22

Ruth se desplomó en la carretera, de eso me di cuenta. Lo que no vi fue al señor Harvey alejarse sin ser visto ni querido ni invitado.

No pude evitar inclinarme, después de haber perdido el equilibrio, y caí a través de la puerta abierta del cenador al otro lado de la extensión de césped y más allá del límite más lejano del cielo donde había vivido todos esos años.

Oí a Ray gritar por encima de mí, su voz alzándose en un arco de sonido:

—Ruth, ¿estás bien? —Llegó hasta Ruth y gritó—: Ruth, Ruth, ¿qué ha pasado?

Y yo estaba en los ojos de Ruth y miraba hacia arriba. Sentía su espalda arqueada contra el pavimento, y los rasguños que los afilados bordes de la grava le habían hecho a través de la ropa. Notaba cada sensación, el calor del sol, el olor del asfalto, pero no podía ver a Ruth.

Oí los pulmones de Ruth borbotear, una sensación de mareo en el estómago, pero el aire seguía llenándole los pulmones. La tensión se extendía por su cuerpo. Su cuerpo. Con Ray encima, recorriendo con sus ojos grises y palpitantes ambos lados de la carretera en busca de una ayuda que no llegaba. No había visto el coche, sólo había salido de la maleza encantado con su ramo de flores silvestres para su madre, y había encontrado a Ruth allí, tumbada en la carretera.

Ruth empujó contra su piel, tratando de salir. Luchaba por marcharse, y yo estaba dentro de ella ahora y forcejeaba con ella. Deseé con todas mis fuerzas que regresara, deseé ese imposible divino, pero ella quería salir. Nada ni nadie podía retenerla abajo, impedir que volara. Yo observaba desde el cielo, como tantas veces había hecho, pero esta vez a mi lado había algo borroso. Era nostalgia e ira elevándose en forma de anhelo.

—Ruth —dijo Ray—. ¿Me oyes, Ruth?

Justo antes de que ella cerrara los ojos y todas las luces se apagaran y el mundo se volviera frenético, miré a los ojos grises de Ray Singh, la piel oscura, los labios que había besado una vez. Luego, como una mano que se suelta de una fuerte sujeción, Ruth pasó por su lado.

Los ojos de Ray me ordenaban avanzar mientras mis deseos de observar me abandonaban dando paso a un anhelo conmovedor: volver a estar viva en esta Tierra. No observarlos desde arriba, sino estar a su lado.

En alguna parte del Intermedio azulísimo había visto a Ruth pasar corriendo por mi lado mientras yo caía a la Tierra. Pero no era la sombra de una forma humana, ni un fantasma. Era una chica lista que infringía todas las reglas.

Y yo estaba en su cuerpo.

Oí una voz que me llamaba desde el cielo. Era Franny. Corría hacia el cenador llamándome. Holiday ladraba tan fuerte que la voz le brotó entrecortada sin llegar a quebrársele. De pronto Franny y Holiday desaparecieron, y todo quedó en silencio. Sentí que algo me sujetaba y noté una mano en la mía. Mis oídos eran océanos en los que empezaba a ahogarse todo lo que había conocido: voces, caras, sucesos. Abrí los ojos por primera vez desde que había muerto y vi unos ojos grises que me sostenían la mirada. Me quedé inmóvil cuando comprendí que el maravilloso peso que me sujetaba era el de un cuerpo humano.

Traté de hablar.

—No lo hagas —dijo Ray—. ¿Qué ha pasado?

«He muerto», quería responder. ¿Cómo iba a decirle: «He muerto y ahora estoy de nuevo entre los vivos»?

Ray se había arrodillado. Desparramadas a su alrededor y por encima de mí estaban las flores que él había cogido para Ruana. Yo veía sus brillantes formas elípticas contra la ropa oscura de Ruth. Luego Ray pegó el oído a mi pecho para escuchar mi respiración y me puso un dedo en la muñeca para tomarme el pulso.

—¿Te has desmayado? —preguntó después de comprobarlo.

Asentí. Sabía que no se me concedería esa gracia eternamente en la Tierra, que el deseo de Ruth sólo era temporal.

—Creo que estoy bien —probé a decir, pero mi voz era demasiado débil, demasiado lejana, y Ray no me oyó. Entonces clavé los ojos en él, abriéndolos todo lo posible. Algo me apremiaba a levantarme. Me pareció que flotaba de nuevo hacia el cielo, que regresaba, pero sólo trataba de levantarme.

—No te muevas si te sientes débil, Ruth —dijo Ray—. Puedo llevarte en brazos al coche.

