny lo miró y advirtió que, pese a su angustiosa situación, Ralph Carver comprendía el estado en que se encontraba el viejo Tommy—. Me juego cualquier cosa a que usted ha olvidado más historia local de la que ha aprendido en toda su vida esa joven. Y esa mina forma parte de la historia local, ¿no?

—Bueno… si. De la historia y la geología.

—Vamos, Tom —animó Mary—. Cuéntenoslo, así mataremos el rato.

—De acuerdo, pero hay para largo.

Steve y Cynthia se aproximaron también. Steve rodeaba con el brazo la cintura de la chica, y ella rodeaba la de él.

—Sí, cuéntenoslo —dijo Cynthia con dulzura—. Vamos.

Y Billingsley los complació.

2

—Mucho antes de que a nadie se le ocurriese explotar los yacimientos de cobre, de esa montaña solo se extraía oro y plata —explicó Billingsley. Se acomodó en el sillón de orejas y rehusó con la cabeza cuando David le ofreció un vaso de agua mineral—. Por entonces la mina no se había convertido aún en una explotación a cielo abierto. En mil ochocientos cincuenta y ocho una compañía minera llamada Diablo abrió Serpiente de Cascabel Número Uno donde ahora se encuentra la Mina de los Chinos. Había oro, y en abundancia.

»Era una explotación subterránea, como todas en aquella época, siguiendo la veta ahondaron y ahondaron pese a que la compañía debía de conocer los riesgos de horadar a tales profundidades. En el lado sur de la actual mina, la superficie no es mala; se compone de piedra caliza, silicato y una especie de mármol de Nevada. Se encuentra mucha wellastonita, que si bien no es un mineral valioso, resulta agradable a la vista.

»Debajo, en el lado norte, abrieron el pozo Serpiente de Cascabel. Allí la tierra es mala: mala para la minería, mala para la agricultura mala para todo. Maleada, decían que estaba los indios shoshones. Le daban un nombre a esa tierra, un nombre muy acertado, como casi todas las palabras shoshonas, pero no lo recuerdo. En esa zona todo son depósitos ígneos, materias incrustadas en la capa interna de la corteza terrestre por erupciones volcánicas que no afloraron a la superficie. Existe un nombre para esa clase de depósitos, pero tampoco lo recuerdo.

—Pórfidos —apuntó Audrey. Estaba en la parte derecha del escenario y sostenía una bolsa de rosquillas saladas—. ¿Alguien quiere? Huelen un poco raro pero saben bien.

—No, gracias —dijo Mary.

Los demás rechazaron también el ofrecimiento.

—Pórfidos, eso es —confirmó Billingsley—. Esa parte es rica en minerales valiosos, desde granates hasta uranio, pero el terreno es muy inestable. En el lugar donde abrieron Serpiente de Cascabel Número Uno había un buen filón de oro, pero el terreno se componía esencialmente de esquisto quemado. El esquisto es una roca sedimentaria, poco consistente. Puede fragmentarse con las manos. Cuando habían perforado ya a una profundidad de veinte metros, las paredes empezaron a gemir y chirriar por todas partes, y un buen día los mineros decidieron que aquello pasaba ya de la raya y se marcharon. No fue una huelga para exigir aumento de sueldo; simplemente no querían morir. Y en respuesta la compañía contrató chinos. Los trajeron en trenes de carga desde San Francisco, encadenados como reclusos.

»Eran setenta hombres y veinte mujeres, todos vestidos con abrigos acolchados y pequeños sombreros redondos. Imagino que los dueños de la compañía se tiraron de los pelos por no haber pensado antes en aquella solución, pues los chinos tenían muchas ventajas respecto de los blancos. No bebían ni alborotaban en el pueblo; no vendían bebidas alcohólicas a los shoshones y los paiutes; no pedían prostitutas.

»Ni siquiera escupían tabaco en las aceras. Y esas eran solo las ventajas menores. Lo importante era que no se resistían a bajar por profunda que fuese la mina, y no parecían preocuparles los continuos crujidos de las paredes de esquisto. Y podía ahondarse más deprisa, porque los chinos eran mucho más pequeños que los mineros blancos y además accedían a trabajar de rodillas, así que necesitaban mucho menos espacio. Por otra parte, si se sorprendía a un minero chino intentando llevarse una pepita de oro, podían ejecutarlo en el acto, cosa que ocurrió más de una vez.

—¡Dios santo! —exclamó Johnny.

—La realidad no se parecía en nada a las películas de John Wayne —añadió Billingsley—. El caso fue que cuando habían ahondado ya cuarenta metros, es decir, el doble de la profundidad a la que habían abandonado los picos los mineros blancos, se produjo un derrumbe. La causa exacta se desconoce, pero corren distintas versiones. Una es que desenterraron un waisin, una especie de antiguo espíritu terrestre, y este destruyó la mina; otra, que enfurecieron a los trasgos de la mina.

—¿Quiénes son los trasgos de la mina? —preguntó David.

—Duendes alborotadores —aclaró Johnny—. La versión subterránea de los gremlins.

—Quiero puntualizar dos cosas —intervino Audrey, que seguía a la derecha del escenario y mordisqueaba una rosquilla—. En primer lugar, esa mina no era un pozo sino un túnel, o sea, no se perforaba hacia abajo sino horizontalmente. Y segundo, fue un derrumbe, así de sencillo, sin trasgos ni espíritus terrestres.

