Después de dejar a mis padres en el hospital, fui a ver a Ray Singh. Habíamos tenido catorce años a la vez, él y yo. Ahora vi su cabeza en la almohada, el pelo oscuro y la piel morena sobre las sábanas amarillas. Yo siempre había estado enamorada de él. Conté las pestañas de cada ojo cerrado. Pensé en lo que casi fue, en lo que pudo haber sido, y tuve las mismas pocas ganas de dejarlo que a mi familia.
En el andamio de detrás del escenario, por encima de Ruth, Ray Singh se había acercado tanto a mí que sentí su aliento cerca del mío. Olí la mezcla de clavo y canela con que imaginé que espolvoreaba sus cereales por la mañana, y también un olor oscuro, el olor humano del cuerpo que se acercaba al mío, un cuerpo dentro del cual había órganos suspendidos por una química distinta de la mía.
Desde el momento en que supe que iba a ocurrir hasta que ocurrió, me había asegurado de no quedarme a solas con Ray Singh, dentro o fuera del colegio. Temía lo que más deseaba: que me besara. No estar a la altura de las historias que todo el mundo contaba, o de lo que había leído en Seventeen, Glamour y Vogue. Temía no hacerlo lo bastante bien, que mi primer beso provocara rechazo, no amor. Aun así, coleccionaba historias de besos.
—Tu primer beso es el destino que llama a tu puerta —me dijo la abuela Lynn un día por teléfono.
Yo sostenía el auricular mientras mi padre iba a llamar a mi madre. Lo oí decir desde la cocina:
—Está como una cuba.
—Si tuviera que repetirlo, me pondría algo especial como Fuego y Hielo, pero entonces Revlon no hacía ese pintalabios. Habría dejado mi marca en el hombre.
—¡Madre! —dijo mi madre desde la extensión del dormitorio.
—Estamos hablando del asunto de los besos, Abigail.
—¿Cuánto has bebido?
—Verás, Susie —siguió la abuela Lynn—, si besas como un limón, haces limonada.
—¿Qué sentiste?
—Ah, el asunto de los besos —dijo mi madre—. Eso te lo dejo a ti.
Yo había pedido una y otra vez a mis padres que me lo contaran para escuchar sus distintas versiones. Me quedé con la imagen de los dos detrás de una nube de humo de cigarrillo y sus labios rozándose ligeramente dentro de la nube.
—Susie —susurró la abuela Lynn un momento después—, ¿estás ahí?
—Sí, abuela.
Se quedó callada un rato más largo.
—Tenía tu edad, y mi primer beso vino de un adulto. El padre de una amiga.
—¡Abuela! —exclamé, sinceramente escandalizada.
—No vas a regañarme, ¿verdad?
—No.
—Fue maravilloso —dijo la abuela Lynn—. Él sabía besar. Yo no podía soportar a los chicos que intentaban besarme. Les ponía una mano en el pecho y los apartaba. El señor McGahern, en cambio, sabía utilizar los labios.
—¿Y qué pasó?
—Fue maravilloso —exclamó—. Yo sabía que no estaba bien, pero fue increíble, por lo menos para mí. Nunca le pregunté qué había sentido, claro que después de eso nunca volví a verlo a solas.
—Pero ¿te habría gustado repetir?
—Sí, siempre anduve a la caza de ese primer beso.
—¿Qué hay del abuelo?
—No era nada del otro mundo besando —dijo ella. Yo oía los cubitos de hielo al otro lado de la línea—. Nunca he olvidado al señor McGahern, aunque sólo fue un momento. ¿Hay algún chico que quiere besarte?
Mis padres no me lo habían preguntado. Yo sabía que ya lo sabían, lo notaban y sonreían cuando cambiaban impresiones.
Tragué saliva al otro lado de la línea.
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—Ray Singh.
—¿Te gusta?
—Sí.
—Entonces, ¿a qué esperas?
—Tengo miedo de no hacerlo bien.
—¿Susie?
—¿Sí?
—Sólo diviértete, niña.
Pero cuando, esa tarde, me quedé junto a mi taquilla y oí la voz de Ray pronunciar mi nombre, esta vez detrás y no por encima de mí, me pareció cualquier cosa menos divertido. El momento en sí tampoco fue divertido. No tuvo nada que ver con los estados absolutos que había conocido hasta entonces. Me sentí, por expresarlo en una sola palabra, revuelta. No como verbo, sino como adjetivo. Feliz + Asustada = Revuelta.