Le dediqué una sonrisa de mil vatios.

—Estoy bien —dije.

Sin gran confianza, observándome con atención, me soltó el brazo, pero siguió cogiéndome la otra mano. Se quedó a mi lado mientras yo me ponía de pie, y las flores silvestres cayeron al suelo. En el cielo, las mujeres arrojaron pétalos de rosa al ver a Ruth Connors.

Vi la atractiva cara de Ray sonreír perplejo.

—De modo que estás bien —dijo.

Con cuidado, se acercó lo bastante como para besarme, pero me explicó que estaba examinándome las pupilas para ver si tenían el mismo tamaño.

Yo sentía el peso del cuerpo de Ruth, el seductor movimiento de sus pechos y muslos, así como una asombrosa responsabilidad. Volvía a ser un alma en la Tierra. Ausente sin permiso del cielo por un rato, me habían hecho un regalo. Me obligué a erguirme todo lo posible.

—¿Ruth?

Traté de acostumbrarme al nombre.

—Sí —dije.

—Has cambiado —dijo él—. Algo ha cambiado.

Estábamos de pie en medio de la carretera, pero ése era mi momento. Quería explicárselo, pero ¿qué iba a decir? ¿«Soy Susie y sólo tengo un rato»? Estaba demasiado asustada.

—Bésame —dije en lugar de eso.

—¿Qué?

—¿No quieres? —Le sostuve la cara con las manos y noté su barba incipiente, que no estaba allí hacía ocho años.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó él, desconcertado.

—A veces los gatos caen del décimo piso de un rascacielos y aterrizan de pie. Sólo lo crees porque lo has visto en letra impresa.

Ray se quedó mirándome hipnotizado. Inclinó la cabeza y nuestros labios se rozaron. Sentí sus labios fríos en lo más profundo de mi ser. Otro beso, valioso presente, regalo robado. Sus ojos estaban tan cerca que vi las motas verdes en el fondo gris.

Le cogí la mano y volvimos al coche en silencio. Era consciente de que él andaba muy despacio detrás de mí, tirándome del brazo y vigilando el cuerpo de Ruth para asegurarse de que caminaba bien.

Abrió la portezuela del lado del pasajero, y me dejé caer en el asiento y apoyé los pies en el suelo enmoquetado. Cuando rodeó el coche y se subió, me miró fijamente una vez más.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Volvió a besarme en los labios con delicadeza. Lo que yo llevaba tanto tiempo deseando. El tiempo pareció detenerse y yo me empapé de él. El roce de sus labios, su barba incipiente que me hacía cosquillas, y el ruido del beso, la pequeña succión de nuestros labios al abrirse después de apretarse, y a continuación la separación más brutal. Ese sonido resonó por el largo túnel de soledad en el que me había contentado con ver a otros acariciarse y abrazarse en la Tierra. A mí nunca me habían tocado así. Sólo me habían hecho daño unas manos, más allá de toda ternura. Pero prolongándose hasta mi cielo después de la muerte había habido un rayo de luna que se arremolinaba y se encendía y apagaba: el beso de Ray Singh. De alguna manera, Ruth lo sabía.

Me palpitaron las sienes ante ese pensamiento, escondida dentro de Ruth en todos los sentidos menos en ese: que cuando Ray me besó o nuestras manos se entrelazaron, era mi deseo, no el de Ruth, era yo la que empujaba para salir de su piel. Vi a Holly. Reía, con la cabeza echada hacia atrás. Luego oí a Holiday aullar lastimeramente, porque yo volvía a estar donde los dos habíamos vivido una vez.

—¿Adonde quieres ir? —preguntó Ray.

Y fue una pregunta tan amplia que la respuesta era vastísima. Yo sabía que no quería ir tras el señor Harvey. Miré a Ray y supe por qué estaba yo allí. Para llevarme un trozo de cielo que nunca había conocido.

—Al taller de Hal Heckler —respondí con firmeza.

—¿Qué?

—Tú has preguntado —dije.

—¿Ruth?

—¿Sí?

—¿Puedo volver a besarte?

—Sí —respondí, y me puse colorada.

Él se inclinó mientras el motor se calentaba y nuestros labios se encontraron una vez más, y allí estaba ella, Ruth, hablando ante un grupo de ancianos con boinas y suéteres negros de cuello alto que sostenían en alto mecheros encendidos y pronunciaban su nombre en un canto rítmico.

Ray se recostó y me miró.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Cuando me besas veo el cielo —dije.

—¿Qué aspecto tiene?