—Habló el racionalismo —dijo Johnny—, el espíritu de nuestros tiempos. ¡Bravo!

—Yo no ahondaría ni dos metros en un terreno como ese —añadió Audrey—; ni yo ni ninguna persona cuerda. Y ellos, ya ven, cuarenta mineros, un par de capataces y al menos cinco ponis a cuarenta metros de profundidad, todos picando, gritando y metiendo ruido; solo les faltaba poner barrenos. ¡Lo asombroso es que los trasgos los protegiesen tanto tiempo de su propia estupidez!

—El derrumbe —prosiguió Billingsley— se produjo en un sitio que podría considerarse bueno. El techo se vino abajo a unos veinte metros de la bocamina. —Miró a David y aclaró—: Así es como se llama la entrada de una mina, hijo. Los mineros retrocedieron hasta ese punto y se encontraron el paso obstruido por cinco metros de silicato y esquisto. Sonó la sirena, y los vecinos del pueblo subieron a ver que pasaba. Subieron hasta las putas y los jugadores. Desde fuera oyeron los gritos de los chinos, que suplicaban que los sacasen de allí antes de que se derrumbase el resto de la mina. Según dijeron algunos, por sus voces daba la impresión de que se peleasen entre ellos. Pero nadie se atrevió a entrar y empezar a cavar. Los crujidos del esquisto mal asentado se oían más que nunca, y el techo se había abombado en un par de puntos entre la bocamina y los primeros escombros.

—¿No podría haberse apuntalado el techo en esos dos puntos? —preguntó Steve.

—Por supuesto, pero nadie quiso asumir la responsabilidad. Pasados dos días llegaron de Reno el presidente y el vicepresidente de Diablo acompañados de dos ingenieros de minas. Según me explicó mi padre, discutieron la posible solución mientras almorzaban frente a la bocamina. Extendieron una manta en el suelo y comieron mientras en el pozo (perdón, el túnel), a menos de treinta metros de donde se hallaban, cuarenta almas gritaban en la oscuridad.

»Se produjeron otros derrumbes a mayor profundidad. Los testigos dijeron que parecían salir eructos de las entrañas de la tierra. Sin embargo los chinos seguían bien, o al menos vivos, tras los primeros cinco metros de escombros, y suplicaban sin parar que los sacasen de allí. A esas alturas, supongo, llevaban ya dos días sin agua ni luz y debían de haber empezado a comerse los ponis. Los ingenieros de minas entraron, o más bien asomaron la cabeza, y dictaminaron que era demasiado arriesgado intentar cualquier operación de rescate.

—¿Y que hicieron? —preguntó Mary.

Billingsley se encogió de hombros.

—Pusieron cargas de dinamita en el primer tramo de la mina y lo derrumbaron también. Le cerraron la boca.

—¿Quiere decir que enterraron intencionadamente a cuarenta personas vivas? —dijo Cynthia.

—Cuarenta y dos, contando al jefe de cuadrilla y el capataz —precisó Billingsley—. El jefe de cuadrilla era blanco, pero bebía y se dirigía con palabras obscenas a mujeres decentes. Nadie habló en su favor. Ni en favor del capataz, a decir verdad.

—¿Cómo pudieron hacer una cosa así?

—La mayoría eran chinos, señora —adujo Billingsley—, así que la decisión fue fácil.

El viento silbó, y el edificio se estremeció bajo su áspera caricia como si estuviese vivo. Oían batir ligeramente la ventana del servicio de señoras. Johnny temía que una de las veces se abriese más que de costumbre y derribase las botellas que Billingsley había colocado en el antepecho a modo de alarma.

—Pero la historia no acaba ahí —continuó Billingsley—. Ya saben como se agrandan esas cosas en la cabeza de la gente con el paso del tiempo. —Cruzó las manos y movió los nudosos dedos. En la pantalla un ave gigantesca, un legendario milano real, pareció remontar el vuelo—. Se agrandan como las sombras.

—¿Y como acaba, pues? —preguntó Steve. Aun a su edad se quedaba embelesado ante una buena historia, y aquella no estaba nada mal.

—Tres días después se presentaron dos jóvenes chinos en el Lady Day, una cantina que se hallaba donde ahora esta el Broken Drum. Dispararon contra siete hombres antes de que consiguiesen reducirlos. Mataron a dos. Uno de los muertos era el ingeniero de minas de Reno que había aconsejado dinamitar el pozo.

—El túnel —corrigió Audrey.

—Déjelo hablar —dijo Johnny, e indico a Billingsley que siguiese.

—Uno de los «culis», como llamaban a los mineros chinos en el pueblo, resulto muerto en la refriega. De una puñalada en la espalda, probablemente, aunque la versión que prefiere la mayoría de la gente es que un jugador profesional, un tal Harold Brophy, lanzó un naipe desde su silla y le seccionó la yugular.

