«Te has convertido», dijo el padre Martin a David en una de sus primeras conversaciones. Fue por entonces cuando David empezó a advertir que los domingos por la tarde, a eso de las cuatro, Gene Martin no estaba ya estrictamente sobrio. Sin embargo, tardaría meses en darse cuenta de lo mucho que su mentor bebía. «De hecho la tuya es la primera conversión auténtica que he visto, y quizá la única que veré en toda mi vida —añadió el padre Martin en aquella ocasión—. No corren buenos tiempos para el Dios de nuestros padres, David. Mucha gente habla y habla, pero pocos recorren el camino».
David tenía sus dudas sobre si la palabra «conversión» era la más adecuada para describir lo que le había ocurrido, pero no dio muchas vueltas a la cuestión. Había ocurrido algo, y de momento con hacer frente a eso le bastaba. Ese algo lo había llevado hasta el padre Martin, y el párroco —ebrio o no— lo había puesto al corriente acerca de todo lo que necesitaba saber y le había encomendado las tareas que debía realizar. Cuando David le preguntó en una de aquellas reuniones dominicales (aquel día retransmitían un partido de baloncesto) que debía hacer, el padre Martin respondió sin vacilar:
—La misión del cristiano nuevo es encontrar a Dios, conocer a Dios, confiar en Dios y amar a Dios. Pero eso no debe entenderse como la lista de la compra que uno lleva al supermercado, donde puedes ir echando cada artículo a la cesta en el orden que quieras. Es una progresión, como los distintos niveles de matemáticas: primero aprendes aritmética y después álgebra. Tú ya has encontrado a Dios, y de una manera bastante espectacular, todo hay que decirlo. Y ahora tienes que conocerlo.
—Bueno, para eso hablo con usted —contestó David.
—Sí, y hablas con Dios. Porque hablas con Él, ¿no? ¿No has dejado de rezar?
—No. Aunque rara vez recibo respuesta.
El padre Martin rió y se llevó la taza de té a los labios.
—Dios es un pésimo conversador —explicó—, de eso no hay duda, pero nos ha dejado un manual de uso. Te aconsejo que lo consultes.
—¿Cómo? —preguntó David.
—La Biblia —aclaró el religioso, mirándolo por encima de la taza con los ojos enrojecidos.
Así pues, David inició la lectura de la Biblia. Empezó en marzo y terminó el Apocalipsis («Que la gracia del Señor Jesús sea con todos. Amén») una semana antes de salir de Ohio. Se lo planteó como sus deberes escolares: veinte páginas cada noche (excluidos los fines de semana), tomando notas, memorizando frases que le parecían importantes, y saltándose solo los fragmentos que el padre Martin le indicaba, en su mayor parte genealogías. Y lo que recordó con especial claridad mientras se mojaba con agua helada en el lavabo de la celda fue la historia de Daniel en la fosa de los leones. El rey Darío no deseaba en realidad arrojar a Daniel a la fosa de los leones, pero sus consejeros no le dejaron alternativa. David había observado con asombro que la política estaba presente en buena parte de la Biblia.
—¡No sigas con eso! —ordenó su padre, arrancando a David de sus reflexiones. El muchacho volvió la cabeza. En la creciente oscuridad vio el miedo reflejado en el largo rostro de su padre, y el dolor en sus ojos inyectados. En su estado de agitación, hablaba como si el mismo fuese un niño de once años con una rabieta—. ¡Déjalo ahora mismo, ¿me oyes?!
David se volvió de nuevo hacia el lavabo sin contestar y empezó a mojarse la cara y el pelo. Recordó el consejo de despedida que el rey Darío dio a Daniel cuando iba a ser arrojado a la fosa: «Tu Dios, a quién sirves con perseverancia, te librará». Y había otra cosa, algo que Daniel dijo al día siguiente al explicar por qué Dios había mantenido cerradas las bocas de los leones…
—¡David! ¡David!
Esta vez no iba a volverse. No podía. No le gustaba ver llorar a su padre, y nunca lo había visto u oído llorar de aquel modo. Era horrible, como si alguien le hubiese seccionado una vena en el corazón.
—¡David, contéstame!
—¡Cállese, amigo! —dijo Marinville.
—Cállese usted —intervino Mary.
—Pero ¿no ve que está excitando al coyote?
Mary no le prestó atención.
—David, ¿qué haces?
David no contestó. Aquello era algo de lo que no podía hablarse racionalmente, ni siquiera si hubiese habido tiempo, porque la fe no era racional. El padre Martin se lo había recalcado una y otra vez como si se tratase de una importante regla ortográfica, delante de b y p siempre m: los hombres cuerdos no creen en Dios. Así de sencillo.
«No puedo decirlo desde el púlpito, porque los feligreses me echarían del pueblo —había declarado el padre Martin—; pero es la pura verdad. Dios escapa a la razón; Dios es solo cuestión de fe. Dios dice: Claro, quita la red de seguridad. Y cuando ya no haya red, quita también la cuerda floja».
Se llenó las manos de agua una vez más y se la echó a la cara. La cabeza, ahí residiría la clave del fracaso o el éxito. Era la parte más grande de su cuerpo, y dudaba que el cráneo de una persona pudiese encogerse demasiado.
David cogió la pastilla de jabón y empezó a frotarse. Se jabono bien de las ingles hacia arriba —excluyó las piernas, pues por ese lado no cabía esperar problemas—, estregándose con fuerza para producir espuma. Su padre seguía gritando, pero el tiempo apremiaba y David no podía permitirse escucharlo. Debía actuar deprisa, y no sólo porque podía llegar a arredrarse si se detenía a pensar en el coyote que lo esperaba fuera. Existía otro peligro: si el jabón se secaba, perdería sus cualidades lubricantes, y el engrudo que le quedaría en la piel provocaría el efecto contrario al deseado.
Se jabonó el cuello y luego se frotó con especial esmero la cara y el pelo. Con los ojos entornados y la pastilla de jabón en la mano, se acercó a la reja de la celda. Un barrote horizontal cruzaba los verticales a algo menos de un metro del suelo. El espacio entre los barrotes verticales era de diez centímetros, quizá doce. Aquellas celdas habían sido construidas para albergar a hombres —fornidos mineros en su mayoría—, y no a espigados niños de once años. David confiaba en poder pasar entre los barrotes sin demasiadas dificultades.
Al menos hasta llegar a la cabeza.
Date prisa, no pienses, ten fe en Dios.
Se arrodilló, temblando y cubierto de espuma verde de la cabeza la cadera, y empezó a jabonar el lado interior de los dos barrotes elegidos.
Fuera, junto al escritorio, el coyote se levantó. Miró fijamente David con sus ojos amarillos y, contrayendo el hocico en una siniestra sonrisa, exhibió los dientes.
—¡David, no! ¡No lo hagas, hijo! ¡Es una locura!
—Tu padre tiene razón, muchacho —dijo Marinville, que se había levantado y estaba agarrado a los barrotes de su celda. También Mary lo observaba desde detrás de la reja. A David le violentaba ser el centro de atención, pero suponía que era inevitable considerando el comportamiento de su padre. Y en cualquier caso no le quedaba elección. Tenía que salir, y salir cuanto antes. No había conseguido sacar agua caliente del grifo, y pensaba que con el frío el jabón se secaría antes en su piel.