—Es diferente para cada uno.

—Quiero detalles —dijo él sonriendo—. Hechos.

—Hazme el amor y te lo diré —respondí.

—¿Quién eres? —preguntó él, pero me daba cuenta de que aún no sabía qué preguntaba.

—El motor ya se ha calentado —dije.

Él aferró el cambio de marchas cromado que había a un lado del volante y nos pusimos en marcha como si fuera lo más normal, un chico y una chica juntos. El sol se reflejó en la mica resquebrajada del viejo pavimento lleno de parches cuando él hizo un cambio de sentido.

Bajamos hasta el final de Flat Road y yo señalé el camino de tierra a un lado de Eels Rod Pike, por donde podríamos cruzar las vías del tren.

—Tendrán que cambiar esto pronto —dijo Ray al cruzar la grava hasta el camino de tierra.

Las vías se extendían hasta Harrisburg en una dirección y hasta Filadelfia en la otra, estaban derribando todos los edificios a lo largo, y las viejas familias se iban y llegaban industriales.

—¿Piensas quedarte aquí cuando acabes la facultad? —pregunté.

—Nadie lo hace —dijo Ray—. Ya lo sabes.

Yo casi parpadeé ante esa decisión, la idea de que si me hubiera quedado en la Tierra tal vez me habría marchado de ese lugar para ir a otro, de que habría podido irme a donde hubiera querido. Y entonces me pregunté si era igual en el cielo que en la Tierra. Si lo que me había perdido eran las ansias de conocer mundo que te invadían cuando te abandonabas.

Fuimos en coche hasta la estrecha franja de terreno despejado que había a cada lado del taller de motos de Hal. Ray detuvo el coche y puso el freno.

—¿Por qué aquí? —preguntó Ray.

—Estamos explorando, ¿recuerdas? —dije.

Le llevé a la parte trasera del taller y busqué por la jamba de la puerta hasta palpar la llave escondida.

—¿Cómo sabías dónde estaba?

—He visto cientos de veces a la gente esconder llaves —dije—. No hace falta ser un genio para adivinarlo.

Dentro era tal como yo lo recordaba, y olía intensamente a grasa de moto.

—Creo que necesito ducharme —dije—. ¿Por qué no te pones cómodo?

Pasé junto a la cama y accioné el interruptor de la luz, que colgaba de un cable, y todas las diminutas luces blancas que había encima de la cama de Hal se encendieron; eran las únicas fuentes de iluminación aparte de la polvorienta luz que entraba por la pequeña ventana trasera.

—¿Adonde vas? —preguntó Ray—. ¿Por qué conoces este lugar? —Su voz se había vuelto un sonido frenético.

—Dame un poco de tiempo, Ray —dije—. Luego te lo explico.

Entré en el pequeño cuarto de baño, pero dejé la puerta entreabierta. Mientras me quitaba la ropa de Ruth y esperaba a que el agua se calentara, confié en que ella me viera, viera su cuerpo tal como yo lo veía, su perfecta belleza viviente.

En el cuarto de baño olía a humedad y a moho, y la bañera estaba manchada después de años de no correr nada más que agua por su desagüe. Me metí en la vieja bañera de patas de cabra y me quedé de pie bajo el chorro de agua. Aunque salía caliente, tenía frío. Llamé a Ray. Le pedí que entrara.

—Te veo a través de la cortina —dijo él, desviando la vista.

—No pasa nada —dije—. Me gusta. Quítate la ropa y entra aquí.

—Susie —dijo él—, ya sabes que yo no soy así.

Se me encogió el corazón.

—¿Qué has dicho? —pregunté. Concentré mi mirada en la suya a través de la tela blanca traslúcida que Hal usaba como cortina: él era una forma oscura con cien agujeritos de luz a su alrededor.

—He dicho que no soy así.

—Me has llamado Susie.

Hubo un silencio, y un momento después él corrió la cortina, con cuidado de mirarme sólo a la cara.

—¿Susie?

—Ven aquí —dije, con lágrimas en los ojos—. Por favor, ven aquí.

Cerré los ojos y esperé. Metí la cabeza debajo del agua y sentí el calor en las mejillas y el cuello, en los pechos, el estómago y las ingles. Luego le oí a él moverse torpemente, oí la hebilla de su cinturón golpear el frío suelo de cemento y unas monedas que cayeron de los bolsillos.

Tuve la misma sensación de expectación entonces que la que había tenido a veces de niña cuando me tumbaba en el asiento trasero del coche y cerraba los ojos mientras mis padres conducían, segura de que cuando el coche se detuviera estaríamos en casa, y ellos me cogerían en brazos y me llevarían dentro. Era una expectación nacida de la confianza.