»El que sobrevivió recibió cinco o seis heridas de bala, pero eso no les impidió colgarlo al día siguiente después de un juicio sumarísimo ante un tribunal improvisado. Supongo que el pobre muchacho los defraudó; según se cuenta, estaba demasiado enajenado para darse cuenta de lo que ocurría. Le habían puesto grilletes en los tobillos y las muñecas, y aún así, siguió peleando como un gato montes, delirando en su idioma. —Billingsley se inclinó un poco y pareció mirar a David en particular. El chico, fascinado, lo observaba con los ojos muy abiertos—. Sólo habló en chino, pero entre la gente corrió la idea de que él y su amigo habían salido de la mina para vengarse de quienes primero los habían hecho entrar allí y después los habían abandonado. —Billingsley hizo un gesto de duda—. Probablemente eran del campamento chino que había al sur de Ely, hombres menos pasivos o resignados que los otros. Por entonces ya se había difundido la noticia del derrumbe, y los chinos de ese campamento debían de estar enterados. Posiblemente algunos tenían familiares en Desesperación. Y recuerden que el que sobrevivió al tiroteo solo sabía decir en inglés un puñado de palabras malsonantes. La poca información que les dio debió de ser a base de gestos. Y ya saben que a la gente le gusta añadir la guinda en estas historias. De hecho no había pasado ni un año cuando algunos empezaron a decir que los mineros chinos seguían vivos en la mina, que los habían oído hablar y reír y suplicar que los sacasen, gemir y jurar venganza.

—¿Habría sido posible que un par de hombres escapasen de la mina? —preguntó Steve.

—No —contestó Audrey desde el extremo del escenario.

Billingsley la miró por un momento y después posó sus ojos hinchados y enrojecidos en Steve.

—Quizá —dijo—. Podrían haber retrocedido mientras sus compañeros se quedaban apiñados tras los escombros. Quizá alguno de ellos recordase la ubicación de un respiradero o una chimenea…

—Tonterías —lo interrumpió Audrey.

—Es una posibilidad, y usted lo sabe —afirmó Billingsley—. Antiguamente todo este territorio fue una zona volcánica. Incluso hay pórfido extrusivo al este del pueblo; parece cristal negro con rubíes incrustados. En realidad son granates. Y allí donde hay rocas volcánicas, hay también conductos y chimeneas.

—Las probabilidades de que dos hombres…

—Es solo un planteamiento hipotético —terció Mary—. Una manera de pasar el rato, nada más.

—Una estupidez hipotética —gruñó Audrey, y mordió otra rosquilla dudosamente comestible.

—En todo caso, esa es la historia —dijo Billingsley—: un grupo de mineros enterrados, dos que consiguen salir, ambos enloquecidos, e intentan vengarse. Y después, fantasmas. No me dirán que no es una buena historia para una noche de tormenta. —Miró a Audrey, y en sus labios apareció una maliciosa sonrisa de borrachín—. Y ahora que han empezado a excavar de nuevo, señorita, ¿no han encontrado huesos pequeños?

—Está borracho, señor Billingsley —contestó Audrey con frialdad.

—No —dijo Billingsley—. Ojalá lo estuviese, pero no lo estoy. Discúlpenme un momento, señoras y señores. En cuanto me pongo a hablar, me entran ganas de ir al baño. Nunca falla.

Tambaleándose un poco, cruzó el escenario con la cabeza gacha y los hombros encorvados. La sombra que lo siguió a lo largo de la pantalla resultaba irónica tanto por su tamaño como por su heroico aspecto. Sus pisadas resonaron. Todos le observaron mientras se alejaba.

De pronto se oyó un golpe sordo, y todos se sobresaltaron. Cynthia esbozo una sonrisa de culpabilidad y levantó el pie.

—Lo siento —se disculpó—. Una araña. Creo que era una de esas…

—Violinistas —apuntó Steve.

Johnny se agachó a echar un vistazo, apoyándose las manos en los muslos justo por encima de las rodillas.

—No.

—No ¿qué? —preguntó Steve—. ¿No es una violinista?

—No solo una —respondió Johnny—. Un par. —Alzó la vista; en su rostro no se advertía ni un amago de sonrisa—. Puede que sean violinistas chinas.

3

Tak! Can ah wan me. Ah lah.

El puma abrió los ojos. Se levantó y empezó a agitar la cola nerviosamente. Casi había llegado el momento. Aguzó las orejas y se tensó al oír que alguien entraba en la habitación a la que daba la ventana. Levantó la vista, absorto, calculando. El salto debía ser perfecto si quería atravesar el cristal, y perfección era exactamente lo que le exigía la voz en su cabeza.

Esperó, y en su garganta se formó de nuevo un gruñido leve y quejumbroso, pero esta vez salió por su nariz y también por su boca, por que había contraído los labios para enseñar los dientes. Poco a poco se encogió sobre sus patas traseras.

Casi ha llegado el momento.

Casi ha llegado el momento.

Tak ah ten.

4

Billingsley se asomó primero al servicio de señoras e iluminó la ventana con la linterna. Las botellas seguían en la repisa. Había temido que una ráfaga fuerte de viento abriese la ventana y las tirase al suelo, provocando una falsa alarma, pero eso no había ocurrido, y ya no era probable que ocurriese, pensó, porque la intensidad del viento había disminuido considerablemente. La tormenta, un vendaval veraniego como nunca antes había visto, amainaba.

Entretanto tenía un pequeño problema: aquella sed que debía ser aplacada. Aunque en los últimos cuatro o cinco años más que sed era una especie de comezón, como si hubiese contraído una extraña y horrenda forma de urticaria que no afectaba a la piel sino al cerebro.