Volvió a recordar la historia de Daniel y los leones mientras, de rodillas, hacía acopio de valor. No era extraño dadas las circunstancias, Cuando el rey Darío llegó a la fosa al día siguiente, encontró a Daniel indemne. «Mi Dios ha enviado a su ángel —dijo Daniel, que ha cerrado la boca de los leones, porque he sido hallado inocente ante él». La cita no era exactamente así, pero a David le constaba que incluía la palabra «inocente». Aquel relato le había fascinado, había tocado alguna fibra sensible en el fondo de su alma. Entonces habló al ser cuya voz oía a veces, el ser que había identificado como la voz de otro: Encuéntrame inocente, Dios. Encuéntrame inocente y cierra la boca de ese saco de pulgas. En el nombre de Jesús, amén.
Se volvió de medio lado y apoyó todo el peso del cuerpo en un brazo, como Jack Palance cuando se disponía a hacer flexiones de brazos en la ceremonia de entrega de los Oscar. En esta posición, pasó los dos pies entre los barrotes simultáneamente. Se arrastró hacia fuera y sacó los tobillos, las rodillas y los muslos. En ese punto comenzó a notar la presión de los barrotes en su piel fría y resbaladiza.
Oyó un tintineo, seguido de una tenue fricción semejante al sonido de una canica al rodar por el suelo. Volvió la cabeza y vio que Mary asomaba las manos entre los barrotes. En el hueco de la mano izquierda tenía varias monedas. Cogió otra con la mano derecha y se la lanzó al coyote. Aunque le golpeó en el flanco, el animal apenas prestó atención. Mantenía la vista fija en los pies de David y gruñía.
Dios santo, pensó Johnny. Este condenado crío debe de haberse dejado el cerebro en la entrada.
De inmediato se sacó el cinturón que ceñía la cazadora por la parte inferior, estiró el brazo tanto como pudo a través de los brotes y azotó al coyote con la hebilla en su descarnado flanco cuando se disponía a morder el pie derecho del chico.
El coyote dejó escapar un aullido de dolor y sorpresa. Se giró lanzó una dentellada al cinturón. Johnny lo apartó: era demasiado delgado, y no habría resistido los afilados dientes del animal el tiempo suficiente para permitir salir al chico. En caso de que llegase a salir, cosa que Johnny dudaba. Dejó el cinturón y se sacó la gruesa cazadora de cuero, intentando atraer la atención del coyote, deseando que no desviase la vista. Los ojos del animal le recordaban a los del policía.
El chico, jadeando, empujó las nalgas a través de los barrotes, y Johnny se preguntó qué tal le habría sentado eso a las joyas de la familia. Al oír los jadeos del chico, el coyote empezó a volverse, y Johnny sacó la cazadora entre los barrotes, sosteniéndola por el cuello. Si un momento antes el animal no hubiese dado un par de pasos para intentar atrapar el cinturón, Johnny no habría llegado hasta él con la cazadora. Pero el coyote estaba a su alcance, y cuando el cuero le rozó la paletilla, se giró rápidamente y mordió la cazadora con tal fiereza que a Johnny casi se le escapó de las manos. Sin embargo resistió el tirón y se vio arrastrado de cabeza contra los barrotes. Sintió un intenso dolor en la frente y tras sus ojos se produjo un estallido de vivo color rojo; así y todo pensó, había sido una suerte que la nariz acabase entre los barrotes y no aplastada contra uno de ellos.
—No, ni hablar —gimió, enrollándose el cuello de la cazadora alrededor de las manos y tirando con fuerza—. Vamos, monada… vamos, carroñero asqueroso… ven a saludar.
El coyote gruñía furioso, pero el sonido quedaba ahogado por cazadora, mil doscientos dólares en Barney’s de Nueva York. Al probársela Johnny no habría imaginado que le serviría para eso.
Tensó los músculos de los brazos, que si bien no poseían ya la fuerza de treinta años atrás, no eran precisamente débiles, y arrastró al coyote hacia sí. Las garras del animal rechinaron en el suelo de madera. Consiguió afianzar una pata delantera contra la base del escritorio sacudió la cazadora de un lado a otro, tratando de arrancársela a Johnny de las manos. De los bolsillos cayeron los caramelos energéticos, los mapas, un juego de llaves, su farmacia de bolsillo (aspirinas, cápsulas de codeína, azúcar concentrado, un complejo vitamínico), las gafas de sol y el maldito teléfono móvil. Dejó retroceder un par de pasos al coyote para mantener vivo su interés, como un pescador daría sedal a un pez, y tiró de nuevo. El coyote se golpeó la cabeza con el borde del escritorio, y el sonido produjo un gran placer a Johnny.
—¡Bravo! —gruñó—. ¿Qué tal ha estado eso, monada?
—¡Date prisa! —apremió la mujer—. ¡Date prisa, David!
Johnny echó un vistazo a la celda del chico. Al ver lo que ocurría relajó los músculos, y el coyote aprovechó la ocasión para redoblar su esfuerzo, consiguiendo casi arrebatarle la cazadora.
—¡Date prisa! —repitió la mujer, pero Johnny vio que el chico no podía hacer nada para acelerar su huida.
Desnudo como una gamba pelada y enjabonado, había logrado llegar hasta la barbilla, y allí se había quedado atascado, con todo el cuerpo en la sala y la cabeza dentro de la celda. Johnny tuvo una acongojante impresión, provocada principalmente por la torsión del cuello y la tensa mandíbula.
El chico se había estrangulado.
Todo fue bien hasta que llegó a la cabeza, y allí se quedó atascado cor la mejilla en el suelo, un jabonoso barrote bajo la barbilla y otro en la nuca. Una sensación de pánico inducida por la claustrofobia —el olor del suelo de madera, el duro contacto de los barrotes, el opresivo recuerdo de una película en la que aparecía un puritano condenado al cepo— nubló su visión como una opaca cortina. Oía los gritos de su padre y la mujer y los gruñidos del coyote, pero eran sonidos muy lejanos. Tenía atrapada la cabeza, se vería obligado a entrar de nuevo, solo que no sabía si sería capaz con los dos brazos fuera de la celda y uno inmovilizado bajo el cuerpo.
Dios, ayúdame, pensó pero no en actitud de oración; en semejante aprieto y asustado como estaba no podía rezar. Por favor, ayúdame; no me dejes aquí atrapado, por favor.
Gira la cabeza, dijo la voz que oía a veces. Como siempre, habló de una manera casi indiferente, dando al parecer por sobreentendido todo lo que decía, y como siempre, David la reconoció por el modo en que pasaba a través de él en lugar de surgir de él.
Una imagen acudió entonces a su mente: unas manos apretaban un libro por ambos lados, comprimiendo las hojas pese a las tapas y el lomo. ¿Podía hacerse eso mismo con una cabeza? David pensó —o quizá simplemente deseó— que sí. Pero debería adoptar la posición correcta.
Gira la cabeza, había dicho la voz.
Detrás de él oyó un sonoro desgarrón, y a continuación Marinville dijo con un tono a la vez divertido, asustado y molesto:
—¿Sabes cuánto cuesta esta cazadora?
David giró el cuerpo hasta quedar tendido sobre la espalda. Sólo librarse de la presión que ejercía el barrote en su mandíbula represento ya un increíble alivio. Levantó los brazos y apoyó las palmas de las manos en los barrotes.
¿Así?, preguntó.
La voz no respondió. Rara vez respondía, ¿por qué?
«Porque Dios es cruel —dijo el padre Martin, que permanecía alerta en su mente—. Dios es cruel. Tengo maíz, David. ¿Quieres que prepare unas palomitas? Quizá estén emitiendo una vieja película de terror en algún canal de televisión, algo de la Universal, quizá incluso La momia».