—Ray —dije, pero antes de que el nombre abandonara mis labios, él se había inclinado hacia mí y capturado mi boca abierta con la suya. Fue tan inesperado, aunque llevaba semanas esperándolo, que me quedé con ganas de más. Deseé desesperadamente volver a besar a Ray Singh.
A la mañana siguiente, el señor Connors recortó un artículo del periódico y lo guardó para Ruth. Era un dibujo detallado de la sima de los Flanagan y cómo iban a cubrirla. Mientras Ruth se vestía le escribió una nota. «Esto es una chapuza —se leía en ella—. Algún día el coche de algún pobre diablo volverá a caer en ella.»
—Papá cree que es un presagio —dijo, agitando el recorte en el aire al subirse en el Chevy azul de Ray al final del camino de su garaje—. Nuestro rincón va a ser engullido en parcelas subdivididas. Toma. En este artículo hay cuatro cuadros como los cubos que dibujas en una clase de dibujo para principiantes, y se supone que muestran cómo van a tapar la sima.
—Yo también me alegro de verte, Ruth —dijo él, dando marcha atrás por el camino mientras señalaba con la mirada el cinturón de seguridad desabrochado de Ruth.
—Perdona —dijo Ruth—. Hola.
—¿Qué dice el artículo? —preguntó Ray.
—Hace un día precioso, un tiempo espléndido.
—Está bien, está bien. Háblame del artículo.
Cada vez que veía a Ruth después de unos meses recordaba su impaciencia y su curiosidad, dos rasgos que los había acercado y mantenido como amigos.
—Los tres primeros son el mismo dibujo, pero con distintas flechas señalando distintas partes: «capa superior», «piedra caliza resquebrajada» y «roca desintegrándose». El último tiene un gran título, «Cómo solucionarlo», y debajo explica: «El hormigón llena la garganta y el cemento blanco rellena las grietas».
—¿La garganta? —preguntó Ray.
—Lo sé —dijo Ruth—. Luego está esta otra flecha al otro lado, como si fuera un proyecto tan importante que han tenido que hacer una pausa para que los lectores asimilen la idea, y dice: «Por último, se llena el hoyo de tierra».
Ray se echó a reír.
—Como un procedimiento médico —continuó Ruth—. Se necesita una cirugía complicada para reparar el planeta.
—Creo que los agujeros en la tierra provocan miedos muy primarios.
—¡Tienen gargantas, por el amor de Dios! —exclamó Ruth—. Eh, vamos a echarle un vistazo.
Un kilómetro y medio más adelante había letreros que anunciaban una nueva construcción. Ray giró a la izquierda y se adentró en los círculos de las carreteras recién pavimentadas donde habían talado los árboles y ondeaban pequeñas banderas rojas y amarillas a espacios regulares en lo alto de indicadores al nivel de la cintura.
Justo cuando se habían convencido de que estaban solos explorando las carreteras trazadas para un área todavía inhabitable, vieron a Joe Ellis acercarse a ellos.
Ni Ruth ni Ray lo saludaron con la mano, y Joe no hizo ademán de saludarlos.
—Dice mi madre que sigue viviendo en casa y no encuentra trabajo.
—¿Qué hace durante todo el día? —preguntó Ray.
—Pegar sustos, supongo.
—Nunca lo superó —dijo Ray, y Ruth se quedó mirando las hileras e hileras de aparcamientos vacíos hasta que Ray salió de nuevo a la carretera principal y volvieron a cruzar las vías del tren hacia la carretera 30, que los llevaría a la sima.
Ruth había sacado el brazo por la ventana para sentir el aire húmedo de la mañana después de la lluvia. Aunque Ray había sido acusado de estar involucrado en mi desaparición, había comprendido la razón, sabía que la policía había cumplido con su deber. Sin embargo, Joe Ellis nunca se había recuperado de la acusación de haber matado a los gatos y perros que había matado el señor Harvey. Vagaba por ahí, manteniéndose a una distancia prudencial de sus vecinos y deseando intensamente consolarse con el amor de los gatos y los perros. Lo más triste es que los animales olían lo deshecho que estaba —era el defecto de los humanos— y se mantenían bien lejos de él.