Pero poco importaba. Conocía el remedio, y eso era lo importante.

Y le permitía mantener la mente alejada de todo lo demás, de aquella locura. Si hubiese sido simple peligro, un descontrolado blandiendo un arma, probablemente —viejo o no, borracho o no— habría podido hacerle frente. Pero aquella situación no era un peligro claro y concreto.

La geóloga insistía en que si lo era, en que Entragian era el único peligro, pero Billingsley sabía que se equivocaba. Porque Entragian no era ya la misma persona. Se lo había comentado a los otros, y Ellen Carver había dicho que era un disparate. Pero…

Pero ¿en qué modo había cambiado Entragian? ¿Y por qué él, Billingsley, tenía la impresión de que ese cambio era importante? No lo sabía. Debería saberlo, debería verlo tan claro como la palma de su mano, pero últimamente su pensamiento se tornaba borroso cada vez que bebía, como si empezase a dar síntomas de senilidad. Ni siquiera recordaba el nombre del caballo de la geóloga, la yegua con la torcedura…

—Sí lo recuerdo —murmuró—. Si lo recuerdo. Se llamaba…

¿Cómo se llamaba, viejo borracho? No tienes la menor idea, ¿verdad?

—¡Sí, se llamaba Sally! —exclamó con tono triunfal. Pasó junto a la salida de emergencia, que estaba tapiada, y empujó la puerta del servicio de caballeros. Enfocó el inodoro portátil con la linterna por un momento—. ¡Sally, exacto! —Dirigió el haz de luz a la pared e iluminó el caballo al galope que expulsaba humo por las narices. No recordaba haberlo dibujado (seguramente estaba borracho en aquel momento, pensó), pero sin duda era obra suya, y no le había quedado nada mal.

Le gustaba sobre todo su imagen de locura y libertad, como si procediese de un mundo en que las diosas montaban a pelo, dando a veces saltos de varias leguas en sus desenfrenadas correrías.

De pronto se disipó un poco la bruma que envolvía sus recuerdos, como si de algún modo el dibujo de la pared hubiese abierto su mente.

Sally, sí. Hacia un año poco más o menos. Los rumores de que iban a reabrir la mina empezaban a consolidarse en hechos. Se veían ya coches y camiones en el aparcamiento del barracón donde se hallaban las oficinas de la compañía minera, llegaban aviones al aeródromo situado al sur del pueblo, y una noche —precisamente allí, en el Oeste Americano, mientras bebía con sus amigos— le contaron que una geóloga se había instalado en la antigua casa de los Rieper. Joven. Soltera.

Atractiva, según se decía.

Billingsley tenía en efecto ganas de orinar —no había mentido—, pero no era esa su necesidad más urgente. En uno de los lavabos había un mugriento trapo azul, una de esas cosas que uno no tocaría sin pinzas a menos que fuese inevitable. El viejo veterinario lo levantó y debajo apareció una botella de whisky Satin Smooth, un auténtico matarratas donde los hubiese, pero cualquier puerto servía durante una tormenta.

Desenroscó el tapón y, sosteniendo la botella con las dos manos porque los temblores casi le impedían acercársela a los labios, bebió un largo trago. Una llamarada de napalm le lamió la garganta y se propagó por su estómago. Abrasaba, pero ¿cómo decía esa canción de Patty Loveless que ponían a todas horas por la radio? Hazme daño, cariño, para que sienta placer.

Tras el primer trago tomó otro sorbo (los temblores habían desaparecido y sostenía la botella con mayor facilidad), y luego enroscó el tapón y volvió a dejar la botella en el lavabo.

—Me telefoneó —susurró.

Al otro lado de la ventana el puma estiró aún más las orejas al oír su voz. Agazapado, esperó a que se acercase un poco más, a que se hallase exactamente en el punto donde el caería tras el salto.

—Esa mujer me telefoneó. Dijo que tenía una yegua de tres años que se llamaba Sally. Sí señor.

Cubrió la botella con el trapo sucio, escondiéndola por puro habito, sin pensar, concentrado en aquel día del verano anterior. Acudió a la antigua residencia de los Rieper, una preciosa casa de adobe situada en las afueras del pueblo, y un empleado de la compañía —el negro que acabaría de recepcionista en las oficinas— lo guió hasta el caballo. Dijo que Audrey había recibido un aviso urgente y tenía que viajar de inmediato a Phoenix, donde tenía su sede la compañía. Luego, mientras se dirigían al establo, el negro se volvió y…

—«Por allí va», dijo —murmuró Billingsley. Había iluminado de nuevo el caballo que galopaba por la abombada pared de azulejos y lo observaba con los ojos muy abiertos, absorto en sus recuerdos y olvidando por un momento su vejiga—. Y la saludó.

