III

1

Mary Jackson estaba sentada en el catre mirándose las manos entrelazadas y pensando con ira en su cuñada, Deirdre Finney, con su cara pálida y bonita, su sonrisa dulce y ebria de droga y sus rizos prerrafaelistas. Deirdre, que no comía carne («Es como… cruel, ¿no?») pero fumaba hierba a todas horas desde hacia años. Deirdre, con sus adhesivos de Mr. Smiley. Deirdre, que había conseguido que su hermano acabase muerto y su cuñada encerrada en la cárcel de un pueblucho perdido que era literalmente la antesala de la muerte, y todo porque tenía demasiado humo en el cerebro para recordar que había guardado su maría de reserva bajo la rueda de repuesto.

Eso no es justo, se rebeló la parte más racional de su mente. Ha sido la matrícula y no la droga. Entragian nos ha parado por la matrícula.

En cierto modo ha sido como si el Ángel Exterminador no hubiese visto la marca convenida en el dintel de la puerta. Si la droga no hubiese estado allí, habría encontrado alguna otra excusa. Una vez nos puso el ojo encima, estábamos condenados, así de sencillo. Y tú lo sabes.

Pero esa interpretación no la convencía. Considerar aquello una especie de extraño desastre natural le resultaba demasiado siniestro.

Prefería, culpar a la hermana idiota de Peter, e imaginar diversos castigos, no letales pero dolorosos. Los baquetazos, tal como los administraban en Hong Kong a los ladrones, era quizá la modalidad más satisfactoria; pero también se imaginaba metiéndole a Deirdre un afilado tacón de zapato por aquel culo plano de maniquí que tenía. En realidad serviría cualquier cosa capaz de arrancarle la expresión de atolondramiento para a continuación anunciarle a voz en cuello: «Has conseguido que maten a tu hermano, pedazo de gilipollas, ¿te enteras?» y ver cómo surgía en su rostro una mueca de horrorizada comprensión.

—La violencia engendra violencia —dijo a sus manos con una voz serena y doctrinal. En aquellas circunstancias hablar sola parecía algo lógico y natural—. Yo lo sé, todo el mundo lo sabe, pero a veces pensar en la violencia resulta tan gratificante…

—¿Cómo? —preguntó Ralph Carver. Parecía aturdido. De hecho (idea espeluznante) recordaba incluso al cortocircuito andante que era su cuñada.

—Nada. No tiene importancia.

Mary se puso en pie. Con dos pasos se plantó ante la reja de la celda. Entrecruzó las manos fuera de los barrotes y contempló la sala. El coyote estaba sentado con los restos de la cazadora de cuero de Johnny Marinville ante las patas delanteras y miraba al escritor como hipnotizado.

—¿Cree que habrá escapado? —dijo Ralph—. ¿Cree que mi hijo habrá escapado, señora?

—No me llamo «señora» sino Mary, y no lo sé. Deseo creer que si desde luego. Y en realidad tiene bastantes posibilidades. —Siempre y cuando no se tropiece con el policía, añadió para sí.

—Sí, yo también lo creo. No imaginaba que se hubiese tomado tan en serio eso de la oración —comentó Ralph. Casi parecía pedir disculpas, lo cual en aquellas circunstancias asombró a Mary—. Yo pensaba que quizá fuese… no sé… un capricho pasajero. Pero no daba esa impresión, ¿verdad?

—No —contestó Mary—. En absoluto.

—¿Por qué me miras con esa cara, Bosco? —preguntó Marinville al coyote—. Ya tienes la jodida cazadora, ¿qué más quieres? Cómo si no lo supiera. —Miró a Mary—. ¿Sabe?, creo que si alguien consiguiera realmente salir de aquí, ese bicho sarnoso se daría la vuelta y…

—¡Silencio! —dijo Billingsley—. ¡Alguien sube por la escalera!

El coyote también lo oyó. Apartó la vista de Marinville y, gruñendo, concentró su atención en la puerta. Las pisadas se aproximaron, llegaron al rellano y se detuvieron. Mary se volvió hacia Ralph Carver, pero enseguida tuvo que desviar la mirada; no pudo resistir la combinación de esperanza y terror que vio en su rostro. Ella había perdido a su marido, y el dolor que eso le producía era mil veces superior a cualquier tormento que hubiese podido imaginar. ¿Qué sentiría una persona a quién el destino había arrebatado toda la familia en una sola tarde?

El viento rehiló en los aleros del edificio. El coyote dirigió una mirada nerviosa hacia ese sonido y luego avanzó tres pasos hacia la puerta con las raídas orejas de punta.

—¡Hijo! —gritó Ralph, desesperado—. ¡Si eres tú no entres! Ese animal esta justo detrás de la puerta.

—¿A qué distancia? —preguntó una voz. Era él, el muchacho. Había vuelto. Asombroso. Y la serenidad que mostraba al hablar era aún más asombrosa. Mary pensó que quizá debiera reconsiderar el poder de la oración.

Ralph parecía perplejo, como si no entendiese la pregunta de su hijo. Marinville, en cambio, si la entendió.

—A un metro y medio más o menos —contestó—. Y está de cara a la puerta. Ten cuidado.

—Tengo un arma —dijo el muchacho—. Será mejor que se metan todos debajo de los catres. Mary, acérquese tanto como pueda a la celda de mi padre. ¿Seguro que está justo enfrente de la puerta, señor Marinville?

—Sí. Ahí esta mi amigo Bosco, real como la vida misma y el doble de feo. ¿Has disparado alguna vez un arma de fuego, David?

—No.

—¡Dios mío! —exclamó Marinville, alzando la vista al techo.

—¡No, David! —ordenó Ralph. Una tardía expresión de alarma asomó gradualmente a su rostro; parecía empezar a comprender que ocurría allí—. ¡Vete y busca ayuda! Si abres la puerta, ese animal se te echará encima en dos saltos.

—No —respondió el muchacho—. Lo he pensado bien, papá. Prefiero arriesgarme con el coyote a enfrentarme con el policía. Además tengo una llave. Creo que servirá para abrir las celdas. Es como la que ha usado el policía.

—Me has convencido —dijo Marinville, como si aquello zanjase el asunto—. Todo el mundo al suelo. Cuenta hasta cinco, David, y adelante.

—¡Si lo hace, morirá! —gritó Ralph a Marinville—. ¡Morirá sólo para que usted salve el pellejo!

—Entiendo su preocupación, señor Carver —terció Mary—, pero si no salimos de aquí moriremos todos.

—¡Cuenta hasta cinco, David! —repitió Marinville. A continuación se arrodilló y se deslizó bajo el catre.

Mary miró hacia la puerta, advirtió que su celda estaba en la línea de fuego del muchacho, y comprendió por qué le había indicado que se acercase a la celda de su padre. Quizá tuviese sólo once años, pera pensaba con mayor claridad que ella.

—Uno —empezó a contar David al otro lado de la puerta. Mary percibía lo asustado que estaba, y lo entendía. Lo entendía perfectamente—. Dos.

—¡Hijo! —gritó Billingsley—. ¡Escúchame, hijo! Ponte de rodillas. Coge el arma con las dos manos y estate preparado para disparar alto. ¿Entiendes? ¡Alto! Ese animal no se acercara por el suelo; saltará sobre ti. ¿Entiendes?

—Sí —respondió David—. Sí, comprendido. ¿Estás bajo el catre, papá?

Ralph seguía de pie ante los barrotes de su celda con una expresión de miedo en el rostro hinchado.

—¡No lo hagas, David! ¡Te lo prohíbo!

—Tírese al suelo, gilipollas —dijo Marinville, lanzándole una mirada furiosa desde debajo del catre.

Mary compartía la opinión de Marinville, pero consideraba que su táctica dejaba mucho que desear; habría esperado más tacto en un escritor. O cuando menos en otro escritor; a aquel lo había reconocido y tenía una vaga idea de sus antecedentes. El autor de Placer, quizá el libro más obsceno del siglo, estaba encerrado en la celda contigua a la suya, surrealista pero cierto, y aunque daba la impresión de que su nariz jamás se recuperaría de lo que el policía había hecho con ella, Marinville mantenía la actitud de un hombre que espera conseguir lo que desea, y probablemente en bandeja de plata.

—¿Se ha apartado ya mi padre? —preguntó David, que ahora parecía indeciso además de asustado.

