Ralph Carver estaba inmerso en la más absoluta oscuridad y no deseaba salir de ella. Tenía la sensación de que lo aguardaba un malestar físico —una resaca quizá, y sin duda espectacular si incluso dormido notaba el dolor de cabeza—, pero no sólo eso. Había algo más. Algo relacionado con
(Kirsten)
aquella mañana. Algo relacionado con
(Kirsten)
aquellas vacaciones. Se había emborrachado, supuso, organizado una verdadera escena de terror, y naturalmente Ellie estaba furiosa con él, pero ni siquiera eso bastaba para explicar el extraordinario malestar que sentía…
Gritos. Alguien gritaba. Pero lejos.
Ralph intentó sumergirse más aún en aquella oscuridad, pero unas manos lo agarraron por el hombro y empezaron a agitarlo. Con cada sacudida una insoportable punzada de dolor le traspasaba la cabeza.
—¡Ralph! ¡Ralph! ¡Despierta! ¡Tienes que despertar!
Era Ellie quién le tiraba del hombro. ¿Acaso llegaba tarde al trabajo? ¿Cómo iba a llegar tarde al trabajo? Estaban de vacaciones.
De pronto unos disparos, asombrosamente sonoros, penetraron en oscuridad como un poderoso haz de luz. Fueron primero tres, luego un silencio, y después un cuarto.
Al instante abrió los ojos y se incorporó. Por un momento no supo donde estaba ni qué ocurría; sólo era consciente de que la cabeza le dolía mucho y parecía del tamaño de una carroza de la cabalgata del día de Acción de Gracias. Algo pegajoso como la mermelada le corría por un lado de la cara. Ellen lo miraba. Un ojo muy abierto y desesperado el otro casi perdido en una tumefacta masa de carne negra y azul.
Gritos. En alguna parte. Una mujer. Procedentes de abajo. Quizá…
Intentó ponerse en pie pero las rodillas le fallaron. Se cayó de la cama en que estaba sentado (salvo que no era una cama sino un simple catre) y fue a parar de rodillas y manos al suelo. Una nueva punzada de dolor le traspasó la cabeza, y por un momento pensó que el cráneo se le abriría como la cáscara de un huevo. A continuación se miró las manos a través de unos apelmazados mechones de pelo. Las tenía las dos manchadas de sangre, la izquierda mucho más que la derecha.
Mientras las contemplaba un súbito recuerdo
(Kirsten. ¡Dios santo, Ellie, agárrala!)
irrumpió en su cerebro como una bomba de gas tóxico. Empezó él mismo a gritar. Gritó mirándose las manos ensangrentadas; gritó mientras el recuerdo del que había intentado huir penetró en su mente como una piedra en un estanque. Kirsten se había caído por la escalera…
No. Había sido empujada.
El demente que los había llevado hasta allí había empujado a su hija de siete años desde lo alto de la escalera. Ellie había tratado de agarrarla y aquel demente la había derribado de un puñetazo en el ojo.
Ellie había caído en el rellano pero Kirsten se había precipitado escalera abajo, con los ojos abiertos de estupefacción. Ralph dudaba que la niña hubiese llegado a saber que ocurría, y en aquella horrible situación, ese era su único consuelo: todo había sucedido demasiado deprisa y probablemente Kirsten no se había dado cuenta de nada. En la caída rodó por la escalera, y en una de las vueltas se produjo un espantoso sonido, semejante al chasquido de una rama al romperse bajo el peso del hielo. De repente algo cambió en su cuerpo; Ralph percibió ese cambio incluso antes de que quedase inmóvil al pie de la escalera.
Pareció rodar como si en lugar de una niña fuese una muñeca rellena de paja.
No lo pienses, se dijo Ralph, no lo pienses, no te arriesgues a pensarlo.
Pero no podía quitarse la imagen de la cabeza: el modo en que se había estrellado contra los peldaños, el modo en que yacía con la cabeza ladeada al pie de la escalera.
Le caían gotas de sangre en la mano izquierda, advirtió Ralph. Por lo visto, tenía una herida en ese lado de la cabeza. ¿Qué había ocurrido? ¿Le había golpeado también a él el policía, quizá con la culata de su enorme revólver? Podía ser, pero esa parte se había borrado casi totalmente de su memoria. Sólo recordaba la espeluznante voltereta de su hija en el aire, y cómo había rodado por la escalera, y cómo finalmente su cuerpo había quedado inmóvil con la cabeza ladeada.
¿Acaso no era ya bastante?
—¿Ralph? —Ellie, jadeante, tiraba de él—. ¡Ralph, levántate! ¡Levántate, por lo que más quieras!
—¡Papá! ¡Vamos, papá! —Ese era David, que le hablaba desde más lejos—. ¿Está bien, mamá? Vuelve a sangrar, ¿verdad?
—No… no, está…
—Si sangra. Lo veo desde aquí. Papá, ¿estás bien?
—Sí —contestó Ralph. Consiguió apoyar un pie en el suelo, buscó a tientas el catre y se levantó. Un cuajarón de sangre le impedía prácticamente abrir el ojo izquierdo. Tenía la impresión de que le hubiesen cubierto los párpados con una mascarilla de escayola. Trató de limpiarse con el pulpejo de la mano e hizo una mueca de dolor; la zona situada sobre el ojo izquierdo parecía carne recién macerada. Intentó volverse hacia el lugar de donde procedía la voz de su hijo y se tambaleó. Era como estar a bordo de un barco. Había perdido totalmente la noción del equilibrio, e incluso al detenerse tuvo la sensación de que continuaba girando y girando. Ellie lo agarró, lo sostuvo y lo ayudo a caminar hacia adelante.