Empujó con las manos. Al principio no se movió, pero al cabo de unos segundos su cabeza enjabonada empezó a deslizarse lentamente entre los barrotes. La angustia lo invadió por un momento cuando quedó trabado de nuevo a la altura de las orejas y las sienes. Sintió una punzante palpitación que fue tal vez el peor padecimiento físico que había experimentado en su vida. Por un instante tuvo la convicción que quedaría atascado en ese punto y moriría en medio de horribles dolores, como un hereje en un instrumento de tortura de la Inquisición. Empujó con más fuerza, fijando la vista en el techo polvoriento con agónica concentración, y exhaló un ligero gemido de alivio al notar que avanzaba de nuevo. Quedándole ya solo la parte más estrecha del cráneo atrapada entre los barrotes, consiguió liberarse sin grandes dificultades. Le sangraba una oreja, pero estaba fuera. Lo había conseguido. Desnudo y cubierto de espuma verdosa, se incorporó. Un penetrante dolor le traspasó la cabeza de atrás hacia delante, y por un momento tuvo la sensación de que los ojos se le salían de las orbitas como los de un donjuán al ver a una rubia monumental en una película de dibujos animados.
El coyote era de momento el menor de sus problemas. Dios le había cerrado la boca con una cazadora de motorista. El contenido de los bolsillos se hallaba esparcido por la sala, y la cazadora estaba rasgada por la mitad. Un jirón de cuero húmedo colgaba a un lado de boca del animal como la colilla de un puro muy chupado.
—¡Márchate, David! —gritó su padre. Tenía la voz empañada a causa del llanto y la ansiedad—. ¡Márchate ahora que aún estás a tiempo!
El hombre de la melena gris, Marinville, dirigió una breve mirada David y dijo:
—Tu padre tiene razón, chico. Lárgate. —De inmediato concentró de nuevo la atención en el coyote—. Vamos, chucho, esmérate un poco más. Dios, me encantaría verte cuando empieces a cagar cremalleras a la luz de la luna. —Tiró con todas sus fuerzas de la cazadora.
El coyote resbaló por el suelo con la cabeza gacha, el cuello estirado, las patas delanteras rígidas, el estrecho hocico girando a derecha izquierda.
David se volvió y cogió su ropa a través de los barrotes. Apretó el pantalón para comprobar si el cartucho estaba aún en el bolsillo. Allí seguía. Se puso en pie y por unos segundos el mundo se convirtió en un tiovivo. Tuvo que agarrarse a la reja de la celda donde había estado encerrado para no caerse. Billingsley apoyó una mano sobre la suya; A David le sorprendió el calor que emanaba de su piel.
—Vete, hijo —lo instó el anciano—. Te queda poco tiempo.
David se volvió y corrió hacia la puerta. Todavía le palpitaba la cabeza y le costaba conservar el equilibrio. La puerta parecía girar sobre un eje. Se tambaleó, consiguió mantenerse en pie y abrió la puerta.
Antes de salir miró a su padre y anunció:
—Volveré.
—Ni se te ocurra —repuso Ralph Carver—. Busca un teléfono y avisa a la policía, David. La policía estatal. Y ten cuidado. No…
Se oyó un áspero desgarrón cuando la cara cazadora de cuero se rompió en dos. El coyote, sorprendido por tan repentina victoria, salió despedido hacia atrás, resbaló por el suelo y vio al chico desnudo en el umbral de la puerta. Se levantó en el acto y se abalanzó hacia él con un gruñido. Mary chilló.
—¡Vete, chico! ¡Sal ahora mismo! —gritó Johnny.
David saltó a la escalera y cerró la puerta de un tirón. Una décima de segundo después el coyote chocó contra ella con un ruido sordo. Un aullido, espantoso por la proximidad, surgió de la sala. Era como si el animal, pensó David, fuese consciente de que había sido engañado, y de que el hombre que le había encomendado aquella misión, al regresar, no vería con buenos ojos su fracaso.
Se oyó otro golpe cuando el coyote se lanzó nuevamente contra la puerta y después un tercero. Volvió a aullar. A David se le puso carne de gallina en los brazos y el pecho enjabonados. Frente a él descendía la escalera donde su hermana había encontrado la muerte. Si el policía no había retirado su cuerpo, Kirstie seguiría allí, aguardándolo en la penumbra con los ojos abiertos y mirada acusadora, preguntándole por qué no la había defendido del hombre del saco. ¿Para qué servía un hermano mayor si no podía defenderla del hombre del saco?
No puedo bajar, pensó. No puedo.
No… pero tenía que hacerlo.
Fuera el viento soplaba con tal intensidad que hacía crujir el edificio de ladrillo como si fuese un barco en un mar embravecido. David oía también el golpeteo de la arena contra la pared del edificio y las puertas de la calle. El coyote aulló otra vez, separado de él por sólo dos o tres centímetros de madera… y consciente de su proximidad.
David cerró los ojos y se apretó la boca y la barbilla con los dedos.
—Dios, vuelvo a ser yo, David Carver. Estoy hecho un lío, un lío espantoso. Por favor, Dios, protégeme y ayúdame a hacer lo que debo hacer. En nombre de Jesús, amén.
Abrió los ojos, tomó aire y tendió la mano hacia la barandilla de la escalera. A continuación, desnudo, sosteniendo su ropa contra el pecho con la mano libre, David Carver empezó a descender hacia la sombras.
Steve intentó hablar y no pudo. Probó de nuevo y tampoco pudo aunque esta vez consiguió emitir una especie de ronco chirrido. Pareces un ratón echándose un pedo detrás de un rodapié, pensó.
Cynthia aferrada a su mano, le comprimía los dedos dolorosamente, pero el dolor carecía de importancia en aquellos momentos. Steve ignoraba cuanto tiempo habrían permanecido inmóviles en la puerta de la amplia sala situada al fondo del barracón si el viento no hubiese hecho rodar estrepitosamente un objeto en las inmediaciones del edificio. Cynthia, tapándose media cara con la mano libre, jadeaba como si le hubiesen asestado un puñetazo en el estómago. En esa posición se volvió hacia Steve, mirándolo con un solo ojo muy abierto y aterrorizado. De él caía una lágrima.
—¿Por qué? —susurró—. ¿Por qué?
Steve movió la cabeza en un gesto de incomprensión. Ignoraba la razón; no tenía la menor idea. Sólo estaba seguro de dos cosas: por un lado, quienes habían hecho aquello se habían marchado, o de lo contrario Cynthia y él estarían ya muertos; por otro, él, Steve Ames de Lubbock, Texas, no pensaba quedarse allí para comprobar si decidían regresar.
Por lo visto, la amplia sala era una combinación de taller, laboratorio y almacén. Estaba iluminada por lámparas colgantes de alta intensidad con alargadas pantallas metálicas semejantes a las de los salones de billar. Producían un vivo resplandor limonado. Al parecer, pensó Steve, dos equipos trabajaban allí simultáneamente: uno analizando los minerales en la sección izquierda de la sala; otro seleccionando y clasificando a la derecha. En la zona de clasificación había grandes cestas alineadas contra la pared, y todas ellas contenían fragmentos de roca. Resultaba obvio que se hallaban clasificados: una de las cestas, por ejemplo, estaba llena de rocas casi totalmente negras; en otra había piedras de menor tamaño, casi guijarros, moteadas de resplandeciente cuarzo.
Una larga mesa atravesaba la sección de análisis de parte a parte, y sobre ella había una hilera de ordenadores Macintosh, instrumentos y manuales. Los Macs tenían activados los protectores de pantalla.