Si señor. «¡Hola, Aud!», dijo, y levantó una mano. Ella le devolvió el saludo. Billingsley la saludó también con la mano, pensando que lo que había oído era cierto: era una mujer joven y atractiva. No poseía la belleza deslumbrante de una actriz de cine, pero no estaba mal para un rincón del mundo donde ninguna mujer soltera tenía que pagar en los bares si no lo deseaba. Después examinó la pata de la yegua, entregó al negro una muestra de linimento que llevaba en el maletín, y al cabo de unos días ella pasó por la consulta para comprar más. Se lo dijo Marsha; él había ido a Washoe para atender a unas ovejas enfermas. Desde entonces la había visto a menudo por el pueblo. No había llegado a hablar con ella; se relacionaban con gente distinta. Pero la había visto en más de una ocasión: cenando en el hotel Antlers o el Owl’s Club, y también una vez en el Jailhouse de Ely; tomando unas copas en el Bud’s Sud o el Drum con otros empleados de la compañía minera y jugándose a los dados quién pagaba la ronda; comprando comida en la tienda de los Worrell; poniendo gasolina en la estación de servicio de Conoco; comprando una lata de pintura y una brocha en la ferretería… Sí, la había visto a menudo. En un pueblo tan pequeño y aislado como aquel uno veía a menudo a todo el mundo; era inevitable.

¿Por qué a esta obtusa cabeza tuya le ha dado ahora por recordar todo eso?, se preguntó, acercándose finalmente al inodoro. Bajo sus botas rechinaron la arenilla, el polvo y los fragmentos de lechada que se habían desprendido de las rendijas que separaban los abombados azulejos. Se detuvo y se bajó la cremallera, viéndose la puntera desgastada de una bota a la luz de la linterna; por muy poco, seguía aún fuera de la distancia de ataque del puma. ¿Qué tenía que ver Audrey Wyler con Collie? ¿Qué relación podía existir entre ellos? No recordaba haberlos visto nunca juntos, ni había oído rumores de que hubiese algo entre ellos. No, no era eso. Entonces ¿qué era? ¿Y por qué sospechaba que la clave estaba en aquella visita a la casa para examinar a la yegua? Aquel día la vio solo un instante, y de lejos.

Se colocó ante el inodoro y saco su vieja y marchita herramienta.

Ya era hora de vaciar la vejiga. Para beber hay que saber mear, según decían.

Saludó con la mano… corrió hasta el coche… partió hacia el aeródromo, a coger un avión rumbo a Phoenix. Llevaba un traje chaqueta, naturalmente, porque no iba a un barracón perdido en medio del desierto; iba a algún sitio donde había moqueta en el suelo y las ventanas se hallaban por lo menos a una altura de tres pisos por encima de la calle. Iba a ver a los jefazos. Y tenía bonitas piernas… Ya voy para viejo, pero no estoy aún tan senil como para no fijarme en unas rodillas bien hechas… Preciosas, si señor, pero…

Y de pronto todas las piezas encajaron en su mente, no con un ligero chasquido sino con un sonoro golpe, y por un momento, antes de que el puma emitiese su gruñido gutural y creciente, pensó que el ruido de cristales rotos se había producido en el interior de su mente; que era el estruendo que acompañaba a aquella súbita chispa de clarividencia.

Entonces oyó el gruñido, que aumentó de volumen rápidamente hasta convertirse en una especie de aullido, y empezó a orinar de puro miedo. Por un momento fue incapaz de relacionar aquel sonido con ningún animal que hubiese pisado alguna vez la tierra. Se volvió, trazando un arco de orina en el aire, y vio sobre las baldosas una forma oscura de ojos verdes. Pese a su sorpresa y terror, estableció rápidamente la conexión entre el sonido y la forma, y de inmediato supo que era.

El puma —a la luz de la linterna Billingsley vio que era una hembra de extraordinario tamaño— alzó el hocico, revelando dos hileras de dientes blancos y largos. Y había dejado el Remington 30-06 en el escenario, apoyado contra la pantalla.

—¡Oh, no! ¡Dios mío! —susurró Billingsley, y lanzó la linterna por encima del puma, errando el lanzamiento intencionadamente. Cuando el animal volvió la cabeza, siguiendo la trayectoria de aquel objeto luminoso, Billingsley corrió hacia la puerta, metiéndose el pene en la bragueta con la mano que segundos antes sostenía la linterna.

El puma emitió otro aullido penetrante y angustioso —el alarido de una mujer al ser quemada o apuñalada, ensordecedor entre aquellas cuatro paredes— y saltó sobre Billingsley con las patas anteriores extendidas. Las afiladas garras del felino le atravesaron la camisa y se hundieron en su espalda mientras buscaba a tientas el tirador de la puerta, desgarraron sus débiles músculos, trazaron en su piel líneas de sangre que confluyeron formando una V. Las poderosas garras del puma se engancharon al cinturón, y el anciano —ahora también él aullaba— se vio arrastrado de nuevo al interior del servicio. De pronto el cinturón se rompió, y Billingsley cayó de espaldas sobre el puma. Saltó a un lado, rodó por el suelo cubierto de cristales, y cuando apoyó una rodilla para intentar erguirse, el puma se abalanzó de nuevo sobre él. Lo tiró de espaldas e intentó hincarle los dientes en la garganta. Billingsley se protegió con el brazo, y el puma le arrancó media mano de una dentellada. Las gotas de sangre resplandecieron en sus bigotes como granates. Billingsley volvió a gritar, agarró al animal por la mandíbula inferior con la otra mano e intentó apartarlo. Notaba su aliento en la mejilla, palpándosela como unos dedos calientes. Miró por encima del animal y vio el caballo dibujado en la pared, su caballo, saltando libre y salvaje. El puma se revolvió y embistió de nuevo, atrapándole la mano entre las fauces. Billingsley sólo sintió dolor. En su mente no quedó espacio para nada más.