Mary aborreció a su padre por lo que hacía: rasguear los tensos nervios del muchacho como cuerdas de una guitarra.

—¡No! —bramó Ralph—. ¡Y no pienso apartarme! ¡Márchate de aquí, busca un teléfono y avisa a la policía estatal!

—Ya he probado con el del escritorio del señor Reed —alegó David—. No hay línea.

—¡Prueba con otro, pues! ¡Maldita sea! Sigue probando hasta que encuentres uno que…

—Deje de comportarse como un estúpido y métase bajo el catre —dijo Mary sin levantar la voz—. ¿Qué quiere que el chico recuerde de este día? ¿Que vio morir a su hermana y mató a su padre de un tiro por error, y todo antes de la cena? Coopere. Su hijo hace lo que puede; ponga usted también algo de su parte.

Ralph la miró. Sus pálidas mejillas contrastaban con la sangre coagulada que cubría el lado izquierdo de su cara.

—David es lo único que me queda —susurró—. ¿Lo comprende?

—Claro que lo comprendo. Y ahora métase debajo del catre, señor Carver.

Ralph retrocedió hacia el interior de la celda, vaciló por un momento, y por fin se arrodilló y se deslizó bajo el catre.

Mary echó un vistazo a la celda de la que había salido David —Dios, el muchacho había demostrado tener agallas— y vio que el viejo veterinario se hallaba también bajo el catre. Sus ojos, la única parte en él que se mantenía joven, brillaban en las sombras como luminosas gemas azules.

—¡David! —anunció Marinville—. ¡Ya no hay nadie a tiro!

—¿Mi padre tampoco? —preguntó David con un dejo de duda.

—Estoy debajo del catre —aseguró Ralph—. Hijo, ten cuidado. Si… —Le tembló la voz por un instante pero logró controlarse—. Si se echa sobre ti, agarra firmemente el arma e intenta dispararle en el vientre. —De pronto, alarmado, asomó la cabeza y preguntó—: ¿Está cargada el arma? ¿Lo has comprobado?

—Sí, esta cargada. —Hizo una pausa y añadió—: ¿Sigue enfrente de la puerta?

—Sí —contestó Mary.

De hecho el coyote se había acercado un poco más. Tenía la cabeza gacha y emitía un gruñido continuo como el ruido de un motor fuera borda. Cada vez que el chico hablaba al otro lado de la puerta el animal aguzaba el oído.

—Bien, ya estoy de rodillas —anunció David. Mary percibía su nerviosismo aún con mayor claridad. Tuvo la impresión de que en cualquier momento podía perder el control—. Voy a empezar a contar otra vez. Procuren estar todos lo más lejos posible de la puerta cuando llegue a cinco. No… no quiero herir a nadie por accidente.

—Acuérdate de disparar alto —repitió el veterinario—. No mucho pero si un poco. ¿De acuerdo?

—Porque el coyote saltará —dijo David—. Sí, me acordaré. Uno… dos…

Fuera el viento cesó por unos segundos. En aquel súbito silencio Mary oyó dos cosas con total nitidez: el vibrante gruñido del coyote y los latidos de su propio corazón. Su vida estaba en manos de un niño de once años con un arma. Si David erraba el tiro o se quedaba paralizado y ni siquiera llegaba a disparar, muy probablemente el coyote lo mataría. Y después, cuando el policía psicópata regresase, todos morirían.

—… tres… —su voz trémula sonaba extrañamente parecida a la de su padre— cuatro… cinco…

El pomo de la puerta comenzó a girar.

2

Para Johnny Marinville aquello fue como volver a hallarse de pronto en Vietnam, donde la muerte se presentaba a una inconcebible velocidad y siempre los cogía por sorpresa. No había puesto grandes esperanzas en el chico, que podía disparar sin ton ni son a cualquier parte menos al pellejo de Bosco, pero no tenían otra opción. Al igual que Mary, había llegado a la conclusión de que si no salían de allí antes de que regresase el policía, morirían todos.

Y el chico le sorprendió.

Para empezar, no abrió la puerta de un empujón sino que la dejó ir lentamente, asegurándose así de que no rebotaba contra la pared y acababa obstruyendo su línea de tiro. Estaba de rodillas y se había vestido de nuevo, pero se veían aún restos de jabón verde en sus mejillas. Antes de que la puerta describiese todo su arco, sujetaba ya con las dos manos el arma, que parecía, por lo que Johnny pudo ver —un revólver de calibre 45—. Un arma demasiado grande para un niño. La sostenía a la altura del pecho, con el cañón ligeramente inclinado hacia arriba. Aguardaba con expresión solemne e incluso calculadora.

El coyote, que quizá no esperaba que la puerta se abriese después de haber oído la voz al otro lado, retrocedió medio paso, encogió las patas traseras y saltó sobre el chico con un gruñido. Fue, pensó Johnny, aquel vacilante paso atrás lo que lo sentenció; le dejó al chico tiempo suficiente para afianzar su posición de tiro. Disparó dos veces, soportando el retroceso del arma y apuntando de nuevo antes de apretar el gatillo por segunda vez. Las detonaciones fueron ensordecedoras en aquel espacio cerrado. A continuación el coyote, que se hallaba en el aire entre el primer y el segundo disparo, cayó sobre el chico y lo derribó.

Su padre gritó y salió atropelladamente de debajo del catre. Por un momento dio la impresión de que el chico peleaba con el animal en el rellano, pero Johnny dudaba que al coyote le quedasen aún fuerzas para luchar. Había oído entrar en su cuerpo las dos balas, y tanto el suelo como el escritorio estaban salpicados de sangre.

—¡David! ¡David! Dispárale en el vientre —gritó su padre, dando saltos de inquietud.

El chico, en lugar de disparar, se zafó del coyote muerto como si fuese una piel en la que había quedado enredado. Retrocedió deslizándose con el trasero. En su rostro se dibujaba una expresión de asombro. Tenía la pechera de la camisa manchada de sangre y pelo.

Topó con la pared que se alzaba a sus espaldas y la utilizó de apoyo para ponerse en pie. Miró el revolver, sorprendido al parecer de verlo aún al extremo de su brazo.

—Estoy bien, papá, cálmate. Lo he conseguido. Ni siquiera ha llegado a morderme. —Se pasó la mano por el pecho y por el brazo que sostenía el revólver como para cerciorarse de que así era. Después miró al coyote. Seguía vivo. Emitía un jadeo rápido y estertóreo y su cabeza colgaba sobre el primer peldaño de la escalera. Dónde antes tenía el pecho se advertía un ancho y sanguinolento agujero.

David apoyó una rodilla en el suelo y apoyó el cañón del revólver en la cabeza colgante del animal. A continuación desvió la vista.

Johnny vio que el chico cerraba los ojos y apretaba los párpados, y de pronto sintió por él un cálido afecto. Nunca había disfrutado de sus propios hijos —que se habían dedicado a agobiarlo durante sus primeros veinte años de vida y a intentar desbancarlo en los veinte posteriores—, pero quizá no fuese tan malo tener alrededor uno como aquél. Tenía juego, como decían los jugadores de baloncesto.

Incluso me arrodillaría junto a su cama a la hora de acostarse, pensó Johnny. ¡Carajo! ¿Quién no lo haría? Sólo hay que ver el resultado.

Aún con aquella tensa expresión en la cara —la de un niño que sabe que debe comerse el filete de hígado antes de irse a jugar—, David apretó el gatillo. La detonación fue igual de sonora pero no tan penetrante. El cuerpo del coyote saltó. Un abanico de gotas rojas tan fino como el hilado de un encaje salpicó el rodapié de la barandilla. El jadeo cesó. El chico abrió los ojos y contempló lo que acababa de hacer.

—Gracias, Dios —dijo con voz apagada—. Pero ha sido horrible. Realmente horrible.

—Buen trabajo, chico —alentó Billingsley.

David se levantó y entró despacio en la sala. Miró a su padre. Ralph le tendió los brazos. David se acercó a él con lágrimas en los ojos y ambos se estrecharon en un torpe abrazo a través de los barrotes.

—Temía por tu vida, David —dijo Ralph—. Por eso te he pedido te fueses. Lo entiendes, ¿verdad?