Ray corrió la cortina. Me volví hacia él y abrí los ojos. Sentí una maravillosa corriente de aire en el interior de los muslos.

—No pasa nada —dije.

Él se metió despacio en la bañera. Al principio no me tocó, pero luego, sin mucha confianza, recorrió una pequeña cicatriz que yo tenía en el costado. Observamos juntos cómo su dedo se deslizaba por la zigzagueante herida.

—El accidente que tuvo Ruth jugando al voleibol en mil novecientos setenta y cinco —dije. Volví a estremecerme.

—Tú no eres Ruth —dijo con una expresión perpleja.

Cogí su mano, que había llegado al final de la cicatriz, y la puse debajo de mi pecho derecho.

—Llevo años observándoos —dije—. Quiero que hagas el amor conmigo.

Él abrió la boca para hablar, pero lo que en esos momentos acudió a sus labios era demasiado extraño para decirlo en voz alta. Me rozó el pezón con el pulgar e inclinó la cabeza hacia mí. Nos besamos. El chorro de agua que caía entre nuestros cuerpos mojó el escaso vello de su pecho y su vientre. Lo besé porque quería ver a Ruth, y quería ver a Holly, y quería saber si ellas podían verme. En la ducha podía llorar y Ray podía besarme las lágrimas, sin saber exactamente por qué lloraba yo.

Toqué cada parte de su cuerpo, sosteniéndola en mis manos. Ahuequé la palma alrededor de su codo. Estiré su vello púbico entre los dedos. Sostuve esa parte de él que el señor Harvey me había metido a la fuerza. Dentro de mi cabeza pronuncié la palabra «delicadeza», y luego la palabra «hombre».

—¿Ray?

—No sé cómo llamarte.

—Susie.

Llevé los dedos a sus labios para poner fin a sus preguntas.

—¿Te acuerdas de la nota que me escribiste? ¿Te acuerdas de que te llamabas a ti mismo el Moro?

Por un instante los dos nos quedamos allí, y yo vi cómo el agua le caía por los hombros.

Sin decir nada más, él me levantó y yo lo rodeé con mis piernas. Él se apartó del chorro de agua para apoyarse en el borde de la bañera. Cuando estuvo dentro de mí, le sujeté la cara con las manos y lo besé lo más apasionadamente que supe.

Al cabo de un largo minuto se apartó.

—Dime cómo es aquello.

—A veces se parece al instituto —dije sin aliento—. Nunca llegué a ir, pero en mi cielo puedo hacer hogueras en las aulas y correr arriba y abajo por los pasillos gritando todo lo fuerte que quiero. Aunque no siempre es así. Puede ser como Nueva Escocia, o Tánger, o el Tíbet. Se parece a todo aquello con que has soñado alguna vez.

—¿Está Ruth allí ahora?

—Ruth está dando una charla, pero volverá.

—¿Te ves a ti misma allí ahora?

—Ahora estoy aquí —dije.

—Pero te irás pronto.

No iba a mentir. Asentí.

—Creo que sí, Ray. Sí.

Entonces hicimos el amor. Hicimos el amor en la bañera y en el dormitorio, bajo las luces y las estrellas falsas que brillaban en la oscuridad. Mientras él descansaba, le cubrí de besos la columna vertebral y bendije cada músculo, cada lunar y cada imperfección.

—No te vayas —dijo él, y sus ojos, esas gemas brillantes, se cerraron y sentí su respiración poco profunda.

—Me llamo Susie —susurré—, de apellido Salmón, como el pez. —Bajé la cabeza hasta apoyarla en su pecho y me dormí a su lado.

Cuando abrí los ojos, la ventana que teníamos delante estaba de color rojo oscuro, y comprendí que no nos quedaba mucho tiempo. Fuera, el mundo que llevaba tanto tiempo observando vivía y respiraba sobre la misma Tierra en la que ahora me encontraba. Pero yo sabía que no podía salir. Había aprovechado esa ocasión para enamorarme, enamorarme con la clase de impotencia que no había experimentado muerta, la impotencia de estar viva, la oscura y brillante compasión de ser humana, abriéndome paso a tientas, palpando los rincones y abriendo los brazos a la luz, y todo ello formaba parte de navegar por lo desconocido.

El cuerpo de Ruth se debilitaba. Me apoyé en un brazo y observé a Ray dormir. Sabía que me iría pronto.

Cuando él abrió los ojos un rato después, lo miré y recorrí su perfil con los dedos.