En uno de los monitores se desplegaban sin cesar bellas formas helicoidales de distintos colores sobre las palabras GAS / CROMATÓGRAFO / LISTO. En otro aparecía una imagen de Goofy (difundida seguramente sin autorización de Disney) bajándose el pantalón cada siete segundos y mostrando un enorme trasero en el que se leía JIU JIU JIU.
Al fondo de la sala, frente a una puerta de garaje cerrada con un rótulo en letras azules donde se leía BIENVENIDOS A LA GUARIDA DE HERNANDO, había aparcado un todoterreno con un remolque descubierto enganchado a la parte trasera. El remolque contenía también muestras de minerales. En la pared de la izquierda otro letrero rezaba: ES OBLIGATORIO EL USO DE CASCO. NO SE ADMITEN EXCUSAS. Bajo el letrero una fila de ganchos sobresalía de la pared, pero de ellos no colgaban cascos. Los cascos se hallaban dispersos por el suelo, bajo los pies de las personas que habían sido colgadas de los ganchos, colgadas como reses muertas en la cámara frigorífica de una carnicería.
—Steve… Steve… parecen muñecos. Maniquíes de una tienda de ropa. ¿Es… es una broma?
—No. —Era una palabra corta y la voz había salido de su garganta tan ronca como el viento que soplaba fuera, pero no estaba mal para empezar—. De sobra sabes que no lo son. No me aprietes tanto, Cynthia; vas a romperme la mano.
—No me pidas que te suelte —rogó ella con voz temblorosa. Seguía con la mano en la cara y contemplaba los cadáveres colgados al otro lado de la sala.
En la radio los Tractors habían dado paso a David Lee Murphy, y David Lee Murphy al anuncio de un establecimiento llamado Whalen’s, que el locutor describió como «¡La tienda mejor surtida de Austin!».
—No es necesario que me sueltes, pero no aprietes tanto —repitió Steve. Alzó un dedo vacilante y empezó a contar—. Uno… dos… tres…
—Creo que me he mojado un poco las bragas —dijo Cynthia.
—No me extraña. Cuatro… cinco… seis…
—Tenemos que salir de aquí, Steve. Al lado de los que han hecho esto el tipo que me rompió la nariz es Papá No…
—¡Calla y déjame contar!
Cynthia guardó silencio. Le temblaban los labios y se le sacudía el pecho en el esfuerzo de contener el llanto. Steve lamentó haberle levantado la voz —la muchacha había pasado por experiencias terribles incluso antes de aquel día—, pero era incapaz de razonar correctamente. Ni siquiera sabía ya si era capaz de razonar a secas.
—Trece —concluyó.
—Catorce —rectificó Cynthia con voz dócil y convulsa—. Mira allí en el rincón. Ha caído uno. Se ha descolgado del g-g-g…
«Gancho» intentaba decir, pero el tartamudeo degeneró en entrecortados sollozos, y se echó a llorar. Steve la abrazó. Notó palpitar contra su pecho la cara húmeda y caliente de la muchacha. Casi bajo su pecho. Era realmente menuda.
Por encima de su pelo de extravagante colorido Steve observó el otro extremo de la sala. Cynthia tenía razón: un decimocuarto cadáver se había descolgado de su gancho y yacía desmadejado en el suelo.
Catorce muertos en total, y al menos tres de ellos mujeres. Con las cabezas inclinadas y los mentones pegados al pecho, era difícil distinguir el sexo de algunos de los otros once. Nueve vestían batas de laboratorio —no, diez contando el que había caído en el rincón— y dos llevaban vaqueros y camisas con el cuello desabrochado. Otros dos iban ataviados con trajes, lazos y elegantes botas. A uno de estos le faltaba la mano izquierda, y Steve creía saber dónde se hallaba aquella mano, sí, estaba casi seguro. Casi todos presentaban heridas de bala, y al morir debían de encontrarse de cara a sus asesinos, porque Steve veía anchos orificios de salida en la parte trasera de la mayoría de los cráneos. Sin embargo, al menos tres habían sido abiertos en canal como pescados. Pendían sobre charcos de sangre con las batas teñidas; de un color pardusco y las tripas colgando.
«Y ahora —anunció el locutor por la radio— Mary Chapin Carpenter nos contará por qué cree que hoy es su día de suerte. Quizá ha estado comprando en Whalen’s de Austin. Escuchémoslo».
Mary Chapin Carpenter empezó a contar a los cadáveres colgados en el laboratorio de la Compañía Minera de Desesperación que aquel era su día de suerte, que había ganado en la lotería y todo eso, y Steve se desprendió de Cynthia. Entró en el laboratorio y olfateó el ambiente. No olía a pólvora, pero quizá eso no fuese muy significativo, ya que probablemente el sistema de refrigeración renovaba el aire muy deprisa. Sin embargo en los cadáveres destripados la sangre estaba seca, y eso si indicaba casi con toda seguridad que los autores de la matanza se habían marchado de allí hacia bastante tiempo.
—¡Vámonos! —susurró Cynthia, tirándole de la manga.
—Enseguida —contestó Steve—. Sólo…
Algo captó su atención y se interrumpió. Estaba en el extremo de la mesa alargada, a la derecha del monitor con la imagen de Goofy como protector de pantalla. No era una roca, o al menos no una simple roca, sino un artefacto de piedra. Se acercó y lo observó detenidamente.
Cynthia corrió tras él y volvió a tirarle de la manga.
—¿Qué te pasa? —preguntó—. Esto no es una visita turística. ¿Y si…? —Entonces también ella vio lo que Steve miraba, lo vio realmente, y enmudeció. Vacilante, tendió un dedo y lo tocó. Ahogó un grito y retiró el dedo. A la vez adelantó la cadera en un gesto brusco, como si le hubiese pasado la corriente, y se golpeó la pelvis en el borde de la mesa.
—¡Mierda! Por un momento… —se interrumpió.
—Por un momento ¿qué?
—No, nada —dijo. Sin embargo pareció ruborizarse, así que Steve supuso que algo le había pasado por la cabeza—. En los diccionarios tendrían que poner una foto de eso al lado de la palabra «repugnante».
Era una estatuilla de un lobo o un coyote, y pese a su tosquedad poseía fuerza suficiente para hacerles olvidar, al menos por unos segundos, que se encontraban a veinte metros de los restos de un asesinato múltiple. El animal tenía la cabeza torcida en un ángulo anómalo (un ángulo en cierto modo voraz), y los ojos parecían salírsele de las órbitas en una expresión de furia. El hocico era de un tamaño desproporcionado en relación con el cuerpo —era casi el hocico de un caimán—, y la boca abierta exhibía una irregular dentadura. La estatuilla, si realmente lo era, estaba rota por debajo del pecho, y las patas delanteras se reducían a dos muñones. La piedra estaba picada y erosionada por el tiempo. Despedía destellos en algunos puntos, como parte de las rocas de una de las cestas. Al lado, bajo una caja de tachuelas, había una nota: «Jim, ¿qué demonios es esto? ¿Tienes idea? Barbie».
—Fíjate en la lengua —dijo Cynthia con una extraña voz, como sueños.
—¿Qué tiene de especial?
—Es una serpiente.
Sí, lo era, comprobó Steve. Una serpiente de cascabel, quizá. En todo caso, algo con colmillos.
Cynthia sacudió la cabeza. Miró a Steve con los ojos muy abiertos y expresión alarmada. De pronto lo agarró por la camisa y tiró.