—Sí, papá. —David lloraba ahora con mayor violencia, y Johnny comprendió, aún antes de que siguiese hablando, que aquel llanto no tenía nada que ver con el coyote—. Bombón estaba abajo colgada una pe-pe-percha. Y había ta-ta-también otras personas. La he descolgado. A los otros no he podido descolgarlos; son a-a-adultos. Pero he descolgado a Bombón. Le he ca-ca-cantado… le he cantado…

Intentó seguir, pero sus palabras quedaron ahogadas por histéricos sollozos. Apretó la cara contra los barrotes, y su padre le acarició la espalda y le dijo que callase, que estaba seguro de que había hecho por Kirsten todo lo que era posible hacer.

Johnny miró su reloj y dejó pasar un minuto completo. El muchacho se merecía al menos aquello por abrir la puerta sabiendo que detrás lo esperaba un perro salvaje. Finalmente pronunció su nombre. David no se volvió, así que Johnny lo pronunció de nuevo, esta vez en voz más alta. David se giró. Tenía los ojos llorosos e irritados.

—Escucha, muchacho, sé que lo has pasado mal —dijo Johnny—, y si salimos de esta yo seré el primero que te recomiende para la Estrella de Plata. Pero ahora tenemos que marcharnos. Entragian podría regresar en cualquier momento. Si anda cerca, es probable que haya oído los disparos. Si tienes una llave ya es hora de probarla.

David sacó el llavero del bolsillo y separó la que se parecía a la que Entragian había utilizado. La introdujo en la cerradura de la celda de su padre. Nada ocurrió. Mary lanzó un chillido de frustración y golpeó un barrote con la palma de la mano.

—Del revés —sugirió Johnny—. Dale la vuelta.

David insertó la tarjeta en la ranura tal como Johnny le indicaba. Esta vez se oyó un sonoro chasquido, casi un aldabonazo, y la reja se abrió.

—¡Sí! —exclamó Mary—. ¡Sí!

Ralph salió de la celda y volvió a estrechar a su hijo entre los brazos, en esta ocasión sin barrotes por medio. Y cuando David le besó la hinchazón del lado izquierdo de la cara, Ralph gritó de dolor y rió al mismo tiempo. Johnny pensó que aquel había sido uno de los sonidos más extraordinarios que había oído en su vida, un sonido que uno no podía describir con palabras en un libro; su esencia, al igual que la expresión de Ralph Carver al mirar a su hijo a la cara, estarían siempre fuera del alcance de cualquier escritor.

3

Ralph cogió el llavero de manos de su hijo y abrió las otras celdas con la tarjeta magnética. Salieron y formaron un corrillo ante el escritorio: Mary de Nueva York, Ralph y David de Ohio, Johnny de Connecticut, el viejo Tom Billingsley de Nevada. Se miraron con expresión de supervivientes de un accidente ferroviario.

—Salgamos de aquí —propuso Johnny. Advirtió que el chico había entregado a su padre el revólver y preguntó—: ¿Sabe como funciona eso, señor Carver? ¿Le permitirá ese ojo ver adónde dispara?

—Si tanto a lo uno como a lo otro —contestó Ralph—. Vamos.

Con David cogido de la mano, salió al rellano. Lo siguieron Mary y Billingsley. Johnny se quedó en retaguardia. Al pasar por encima del coyote, vio que el último balazo prácticamente le había pulverizado la cabeza. Se preguntó si el padre del muchacho habría sido capaz de hacer aquello. Se preguntó si él mismo habría sido capaz.

Al pie de la escalera David les indicó que se detuviesen y miró a través de las puertas de cristal. Había anochecido. El viento aullaba como un animal perdido y furioso.

—No van a creerlo, pero les aseguro que es verdad —dijo el chico contó lo que había visto en la otra acera un rato antes.

—Oíd lo que os digo, el buitre yacerá con el coyote —declamó Johnny, echando un vistazo a través del cristal—. Eso viene en la Biblia. Epístola a los jamaicanos, capítulo tres.

—No le veo la gracia —dijo Ralph.

—En realidad, yo tampoco —admitió Johnny. Fuera veía los contornos de los edificios y alguna que otra bola de rastrojo que rodaba por la calle, pero nada más. Pero ¿qué importaba lo que viese? ¿Qué importaba incluso si había una manada de hombres lobo ante el salón de billar del pueblo fumando crack y escudriñando la calle en busca de fugitivos? En cualquier caso no podían quedarse allí dentro. Entragian regresaría. Los hombres como él siempre regresaban.

No existen otros hombres como él, pensó. En la historia del mundo nunca ha existido otro hombre como él, y tú lo sabes.

Sí, quizá lo sabía, pero eso no modificaba esencialmente la situación. Tenía que salir de allí.

—Te creo —aseguró Mary a David. Miró a Johnny—. Vamos. Echemos un vistazo en la oficina del jefe de policía o comoquiera que se llame por aquí.

—¿Para qué?

—Para buscar linternas y armas. ¿Nos acompaña, señor Billingsley?

El anciano veterinario movió la cabeza en un gesto de negación.

—David, ¿me dejas las llaves? —pidió Mary.

David se las entregó y ella se las guardó en un bolsillo de los vaqueros.

—Mantén los ojos bien abiertos —advirtió Mary.

David asintió. Ella, con unos dedos fríos como el hielo, cogió a Johnny de la mano y tiró de él hacia la puerta que conducía a las oficinas.

Dentro Johnny vio la pintada de la pared del fondo y la señaló.

—«Algo podría surgir de estos silencios» —leyó—. ¿Qué querrá decir eso?

—No lo sé, ni me importa —repuso Mary—. Ahora solo quiero llegar a algún sitio donde haya luces y gente y teléfonos…

Mientras hablaba giró a la derecha y miró sin demasiado interés una cortina plegada en dos que se extendía bajo las ventanas (la forma que se dibujaba bajo la tela verde era demasiado pequeña para que ella la reconociese). De pronto vio los cadáveres colgados de la pared. Sofocó un grito y se dobló por la cintura como si le hubiesen asestado un golpe en el vientre. A continuación se dio media vuelta para huir de la espectral visión. Johnny la agarró, pero por un momento temió que fuese a zafarse de él; aquella mujer tenía mucha más fuerza de la que cabía esperar en un cuerpo tan delgado.

—¡No! —exclamó Johnny, sacudiéndola movido en parte por una repentina exasperación. Se avergonzó de aquel sentimiento pero no pudo reprimirlo por completo—. No, tiene que ayudarme. Basta con que no mire a esos cadáveres.

—¡Pero uno de ellos es Peter!

—Y está muerto. Lo siento, pero así es. En cambio, nosotros estamos vivos. Al menos, de momento. No lo mire. Vamos.

La rodeó con un brazo y la arrastró rápidamente hacia la puerta en que se leía AGENTE DE SEGURIDAD MUNICIPAL, pensando entretanto por dónde empezar a buscar. En el camino descubrió otro aspecto desagradable de aquella experiencia: Mary Jackson comenzaba a excitarlo. Notaba el temblor de su cuerpo contra el costado y la turgencia de su pecho justo encima de su mano, y la deseó. Su marido se hallaba colgado detrás de ellos como un jodido abrigo, y sin embargo él sentía ya una respetable erección, sobre todo para un hombre con posibles problemas de próstata. Terry tenía toda la razón, pensó. Soy un gilipollas.

—Vamos —dijo, estrechándola contra sí en lo que esperaba que pareciese un abrazo fraternal—. Si ese chico ha sido capaz de lo que hemos visto, usted puede entrar ahí. Se que puede. Serénese, Mary.

Mary respiró hondo.

—Lo intento.

—Buena chi… —Johnny se interrumpió—. ¡Mierda! Aquí tenemos otro fiambre. Le pediría que no mirase, pero creo que no estamos ya para tales delicadezas.

Mary contempló el cuerpo desmadejado del agente de seguridad y emitió un extraño gorgoteo.

—Ese chico… David… Dios santo… ¿Cómo lo ha hecho?

—No lo sé —contestó Johnny—. Es un crío de armas tomar. Quizá mientras intentaba coger las llaves el sheriff Jim se le ha venido abajo ¿por qué no entra usted en el despacho del jefe de bomberos? Acabaremos antes si los registramos los dos al mismo tiempo.

—Bien.

—Prepárese para lo peor. Si el jefe de bomberos se encontraba en su despacho cuando Entragian enloqueció, es posible que esté tan muerto como todos los demás.

—No se preocupe —dijo Mary—. Tome esto.