—Está muerta, ¿verdad? —preguntó Ralph con voz ahogada. No podía dar crédito a lo que el mismo acababa de decir, pero supuso que tarde o temprano lo aceptaría, y eso era lo peor: tarde o temprano lo aceptaría—. Kirsten está muerta.
—Eso creo, sí. —Ellie se tambaleó con él—. Agárrate a los barrotes Ralph, ¿puedes? Vas a tirarme.
—Estaban en una celda. Ante él, fuera del alcance de sus brazos, había una reja. Los barrotes se hallaban pintados de blanco, y en algunos puntos la pintura se había secado y endurecido formando gruesos goterones. Ralph avanzó un paso y se sujetó a ellos. Al otro lado de la reja, en medio de una sala cuadrada, había un escritorio; semejaba el único elemento del decorado de una obra de teatro minimalista. Sobre el escritorio vio un montón de papeles, una escopeta de dos cañones y un puñado de cartuchos verdes dispersos. Una antigua silla de madera con ruedas ocupaba el hueco destinado a las piernas, y un desgastado cojín azul cubría el asiento. Del techo colgaba un plafón protegido mediante una semiesfera de rejilla. Las moscas muertas atrapadas en el interior del plafón formaban sombras enormes y grotescas.
La sala estaba rodeada de celdas por tres de sus lados. La celda central, probablemente reservada a los borrachos, era espaciosa y se hallaba vacía. Ralph y Ellie ocupaban una celda de menores dimensiones, y la celda contigua era también pequeña y estaba vacía. Enfrente de ellos había otras dos celdas poco mayores que armarios. En una se encontraban su hijo David, de once años, y un hombre de pelo blanco. Ralph no podía decir nada más de él, porque estaba sentado en el catre con la cabeza entre las manos. Cuando abajo se oyeron nuevamente los gritos de la mujer, David volvió la cabeza en dirección a una puerta abierta por donde se veía la escalera
(Kirsten, la caída de Kirsten, el chasquido de su cuello al fracturarse)
que descendía a la planta baja; en cambio, el hombre del pelo blanco no varió un ápice su posición.
Ellie se acercó a Ralph y le rodeó la cintura con un brazo. El se arriesgó a apartar una mano de los barrotes para estrechar la de su esposa.
En la escalera, cada vez más cerca, se oyeron golpes y el inconfundible sonido de un forcejeo. Alguien era conducida hacia aquella sala, pero oponía resistencia.
—¡Tenemos que ayudarlo! —gritaba la mujer—. ¡Tenemos que ayudar a Peter! Tenemos…
Sus palabras se interrumpieron cuando el policía la empujo a través de la puerta. Cruzó la sala con una insólita gracia de danzarina, saltando sobre las puntas de sus zapatillas deportivas blancas como si fuesen zapatillas de ballet, con las manos extendidas y el pelo hacia atrás.
Vestía unos vaqueros y una camisa azul descolorida. Tropezó contra el escritorio, golpeándose los muslos con fuerza suficiente para hacerlo retroceder. De pronto, en el otro lado de la sala, David empezó a gritar como un pájaro y a brincar tras los barrotes de su celda. Su voz adquirió un tono aterrorizado y virulento nuevo para Ralph.
¡La escopeta, señora! —indicó David—. ¡Coja la escopeta y dispárele! ¡Dispárele, señora, dispárele!
El hombre del pelo blanco alzó por fin la mirada. Tenía el rostro curtido por el viento del desierto y envejecido. Sus ojos acuosos de alcohólico y sus marcadas ojeras le conferían aspecto de sabueso.
—¡Cójala! —dijo el anciano con voz ronca—. ¡Cójala, por Dios!
La mujer de los vaqueros y la camisa azul volvió la cabeza hacia el niño y después miró por encima del hombro hacia la escalera y las ruidosas pisadas que se aproximaban.
—¡Cójala! —gritó también Ellie junto a Ralph—. Ha matado a nuestra hija y nos matará a todos. ¡Cójala!
La mujer de los vaqueros y la camisa azul se apoderó del arma.
Hasta Nevada todo había ido según lo previsto.
Habían partido de Ohio con destino al lago Tahoe como cuatro alegres trotamundos. Una vez en el lago Ellie Carver y los niños nadarían y saldrían de excursión durante diez días, y Ralph Carver se concentraría en el juego lenta y placenteramente. Aquella sería su cuarta visita a Nevada, la segunda al lago Tahoe, y Ralph seguiría fiel a su firme principio de juego: abandonaría bien cuando perdiese mil dólares, bien cuando ganase diez mil. En sus tres viajes anteriores no había alcanzado ninguna de las dos marcas. En una ocasión había regresado a Columbus con quinientos de los mil dólares reservados para sus apuestas intactos, en otra con doscientos, y el año anterior había vuelto a casa con tres mil dólares en el bolsillo interior izquierdo de su chaqueta safari de la suerte. En el viaje de regreso, en lugar de pernoctar en campings dentro de la caravana, se alojaron en Hiltons y Sheratons, y los Carver hicieron el amor todas las noches, ritmo que Ralph consideraba extraordinario para una pareja que se acercaba ya a los cuarenta.
—Probablemente estas ya cansada de los casinos —había dicho Ralph a su esposa en febrero, cuando empezaron a hablar de las vacaciones—. Quizá esta vez podríamos ir a California. O a México.