En la carretera 30, cerca de Eels Rod Pike, por donde Ray y Ruth estaban a punto de pasar, vi a Len salir del apartamento de encima de la barbería de Joe. Llevaba a su coche una mochila de estudiante no muy llena. Se la había regalado la joven a la que pertenecía el apartamento, que le había invitado a un café un día después de que se conocieran en la comisaría haciendo un curso de criminología del West Chester College. Dentro de la mochila había una mezcolanza de cosas: se proponía enseñarle alguna a mi padre, pero las otras ningún padre necesitaba verlas. Entre las últimas estaban las fotos de las tumbas de los cuerpos recuperados, dos codos en cada caso.
Cuando llamó al hospital, la enfermera le dijo que el señor Salmón estaba con su mujer y su familia. Su sentimiento de culpabilidad aumentó mientras detenía el coche en el aparcamiento del hospital y se quedaba un momento sentado bajo el sol abrasador que atravesaba el parabrisas, disfrutando del calor.
Yo lo veía prepararse, buscando las palabras para expresar lo que tenía que decir. Sólo tenía una cosa clara: después de casi siete años de estar cada vez menos en contacto desde finales de 1975, lo que mis padres más anhelaban era un cuerpo o la noticia de que habían encontrado al señor Harvey. Lo que él tenía que ofrecer era un colgante.
Cogió la mochila y cerró el coche, y pasó junto a la vendedora de flores con sus cubos llenos otra vez de narcisos. Sabía el número de la habitación de mi padre, de modo que no se molestó en anunciarse en el mostrador de enfermeras de la quinta planta; se limitó a llamar con los nudillos a la puerta abierta antes de entrar.
Mi madre estaba de pie, de espaldas a él. Cuando se volvió, vi el efecto que la fuerza de su presencia tenía en él. Sostenía la mano de mi padre. De pronto me sentí muy sola.
Mi madre vaciló un poco al sostener la mirada de Len, y luego rompió el silencio con lo que le salió con más facilidad.
—Siempre es un placer verle —dijo tratando de bromear.
—Len —logró decir mi padre—. Abbie, ¿puedes ayudarme a recostarme?
—¿Cómo se encuentra, señor Salmón? —preguntó Len mientras mi madre apretaba el botón de la cama que tenía la flecha hacia arriba.
—Jack, por favor —insistió mi padre.
—Antes de que se hagan ilusiones —dijo Len—, no lo hemos cogido.
Mi padre se quedó visiblemente decepcionado.
Mi madre colocó bien las almohadas a la espalda de mi padre.
—Entonces, ¿para qué ha venido? —preguntó ella.
—Hemos encontrado algo de Susie —dijo él.
Había utilizado casi la misma frase cuando vino a casa con el gorro de la borla y los cascabeles. El eco resonó en la cabeza de mi madre.
Cuando, la noche anterior, mi madre había observado a mi padre dormir, y luego él se había despertado y visto su cabeza junto a la suya en la almohada, los dos habían tratado de evitar el recuerdo de esa primera noche de nieve, granizo y lluvia, y cómo se habían abrazado sin atreverse ninguno de los dos a expresar en voz alta su mayor esperanza. La noche anterior, mi padre había dicho por fin: «Nunca volverá a casa». Una verdad clara y sencilla que habían aceptado todos los que me habían conocido. Pero él necesitaba decirlo, y ella necesitaba oírselo decir.
—Es un colgante de su pulsera —dijo Len—. Una piedra de Pensilvania con sus iniciales grabadas.
—Se la compré yo —dijo mi padre—. En la estación de la calle Treinta, un día que fui a la ciudad. Tenían un puesto, y un hombre con unas gafas de cristal inastillable me grabó las iniciales gratis. Compré otra para Lindsey. ¿Te acuerdas, Abigail?
—Sí —respondió mi madre.
—La encontramos cerca de una tumba, en Connecticut.
Mis padres se quedaron callados un momento, como animales atrapados en hielo, los ojos inmóviles y muy abiertos, suplicando a todo el que pasara que, por favor, los liberara.
—No era Susie —dijo Len, apresurándose a llenar el silencio—. Lo que significa que Harvey ha estado relacionado con otros asesinatos cometidos en Delaware y Connecticut. Encontramos el colgante de Susie en una tumba de las afueras de Hartford.