5

Cynthia se servía otro vaso de agua mineral cuando el puma lanzó su primer aullido. Todos los nervios y músculos de su cuerpo parecieron derretirse. La garrafa se le resbaló de entre las manos, súbitamente flácidas, cayó al suelo entre sus zapatillas de deporte y estalló como una bomba de agua. Reconoció el sonido de inmediato —era el chillido agudo de un gato salvaje—, pero sólo lo había oído en el cine. Y de hecho —extraño pero cierto— también ahora lo oía en un cine.

Siguieron los gritos de un hombre. Los gritos de Tom Billingsley.

Cynthia se volvió, y vio que Steve miraba a Marinville, vio que Marinville, lívido, con los labios apretados pero trémulos, desviaba la mirada. En ese momento el escritor parecía débil, indefenso y extrañamente femenino con su melena gris, como una anciana que se hubiese perdido y no sólo desconociese su paradero sino también su identidad.

Con todo, en aquellas circunstancias Cynthia sólo pudo sentir desprecio por Johnny Marinville.

Steve miró a Ralph, que asintió, cogió su arma y corrió hacia la salida izquierda del escenario. Steve lo siguió y ambos desaparecieron. El anciano volvió a gritar, pero esta vez su alarido semejaba un gorgoteo, como si intentase chillar y gargarear al mismo tiempo, y apenas duró unos segundos. El puma aulló de nuevo.

Mary se acercó al jefe de Steve y le tendió la escopeta, de la que hasta entonces no se había separado ni un instante.

—Tenga. Vaya a ayudarlos.

Marinville la miró y se mordió el labio.

—Oiga —dijo—, tengo una pésima visión nocturna. Ya sé a que suena eso, pero…

El felino volvió a aullar, y esta vez el sonido alcanzó tal intensidad que Cynthia creyó que iba a perforarle los tímpanos. Un escalofrío le recorrió la espalda.

—A perdonavidas con más boca que agallas, a eso suena —espeto Mary, y se dio media vuelta.

El reproche espoleó a Marinville, que se puso en movimiento, pero muy despacio, como si acabase de despertar de un profundo sueño.

Cynthia vio el rifle de Billingsley apoyado contra la pantalla y no se lo pensó dos veces. Lo agarró y cruzó rápidamente el escenario, levantando el arma sobre la cabeza con los dos brazos como un guerrillero en un póster (no porque desease ofrecer una imagen romántica, sino porque temía que la escopeta pudiera dispararse si tropezaba con algo y caía; podía herir involuntariamente a alguien).

Pasó junto a un par de sillas arrinconadas junto a lo que parecía un cuadro de distribución de luces en desuso y siguió por el angosto pasillo por el que habían salido al escenario al llegar al cine. Ladrillo a un lado, madera a otro. Olor a viejos con demasiado tiempo libre. Y demasiada calentura, a juzgar por su videoteca.

Se oyó otro grito animal —este mucho más penetrante—, pero el anciano no volvió a emitir el menor sonido. Mala señal. Un portazo resonó en el pasillo unos metros más adelante, el ruido inconfundible de la puerta de unos aseos públicos al estrellarse contra los azulejos.

Bien, pensó Cynthia, el de hombres o el de mujeres, y debe de ser el de hombres porque ahí esta el vater portátil.

—¡Cuidado! —Era la voz de Ralph, casi un alarido—. ¡Dios santo, Steve…!

El felino lanzó una especie de bufido. Siguió un golpe sordo. Steve gritó, pero Cynthia fue incapaz de adivinar si era un grito de dolor o sorpresa. A continuación se oyeron dos detonaciones atronadoras.

Los fogonazos del rifle iluminaron por un instante la porción de pared situada ante el servicio de caballeros, revelando un extintor de incendios donde alguien había colgado un raído sombrero. Instintivamente, Cynthia se agachó. Avanzó unos pasos más y se asomó al servicio. Ralph Carver mantenía la puerta abierta con el cuerpo. Dentro no había más iluminación que la linterna del anciano, tirada en un rincón con el foco orientado hacia la pared; el haz de luz se extendía por los azulejos, pero el débil reflejo proporcionaba visibilidad suficiente. Aquella tenue claridad y el ondulante humo de la pólvora creaban un ambiente difuso y alucinatorio que recordó a Cynthia su media docena de experiencias con el peyote y la mescalina.

Billingsley, aturdido, se arrastraba hacia los urinarios con la cabeza tan gacha que rozaba las baldosas con la frente. Tenía la camisa y la camiseta rasgadas de arriba abajo. Su espalda manaba sangre. Daba la impresión de que un maníaco lo hubiese azotado con un látigo.

En el centro del cuarto tenía lugar un insólito vals. El puma, erguido sobre las patas traseras, apoyaba las garras en los hombros de Steve. Sangraba por los flancos, pero no parecía herido de gravedad. Uno de los disparos de Ralph ni siquiera debía de haberlo tocado, pues Cynthia advirtió que la mitad del caballo dibujado en la pared había quedado reducida a añicos. Steve tenía los brazos cruzados ante el pecho y contenía con ellos al puma.