—¿México? Eso, así pillaremos todos la disentería —bromeó Ellie—. Contemplaremos el Pacífico entre carrera y carrera al cuarto de baño.
—¿Y Texas? Podríamos llevar a los niños a ver El Álamo.
—Demasiado calor, y demasiado interés histórico. En el lago Tahoe estaremos frescos incluso en julio. A los niños les encanta, y a mi también. Y con tal de que no vengas a pedirme dinero cuando se te acabe el tuyo…
—Ya sabes que nunca haría una cosa así —había contestado Ralph, un tanto sorprendido. Estaban en la cocina de su casa de Wentworth, en las afueras de Columbus, sentados junto al frigorífico de bronce con margaritas imantadas dispersas por la puerta, y habían desplegado sobre una encimera varios prospectos de viajes, sin saber que el juego ya había empezado y la primera perdida sería su hija—. Como recordarás, te dije…
—«Al primer amago de comportamiento adictivo se acaba el juego» —había repetido Ellie—. Lo recuerdo, lo sé y te creo. A ti te gusta el lago Tahoe, a mi me gusta el lago Tahoe, a los niños les gusta el lago Tahoe, así que vayamos al lago Tahoe.
De modo que habían reservado alojamiento, y esa mañana se dirigían por la interestatal 50 —según decían, la carretera más solitaria de América— rumbo oeste hacia Sierra Nevada.
Mientras atravesaban el estado de Nevada, Kirsten jugaba con Melissa Sweetheart, su muñeca preferida; Ellie dormía en la parte trasera, y David, sentado junto a Ralph, contemplaba el paisaje por la ventanilla con el mentón apoyado en una mano. Había estado leyendo durante un rato la Biblia que le había regalado su nuevo amigo el padre Martin (Ralph confiaba en que Martin no fuese un pervertido, pues aunque estaba casado, lo cual era una buena señal, uno nunca sabía), pero poco antes, tras marcar el punto donde interrumpía la lectura, la había guardado en la guantera. Ralph pensó una vez más en preguntar a su hijo que le rondaba por la cabeza, a que se debía aquella afición por la Biblia, pero habría sido como preguntar a un poste. En eso David (no le gustaba que lo llamasen Dave) era un tanto peculiar; no se parecía en nada a sus padres ni de hecho a su hermana. Aquel repentino interés por la religión —«el viaje místico de David», como Ellie lo definía— era una más de sus rarezas. Probablemente pasaría, y al fin y al cabo no esgrimía contra su padre pasajes de la Biblia sobre el juego, las blasfemias o la prohibición de afeitarse los fines de semana, y a Ralph le bastaba con eso. Pese a todo, quería mucho a su hijo, y el afecto eclipsaba cualquier rareza. Ralph estaba convencido de que esa era una de las funciones del amor.
Ralph se disponía a preguntar a David si le apetecía jugar al veo-veo —desde que habían salido de Ely esa mañana el paisaje no ofrecía grandes distracciones y el aburrimiento empezaba a resultarle insufrible— cuando de pronto notó que la dirección de la caravana, una Wayfarer, se ablandaba entre sus manos y oyó que el monótono roce de los neumáticos sobre el asfalto se convertía en una especie de aleteo.
—¿Pasa algo, papá? —preguntó David. Parecía preocupado pero no asustado, afortunadamente.
—Agárrate —indicó Ralph, y empezó a pisar repetidamente los frenos—. Vamos a parar, y puede haber alguna sacudida violenta.
En la celda, mientras contemplaba tras los barrotes a la mujer desconcertada que podía ser su única esperanza de sobrevivir a aquella pesadilla, pensó: ¡Una sacudida violenta! Realmente en ese momento no sabía aún lo que era violencia.
Al gritar le dolió la cabeza, pero aún así gritó, sin darse cuenta de hasta que punto su voz sonaba como la de su hijo:
—¡Dispárele! ¡Dispárele!
Lo que Mary Jackson recordó, lo que la indujo a coger la escopeta pese a que nunca había tenido un arma en sus manos, fue el hecho de que el policía hubiese intercalado la frase «Voy a mataros» mientras los advertía de sus derechos.
Y lo había dicho en serio. De eso ya no cabía duda.
Se dio media vuelta armada de la escopeta. El enorme policía rubio se hallaba en la puerta y la observaba con sus ojos claros y vacíos.
—¡Dispárele, dispárele! —gritó un hombre.
Estaba a la derecha de Mary, dentro de una celda junto a una mujer con un ojo tan magullado que del moretón descendían vetas negras hasta la mejilla, como tinta inyectada bajo la piel. El hombre presentaba aún peor aspecto; tenía el lado izquierdo de la cara cubierto de sangre medio seca.
El policía se abalanzó sobre ella, y sus botas resonaron en el suelo de madera. Mary retrocedió, acercándose a la celda situada al fondo de la sala, y bajó los dos percutores de la escopeta con el pulgar. A continuación se la llevó al hombro. No tenía intención de advertirle primero. Acababa de matar a su marido a sangre fría, y no tenía intención de advertirle.
Ralph pisó el freno repetidamente y sujetó el volante con fuerza, manteniéndolo casi fijo. Notó que la caravana derrapaba. El secreto para controlar un reventón a gran velocidad en una caravana, le habían explicado, era dejarla derrapar un poco. Sin embargo, en aquel caso parecía tratarse de más de un reventón.