—Pero ¿qué hacemos? —preguntó—. Esto no es la clase de contemplación artística, por Dios. ¡Tenemos que salir de aquí!
Sí, tenemos que salir de aquí, se dijo Steve. La cuestión es: ¿adónde vamos? Ya pensarían en eso cuando volviesen al camión. No allí dentro. Steve tenía la impresión de que allí era imposible pensar de manera productiva.
—Eh, ¿qué ha pasado con la radio? —preguntó Cynthia.
—¿Cómo? —Steve escuchó, pero la música ya no sonaba—. No lo sé.
Con una expresión extraña y resuelta, Cynthia alargó otra vez brazo hacia la estatuilla rota. En esta ocasión la tocó entre las orejas. Sofocó un grito. Las lámparas parpadearon —Steve las vio parpadear— y la radio volvió a sonar. «Eh, Dwight, eh, Lyle; chicos, no tenéis que pelear —cantaba Mary Chapin Carpenter sobre un fondo de interferencia estática—. Perrito caliente, esta es mi noche de suerte».
—¿Por qué tenías que hacer eso? —reprochó Steve.
Cynthia le dirigió una mirada anormalmente turbia. Se encogió de hombros y se tocó el labio superior con la punta de la lengua.
—No lo sé. —Se llevó una mano a la frente y se apretó las sienes los dedos. Cuando apartó la mano, volvía a tener clara la mirada pero un intenso miedo se reflejaba en sus ojos—. ¿Qué pasa aquí? —dijo más para sí que para él.
Steve se dispuso a tocar también la estatuilla, pero ella le agarró la muñeca.
—No la toques. Tiene un tacto desagradable.
Steve se soltó y apoyó un dedo en la espalda del lobo (de pronto estaba convencido de que solo podía ser un lobo, no un coyote sino lobo). La radio volvió a apagarse. Simultáneamente se produjo un estallido de cristales rotos detrás de ellos. Cynthia chilló.
Steve apartó el dedo de la estatuilla. Lo habría hecho aunque no hubiese ocurrido nada, porque en efecto tenía un tacto desagradable.
Pero por un momento algo sucedió. Fue como si se hubiese cortado alguno de los circuitos vitales de su cerebro. Salvo que… ¿no había pensado en la chica? ¿En hacer algo a la chica, con la chica? ¿Esa clase de cosas que a los dos os gustaría probar pero de la que nunca hablaríais con los amigos? ¿Una especie de experimento?
Incluso mientras pensaba en ello, intentando recordar la naturaleza del experimento, tendió de nuevo el dedo hacia la piedra labrada. Esta acción no obedeció a una decisión consciente, pero una vez iniciada le pareció buena idea. Deja que el dedo vaya a donde quiera, pensó, aturdido. Deja que toque…
Cynthia le agarró la mano y se la apartó del fragmento de roca justo cuando se disponía a apoyar el dedo otra vez en la espalda del lobo.
—Eh, colega, atiende: ¡Quiero salir de aquí! ¡Ahora mismo!
Steve tomó aire y lo expulsó. Repitió el proceso. Su cabeza empezó a resultarle de nuevo un terreno familiar, pero de pronto se adueño de el una sensación de pánico aún más intensa que antes. Ignoraba cual era la verdadera causa de ese miedo, y no estaba seguro de querer saberlo.
—De acuerdo. Vámonos.
Cogió a Cynthia de la mano y la guió hacia el pasillo. Antes de salir de la sala, echó un último vistazo a la estatuilla gris, rota y erosionada: cabeza torcida y voraz, ojos saltones, hocico demasiado largo, lengua en forma de serpiente. Advirtió otra cosa. Las formas helicoidales y el Goofy exhibicionista habían desaparecido. Esos dos monitores se habían apagado, como si una brusca subida de tensión en la línea eléctrica hubiese provocado cortocircuitos en sus respectivos ordenadores.
Salía agua por la puerta abierta del despacho donde se hallaba el acuario. Un pez tropical daba sus últimos coletazos en el borde de la moqueta del pasillo. Bueno, pensó Steve, por lo menos ahora sabemos qué se ha roto; una duda menos.
—No mires hacia dentro al pasar —dijo.
—¿Has oído algo hace un momento? —preguntó Cynthia—. ¿Golpes, estallidos o algo así?
Steve escuchó con atención. Sólo oyó el sonido del viento. Pero de pronto creyó oír unos pasos sigilosos a su espalda.
Se volvió al instante. No había nadie. Claro que no había nadie.
¿Qué pensaba? ¿Que uno de los cadáveres se había descolgado de gancho y los seguía? Ridículo. Incluso en aquellas tensas circunstancias eso era una estupidez. Pero había algo más, algo que, estúpido no, no podía pasar por alto: la estatuilla. Era como una presencia física en su mente, un pulgar que le hurgaba con saña la corteza cerebral Lamentaba haberla visto, y lamentaba más aún haberla tocado.
—¿Steve? ¿Has oído algo? —insistió Cynthia—. Podrían ser disparos ¡Escucha! ¡Acaba de oírse otra vez!
El viento azotaba el flanco del barracón con un penetrante aullido. Derribó algo no lejos de allí y lo arrastró por el suelo con un desapacible chirrido. Steve y Cynthia se abrazaron como dos niños en la oscuridad.
—Yo solo oigo el viento —afirmó él—. Probablemente has oído un portazo. Si es que realmente has oído algo.
—Lo he oído al menos tres veces —aseguró ella—. Quizá no fueran disparos; sonaban más bien como golpes, pero…
—Algún objeto arrastrado por el viento habrá golpeado la pared del barracón. Vamos, nena, mueve el culo.
—No me llames «nena», y yo no te llamare «macho» —protestó Cynthia débilmente.
Al pasar ante el despacho de donde salía el agua, ella no miró hacia el interior, pero Steve si. Ahora el acuario no era más que un rectángulo de arena rodeado de afiladas y desiguales puntas de cristal. La mano descansaba sobre el dorso en la alfombra empapada junto al escritorio. Tenía un guppy muerto en la palma. Los dedos parecían invitarlo a entrar: pase, desconocido, acerque una silla, póngase cómodo, mi casa es su casa.
No gracias, pensó Steve.
Atravesaron la desordenada sala de recepción, y Steve abrió la puerta que daba al exterior. El polvo formaba espirales en el aire. Al oeste las montañas quedaban ocultas por completo tras las movedizas membranas de oro mate —nubes de arena y polvo alcalino que flotaban en los últimos diez minutos de luz de aquel extraño atardecer—, pero Steve vio claramente el resplandor de las primeras estrellas en el cielo. Soplaba un viento continuo casi huracanado. Un oxidado tonel que llevaba estampado el rótulo DESHÁGASE DE LOS RESIDUOS QUÍMICOS CON LAS DEBIDAS PRECAUCIONES rodó por el aparcamiento, cruzó la carretera y desapareció en el desierto. El golpeteo del acollador contra el asta de la bandera había alcanzado un ritmo febril. De pronto a su izquierda se oyó por dos veces un ruido sordo, semejante al disparo de una pistola con silenciador. Steve se volvió hacia ese sonido y vio un gran contenedor azul. Mientras lo miraba, el viento levantó parcialmente la tapa, que al caer produjo de nuevo aquel mismo ruido ahogado.
—Ahí tienes tus disparos —dijo, levantando la voz para hacerse oír por encima del silbido del viento.
—Bueno… a mí no me sonaba a eso.