Le entregó las llaves y se dirigió al despacho contiguo. Antes de entrar lanzó una mirada fugaz hacia su marido pero de inmediato desvió la vista. Johnny asintió con la cabeza e intentó infundirle ánimo mentalmente: buena chica, buena idea. Mary hizo girar el pomo de la puerta y la empujó con las puntas de los dedos, como si temiese que pudiera haber conectada una bomba trampa. Echó un vistazo al interior, resopló y miró a Johnny levantando el pulgar.

—Tres cosas, Mary: linternas, armas, y cualquier llave de coche que encuentre. ¿Entendido?

—Entendido.

Johnny entró en el despacho del policía examinando simultáneamente las llaves que David le había entregado. Incluían un juego de llaves de algún vehículo de General Motors, probablemente el coche patrulla en el que Entragian lo había llevado hasta allí. Si se encontraba en el aparcamiento, podía servirles, pero Johnny no se hizo ilusiones. Había oído el ruido de un motor poco después de marcharse el psicópata con la esposa de Carver.

Los cajones del escritorio estaban cerrados, pero la llave encajada en la cerradura del cajón más ancho situado sobre el hueco para las piernas los abrió todos. En uno encontró una linterna y una caja cerrada con llave en la que se leía el rótulo RUGER. Probó varias llaves pequeñas en la cerradura de la caja. Ninguna entró.

¿Me la llevo de todos modos?, pensó. Quizá. Si no encontramos otras armas en algún sitio.

Al cruzar el despacho se detuvo a mirar por la ventana. Fuera sólo se veía el polvo que flotaba en el aire. Probablemente no había nada más que ver. Dios, ¿por qué no habré tomado por la autopista?

Esta idea le resultó graciosa; sofocó la risa mientras dirigía su atención a una puerta cerrada situada tras el escritorio de Reed. Hay que estar loco para plantearse una cosa así a estas alturas, pensó. Olvídate de Viajes en Harley; si sales de esta con vida deberías titular el libro Viajes con una majara.

Rió con más ganas. Se tapó la boca con la mano para ahogar sus carcajadas y abrió la puerta. La risa se le cortó en el acto. Sentada entre botas y zapatos, medio oculta por las chaquetas y uniformes de recambio allí colgados, había una mujer muerta. Estaba apoyada contra el fondo del ropero y, por su indumentaria —pantalones abombados y una blusa de seda con unas rosas entrelazadas bordadas en el lado izquierdo del pecho—, Johnny pensó que debía de ser una secretaria. La mujer parecía mirarlo con los ojos muy abiertos y expresión de asombro, pero eso era sólo una ilusión óptica.

Porque uno espera ver ojos, pensó, y no un par de cuencas vacías y rojas donde los ojos solían estar.

Reprimió el impulso de cerrar la puerta y apartó la ropa colgada hacia ambos extremos de la barra para echar un vistazo al fondo del ropero. Fue una buena idea. Había allí un armero con una docena de rifles. Una de las casillas, la tercera empezando por la derecha, estaba vacía, y Johnny supuso que ese debía ser el sitio habitual de la escopeta con que Entragian lo había apuntado en el coche patrulla.

—¡Vaya, vaya! —exclamó—. ¡Mira que tenemos aquí!

Entró en el ropero, plantando un pie a cada lado del cadáver sentado dentro, pero se sintió sumamente incómodo; en una ocasión una mujer le hizo una mamada en aquella misma posición. Fue durante una fiesta en East Hampton, y ellos dos se habían refugiado en un dormitorio. En la fiesta estaba Spielberg. Y también Joyce Carol Oates.

Retrocedió, apoyó un pie en el hombro del cadáver, y empujó. El cuerpo de la mujer resbaló lenta y rígidamente hacia la derecha. Sus enormes cuencas rojas parecieron mirarle con una expresión de sorpresa mientras se ladeaba, como si se preguntase por qué un tipo tan culto como él, un escritor galardonado con el Premio Nacional de Literatura, podía degradarse hasta el punto de empujar a una dama en un ropero. Su pelo, disperso en mechones, se deslizó por la pared tras ella.

—Disculpe, señora —dijo Johnny—, pero es lo mejor para los dos, créame.

Los rifles se hallaban asegurados al armero mediante un cable enhebrado en los guardamontes. En un extremo el cable estaba sujeto a un cáncamo con un candado. Johnny confiaba en tener más suerte con el candado que con la cerradura de la caja que contenía la Ruger.

A la tercera llave que probó se abrió el candado. Tiró del cable con tal fuerza que uno de los rifles —un Remington 30-06— saltó del armero. Lo agarró, se volvió… y la mujer, Mary, estaba justo frente a él.

Johnny dejó escapar un sonido ahogado que probablemente habría sido un grito si el miedo no le hubiese atenazado la garganta. El corazón dejó de latirle, y por un largísimo momento Johnny estuvo convencido de que ya no volvería a ponerse en marcha; estaría muerto de terror aún antes de desplomarse sobre el cadáver con la blusa de seda.

Por fin, gracias a Dios, volvió a latir. Se golpeó el pecho con un puño justo por encima de la tetilla izquierda (una zona de su cuerpo que en otro tiempo había estado dura y ahora ya no lo estaba demasiado) para demostrarle a la bomba que había debajo quién era el jefe.

—No vuelva a hacer eso —dijo a Mary, procurando no jadear—. ¿Qué le pasa?

—Creía que me había oído. —No parecía muy dispuesta a compadecerse de él. Llevaba colgada al hombro nada menos que una bolsa de golf. Una bolsa de tartán. Observó el cadáver del ropero—. En el ropero del jefe de bomberos hay también un cuerpo. Un hombre.

—¿Y a cuántos hoyos acostumbraba jugar? ¿Tiene alguna idea? —se burló Johnny. Aun tenía el corazón acelerado pero ya no tanto quizá.

—Nunca desiste, ¿verdad?

—Maldita sea, Mary, intento escabullirme de una muerte más que probable. Todos los martinis que he tomado en mi vida le han pasado factura a mi corazón. ¡Por Dios, me ha asustado!

—Lo siento, pero debemos darnos prisa —recordó ella—. Entragian podría volver en cualquier momento.

—¡Vaya! Una sospecha que mi limitada mente no había concebido. Tenga, coja esto. Y lleve cuidado. —Le entregó el Remington 30-06, acordándose de una vieja canción de Tom Waits. «Cartuchos negros como cuervos de un 30-06», cantaba Waits con su voz desgarrada y un tanto macabra. «Te reducen a astillas».

—¿Por qué? ¿Está cargado?

—Ni siquiera recuerdo cómo comprobarlo. Estuve en Vietnam pero como corresponsal. En cualquier caso, de eso hace ya mucho tiempo. Desde entonces sólo he visto disparar armas en las películas. Ya las examinaremos después, ¿de acuerdo?

Mary guardó el rifle en la bolsa y anunció:

—He encontrado dos linternas, y las dos funcionan. Una es larga y potente. Da mucha luz.

—Estupendo —dijo Johnny, y le entregó la linterna que había hallado en el cajón.

—La bolsa estaba colgada detrás de la puerta —explicó Mary, metiendo dentro la linterna—. El jefe de bomberos, si era él… en fin, tenía uno de los palos hundido en la cabeza. Muy hundido. Era como si… lo hubieran ensartado en él.

Johnny cogió otros dos rifles y una escopeta del armero y se volvió.

Si el cofre de nogal situado en el suelo bajo el armero contenía munición, como era de suponer, podían darse por satisfechos: un rifle o escopeta para cada adulto. El chico podía quedarse el revólver del sheriff Jim. Aunque por Johnny, podía quedarse lo que le viniese en gana. Hasta el momento David Carver era el único que había demostrado que sabía usar un arma.

—Siento que haya tenido que ver eso —dijo Johnny, ayudándola a meter las armas en la bolsa de golf.

Ella movió la cabeza en un gesto de impaciencia, como para indicar que no era esa la cuestión.

—¿Cuanta fuerza se necesita para hacer una cosa semejante? ¿Para clavar un palo de golf por el mango en la cabeza de un hombre y hundirlo hasta que no asome más que la punta como un… un sombrerito o algo así?

—No lo sé. Mucha, supongo. Pero Entragian es un auténtico toro.

Era un toro, sin duda, pero planteado de aquel modo resultaba realmente extraño.