Echó un vistazo a Kirsten por el retrovisor. Vio que había dejado de jugar con Melissa Sweetheart y la estrechaba contra su pecho.
Kirstie había advertido que algo ocurría pero no sabía que.
—¡Kirsten, siéntate! —ordenó Ralph—. ¡Abróchate el cinturón!
Pero para entonces el peligro ya había pasado. Ralph estacionó la Wayfarer en el arcén, apagó el motor y se enjugó el sudor de la frente con el dorso de la mano. Podía decirse que había salido del paso airosamente. Ni siquiera se había caído el jarrón con flores del desierto que adornaba la mesa del fondo. Ellie y Kirstie las habían cogido detrás del motel de Ely esa mañana mientras él y David cargaban el equipaje y pagaban la cuenta.
—Buen control, papá —dijo David con voz serena.
Ellie se había incorporado y miraba alrededor aún medio dormida.
—¿Por qué paramos? ¿Alguien tiene que ir al baño? —preguntó—. Ralph, ¿por qué esta tan ladeada la caravana?
—Hemos…
Se interrumpió al ver por el retrovisor lateral un coche patrulla que se acercaba rápidamente hacia ellos con las luces giratorias encendidas. Se detuvo con un brusco frenazo a unos cien metros, y de dentro salió prácticamente de un salto el policía más corpulento que Ralph había visto en su vida. Ralph advirtió que empuñaba un revolver y sintió que la adrenalina le tensaba los nervios.
El policía escudriñó el desierto a derecha e izquierda. Mantenía el revolver a la altura de los hombros y apuntaba el cañón hacia el cielo despejado. Dio una vuelta completa sobre sus talones, y cuando se hallaba otra vez de cara a la caravana, miró directamente al retrovisor lateral. Ralph tuvo la impresión de que lo miraba a los ojos. El policía agitó enérgicamente los brazos en un gesto que solo podía interpretarse de un modo: ¡Quédense dentro! ¡No se muevan!
—Ellie pon el seguro en las puertas de atrás —indicó Ralph, apresurándose el mismo a bajar el seguro de la suya. David, que estaba observándolo, lo imitó sin necesidad de que se lo dijese.
—¿Cómo? —Ellie lo miró indecisa—. ¿Qué pasa?
—No lo sé, pero ahí atrás hay un policía, y parece nervioso —explicó Ralph. Justo donde se ha pinchado la rueda, pensó. Al instante se rectificó: las ruedas.
El policía se agachó y cogió algo del asfalto. Era una tira de malla que despedía innumerables destellos, como un traje de lentejuelas. Se lo echó al hombro y lo arrastró hacia el coche. Llevaba aún el revólver desenfundado, y lo sostenía cruzado ante el pecho con el cañón hacia arriba. Parecía mirar en todas direcciones simultáneamente.
Ellie echó el seguro en la puerta de atrás y en la central; luego se acercó a los asientos delanteros.
—¿Qué demonios ocurre? —preguntó.
—No lo sé, ya te lo he dicho —respondió Ralph. Señalando al retrovisor lateral, añadió—: Pero eso me da mala espina.
Ellie, doblándose por la cintura y apoyando las manos justo encima de las rodillas, observó junto a Ralph cómo echaba el policía la malla al asiento del acompañante y rodeaba después el coche patrulla hacia el lado del conductor manteniendo el revólver en posición de disparo con las dos manos. Más tarde Ralph recordaría asombrado la extrema pericia con que el policía había representado aquella pantomima.
Kirstie se acercó a su madre por detrás y le golpeó suavemente en el trasero con la muñeca mientras canturreaba:
—El pompis, el pompis, el pompis. A Melissa y a mi nos encanta el pompis grandote de mama.
—¡Quieta, Kirstie! —ordenó Ellie.
Normalmente Kirstie habría necesitado dos o tres avisos antes de desistir, pero esta vez percibió algo en el tono de voz de su madre que la disuadió a la primera. Se volvió hacia su hermano, que miraba por el retrovisor de su puerta tan atentamente como sus padres por el espejo del lado del conductor. Kirstie se aproximó a él e intentó subirse a sus rodillas. David la apartó delicadamente pero con firmeza.
—Ahora no, Bombón.
—Pero ¿qué pasa? —preguntó la niña—. ¿A qué viene tanto jaleo?
—No es nada; no te preocupes —dijo David sin quitar ojo al retrovisor.
El policía entró en el coche patrulla y avanzó hasta detenerse junto a la Wayfarer. Volvió a apearse. Empuñaba aún el revólver pero lo mantenía a un costado con el cañón apuntando al suelo. De nuevo miró a derecha e izquierda y a continuación se acercó a la ventanilla de Ralph. Pese a que la cabina de la Wayfarer se hallaba en una posición considerablemente más alta que los asientos de un automóvil normal, el policía, debido a su extraordinaria estatura —al menos dos metros—, tuvo que bajar la vista para mirar a Ralph.
Con su mano libre le indicó que abriese la ventanilla. Ralph bajó el cristal a media altura.
—¿Qué ocurre, agente?
—¿Cuantas personas viajan en este vehículo? —preguntó el policía.
—¿Ocurre al…?
—¿Cuantas personas viajan en este vehículo? —repitió el policía.
—Cuatro —respondió Ralph, que empezaba a estar asustado—. Mi esposa, mis dos hijos y yo. Llevamos un par de ruedas pinchadas…
—No, llevan todas las ruedas pinchadas —corrigió el policía—. Han pasado sobre una alfombrilla de carretera, como la llamamos nosotros.