—¡Dispare! —exclamó—. ¡Por lo que más quiera, dispare otra vez!

Ralph, su rostro una máscara de sombras a la tenue luz, alzó el rifle, apuntó y volvió a bajarlo en un gesto de desesperación por temor a herir a Steve.

El felino gruñó y lanzó hacia delante su cabeza triangular. Steve se echó hacia atrás, y se tambalearon en esa posición como dos borrachos. El puma hundió más aún sus garras en los hombros de Steve, y Cynthia vio extenderse dos manchas de sangre por el mono que llevaba puesto. El animal agitaba frenéticamente la cola a uno y otro lado.

Giraron ambos, y Steve tropezó con el inodoro y lo volcó. A duras penas consiguió mantener el equilibrio y contener a la vez las embestidas del animal. Al fondo del servicio, Billingsley había llegado al rincón y sin embargo seguía intentando avanzar, como si el ataque del puma lo hubiese convertido en un juguete mecánico condenado a permanecer en movimiento hasta que se le acabase la cuerda.

—¡Péguele un tiro a este jodido bicho! —gritó Steve. Logró meter un pie entre la base del armazón del inodoro y la bolsa de lona sin caerse, pero en aquella posición no podía seguir retrocediendo; en cuestión de segundos el puma lo derribaría—. ¡Dispare, Ralph! ¡Dispare!

Ralph volvió a llevarse el rifle al hombro, mordiéndose el labio inferior, y entonces alguien apartó a Cynthia de un empujón. Cruzó el servicio a trompicones y consiguió agarrarse al lavabo central de la hilera de tres justo antes de estrellarse de cara contra el espejo mural. Se dio la vuelta y vio entrar a Marinville con la escopeta de Mary. La melena gris y apelmazada le barría los hombros. Cynthia pensó que nunca antes había visto a nadie tan aterrorizado; sin embargo, una vez en acción, Marinville no vaciló. Apoyó los dos cañones del arma contra la cabeza del puma y bramó:

—¡Empuja!

Steve empujó. La cabeza del animal retrocedió. Sus resplandecientes ojos parecían iluminados desde el interior, como si aquello no fuese el cráneo de un ser vivo sino una calabaza con una bombilla dentro. El escritor hizo una mueca, apartó ligeramente la cabeza, y apretó los dos gatillos. En comparación con el estruendo de aquella detonación, el sonido del rifle de Carver parecía insignificante. Un vivo destello brotó de los cañones, y de inmediato Cynthia olió a pelo quemado. El puma se desplomó de costado, casi sin cabeza, con el pelaje chamuscado en el cuello y el lomo.

Steve agitó los brazos en un intento por conservar el equilibrio.

Marinville, aturdido, hizo un simbólico ademán de sujetarlo, y Steve —el encantador nuevo amigo de Cynthia— cayó de espaldas.

—¡Dios, creo que me he cagado! —dijo Marinville sin darle importancia, casi a título informativo—. Pues no, falsa alarma. Steve, ¿estás bien?

Cynthia se había arrodillado junto a él. Steve se incorporó, miró alrededor desorientado, e hizo una mueca de dolor cuando ella le palpó con los dedos un hombro ensangrentado.

—Eso creo. —Trató de levantarse. Cynthia le rodeó la cintura con un brazo y le ayudó—. Gracias, jefe.

—Me cuesta creerlo —masculló Marinville. Por primera vez Cynthia tuvo la sensación de que hablaba con total naturalidad, como quién vive su vida en lugar de representar un papel—. Me cuesta creer que haya sido capaz de hacerlo. Esa mujer me ha obligado por pura vergüenza. ¿Seguro que estás bien, Steve?

—El puma le ha clavado las garras —explicó Cynthia—, pero eso ahora es secundario. Tenemos que ayudar al viejo.

En ese momento entró Mary. Llevaba el rifle de Marinville —el que estaba descargado— sujeto por el cañón y con la culata en alto.

A Cynthia su expresión le pareció extrañamente serena. Mary observó la escena —ahora el humo de la pólvora enturbiaba aún más el aire, aumentando la sensación de experiencia alucinatoria— y al instante corrió hacia Billingsley, quién tras otros dos débiles intentos por traspasar la pared acabó desplomándose, y su cara se deslizó por los azulejos hasta el suelo.

Ralph apoyó una mano en el hombro de Steve. Al notar la sangre, la retiró y lo cogió por el bíceps.

—No he podido —se disculpó—. Quería, pero no he podido. Después de los dos primeros disparos temía herirlo a usted. Cuando por fin se ha puesto de medio lado y era posible disparar, ha aparecido Marinville.

—No se preocupe —dijo Steve—. Bien está lo que bien acaba.

—Se lo debía —afirmó el escritor con una efusiva actitud de atleta triunfador que Cynthia encontró nauseabunda—. De no haber sido por mis vacilaciones anteriores, no se habría visto…

—¡Vengan! —llamó Mary con la voz quebrada—. ¡Dios, está sangrando mucho!

Los cuatro se acercaron a Billingsley. Mary lo había tendido boca arriba, y Cynthia contrajo el rostro al ver su estado. Una de sus manos casi había desaparecido —todos los dedos menos el pulgar estaban reducidos a muñones—, pero no era eso lo peor. Una profunda incisión le atravesaba el hombro y la parte inferior del cuello. La sangre manaba a borbotones. Sin embargo estaba consciente, y en sus ojos se advertía una mirada viva y alerta.