—Es el grado de violencia lo que más me asusta —añadió Mary—. La ferocidad. Esa mujer del ropero… le ha sacado los ojos, ¿verdad?

—Sí.

—Y la niña de los Carver… y lo que ha hecho con Peter, disparándole a bocajarro en el estómago una y otra vez… y esa gente ahí colgada como venados en temporada de caza… ¿Entiende lo que le quiero decir?

—Claro —contestó Johnny, y pensó: Y eso no es más que una pequeña parte, Mary. Entragian no es un simple asesino en serie; es el doctor Dolittle en versión de Bram Stoker.

Mary miró alrededor con visible nerviosismo cuando una ráfaga viento especialmente fuerte azotó el edificio.

—No importa adónde vayamos ahora en tanto salgamos de aquí. ¡Vamos ya, por Dios!

—Bien, sólo treinta segundos más, ¿de acuerdo?

Se arrodilló junto a las piernas de la mujer muerta, y percibió olor sangre y perfume. Volvió a probar las llaves, y esta vez tuvo que llegar casi hasta la última para dar con la que abría la cerradura de lo que resultó ser un cofre de munición muy bien surtido. Cogió ocho o nueve cajas de cartuchos, confiando en que sirviesen para las armas que había elegido, y las metió también en la bolsa de golf.

—Yo voy a ser incapaz de acarrear todo eso —protestó Mary.

—No se preocupe, yo lo llevaré.

Pero a la hora de la verdad Johnny tampoco pudo. Para su vergüenza, no consiguió siquiera levantar del suelo la bolsa de golf, y mucho menos cargársela al hombro. Si la muy puta no me hubiera asustado de ese modo, pensó, y no pudo evitar reír.

—¿De que se ríe? —preguntó Mary, furiosa.

—De nada. —Johnny borró la sonrisa de su rostro—. Tenga, agarre de la correa. Ayúdeme a llevarla a rastras.

Juntos arrastraron la bolsa de golf por el suelo. Cuando rodearon el mostrador y se encaminaron hacia la puerta, Mary inclinó la cabeza y mantuvo la mirada fija en el ramillete de armas que sobresalía de la bolsa. Johnny lanzó un único vistazo a los cadáveres colgados de las perchas y pensó: La tormenta, los coyotes sentados en la carretera como una guardia de honor, el que nos vigilaba en el calabozo, los buitres, los muertos. ¡Qué reconfortante habría sido pensar que todo aquello era una aventura en el país de los sueños! Pero no lo era; sólo tenía que percibir el olor acre de su propio sudor a través de sus fosas nasales taponadas y doloridas para saber que era real. Algo inconcebible estaba ocurriendo allí, y no era un sueño.

—Muy bien —dijo Johnny entre jadeos—, no mire.

—No voy a mirar; no se preocupe —respondió Mary.

A él le complació oír que también ella jadeaba un poco.

En el vestíbulo el viento sonaba con más intensidad que antes.

Ralph estaba frente a la puerta con un brazo apoyado en los hombros de su hijo. El anciano se hallaba tras ellos. Los tres se volvieron al regresar Johnny y Mary.

—Hemos oído un motor —anunció David de inmediato.

—Eso nos ha parecido —rectificó Ralph.

—¿Era el coche patrulla? —preguntó Mary. Sacó de la bolsa uno de los rifles, y cuando apuntó sin querer a Billingsley, el viejo hizo una mueca y apartó el cañón con la palma de la mano.

—Ni siquiera estoy seguro de que fuese un motor —contestó Ralph—. El viento…

—No era el viento —lo interrumpió David.

—¿Han visto los faros? —quiso saber Johnny.

David negó con la cabeza.

—No, pero la arena apenas deja ver nada.

Johnny echó un vistazo al arma que sostenía Mary (ahora con el cañón apuntado al suelo, lo cual parecía un paso en la dirección adecuada) y las otras que asomaban de la bolsa de golf, y luego miró a Ralph, que hizo un gesto de duda y miró a su vez al anciano.

Billingsley advirtió su mirada y suspiró.

—Adelante, saquémoslas —dijo—. Veamos que han encontrado.

—¿No podríamos dejar esto para luego? —preguntó Mary—. Si ese psicópata vuelve…

—Señora, mi hijo dice que ha visto más coyotes ahí fuera —adujo Ralph Carver—. No podemos arriesgarnos a que nos ataquen.

—Por última vez, me llamo Mary, no señora —repuso malhumorada—. De acuerdo, muy bien. Pero dense prisa.

Johnny y Ralph sostuvieron la bolsa mientras Billingsley extraía las armas y se las entregaba a David.

—Ponlas en fila, muchacho —dijo.

David obedeció, alineándolas pulcramente al pie de la escalera, donde las iluminaba la luz procedente de las oficinas.

Ralph levantó la bolsa y la volvió del revés. Johnny y Mary cogieron las linternas y los cartuchos a medida que caían. El anciano entregó las cajas de munición a David de una en una, indicándole el arma a que correspondían. Al final había tres cajas apiladas junto al Remington 30-06 y ninguna junto al rifle situado a un extremo.

—No han traído munición para ese Mossberg —dijo Billingsley—. Es un arma excelente, pero usa balas del calibre 22. ¿No querrán volver ahí adentro a buscar munición del 22?

—No —se apresuró a responder Mary.

Johnny le lanzó una mirada colérica —no le gustaba que una mujer contestase a una pregunta dirigida a él— pero se contuvo. En realidad Mary tenía razón.

—No hay tiempo —contestó a Billingsley—. Nos lo llevaremos de todos modos. Alguien en el pueblo tendrá munición del calibre 22. Cójala usted, Mary.

—No, gracias —repuso ella con frialdad, y escogió la escopeta, que el veterinario había identificado como una Rossi de calibre 12—. Si ha ser utilizada como porra en lugar de como arma de fuego, será mejor que la lleve un hombre. ¿No le parece?

Johnny se dio cuenta de que le había tendido una trampa. Y limpiamente, había que reconocerlo. La muy puta, pensó, y lo habría dicho en voz alta, por más que el marido estuviese colgado de una percha pero en ese momento David Carver anunció:

—¡Un camión! —A continuación abrió una de las hojas de la puerta.

Todos oían silbar el viento desde hacia rato, y habían notado cómo sacudía el edificio de ladrillo donde se hallaban, pero ninguno de ellos estaba preparado para la ferocidad de la ráfaga que arrancó la puerta de la mano de David y la estrelló contra la pared con fuerza suficiente para agrietar el cristal. Los papeles clavados con tachuelas al tablón de anuncios del vestíbulo se agitaron. La arena entró a raudales y azotó a Johnny en la cara. Este levantó una mano para protegerse los ojos y se golpeó accidentalmente la nariz. Lanzó un grito de dolor.

—¡David! —gritó Ralph, y tendió el brazo para agarrar a su hijo de la camisa.

Demasiado tarde. El chico se adentró como una flecha en la ululante oscuridad, ajeno a todos los peligros que pudiesen estar acechando.

Johnny vio entonces lo que había galvanizado a David: unos faros. Unos faros que barrían la calle de derecha a izquierda, como si estuviesen articulados mediante un cardán. La arena bullía frenéticamente ante los haces móviles.

—¡Eh! —llamó David agitando los brazos—. ¡Eh, usted! ¡El del camión!

Las luces empezaron a extinguirse. Johnny agarró del suelo una de las linternas y salió corriendo tras los Carver. En la puerta, al recibir el impacto del viento, se tambaleó y tuvo que agarrarse a la jamba de la puerta para no caer por la escalinata. David se había plantado en medio de la calle, y agachó un hombro para esquivar un objeto oscuro que lo embistió a gran velocidad. En un primer momento Johnny pensó que se trataba de un buitre, pero encendió la linterna y vio que era sólo una bola de rastrojo.

Entornando los ojos para protegerse de la arena, dirigió la linterna hacia las luces traseras que se alejaban y empezó a moverla de un lado a otro trazando un arco. La luz apenas se veía en aquella oscuridad saturada de arena.

—¡Eh! —volvió a gritar David. Su padre estaba tras él, revólver en mano. Intentaba mirar en todas direcciones al mismo tiempo como un guardaespaldas presidencial que presintiese peligros ¡Eh, vuelvan!