—Yo no…
—Es una tira metálica de malla recubierta de cientos de clavos. La usamos cuando es posible para detener a los conductores que sobrepasan los límites de velocidad. Así nos ahorramos kilómetros de persecución.
—¿Y que hacia eso en medio de la carretera? —preguntó Ellie, indignada.
—Voy a abrir la puerta de atrás de mi coche, la del lado más cercano a la caravana —anunció el policía—. En cuanto esté abierta, quiero que abandonen su vehículo y entren en el mío. Y tan deprisa como puedan.
Arrimó la cabeza a la ventanilla, vio a Kirsten —que lo observaba con cautela agarrada a la pierna de su madre— y le sonrió.
—Hola, pequeña.
Kirstie sonrió también.
El policía dirigió la mirada hacia David y lo saludó con la cabeza.
El niño le devolvió el saludo con rostro inexpresivo y preguntó:
—¿Quién hay ahí fuera, agente?
—Un mal hombre —contestó el policía—. Con saber eso te basta por ahora, hijo. Un hombre temible. Tak!
—Agente… —empezó Ralph.
—Con el debido respeto, caballero, me siento como un plato de barro en una barraca de tiro al blanco. Ese individuo es peligroso. Tiene buena puntería con un rifle, y esa alfombrilla de carretera indica que no anda lejos de aquí. Ya entraremos en detalles sobre el asunto cuando nos hallemos en una situación más segura, ¿comprende?
¿Tak?, se dijo Ralph. ¿Era así como se llamaba el peligroso francotirador?
—Sí, pero…
—Primero salga usted con la niña. Luego el chico. Y por último su esposa. Tendrán que apretarse un poco, pero cabrán los cuatro en el asiento trasero.
Ralph se desabrochó el cinturón de seguridad y se levantó.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—A Desesperación. Un pueblo minero que se encuentra a unos doce kilómetros de aquí.
Ralph asintió, subió el cristal de la ventanilla y cogió en brazos a Kirsten. La niña lo miró visiblemente inquieta, de hecho casi al borde del llanto.
—Papá, ¿es el hombre del saco el que está ahí fuera? —preguntó.
El hombre del saco era una fantasía que le había metido en la cabeza algún compañero del colegio. Ralph no sabía exactamente cual de ellos le había hablado a su tierna hija de aquel siniestro personaje que al parecer habitaba en los armarios, pero si hubiera podido echarle el guante al muy canalla (daba por sentado que había sido un niño, convencido de que la invención y difusión de monstruos en los patios de los colegios corría a cargo de los niños), de buena gana lo habría estrangulado. Habían tardado dos meses en aplacar relativamente sus temores. Y de pronto aquello.
—No, no es el hombre del saco —aseguró Ralph—. Probablemente sólo sea un empleado de correos que ha tenido un mal día.
—Papá, tu trabajas en correos —dijo Kirstie mientras Ralph la llevaba hacia la puerta central.
—Sí —respondió a la vez que advertía que Ellie guiaba ya a David hacia la puerta apoyando las manos en sus hombros—. Era una broma.
—¿Una broma? ¿Cómo cuando alguien llama a la puerta y se esconde?
—Exacto —dijo Ralph.
Miró por la ventanilla de la puerta central y vio que el policía había abierto ya la puerta trasera del coche patrulla. Calculó que las puertas de ambos vehículos se superpondrían, creando a su derecha una pared protectora. Eso reducía el riesgo.
Sin duda, pensó; a menos que la rata del desierto que anda buscando el policía se haya apostado detrás de nosotros. Dios santo, ¿por qué no nos habremos ido a Atlantic City?
—¿Papá?
Ese era David, su inteligente pero un tanto peculiar hijo, que en otoño, después del accidente de su amigo Brian, había empezado a ir a la iglesia. No a catequesis ni a las reuniones de la asociación de jóvenes cristianos, sino a la iglesia. Y los domingos por la tarde a la casa parroquial, para charlar con su nuevo amigo el padre Martin. Quien, por cierto, iba a sufrir una muerte lenta si había compartido con David algo más que sus creencias. Según David, simplemente charlaban, y Ralph suponía que, después de lo ocurrido a Brian, el chico necesitaba alguien con quién hablar. Lamentaba, no obstante, que David no hubiese sido capaz de plantear sus dudas a sus padres en lugar de dirigirse a un cura desconocido que si bien estaba casado podía ser que…
—¿Papá? ¿Algún problema?
—No. Todo en orden —contestó Ralph. No sabía hasta que punto eso era cierto. De hecho ni siquiera sabía con que se enfrentaban. Pero en teoría era eso lo que un padre debía decir a sus hijos: «Todo en orden; no hay problema». Pensó que si estuviese a bordo de un avión con David y de pronto fallasen los motores, le rodearía los hombros con un brazo y le repetiría una y otra vez que todo estaba en orden hasta estrellarse contra el suelo.
Abrió la puerta, y esta golpeó contra el lado interno de la del coche patrulla.
—¡Deprisa! No se entretengan —instó el policía, mirando alrededor con nerviosismo.
Ralph descendió por la escalerilla con Kirstie sentada en su antebrazo izquierdo. Mientras bajaban, a la niña se le cayó la muñeca.
—¡Melissa! —exclamó Kirstie—. Papá, se me ha caído Melissa Sweetheart. ¡Cógemela!