Sucesivos aullidos de coyote resonaron en la noche. Algunos procedían del oeste y flotaban en el viento junto con la arena, otros del norte. Por alguna razón aquel sonido recordó a Steve un documental sobre la beatlemanía que había visto recientemente, donde las admiradoras gritaban como posesas al ver aparecer a los melenudos de Liverpool. Cynthia y él cruzaron una mirada.
—Vamos —dijo Steve—. Al camión.
Con el viento soplando a sus espaldas, corrieron abrazados hacia el Ryder. Cuando se hallaron de nuevo en la cabina, Cynthia bajó el seguro de la puerta con gesto resuelto. Steve hizo lo mismo y puso el motor en marcha. Su ruido uniforme y el resplandor que apareció en el salpicadero cuando encendió los faros lo reconfortaron. Se volvió hacia Cynthia.
—Muy bien. ¿Adónde vamos a informar de esto? Austin queda descartado. Está demasiado lejos, y la jodida tormenta viene de esa dirección. Tarde o temprano tendríamos, que parar en el arcén y sabe Dios si podríamos volver a arrancar el motor cuando amainase el viento. Eso nos deja dos opciones: Ely, que está a dos horas de aquí, o más si nos atrapa la tormenta, y Desesperación que está a menos de un kilómetro.
—Ely —contestó Cynthia—. La gente que ha hecho esto podría estar en Desesperación, y dudo que un par de policías de pueblo o incluso la policía montada del condado estuviesen en condiciones de enfrentarse con unos individuos capaces de lo que acabamos de ver.
—También cabe la posibilidad de que los asesinos hayan vuelto la interestatal 50 —adujo Steve—. No te olvides de la caravana y la moto del jefe.
—Pero hemos visto tráfico —repuso Cynthia, y se sobresaltó cuando el viento derribó algún otro objeto a corta distancia. A juzgar por el ruido, debía de ser algo grande y metálico—. ¡Por Dios, Steve! ¿No podemos largarnos ya de una puta vez?
Steve lo deseaba tanto como ella, pero movió la cabeza en un gesto de negación.
—No hasta que tengamos claro adónde ir. El asunto es serio. Hay catorce muertos, y eso sin contar lo que pueda haberles pasado al jefe y la gente de la caravana.
—La familia Carver —apuntó Cynthia.
—Esto va a ser sonado en cuanto corra la noticia. Si volvemos a Ely y resulta que había dos policías con teléfono y radio a menos de un kilómetro carretera adelante, y si los asesinos escapan porque nosotros tardamos demasiado en dar la voz de alarma… en fin, te aseguro que cuestionarán nuestra decisión. La cuestionarán sin contemplaciones.
A la tenue luz del salpicadero la cara de la chica se veía verde y enfermiza.
—¿Tú crees que pensaran que estamos implicados?
—No lo sé, pero te diré una cosa: tú no eres la duquesa de Windsor yo no soy el duque de Earl. Somos un par de vagabundos, ni más menos. ¿Tienes algún documento con que identificarte? ¿El carnet de conducir, quizá?
—Nunca me he presentado al examen —respondió Cynthia—. He andado siempre de un lado a otro.
—¿Y el de la Seguridad Social?
—Lo he perdido en algún sitio. Creo que me lo deje al separarme del fulano que quería mi oreja, pero recuerdo el número.
—¿Y que papeles reales llevas? —preguntó Steve.
—El carnet de descuento de Tower Records —replicó Cynthia—. Con dos compras más me darán un compact gratis. Ya le he echado el ojo la banda sonora de Bailando con lobos, que además resulta muy indicado en esta situación. ¿Satisfecho?
—Sí —respondió Steve, y se echó a reír. Ella lo miró por un momento, con las mejillas verdes, las sombras ondeando en su frente, los ojos oscuros, y Steve creyó que iba a abalanzarse sobre él y ver cuanta piel podía arrancarle. Pero de pronto rió también; era un chirriante sonido de impotencia que a Steve no le gustó demasiado. Tendiendo un brazo, añadió—: Ven aquí un segundo.
—No te hagas ilusiones conmigo, te lo advierto —dijo Cynthia, pero al instante se deslizó sobre el asiento hacia Steve y aceptó su abrazo. El notó contra el cuerpo el temblor de su hombro. Si salían del camión, iba a pasar frío con aquella camiseta sin mangas. En aquella parte del mundo los termómetros caían en picado en cuanto se ponía el sol—. ¿De verdad quieres ir al pueblo, Lubbock?
—Lo que querría es estar en Disneylandia lameteando un helado, pero creo que debemos acercarnos hasta allí y echar un vistazo. Si todo está en orden… si todo parece en orden… informamos allí. Pero a la menor sospecha, salimos volando rumbo a Ely.
Cynthia lo miró con expresión solemne y advirtió:
—Te tomo la palabra.
—La cumpliré.
Steve arrancó, y avanzaron lentamente hacia la carretera. Al oeste el resplandor dorado que un rato antes se filtraba a través de la arena se había reducido a un tenue rescoldo. En el cielo aparecían más estrellas, pero empezaban a rielar a medida que se condensaba la nube de arena.
—Steve, ¿no tendrás una pistola?
Negó con la cabeza. Pensó en entrar de nuevo en el barracón en busca de algún arma, pero descartó la idea. No volvería a poner allí los pies por nada del mundo.
—Pistola no —contestó— pero tengo una navaja suiza provista de todos los artilugios imaginables. Hasta lleva lupa.
—Eso me tranquiliza —bromeó Cynthia.
Steve pensó en preguntarle por sus sensaciones al tocar la estatuilla, o si alguna idea extraña —alguna idea experimental— había pasado por su cabeza, pero también lo desechó. Eso, al igual que la perspectiva de regresar al barracón, resultaba demasiado escalofriante. Al llegar a la carretera giró y, con el brazo sobre los hombros de Cynthia, se encaminó hacia el pueblo. La arena se arremolinaba en el cono de luz proyectado por los altos faros del Ryder, formando alargadas sombras que le recordaban hombres colgados de ganchos.
Para alivio de David, el cuerpo de su hermana no estaba al pie de la escalera. En el vestíbulo, miró por un momento a través de la puerta de cristal. Ya oscurecía, y si bien el cielo estaba despejado —teñido de un color añil claro—, al nivel del suelo una nube de polvo restaba luminosidad al crepúsculo. En la acera de enfrente el viento mecía un cartel que rezaba: CAFETERÍA Y VIDEOCLUB DE DESESPERACIÓN.
Bajo el cartel montaban guardia otros dos coyotes, observándolo atentamente. Entre ellos había un ave grande y calva cuyas raídas plumas se agitaban al viento como las del sombrero de una vieja loca.
David supo que era un buitre. Permanecía inmóvil justo entre los dos coyotes.
—Eso es imposible —susurró, y quizá lo fuese, pero en todo caso estaba viéndolo con sus propios ojos.
Mientras se vestía, echó un vistazo a la puerta situada a su izquierda.
Estampado en el panel de cristal opaco se leía el rótulo OFICINAS MUNICIPALES DE DESESPERACIÓN, junto con el horario de atención al público, de nueve a cuatro. Se ató los cordones de las zapatillas y abrió esa puerta, dispuesto a darse media vuelta y huir por piernas a la menor señal de peligro… o al menor movimiento, en realidad.
Pero ¿adónde huiría?, se preguntó. ¿Adónde podría dirigirme?