Las luces traseras menguaron por momentos rumbo al norte por la carretera que conducía a la interestatal 50. El semáforo intermitente oscilaba impulsado por el viento, y Johnny entrevió por un instante el camión bajo su vacilante resplandor ambarino. La caja era de paneles y llevaba un rótulo estampado en la parte trasera. No pudo leerlo a causa de la densa nube de arena.

—¡Entren! —instó Johnny—. ¡Se ha ido!

El chico permaneció un rato más en medio de la calle, mirando en la dirección en que habían desaparecido las luces. De pronto encorvó los hombros en un gesto de desaliento. Su padre se los rodeó con el brazo y dijo:

—Vamos, David. No necesitamos ese camión. Estamos en un pueblo. Sólo tenemos que encontrar a alguien que pueda ayudarnos y…

Su voz se desvaneció cuando miró alrededor y vio lo que Johnny ya había visto. El pueblo entero estaba a oscuras. Eso sólo podía significar una cosa: la gente sabía qué ocurría y se ocultaba de aquel psicópata en espera de la caballería. Eso tenía cierto sentido, pero a Johnny el corazón le decía algo muy distinto.

Le decía que aquel pueblo parecía una tumba.

David y su padre volvieron hacia la escalinata del ayuntamiento. El chico caminaba con la cabeza gacha, abatido; el padre seguía mirando en todas direcciones, alerta a un posible peligro. Mary los observaba acercarse desde el umbral de la puerta, con el pelo agitado por el viento, y Johnny la encontró muy hermosa.

El camión, Johnny, dijo la voz de Terry en su cabeza. ¿No te resultaba familiar ese camión? Sí, ¿verdad?

Sonaron aullidos en la ventosa oscuridad. Parecían carcajadas como una burla, y daba la impresión de que procedían de todas partes. Johnny apenas los oyó. Sí, algo le resultaba familiar en aquel camión. Sin duda. El tamaño, y el rótulo, y el aspecto en general, a pesar de la oscuridad y la arena. Algo…

—¡Mierda! —exclamó, y se llevó una mano al pecho, esta vez no al corazón sino a un bolsillo que ya no estaba allí. En su mente vio al coyote sacudir su cara cazadora de motorista, rasgar el forro y esparcir en todas direcciones el contenido de los bolsillos. Incluido…

—¿Qué? —preguntó Mary, alarmada al ver la expresión de Johnny ¿Qué?

—Será mejor que entren todos hasta que las armas estén cargadas —advirtió Billingsley—, a menos que quieran que los ataque algún bicho.

Johnny tampoco oyó apenas la voz del anciano. El rótulo del camión rezaba RYDER. Era lógico, ¿no? Steve Ames lo buscaba. Ha echado un vistazo en Desesperación, no había visto nada, y ahora se disponía a buscar en otra parte.

Johnny paso rápidamente junto al asombrado Billingsley, que arrodillado en el suelo cargaba las armas, y corrió escalera arriba hacia las celdas, suplicando al Dios de David Carver que el teléfono móvil estuviera intacto.

4

«Si todo está en orden… —había dicho Steve Ames— si todo parece en orden… informamos allí. Pero a la menor sospecha, salimos volando rumbo a Ely».

Y mientras el Ryder pasaba despacio bajo el oscilante semáforo intermitente que marcaba el único cruce de Desesperación, Cynthia tiró a Steve de la manga.

—Hora de volver a Ely —anunció, y señaló por la ventanilla hacia la sección oeste de la calle transversal—. Allí hay bicicletas en la calle, ¿las ves? Mi abuela decía que las bicicletas en la calle traen mala suerte, como romper un espejo o dejar un sombrero encima de una cama. Ya es hora de largarse.

—¿Eso decía tu abuela?

—En realidad no tuve abuela, o al menos no la conocí, pero sé realista: ¿Qué hacen ahí en medio de la calle? ¿Por qué no ha salido nadie a guardarlas con esta tormenta? ¿No te parece muy raro?

Steve miró las bicicletas, que yacían en la calzada como si las hubiese derribado el viento, y luego echó un vistazo al resto de la calle transversal.

—Sí, pero hay gente en las casas. —Señaló—. Se ven luces.

Cynthia vio que efectivamente había luz en algunas casas, pero daba la impresión de que alguien las hubiese encendido al azar. Además…

—También había luces en el barracón de la compañía minera —adujo—. Y fíjate bien: la mayoría de las casas están a oscuras. ¿Por qué? ¿Tú que crees? —Cynthia percibió un tono sarcástico en su propia voz. No le gustó, pero no pudo evitarlo—. ¿Acaso crees que la mayoría de los patanes del pueblo han fletado un autocar para ir a ver el partido de ida entre los Capullos de Desesperación y los Gilipollas de Austin? ¿El gran derby del desierto? ¿El encuentro más esperado de la tem…? Eh, ¿qué haces?

La pregunta estaba de más. Obviamente Steve estaba girando hacia el oeste por la calle transversal. Una bola de rastrojo voló ante el camión como algo salido de una película en tres dimensiones. Cynthia chilló y se cubrió la cara con un brazo. El rastrojo golpeó el parabrisas, rebotó y rodó por el techo del camión.

—Esto es una estupidez —reprocho Cynthia—. Y además es peligroso.

Steve le dirigió una breve mirada, sonrió y asintió con la cabeza.

Cynthia debería haberse enfadado con él por sonreír en aquellas circunstancias, pero no lo consiguió. Era difícil enfadarse con un tipo capaz de sonreír de aquel modo, y ella sabía de sobra que esa era la mitad de su problema. Como decía su amiga Gert Kinshaw en HH, quienes no aprenden del pasado están condenadas a ser apaleadas otra vez en el futuro. Dudaba que Steve Ames fuese de la clase de hombres que levantan la mano a una mujer, pero no era esa la única forma en que los hombres herían a las mujeres. También herían con una sonrisa seductora, atrayéndola a una hacia las fauces del león.

—Si sabes que es peligroso, Lubbock, ¿por qué lo haces?

—Porque tenemos que encontrar un teléfono que funcione, y porque no me gusta como me siento. Es casi de noche y tengo el peor caso de pánico de toda la historia. No quiero que el miedo me haga perder el control. Sólo déjame mirar en un par de sitios. Tú puedes quedarte en el camión si lo prefieres.

—¡Y una mierda voy yo…! Eh, mira. Allí. —Señaló una cerca de estacas derribada sobre el jardín de una pequeña casa de madera. A la luz de los faros era imposible adivinar de qué color era la casa, pero Cynthia si veía con toda claridad las huellas de unos neumáticos impresa en la cerca caída.

—Eso podría ser obra de un conductor borracho —comentó Steve—. Ya he visto dos bares, y eso que apenas me he fijado.

Una idea estúpida, pensó Cynthia, pero cada vez le agradaba más su acento tejano. Otra mala señal.

—Vamos, Steve, sé realista. —Como contrapunto al viento, sonaron varios aullidos de coyote. Cynthia volvió a arrimarse a Steve—. ¡Dios me ponen los pelos de punta! ¿Qué les pasa?

—No lo sé.

Steve avanzaba a menos de quince kilómetros por hora con la esperanza de poder detenerse antes de pasar por encima de cualquier cosa que pudiesen revelar los faros. Probablemente era lo más sensato. Pero habría sido más sensato aún, en la humilde opinión de Cynthia darse media vuelta y salir volando de allí.

—Steve, me muero de impaciencia por llegar a un sitio con vallas publicitarias, letreros de bancos y puestos de venta de coches usados que no cierren en toda la noche.

—Te he oído —contestó Steve.

Cynthia pensó: No, no me has oído. Cuando la gente dice «Te he oído», casi nunca es verdad.

—Déjame probar en esa casa, y después este pueblo será historia —propuso Steve, y entró en el camino de acceso de una pequeña casa decorada como un rancho que se hallaba en el lado izquierdo de la calle. Estaban quizá a unos trescientos metros del cruce; Cynthia veía aún el resplandor del semáforo a través de la nube de arena.

La casa que Steve había elegido tenía luces encendidas; una intensa luz que se filtraba por los visillos de la sala de estar, y otra mortecina y amarillenta que salía por los tres óvalos de cristal opaco dispuestos en diagonal ascendente en la puerta de entrada.

Steve se tapó la boca y la nariz con el pañuelo y abrió la puerta del camión, sujetándola con fuerza para resistir el tirón del viento.