—¡No! ¡Entren en el coche, entren! —apremió el policía—. Yo recogeré la muñeca.
Ralph entró en el coche patrulla, protegiendo la cabeza de Kirstie con la mano. David y Ellie lo siguieron. La parte trasera del coche estaba llena de papeles, y el respaldo del asiento delantero se hallaba combado por el peso del enorme policía. En cuanto Ellie metió la pierna derecha, el policía cerró bruscamente la puerta y corrió al otro lado.
—¡Lissa! —gritó Kirstie con tono de auténtica angustia—. ¡Se ha olvidado de Lissa!
Ellie buscó el tirador de la puerta, dispuesta a recuperar a Melissa Sweetheart —seguramente ningún psicópata con un rifle podía disparar contra ella en el breve espacio de tiempo que tardaría en recoger la muñeca de una niña—, y se volvió hacia Ralph.
—¿Dónde están los tiradores?
La puerta del conductor se abrió, y el policía irrumpió bruscamente en el interior del coche patrulla. El asiento chirrió y oprimió las rodillas a Ralph, que hizo una mueca de dolor, alegrándose sin embargo de que las piernas de Kirstie colgasen entre las suyas. Aunque Kirstie no estaba precisamente quieta. Forcejeaba y se retorcía sobre su regazo, tendiendo las manos hacia su madre.
—¡Mi muñeca, mamá, mi muñeca! ¡Melissa!
—Agente… —empezó Ellie.
—No hay tiempo —la interrumpió el policía—. Imposible. Tak!
Cambió de sentido y se dirigió hacia el este en medio de una nube de polvo. Las ruedas traseras derraparon por un instante. Cuando el coche se enderezaba, Ralph pensó con asombro en lo deprisa que había ocurrido todo: hacía apenas diez minutos viajaban tranquilamente en la caravana, y él iba a proponerle a David jugar al veo-veo, no porque le apeteciese sino por puro aburrimiento.
Desde luego ya no se aburría.
—¡Melissa Sweetheart! —gritó Kirstie, y se echó a llorar.
—Cálmate, Bombón —dijo David. Así había apodado a su hermana menor: Bombón. Como tantas otras cosas en David, ni su padre ni su madre sabían que significaba ni de donde procedía. Cuando Ellie una noche le preguntó por qué la llamaba así, David hizo un gesto de indiferencia, esbozo su sesgada y seductora sonrisa, y dijo: «Por nada. Simplemente es un bombón, solo por eso».
—Pero Lissa esta tirada en el suelo y se ensuciará —se quejo Kirstie, mirando a su hermano con los ojos anegados en lágrimas.
—Volveremos, la cogeremos y la limpiaremos bien —la consoló David.
—¿Me lo prometes?
—Claro. Incluso te ayudare a lavarle el pelo.
—¿Con champú? —preguntó Kirstie.
—Claro —contestó David, y besó a su hermana en la mejilla.
—¿Y si viene ese hombre malo? ¿Ese tan malo como el hombre del saco? ¿Y si secuestra a Melissa Sweetheart?
David se tapo la boca con la mano para ocultar una sonrisa.
—No lo hará. —David busco la mirada del policía en el espejo retrovisor y dijo—: ¿Verdad que no?
—No, el hombre que buscamos no se dedica a secuestrar muñecas —respondió el policía.
Ralph no percibió en su voz el menor rastro de humor; había hablado con la objetividad de un presentador de noticiario.
Aminoró la marcha brevemente cuando pasaron ante un letrero que anunciaba DESESPERACIÓN y aceleró justo en el desvío a la derecha. Ralph se agarró, rogando que aquel tipo supiese lo que hacia, que no volcase. El coche pareció escorarse ligeramente pero volvió a enderezarse. Aquella carretera se dirigía hacia el sur. A lo lejos, recortándose contra el horizonte, apareció una enorme muralla de tierra oscura surcada de grandes grietas semejantes a cicatrices negras.
—¿A que se dedica, pues? —preguntó Ellie—. ¿Quién es ese individuo? ¿Y como ha conseguido eso que utilizan ustedes para detener a los conductores que no respetan las limitaciones de velocidad? ¿Cómo se llamaba?
—Alfombrilla de carretera, mamá —apuntó David. Recorrió con un dedo la rejilla metálica que dividía en dos el interior del coche, observándola con aire pensativo y preocupado. En su rostro no había ya ningún esbozo de sonrisa.
—Del mismo modo que ha conseguido las armas que lleva y el coche que conduce —respondió el policía.
Pasaron ante el camping Serpiente de Cascabel y las oficinas de la Compañía Minera de Desesperación. Más adelante se alineaban junto a la carretera varios establecimientos comerciales. Un semáforo en ámbar destellaba de manera intermitente bajo miles de kilómetros de cielo azul claro.
—Es policía —añadió—. Y una cosa puedo asegurarles, familia Carver: cuando un policía enloquece, la situación se pone muy fea.
—¿Cómo sabe nuestro nombre? —preguntó David—. No le ha pedido a mi padre el carnet de conducir. ¿Cómo se ha enterado?
—Lo he visto cuando tu padre ha abierto la puerta de la caravana —dijo el policía, mirando a David a través del espejo retrovisor—. En la placa que había sobre la mesa: DIOS BENDIGA ESTA CASA AMBULANTE. FAMILIA CARVER. Conmovedor.