—La falda —susurró con voz ronca—. La falda.

—No hable, Tom —dijo Marinville. Se agachó, recogió la linterna y enfocó a Billingsley. Si en la oscuridad su aspecto era malo, a la luz resultaba alarmante. Un charco de sangre se extendía junto a su cabeza.

Cynthia no se explicaba cómo podía seguir con vida.

—¡Una compresa, deprisa! —pidió Mary—. No se queden ahí parados; ayúdenme. Si no detenemos la hemorragia de inmediato, morirá.

Demasiado tarde, pensó Cynthia pero prefirió callar.

Steve vio un trapo en uno de los lavabos y lo cogió. Resultó ser una camisa vieja. La plegó dos veces y se la entregó a Mary. Ella asintió, la plegó una vez más y la apretó contra el cuello de Billingsley.

—Ven —dijo Cynthia, tirando del brazo a Steve—. Vamos al escenario. Si no encontramos nada mejor, al menos te lavaré las heridas con agua. Hay varias garrafas en el estante…

—No —susurró el anciano—. ¡Quédense! Tienen… que oír esto.

—No le conviene hablar —dijo Mary. Apretando más la improvisada compresa. La camisa ya casi estaba teñida de rojo—. Si habla, no parará de sangrar.

Billingsley miró a Mary.

—Demasiado tarde… ya no tiene… remedio. —Su voz era un estertor—. Me muero.

—No diga eso.

—Me muero —repitió Billingsley, y se agitó con vehemencia bajo las manos de Mary. Cynthia sintió nauseas al oír el chacoloteo de su espalda herida y ensangrentada contra las baldosas—. Agáchense… todos… y escuchen.

Steve miró a Cynthia. Ella se encogió de hombros, y los dos se arrodillaron junto a las piernas del anciano, Cynthia al lado de Mary.

Carver y Marinville en los extremos.

—No debería hablar —insistió Mary, pero no parecía muy convencida.

—Deje que se desahogue —dijo Marinville—. ¿De qué se trata, Tom?

—Demasiado corto para una reunión de trabajo —musitó Billingsley. Los miraba fijamente, rogándoles con los ojos que entendiesen.

Steve movió la cabeza con un gesto de incomprensión.

—No se a que se refiere.

Billingsley se humedeció los labios.

—Sólo la había visto una vez con falda. Por eso he tardado tanto en darme cuenta de… qué era lo que no encajaba.

Una expresión de alarma asomó al rostro de Mary.

—Es verdad. ¡Dijo que tenía una reunión con el interventor de la compañía! Él viene desde Phoenix para oír un informe sobre algo importante, sobre algo en lo que hay en juego mucho dinero, ¿y ella que hace? ¿Se pone un vestido tan corto que va a enseñar las bragas cada vez que cruce las piernas? Lo dudo.

Gruesas gotas de sudor rodaban como lágrimas por las mejillas pálidas y sin afeitar de Billingsley.

—Me siento como un idiota —dijo con voz jadeante—. Aunque la culpa es mía sólo en parte, eso si. Nunca habíamos hablado; apenas nos conocíamos. Yo no estaba en la consulta cuando vino a comprar más linimento. Siempre la había visto de lejos, y aquí las mujeres van en vaqueros la mayor parte del tiempo. Pero algo sospechaba. Ya casi lo tenía cuando he empezado a beber y se me ha ido el santo al cielo. —Miró a Mary—. El vestido le venía bien… cuando se lo puso. ¿Se dan cuenta? ¿Comprenden?

—¿De qué habla? —preguntó Ralph—. ¿Cómo podía venirle bien al ponérselo y ser demasiado corto para una reunión de trabajo un rato más tarde?

—Más alta —susurró el anciano.

Marinville miró a Steve.

—¿Cómo ha dicho? ¿Me ha parecido oír…?

Más alta —repitió Billingsley. Pronunció esas dos palabras con la mayor claridad posible y a continuación empezó a toser. La camisa plegada que Mary sostenía contra su cuello y su hombro estaba ya empapada. Los recorrió a todos con la mirada. Volvió la cabeza a un lado, escupió sangre, y finalmente la tos remitió.

—¡Santo cielo! —exclamó Ralph de pronto—. ¿Esa mujer es como Entragian? ¿Eso es lo que quiere decir? ¿Que es como el policía?

—Sí… no —murmuró Billingsley—. No estoy seguro. Lo habríamos… notado enseguida… pero…

—Señor Billingsley, ¿cree usted que esa mujer podría hallarse en menor grado bajo la influencia de lo que ha trastornado al policía?

Billingsley la contempló agradecido y le apretó la mano.

—Desde luego no sangra como el policía —comentó Marinville.

—O no sangra de manera visible —replicó Ralph—. Al menos todavía.

Billingsley miró por encima del hombro de Mary.

—¿Dónde… dónde…?

Empezó a toser de nuevo y no pudo terminar la frase, pero ya no era necesario. Los cuatro cruzaron miradas de temor, y Cynthia volvió la cabeza. Audrey no estaba allí. David Carver tampoco.