—Quédate aquí —dijo.

—Sí, que te crees tú eso —repuso Cynthia. Abrió la puerta de su lado y el viento se la arrancó de la mano. No obstante, se apeó antes de que Steve pudiese protestar.

Una ráfaga de aire caliente la empujó hacia atrás. Se tambaleó y se agarró al borde de la puerta para no perder el equilibrio. La arena le aguijoneó los labios y las mejillas, obligándola a contraer el rostro mientras se subía el pañuelo. Y lo peor era que tormenta parecía arreciar.

Echó un vistazo alrededor en busca de coyotes —sus aullidos parecían cercanos— y no vio ninguno. Steve trepaba ya por peldaños del porche, actitud poco digna de un macho protector. Cynthia lo siguió, haciendo una mueca cuando otra ráfaga de viento la sacudió.

Nos estamos comportando como los personajes de una película de terror barata, pensó Cynthia con consternación, quedándonos cuando deberíamos irnos, metiendo la nariz donde no nos llaman.

Era cierto, supuso, pero ¿no actuaba siempre así la gente? ¿No estaba todavía en casa ella misma, la pequeña señorita Cynthia, cuando Richie Judkins llegó con mal rollo dispuesto a arrancarle una oreja? ¿No era esa la causa de muchos males de este mundo, que la gente se quedaba cuando debía irse, que seguía adelante cuando sabía que debía darse media vuelta y salir corriendo? ¿No era esa en último extremo la razón de que las películas de terror baratas tuviesen tanto público? ¿El hecho de que los espectadores se reconociesen en los niños asustados que se negaban a abandonar la casa embrujada aun después de los primeros asesinatos?

Steve estaba ya ante la puerta en medio del viento ululante, con la cabeza gacha y el pañuelo flameando… y llamaba al timbre. Llamaba realmente al timbre, como si se dispusiese a pedirle a la señora de la casa que lo dejase entrar para explicarle las ventajas de una compañía telefónica sobre otra.

Cynthia lo miró exasperada. Aquello excedía el límite de su paciencia. Se dirigió al portal, apartó a Steve de un empujón casi arrojándolo sobre unos arbustos cercanos, agarró el pomo de la puerta y lo hizo girar. La puerta se abrió. Cynthia no veía la parte inferior de la cara de Steve porque la tenía tapada por el pañuelo, pero la expresión de asombro que se reflejó en sus ojos cuando la vio entrar en la casa fue en extremo satisfactoria.

—¡Eh! —gritó Cynthia—. ¿Hay alguien en casa? ¡Avon llama, joder!

Nadie respondió, pero enfrente, a la derecha, había una puerta abierta, y de ella llegaba un extraño sonido, una especie de siseo.

Cynthia se volvió hacia Steve y dijo:

—No hay nadie en casa, ¿lo ves? Ahora ya podemos irnos.

Pero Steve, en lugar de regresar al camión, entró en el recibidor y se encaminó hacia el sonido.

—¡No! —susurro Cynthia, furiosa, y lo agarró del brazo—. No. ENE, O, que significa no. ¡Ya basta!

Steve se soltó sin mirarla siquiera —hombres, condenados hombres, valiente hatajo de caballerescos gilipollas— y cruzó el recibidor.

—¿Hola? —dijo mientras avanzaba, de ese modo cualquiera con intención de matarlo sabría exactamente donde estaba.

Cynthia tomó la firme decisión de regresar al camión. Esperar tres minutos reloj en mano, y si para entonces no había salido, pondría el camión en marcha y se iría, claro que se iría.

Sin embargo siguió tras los pasos de Steve.

—¿Hola? —repitió Steve. Se detuvo poco antes de llegar a la puerta abierta (quizá aún le quedaba algo de sentido común, aunque solo fuese un poco) y se asomó con cautela—. ¡Demonios! —exclamó, y se quedó inmóvil.

El extraño siseo se oía allí con mayor intensidad, era un sonido trémulo, inestable, casi como…

Cynthia, casi contra su voluntad, miró por encima del hombro de Steve y vio que había palidecido. Mala señal.

No, aquel sonido no era un siseo. Era más bien un tintineo.

La puerta daba al comedor de la casa. La familia se hallaba en torno a la mesa y la cena estaba ya servida, aunque no era la cena de ese día, Cynthia lo advirtió de inmediato. Un enjambre de moscas zumbaba sobre el asado y en algunas de las porciones cortadas pululaban colonias de gusanos. La crema de maíz se había coagulado en el tazón. Y la salsa era un cuajarón de grasa.

Alrededor de la mesa había sentadas tres personas: una mujer, un hombre y un bebé en una sillita alta. La mujer llevaba aún el delantal con el que debía de haber preparado la cena. Del cuello del bebé colgaba un babero donde se leía YA SOY MAYOR. Estaba ladeado sobre uno de los brazos de la sillita, y ante él había un plato con varias rodajas de naranja secas. Contemplaba a Cynthia con una sonrisa inmutable. Tenía la cara amoratada, y sus ojos sobresalían de las cuencas tumefactas como canicas de vidrio. Sus padres estaban también hinchados. Cynthia vio varios pares de orificios en la cara del hombre, dos de ellos en la aleta de la nariz; eran orificios diminutos, como los que deja en la piel una aguja hipodérmica.

Varias serpientes de cascabel enormes reptaban inquietas entre los platos agitando las colas. De pronto el pecho de la mujer se hinchó bajo el delantal, y Cynthia creyó por un momento que estaba viva pese a su cara amoratada y sus ojos vidriosos, que aún respiraba, pero al cabo de un instante asomó entre los pliegues la cabeza triangular de una serpiente, y miró a Cynthia con sus ojos negros y minúsculos como perdigones.

La serpiente abrió la boca y silbó. Su lengua se agitó.

Y había más. Había serpientes en el suelo bajo la mesa, zigzagueando entre los zapatos del hombre muerto. Había serpientes en la cocina, al otro extremo del comedor. Cynthia vio una enorme que se deslizaba por la encimera de formica bajo el horno microondas.

Las que se hallaban en el suelo avanzaban hacia ellos, y avanzaban deprisa.

¡Corre!, se ordenó a si misma, pero fue incapaz de moverse, como si tuviese los zapatos pegados al suelo. Detestaba a las serpientes más que a cualquier otro animal; sentía por ellas una profunda repugnancia que era incapaz de expresar o comprender. Y aquella casa era un nido de serpientes; quizá hubiese más a sus espaldas, entre ellos y la puerta de la calle…

Steve la agarró y tiró de ella. Cuando se dio cuenta de que estaba paralizada, la levantó y, con ella en brazos, cruzó el recibidor y traspasó el umbral de la puerta hacia la oscuridad, como un novio pero en sentido inverso.

5

—Steve, ¿has visto…?

La puerta del camión del lado de Cynthia seguía abierta. La ayudó a subir y cerró. Después rodeó la parte delantera del Ryder y entró en la cabina. Contempló a través del parabrisas el rectángulo de luz que se proyectaba ante la puerta de la casa y luego miró a Cynthia con los ojos desorbitados sobre el pañuelo.

—Claro que lo he visto —respondió—. Hasta la última puta serpiente del universo estaba ahí metida, y venían todas por nosotros.

—No podía correr —dijo Cynthia—. Las serpientes… me aterrorizan. Lo siento.

—Ha sido culpa mía por insistir en entrar. —Puso la marcha atrás retrocedió hasta la calle, girando de manera que el morro del camión quedase orientado en sentido este, hacia las bicicletas caídas, la cerca derribada y el semáforo oscilante—. Vamos a volver a la interestatal 50 tan deprisa que te dará vueltas la cabeza. —La miró con horrorizada perplejidad—. Estaban ahí, ¿no? No ha sido una alucinación, ¿verdad? Estaban ahí.

—Sí. Y ahora vámonos, Steve. En marcha.

Steve arrancó. Esta vez aumentó la velocidad pero no tanto como para no poder reaccionar en caso de peligro. Cynthia admiró su control, sobre todo considerando que obviamente estaba muerto de miedo. En el semáforo dobló a la izquierda y se dirigió hacia el norte, de vuelta por donde habían llegado.

—Pon la radio —dijo cuando el macabro pueblo quedó atrás—. Alguna emisora con música. Pero nada romántico. Hace tiempo que no resisto esa clase de canciones.

—Vale.