Algo molestó vagamente a Ralph en aquel comentario, pero no prestó mayor atención. Su inicial temor se había convertido en una premonición tan intensa y sin embargo difusa que tenía la impresión de haber ingerido un alimento envenenado. Pensó que si extendía la mano posiblemente conseguiría mantenerla firme, pero no por eso resultaba menos significativo el hecho de que paradójicamente su miedo hubiese ido en aumento desde que el policía los había hecho salir de la caravana con tan inquietante facilidad. Por lo visto, no era la clase de miedo que hacia temblar las manos (era un miedo seco, pensó con un asomo de ironía poco habitual en él); aún así, era miedo auténtico.
—Un policía —repitió Ralph pensativamente, recordando una película que había alquilado un sábado por la noche en el videoclub de su calle unas semanas atrás. Maniac Cop, se titulaba. La frase publicitaria que acompañaba al título rezaba: TIENE DERECHO A PERMANECER EN SILENCIO, ETERNAMENTE. Tenía gracia que a veces quedasen grabadas en la memoria tonterías como esa. Salvo que en su actual situación aquello no tenía ninguna gracia.
—Un policía, si —confirmo su, policía. Por su tono, daba la impresión de que estuviese sonriendo.
¿Ah, si?, se dijo Ralph. ¿Y que tono adquiere la voz cuando uno sonríe?
Percibió que Ellie lo miraba con tensa curiosidad, pero no le pareció el mejor momento para un intercambio de miradas. Ignoraba que vería cada uno de ellos en los ojos del otro, y dudaba que desease averiguarlo.
Sin embargo el policía sonreía. Ralph estaba seguro de ello.
Pero ¿por qué iba a sonreír?, pensó. ¿Dónde le ve la gracia al hecho de que un policía estatal enloquecido ande suelto, o de que a un vehículo se le hayan pinchado seis ruedas, o de que una familia de cuatro miembros viaje apretujada en un asfixiante coche patrulla sin tiradores en las puertas traseras, o de que la muñeca preferida de mi hija se haya quedado tirada en el polvo a doce kilómetros de aquí? ¿Dónde le ve la gracia a cualquiera de esas cosas?
Ralph no lo sabía. Pero el policía parecía sonreír cuando hablaba.
—¿Un policía estatal, ha dicho? —preguntó Ralph mientras pasaban bajo el semáforo intermitente.
—¡Mira, mamá! —exclamó Kirsten animadamente, olvidándose por un momento de Melissa Sweetheart—. ¡Bicicletas! ¡Bicicletas en medio de la calle! Y están vueltas del revés. ¿Las ves? ¿No es raro?
—Sí, cielo, ya las veo —dijo Ellie. Obviamente no le divertía tanto como a su hija la imagen de tres bicicletas del revés en medio de la calle.
—¿Un policía estatal? No, yo no he dicho eso. —En la voz del gigante sentado al volante se advertía aún un tono risueño—. No, es un policía del pueblo.
—¿En serio? ¿Y cuántos policías hay en un sitio tan pequeño como este?
—Bueno, había otros dos —contestó el hombre, su sonrisa más amplia aún que antes—, pero los maté.
Volvió la cabeza y los miró a través de la rejilla. Ralph vio en su rostro, más que una sonrisa, una ancha mueca. Tenía los dientes tan grandes que semejaban púas metálicas de un arado, y abría la boca de tal modo que mostraba hasta los últimos molares. Las hileras de muelas parecían separadas por hectáreas de goma rosada.
—Ahora solo yo represento la ley al oeste del Pecos.
Ralph lo observó boquiabierto. El policía, con la cabeza vuelta y la mueca burlona fija en los labios, aparcó limpiamente frente al ayuntamiento de Desesperación sin echar siquiera un vistazo a la acera.
—Familia Carver —dijo con tono solemne sin dejar de sonreír—, bienvenida a Desesperación.
Una hora más tarde el policía corría con los brazos extendidos hacia la mujer de los tejanos y la camisa azul. Sus botas resonaban en el suelo de madera, pero la sonrisa había desaparecido de su rostro, y Ralph notó que una desbordante sensación de triunfo le subía a la garganta como impulsada por un resorte. El policía avanzaba resueltamente, pero la mujer de los vaqueros —debido más a la suerte quizá que a una decisión consciente— había conseguido mantener el escritorio entre ellos, y eso iba a proporcionarle una valiosa ventaja. Ralph vio que bajaba los percutores de la escopeta que había cogido del escritorio, vio que se llevaba el arma al hombro mientras retrocedía hasta la reja de la celda del fondo de la sala, y vio que su dedo índice se enroscaba en torno a los dos gatillos.
El enorme policía atravesó la sala como una exhalación, pero no iba a servirle de nada.
Dispárele, pensó Ralph. No para salvarnos sino porque ha matado a nuestra hija. Vuélele los sesos a ese hijo de puta.
Una décima de segundo antes de que Mary apretase los gatillos el policía se arrodilló al otro lado del escritorio, agachando la cabeza como alguien dispuesto a orar. El doble estampido del arma resonó ensordecedoramente en aquel espacio cerrado. Los cañones vomitaron llamas. Ralph oyó gritar a su esposa; le pareció que era un grito de triunfo. En tal caso, había sido prematuro. El sombrero del policía salió volando por el aire, pero las descargas habían pasado por encima de su cabeza, yendo a incrustarse en la pared del fondo de la sala y en el yeso del hueco de la escalera con un sonido semejante al del aguanieve al azotar los cristales de una ventana. A la derecha de la puerta colgaba un tablón de anuncios, y Ralph vio orificios negros en los papeles allí expuestos. El sombrero había quedado reducido a jirones, unidos solo por la fina cinta de cuero que rodeaba la copa. Los cartuchos no contenían perdigones sino postas. Si el disparo hubiese acertado al policía en el vientre lo habría partido en dos. Al darse cuenta de eso Ralph sintió aún mayor desaliento.