—¿Piensas alguna vez en los muertos, Ray?

Él parpadeó y me miró.

—Estudio medicina.

—No me refiero a cadáveres, enfermedades u órganos defectuosos, sino de lo que habla Ruth. Me refiero a nosotros.

—A veces sí —dijo él—. Siempre me ha intrigado.

—Estamos aquí, ¿sabes? —dije—. Todo el tiempo. Puedes hablar con nosotros y pensar en nosotros. No tiene por qué ser triste o espeluznante.

—¿Puedo volver a tocarte? —Y se apartó las sábanas de las piernas para incorporarse.

Fue entonces cuando vi algo al pie de la cama de Hal. Algo borroso e inmóvil. Traté de convencerme de que la luz me engañaba, que eran motas de polvo atrapadas en el sol del atardecer. Pero cuando Ray alargó una mano para tocarme, no sentí nada.

Ray se inclinó sobre mí y me besó suavemente en el hombro. No lo noté. Me pellizqué por debajo de la manta. Nada.

La borrosa cosa al pie de la cama empezó a tomar forma. Mientras Ray se levantaba de la cama, vi cómo una multitud de hombres y mujeres llenaba la habitación.

—Ray —dije justo antes de que llegara al cuarto de baño. Quería decir «Te echaré de menos», o «No te vayas», o «Gracias».

—¿Sí?

—Tienes que leer el diario de Ruth.

—No podrías evitar que lo hiciese —dijo él.

Miré a través de las misteriosas figuras de los espíritus que formaban una masa al pie de la cama y vi que me sonreía. Luego vi cómo su bonito y frágil cuerpo se daba la vuelta y cruzaba la puerta. Un repentino y débil recuerdo.

Cuando empezó a elevarse el vapor de la bañera, me acerqué despacio al escritorio infantil donde Hal tenía amontonados sus discos y sus facturas. Empecé a pensar de nuevo en Ruth, en que yo no había previsto eso: la maravillosa posibilidad con que había soñado ella desde nuestro encuentro en el aparcamiento. Lo que yo había explotado en el cielo y en la Tierra era la esperanza. Sueños de ser fotógrafa de la naturaleza, sueños de ganar un Osear en los primeros años de educación secundaria, sueños de besar una vez más a Ray Singh. Mira qué ocurre cuando sueñas.

Vi un teléfono frente a mí, y descolgué el auricular. Sin pensar, marqué el número de mi casa, como una cerradura cuya combinación sólo recuerdas al hacer girar el disco.

A la tercera llamada, alguien contestó.

—¿Diga?

—Hola, Buckley —dije.

—¿Quién es?

—Soy yo, Susie.

—¿Quién es?

—Susie, cariño, tu hermana mayor.

—No te oigo —dijo él.

Me quedé mirando el teléfono un momento y luego los sentí. Ahora, la habitación estaba llena de esos espíritus silenciosos. Entre ellos había niños, así como adultos. «¿Quiénes sois? ¿De dónde habéis salido todos?», pregunté, pero lo que había sido mi voz no hizo ruido en la habitación. Fue entonces cuando me di cuenta. Yo estaba sentada y observando a los demás, pero Ruth estaba apoyada sobre el escritorio.

—¿Puedes alcanzarme una toalla? —gritó Ray después de cerrar el grifo. Al ver que yo no respondía, descorrió la cortina. Lo oí salir de la bañera y acercarse a la puerta. Vio a Ruth y corrió hacia ella. Le tocó el hombro y, soñolienta, ella se despertó. Se miraron. Ella no tuvo que decir nada. Él supo que yo me había ido.

Recuerdo una vez que iba con mis padres, Lindsey y Buckley en un tren, sentada de espaldas, y nos metimos en un túnel oscuro. Ésa fue la sensación que tuve la segunda vez que abandoné la Tierra. El destino de alguna manera inevitable, los paisajes e imágenes que había visto tantas veces al pasar. Pero esta vez iba acompañada, no me habían sacado de allí a la fuerza, y yo sabía que habíamos emprendido un largo viaje a un lugar muy lejano.

Marcharme por segunda vez de la Tierra fue más fácil de lo que había sido regresar. Vi a dos viejos amigos abrazados en silencio detrás del taller de motos de Hal, ninguno de los dos preparado para expresar en voz alta lo que les había ocurrido. Ruth se sentía más cansada y al mismo tiempo más feliz de lo que nunca se había sentido, mientras que Ray apenas empezaba a asimilar lo que había vivido y las posibilidades que eso le ofrecía.