Cynthia se inclinó hacia el salpicadero y a la vez miró por el retrovisor exterior de su lado. Por un instante creyó ver un tenue arco de luz detrás de ellos. Podría haber sido una linterna; podría haber sido un reflejo del semáforo oscilante, o podría haber sido simplemente su imaginación. Prefirió quedarse con esta última posibilidad. En cualquier caso el destello ya había desaparecido engullido por el polvo del ambiente. Pensó en mencionárselo Steve, pero desechó la idea. Dudaba que quisiese volver a investigar, creía que a esas alturas estaba tan asustado como ella, pero nunca podía subestimarse la capacidad de un hombre para actuar a lo John Wayne.

Pero si hay gente ahí…

Movió la cabeza en un breve pero rotundo gesto de negación. No. No iba a caer en esa trampa. Quizá en aquel pueblo hubiese gente viva, médicos y abogados y jefes indios, pero también había allí algo muy siniestro. Lo mejor que podía hacer por los posibles supervivientes de Desesperación era buscar ayuda.

Además no he visto nada en realidad. Estoy casi segura.

Encendió la radio y recorrió todo el dial sin encontrar más que estática. Pulsó el botón de búsqueda automática, pero se disparó al cabo de unos instantes sin obtener resultado.

—No hay nada que hacer, Steve. Ni la emisora local…

—¿Qué carajo es eso? —exclamó Steve con una voz aguda, casi un grito, que no se parecía en nada a la suya habitual—. ¿Qué carajo es eso?

—No veo… —repuso Cynthia. Pero de pronto vio lo mismo que Steve.

Frente a ellos surgió de entre el polvo una enorme silueta de grandes ojos amarillos. Cynthia se llevó la mano a la boca para ahogar un chillido, pero no llegó a tiempo. Steve pisó el freno con los dos pies. Cynthia, que no se había abrochado el cinturón de seguridad, salió lanzada contra el salpicadero y por muy poco consiguió protegerse la cabeza con los antebrazos.

—¡Dios santo! —dijo Steve. Su voz sonaba ya más normal—. ¿Cómo ha llegado eso a la carretera?

—¿Qué es? —preguntó Cynthia, y supo la respuesta aún antes de que la pregunta saliese de su boca. No era un monstruo salido de Parque Jurásico (su primera impresión) ni tenía unos enormes ojos amarillos. Lo que había confundido con unos ojos era el reflejo de los faros del Ryder en una amplia ventana de cristal. Era una caravana, y estaba en medio de la carretera. Bloqueaba la carretera.

Cynthia miró a su izquierda y vio que la cerca que separaba el arcén del camping de caravanas había sido derribada. Tres caravanas —las más grandes— no ocupaban ya sus lugares en el camping; los bloques de cemento donde habían estado cimentadas se hallaban vacíos. Las tres caravanas se encontraban ahora atravesadas en la carretera, la mayor delante, las otras dos detrás como una barricada secundaria levantada por si cedía la primera línea de defensa. Una de las dos situadas en segundo plano era la oxidada Airstream que tenía instalada en el techo la antena parabólica del camping Serpiente de Cascabel.

La antena yacía vuelta del revés en el límite del camping como un enorme tapacubos negro. Al caer había arrastrado el tendedero de alguna mujer. En el ondeaban bragas y blusas.

—Rodéalas —dijo Cynthia.

—Por este lado de la carretera no puedo; la cuneta es demasiado escarpada. El terraplén del lado del camping también es escarpado pero…

—Puedes hacerlo —aseguró Cynthia, intentando reprimir el temblor en la voz—. Además, me lo debes. Yo he entrado contigo en la casa…

—De acuerdo, de acuerdo. —Bajó la mano hacia la palanca de cambio, probablemente con la intención de poner la marcha más lenta pero de pronto se quedó paralizado. Ladeó la cabeza. Cynthia lo oyó un segundo más tarde y en un primer momento de pánico pensó

(están aquí, Dios santo, han conseguido entrar en el camión)

en las serpientes. Pero no era el mismo sonido. Esta vez se trata de un zumbido ronco, casi como el aleteo de un papel atrapado en ventilador, o como…

Algo cayó sobre ellos, algo que parecía una gran piedra negra. Golpeó el parabrisas con fuerza suficiente para perforarlo como una bala en el punto de impacto y dejar en torno a él una telaraña de grietas plateadas. Una mancha de sangre —en aquella luz parecía negra— se extendió por el cristal como un borrón de tinta. Se produjo un desagradable chasquido cuando el camicace se plegó sobre sí mismo, y por un momento Cynthia vio uno de sus despiadados y moribundos ojos mirándola fijamente. Lanzó otro grito, en esta ocasión sin intentar siquiera ahogarlo con las manos.

Se oyó otro golpe, esta vez sobre el camión. Cynthia alzó la vista vio que el techo de la cabina se había abollado.

—¡Steve, vámonos de aquí! —suplicó.

Steve puso en marcha el limpiaparabrisas, y una de las varillas arrastro al buitre aplastado, que quedó enganchado en la toma de aire exterior como un extraño tumor con pico. La otra varilla esparció un abanico de sangre y plumas por el cristal. La sangre empezó a adherirse de inmediato al amasijo. Steve pulsó el botón del líquido limpiador.

El limpiaparabrisas quedó ligeramente despejado en la parte superior, pero la parte inferior seguía como antes. El cuerpo del ave muerta no permitía el paso de las varillas.

—Steve —dijo Cynthia. Oyó su propia voz pero no la sintió; tenía los labios adormecidos. Y todo su vientre parecía haber desaparecido. No tenía hígado, ni intestinos, solo un vacío en el que silbaba su propia tormenta interior—. Bajo la caravana. Están saliendo de debajo de la caravana. ¿Los ves?

Señaló hacia allí. Steve los vio. La arena arrastrada por el viento formaba líneas en el asfalto semejantes a dedos en posición de agarrar. Más tarde, si el viento seguía soplando con aquella intensidad, los dedos se convertirían en brazos, pero en ese momento eran todavía dedos. De debajo de la caravana, como la vanguardia de un ejercito, surgía un batallón de escorpiones. Cynthia no sabía cuantos.

¿Cómo iba a saberlo si apenas podía creer aún que los estaba viendo?

Eran menos de cien probablemente, pero si había unas cuantas docenas. Docenas.

Entre los escorpiones reptaban innumerables serpientes, deslizándose sobre los dedos de arena con la velocidad de culebras en un estanque.

Aquí no pueden entrar, se dijo. Tranquila, aquí no pueden entrar.

No, y quizá tampoco querían. Quizá no tenían por qué. Quizá estaban allí solo para…

Se oyó otro golpe sordo como los dos anteriores, esta vez en su lado del camión, y se inclinó hacia Steve, se encogió contra Steve, protegiéndose la cara con un brazo. El buitre se estrello contra la ventanilla como una bomba llena de sangre en lugar de explosivos. El cristal se volvió blanco y se hundió hacia adentro pero resistió. Una de las alas del buitre se agitó débilmente contra el parabrisas. La varilla derecha del limpiaparabrisas se la arrancó.

—¡Tranquila! —gritó Steve, casi riendo y rodeando a Cynthia con un brazo mientras parecía repetir sus anteriores pensamientos—. No hay problema; no pueden entrar.

—¡Si pueden! —replicó ella—. Los buitres sí pueden, si nos quedamos aquí dentro, si les damos tiempo. Y las serpientes… y los escorpiones…

—¿Qué? ¿Qué dices?

—¿Podrían agujerear los neumáticos? —En su mente veía las ruedas pinchadas de la caravana de los Carver… la caravana y el rostro amoratado del hombre que habían encontrado en la casa, tatuado con pares de orificios, orificios tan diminutos que parecían copos de pimienta—. Podrían, ¿verdad? Muchos juntos, todos mordiendo y picando, la vez, podrían.

—No —respondió Steve, dejando escapar una extraña carcajada—. Pequeños escorpiones de desierto, de menos de cinco centímetros de largo, con aguijones no mayores que una espina… ¿bromeas?

Pero entonces el viento cesó momentáneamente, y debajo de ello —ya debajo de ellos— oyeron un peculiar roce, como el ruido de insignificantes pasos, y Cynthia advirtió algo que podría habérsele pasado por alto: Steve no creía lo que estaba diciendo. Lo deseaba, pero no podía.