Entonces el policía embistió con toda su fuerza el escritorio y lo arrastró a través de la sala hacia la celda, según suponía Ralph, reservada a los borrachos; hacia la celda y hacia la mujer atrapada contra los barrotes. La silla, encajada en el hueco destinado a las piernas, se sacudía a izquierda y derecha. Las ruedas chirriaban. La mujer intentó protegerse con la escopeta, pero no llegó a tiempo. El respaldo le golpeó la pelvis y el estómago, aprisionándola contra la reja de la celda. Lanzó un alarido de dolor y sorpresa.
El policía extendió los brazos como Sansón preparándose para derribar el templo y agarró el escritorio por los lados. Pese a que la doble detonación de la escopeta le retumbaba aún en los oídos, Ralph oyó como se le descosían las costuras de los sobacos. El policía tiró hacia sí del escritorio.
—¡Suéltala! —ordenó—. ¡Suelta el arma, Mary!
La mujer apartó la silla de un empujón, levantó de nuevo la escopeta y volvió a amartillarla. Sollozaba de dolor y esfuerzo. Con el rabillo del ojo Ralph vio que Ellie se tapaba los oídos mientras la mujer enroscaba los dedos en torno a los gatillos, pero esta vez solo se oyó el chasquido seco de los percutores. Ralph sintió una frustración tan amarga como la bilis que le subía a la garganta. Se había dado cuenta a simple vista de que la escopeta no era automática, y sin embargo, inexplicablemente, había albergado la esperanza de que volviese a disparar, como si Dios personalmente fuese a recargar las recámaras y realizar el milagro del Winchester.
El policía empujó el escritorio por segunda vez. De no haber sido por la silla, la mujer no habría tenido nada que temer. Pero la silla estaba allí, y le golpeó otra vez en el vientre. La mujer se dobló por la cintura y emitió un ronco sonido gutural parecido a una arcada.
—¡Suéltala, Mary! ¡Suéltala! —gritó el policía.
Ella no obedeció. Mientras él tiraba otra vez del escritorio hacia atrás (¿por qué no se lanza sobre ella?, pensó Ralph. ¿Es que no sabe que la condenada escopeta esta descargada?) y los cartuchos caían al suelo y rodaban por la sala, la mujer agarró el arma por los cañones.
De inmediato se inclinó sobre el escritorio y la blandió como un bastón. El policía trató de bajar el hombro, pero la nudosa culata de nogal le golpeó en la clavícula de todos modos. Lanzó un gruñido. Ralph no supo si era un gruñido de sorpresa, dolor o simple exasperación, pero el hecho fue que arrancó un aullido de entusiasmo a David, que seguía agarrado a los barrotes de su celda, pálido y sudoroso, con un intenso brillo en los ojos. El anciano del pelo blanco se había levantado del catre y estaba junto a él.
El policía volvió a tirar del escritorio —el culatazo no había mermado perceptiblemente sus fuerzas— y lo empujó de nuevo hacia adelante, golpeando a la mujer con la silla y aprisionándola contra la reja. Otro sonido ronco salió de su garganta.
—¡Déjala! —gritó el policía, pero en esta ocasión se advirtió algo extraño en su voz, y Ralph albergó por un momento la esperanza de que el golpe realmente le hubiese dolido. Sin embargo enseguida se dio cuenta de que estaba riendo—. ¡Déjala o te haré papilla! ¡Te lo digo en serio!
La mujer de pelo moreno —Mary— volvió a levantar el arma pero esta vez sin convicción. Uno de los faldones de la camisa se le había salido de los vaqueros, y Ralph vio marcas rojas en la piel de su cintura. Sabía que sí se hubiese quitado la camisa, le habría visto la silueta del respaldo grabada desde la pelvis hasta los pechos.
Mantuvo la escopeta en alto por un momento y la culata de madera tembló en el aire. Pero finalmente desistió y arrojó el arma a un lado. Cayó ruidosamente junto a la celda donde se hallaban David y el hombre del pelo blanco. David la contempló.
—No la toques, hijo —previno el hombre del pelo blanco—. Está descargada, así que déjala.
El policía lanzó un vistazo hacia ellos. Después, con una radiante sonrisa, miró a la mujer atrapada contra la reja de la celda para borrachos. Retiró el escritorio, lo rodeó y de una patada apartó la silla, que rodó con un chirrido por el suelo y chocó contra los barrotes de la celda contigua a la que ocupaban Ralph y Ellie. Apoyó un brazo en los hombros de la mujer de pelo oscuro y la miró casi con ternura. Ella le respondió con la mirada más rabiosa que Ralph había visto en su vida.
—¿Puedes andar? —preguntó el policía—. ¿Tienes algo roto?
—¿Y eso qué más da? —replicó la mujer—. Si va a matarme, acabe cuanto antes.
—¿Matarte? ¿Matarte? —La miró asombrado, con la expresión de un hombre que nunca ha matado nada mayor que una avispa—. ¡No voy a matarte, Mare! —La abrazó por un instante y echó una ojeada alrededor a sus otras víctimas—. ¡No, por Dios! Y menos ahora que las cosas empiezan a ponerse interesantes.