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A la mañana siguiente, el olor del horno de la madre de Ray se había escabullido escaleras arriba hasta la habitación donde él y Ruth estaban tumbados. De la noche a la mañana, el mundo había cambiado, ni más ni menos.

Después de marcharse del taller de Hal con cuidado de no dejar ningún rastro de que habían estado allí, volvieron en silencio a casa de Ray. Cuando, entrada la noche, Ruana los encontró a los dos dormidos, acurrucados y totalmente vestidos, se alegró de que su hijo tuviera al menos esa extraña amiga.

Hacia las tres de la madrugada, Ray se despertó. Se sentó y miró a Ruth, sus largos y desgarbados miembros, el bonito cuerpo con el que había hecho el amor, y sintió que le invadía un afecto repentino. Alargó una mano para tocarla, y en ese preciso momento un rayo de luna cayó en el suelo a través de la ventana por la que yo lo había visto sentado estudiando durante tantos años. Lo siguió con la mirada. Allí, en el suelo, estaba el bolso de Ruth.

Con cuidado de no despertarla, él se levantó de la cama para cogerlo. Dentro estaba el diario de Ruth. Lo sacó y empezó a leer:

En los extremos de las plumas hay aire, y en su base, sangre. Sostengo en alto huesos: ojalá, como los cristales rotos, cortejaran la luz... aun así, trato de volver a juntar todas estas piezas, de colocarlas con firmeza para que las chicas asesinadas vivan otra vez.