La sala a la que daba la puerta estaba a oscuras y en silencio. Buscó a tientas a su izquierda, esperando que algo o alguien surgiese de las sombras y le agarrase la mano. Nadie apareció. Encontró un interruptor y lo accionó. Parpadeó mientras sus ojos se adaptaban a la luz procedente de unos anticuados globos colgantes, y luego siguió adelante.
Justo enfrente de la puerta se extendía un largo mostrador con varias ventanillas protegidas mediante rejas, como las ventanillas de caja en los bancos antiguos. En una se leía RECAUDACIÓN DE IMPUESTOS, en otra PERMISOS DE CAZA, en otra MINAS Y MINERALOGÍA, El letrero de la última ventanilla, más pequeña que las anteriores, rezaba: INSPECCIÓN DE SEGURIDAD EN LAS MINAS y NORMATIVA FEDERAL PARA LA EXPLOTACIÓN DE LA TIERRA. En la pared situada al fondo, más allá del mostrador, una pintada anunciaba: ALGO PODRÍA SURGIR DE ESTOS SILENCIOS.
Me temo que ya ha surgido, pensó David mientras volvía la cabeza para echar una ojeada al otro lado de la sala. Y lo que ha surgido no es muy…
De pronto sus pensamientos se interrumpieron. Miró con ojos desorbitados y se tapó la boca con las manos para ahogar un grito. Por un momento el mundo se torno gris, y David creyó que iba a desmayarse. Para evitarlo se llevó las manos a la frente y se apretó las sienes, renovando el dolor que había sentido minutos antes. Después dejó caer los brazos a los costados y contempló con los ojos muy abiertos y la boca trémula la hilera de perchas que había en la pared de la derecha. De la más próxima a las ventanas colgaba un sombrero de vaquero con una cinta de piel de serpiente en torno a la copa. Dos mujeres colgaban de las dos siguientes, una muerta de un balazo, la otra destripada. Esta segunda tenía el pelo rojo y la boca abierta en un mudo chillido. A su izquierda pendía un hombre con uniforme caqui, la cabeza gacha y la pistolera vacía. Pearson, quizá, el otro ayudante del jefe de policía. A continuación había un hombre con vaqueros y una camisa salpicada de sangre. La última de la fila era Bombón, enganchada por la espalda de su camiseta de los MotoKops. En la pechera aparecía Cassie Styles, sonriente y cruzada de brazos ante su Carroza de los Sueños. De entre todos los personajes de MotoKops 2200, la famosa serie de dibujos animados, Cassie había sido siempre la preferida de Bombón. Tenía la cabeza ladeada sobre el cuello roto y sus zapatillas colgaban lánguidamente en el aire.
Sus manos. David no podía apartar la vista de sus manos, pequeñas y rosadas, con los dedos ligeramente separados.
No puedo tocarla, pensó. No puedo acercarme a ella.
Pero si podía. Tenía que hacerlo, a menos que estuviese dispuesto a dejarla allí con las otras víctimas de Entragian. Y al fin y al cabo, ¿para qué servía un hermano mayor, especialmente uno que no era lo bastante mayor para impedir al hombre del saco cometer una atrocidad semejante?
Con el pecho agitado y la piel cubierta de escamas de jabón seco, junto las manos y las levantó a la altura de la cara. Cerró los ojos. Su voz, cuando por fin le salió de la garganta, temblaba de tal modo que apenas la reconoció como propia.
—Dios, ya sé que mi hermana esta contigo y que estos son solo sus restos. Por favor, ayúdame a hacer por ella lo que debo. —Abrió los ojos y miró a Kirstie—. Te quiero, Bombón. Me arrepiento de todas las veces que te he gritado o tirado de las trenzas demasiado fuerte.
Al pronunciar la última frase la emoción lo desbordó. Se arrodilló y se llevó las manos a la cabeza inclinada. Así permaneció un rato, respirando de manera entrecortada e intentando no perder el conocimiento. Las lágrimas abrieron surcos en la capa verde y pegajosa que cubría sus mejillas. Su mayor motivo de aflicción era saber que la puerta que se había cerrado entre ellos ya nunca se abriría, al menos en este mundo. Nunca vería a Bombón salir con un chico o meter una canasta de tres puntos a dos segundos del final del partido. Nunca volvería a pedirle que le aguantase las piernas mientras hacia el pino ni a preguntarle si la luz de la nevera se quedaba abierta al cerrarse la puerta.
Cuando se serenó, acercó una silla a la percha donde colgaba su hermana. Le miró las manos, las palmas rosadas, y la cabeza le dio vueltas de nuevo. Trató de controlar esa sensación de vértigo, y sólo descubrir que era capaz de ello fue ya una grata sorpresa. El dolor estuvo a punto de vencerlo otra vez cuando, de pie en la silla, contempló el rostro anormalmente pálido y los labios amoratados de su hermana. Con cautela, permitió que parte del dolor permaneciese en él. Intuyó que era mejor así. Aquella era la primera persona muerta en su vida, pero era también Bombón, y no quería que su cuerpo inerte le produjese miedo o asco. Prefería, sentir lástima, y la sintió.
Date prisa, David.
No sabía con certeza si esa era su propia voz o la otra, pero esta vez eso carecía de importancia. La voz tenía razón. Bombón estaba muerta; en cambio, su padre y las otras personas encerradas arriba seguían vivas. Y estaba además su madre. Eso era lo peor, en cierto modo peor aún que la muerte de Bombón, porque no sabía qué había sido de ella.
El policía loco se la había llevado a algún sitio, y podía estar haciéndole cualquier cosa. Cualquier cosa.
No pensaré en eso. No me lo permitiré.
Apartó aquella idea de su mente y pensó en las horas que Bombón había pasado ante el televisor viendo Barney con Melissa Sweetheart en su regazo. Durante el último año el dinosaurio morado había cedido el lugar de honor en el corazón de Bombón a los MotoKops (sobre todo Cassie Styles y el atractivo coronel Henry); así y todo, David consideró que Barney era lo más indicado en aquellos momentos.
Sólo recordaba una de las cancioncillas del dinosaurio, la que tomaba su melodía de This Old Man, y la cantó mientras rodeaba con los brazos el cuerpo de la niña muerta y lo descolgaba:
—Yo te quiero a ti… Tú me quieres a mí…
La cabeza de Bombón le cayó a David sobre el hombro. Le pesaba muchísimo. ¿Cómo, siendo tan pequeña, había podido mantenerla en alto de la mañana a la noche?
—Somos una familia feliz…
Se dio la vuelta y bajo torpemente de la silla. Se tambaleó, sin llegar a caerse, y llevó a Bombón hasta las ventanas. Mientras cargaba con ella, le alisó la camiseta por la espalda. La tenía rota, pero sólo un poco. La tendió en el suelo, sujetándole la cabeza por la nuca para que no se golpease. Así le había enseñado a sostenerla su madre cuando Bombón era todavía un bebé. ¿Le cantaba David por aquel entonces?
No lo recordaba, pero probablemente.
—Un gran abrazo y un beso te daré…
A los lados de las ventanas colgaban desde el techo hasta el suelo unas horribles cortinas de color verde oscuro de más de dos metros y medio. David tiró de una.
—¿No me dirás que me quieres tú también?
Extendió la cortina junto al cuerpo de su hermana y empezó a cantar de nuevo la tonta cancioncilla. Lamento no poder ponerle a Melissa Sweetheart entre los brazos para hacerle compañía, pero Lissa se encontraba junto a la escalerilla de la Wayfarer. Levantó a Bombón, la tendió en la mitad superior de la cortina y dobló sobre ella la mitad inferior. Le llegó holgadamente al cuello. Así se la veía mucho mejor, pensó David, como si estuviese en casa acostada en su cama.
—Un gran abrazo y un beso te daré —canturreó—. ¿No me dirás que me quieres tú también? —Besó a su hermana en la frente y dijo—: Te quiero.
Le cubrió la cara con el extremo de la cortina y permaneció junto a ella por un momento, de rodillas con las manos entre los muslos, intentando controlar sus emociones. Cuando se serenó, se puso en pie. El viento aullaba, la luz casi se había extinguido, y el sonido de la arena al chocar contra los cristales de las ventanas parecía el tamborileo de infinitos dedos. Oía también un monótono chirrido, seguramente algo que giraba impulsado por el viento. De pronto fuera algo se desplomó con gran estrépito, y David se sobresaltó en la creciente oscuridad.
Se apartó de las ventanas y, con paso vacilante, rodeó el mostrador. No encontró más cadáveres, pero tras la ventanilla con el rótulo RECAUDACIÓN DE IMPUESTOS había papeles esparcidos y algunos estaban salpicados de sangre seca. El taburete de largas patas y respaldo alto se había volcado.
En la zona de trabajo delimitada por el mostrador David vio una caja de caudales abierta; contenía pilas de papel pero no dinero, y nada parecía fuera de su sitio. A la derecha había varios escritorios agrupados, y a la izquierda dos puertas cerradas, ambas con letrero dorados. En una leyó JEFE DE BOMBEROS y no le interesó, pero la otra era el despacho del agente de seguridad del pueblo, que se llamaba Jim Reed, y esta si despertó su interés.
—«El agente de seguridad del pueblo. Lo que sería el jefe de policía, en una población mayor» —murmuró David, recordando las palabras de Tom Billingsley, y se dirigió hacia esa puerta.
No estaba cerrada con llave. Buscó a tientas el interruptor, lo encontró y encendió la luz. En primer lugar vio una enorme cabeza de caribú colgada de la pared a la izquierda del escritorio. Luego reclamó su atención el hombre sentado tras el escritorio. Tan relajada era su postura que, salvo por los bolígrafos que tenía clavados en los ojos y la placa de escritorio que le asomaba por la boca, habría dado la impresión de que dormía. Mantenía las manos entrelazadas sobre el abultado vientre, y llevaba una camisa caqui y una bandolera como las de Entragian.
Fuera el viento derribó algún otro objeto, y varios coyotes aullaron al unísono como un cuarteto vocal del infierno. David se sobresaltó y volvió la cabeza para asegurarse de que Entragian no lo espiaba desde detrás. No, el policía demente no estaba allí. David miró de nuevo al agente de seguridad y supo que debía hacer, pensando que si había reunido valor para tocar a Bombón, sin duda podía tocar también a aquel desconocido.
Primero, no obstante, levantó el auricular del teléfono. Presentía que no habría línea, y así fue. Sin embargo pulsó un par de veces la pieza móvil de la horquilla y dijo:
—¿Hola? ¿Hola?
«¿Servicio de habitación? Súbanme una habitación», recordó, y se estremeció mientras colgaba el auricular. Rodeó el escritorio y se situó junto al policía. Advirtió que la placa con su nombre y cargo —JAMES REED, AGENTE DE SEGURIDAD MUNICIPAL— seguía sobre el escritorio, así que la que tenía encajada en la boca debía de ser otra cosa. NDAMÁS, leyó David en la parte que asomaba entre sus dientes.
Percibió un olor familiar, y no era loción para después del afeitado ni colonia. Observó las manos entrecruzadas del cadáver, vio profundas grietas en la piel, y comprendió. Olía a crema hidratante, la misma que utilizaba su madre o alguna parecida. Jim Reed debía de haberse puesto crema en las manos poco antes de morir.
David intentó echar un vistazo a la cintura de Reed pero no vio nada. Estaba demasiado gordo y demasiado cerca del escritorio, y lo que David necesitaba ver quedaba oculto. Un orificio pequeño y negro atravesaba el respaldo de la silla; eso si lo vio claramente. Reed había muerto de un disparo; la macabra idea de los bolígrafos había sido posterior, o eso esperaba David.
Vamos, date prisa.
Se dispuso a echar la silla hacia atrás, pero esta, nada más tocarla, se desequilibró y el peso muerto de Jim Reed rodó por el suelo. David lanzó un grito de sorpresa y se apartó de un brinco. Al caer, el cadáver dejó escapar un sonoro eructo, y la placa salió despedida como un misil disparado desde su silo. Aterrizó con el rótulo invertido, pero David pudo leerlo de todos modos: YO SOY EL MANDAMÁS.
Con el corazón acelerado, se arrodilló junto al cuerpo. Reed llevaba el pantalón del uniforme desabrochado, y su bragueta abierta revelaba un calzoncillo (de seda, color melocotón) que sin duda incumplía las normas sobre indumentaria de la policía. David, no obstante, apenas se fijó en esos detalles. El buscaba otra cosa, y exhaló un suspiro de alivio cuando la vio. Sujeto a la mullida cadera de Reed se encontraba su arma reglamentaria; al otro lado, un llavero colgaba de una de las trabillas de la cintura. Mordiéndose el labio inferior, convencido de que en cualquier momento el policía muerto tendería una mano
(«¡Mierda, nos persigue la momia!»)
y le agarraría el brazo, trató de soltar el llavero de la trabilla. Al principio el cierre se resistió pero finalmente logro desprenderlo. Examinó rápidamente las llaves, rogando encontrar la que necesitaba. Allí estaba: un rectángulo de metal con una banda magnética que no parecía una llave. Era la llave de las celdas.
O al menos eso esperaba.
David se guardó el llavero en un bolsillo, echó una ojeada de curiosidad a la bragueta abierta de Reed, y desabrochó la correa de seguridad de la pistolera. Extrajo el arma y la sostuvo en sus manos, percibiendo su extraordinario peso y la sensación de violencia potencial. Era un revólver, no una pistola automática con el cargador insertado en la culata. David volvió el cañón hacia sí procurando mantener los dedos fuera del guardamonte para echar un vistazo al tambor giratorio. En cada uno de los orificios visibles había una bala, así que debía de estar cargado. Quizá la primera cámara se hallaba vacía —a veces en las películas los policías la dejaban vacía para no dispararse accidentalmente—, pero David supuso que eso carecía de importancia si apretaba el gatillo dos veces por los menos, y deprisa.
Giró de nuevo el arma y la inspeccionó de punta a punta en busca de un seguro. No lo encontró, y con sumo cuidado apretó un poco el gatillo. Al ver que el percutor se movía, retiró el dedo de inmediato.
No deseaba disparar el revólver allí abajo. No sabía hasta dónde llegaba la inteligencia de los coyotes, pero por poco astutos que fuesen, supuso, debían de reconocer el sonido de un arma.
Salió de nuevo a la oficina principal. El viento silbaba y la arena azotaba las ventanas. A través de los cristales vio que la luz exterior había adquirido un tono morado oscuro. Pronto anochecería. Miró la fea cortina verde y la forma que se dibujaba debajo. Te quiero, Bombón, pensó, y después volvió al vestíbulo. Permaneció allí de pie por un momento con los ojos cerrados y el revólver apuntado al suelo, respirando rítmicamente.
—Dios, no he disparado un arma en toda mi vida —dijo—. Por favor, ayúdame a disparar esta. En nombre de Jesús, amén.
Pronunciada esta breve suplica, David empezó a subir por la escalera.