Mis padres vieron a Len abrir con torpeza la cremallera ligeramente atascada de su mochila. Mi madre alisó el pelo de mi padre y trató de atraer su mirada. Pero mi padre estaba concentrado en la posibilidad que les ofrecía Len: reabrir el caso de mi asesinato. Y mi madre, justo cuando empezaba a tener la sensación de pisar un terreno más firme, tuvo que ocultar el hecho de que nunca había querido que todo volviera a empezar. El nombre de George Harvey le hacía enmudecer. Nunca había sabido qué decir de él. En su opinión, vivir pendiente de que lo capturasen y lo castigasen significaba optar por vivir con el enemigo en lugar de aprender a vivir en el mundo sin mí.
Len sacó una gran bolsa de cremallera. Al fondo, mis padres vieron un destello dorado. Len se lo dio a mi madre y ella lo sostuvo ante los ojos.
—¿No lo necesita, Len? —preguntó mi padre.
—Ya lo hemos analizado a fondo —dijo él—. Hemos tomado nota de dónde se encontró y hecho las fotografías necesarias. Podría darse el caso de que tuviera que pedirles que me lo devolvieran, pero hasta entonces pueden quedárselo.
—Ábrelo, Abbie —dijo mi padre.
Vi a mi madre sostener la bolsa abierta e inclinarse hacia la cama.
—Es para ti, Jack —dijo ella—. Se lo regalaste tú.
A mi padre le tembló la mano al introducirla en la bolsa y tardó un segundo en palpar con la yema de los dedos los bordes afilados de la piedra. Sacó el colgante de una forma que me hizo pensar en cuando Lindsey y yo jugábamos a Operación de pequeñas. Si tocaba los lados de la bolsa, sonaría una alarma y tendría que pagar una prenda.
—¿Cómo puede estar tan seguro de que él mató a esas otras niñas? —preguntó mi madre.
Miraba fijamente el pequeño rescoldo dorado en la palma de mi padre.
—No hay nada seguro —dijo Len.
Y el eco volvió a resonar en los oídos de mi madre. Len tenía una colección de frases hechas. Ésa era la frase que mi padre había tomado prestada para tranquilizar a su familia. Era una frase cruel que se aprovechaba de la esperanza.
—Creo que ahora debería irse —dijo ella.
—¿Abigail? —dijo mi padre.
—No quiero oír nada más.
—Me alegro de tener el colgante, Len —dijo mi padre.
Len se quitó un sombrero imaginario en dirección a mi padre antes de darse media vuelta para marcharse. Le había hecho el amor a mi madre antes de que ella se marchara. El sexo como acto de olvido voluntario. La clase de sexo que practicaba cada vez más a menudo en las habitaciones de encima de la barbería.
Me dirigí al sur para reunirme con Ruth y Ray, pero, en cambio, vi al señor Harvey. Conducía un coche anaranjado reconstruido a partir de tantas versiones distintas de la misma marca y el mismo modelo que parecía un monstruo de Frankenstein sobre ruedas. Una correa elástica sujetaba el capó, que se sacudía con el aire que venía en dirección contraria.
El motor se había negado a superar el límite de velocidad, por mucho que él había pisado el acelerador. Había dormido junto a una tumba vacía y soñado con el «¡Cinco, cinco, cinco!», y se había despertado poco antes del amanecer para conducir hasta Pensilvania.
El contorno del señor Harvey se volvía extrañamente borroso. Durante años había mantenido a raya los recuerdos de las mujeres y niñas que había matado, pero ahora, uno a uno, regresaban.
A la primera niña le había hecho daño por accidente. Perdió la cabeza y no pudo detenerse, o así es como se lo explicó a sí mismo. Ella dejó de ir al instituto al que iban los dos, pero a él no le extrañó. A esas alturas se había mudado tantas veces de casa que supuso que era eso lo que había hecho ella. Había lamentado esa silenciosa y como amortiguada violación a una amiga del instituto, pero no la había visto como algo que quedaría grabado en la memoria de alguno de los dos. Era como si algo ajeno a él hubiera terminado en la colisión de sus dos cuerpos una tarde. Luego, durante un segundo, ella se había quedado mirándolo. Insondable. Finalmente, se había puesto las bragas rasgadas, metiéndoselas por debajo de la cinturilla de la falda para sujetárselas. No hablaron, y ella se marchó. Él se cortó el dorso de la mano con la navaja. Cuando su padre le preguntara por la sangre, tendría una explicación verosímil que ofrecer. «Ha sido un accidente, mira», diría, y se señalaría la mano.
Pero su padre no le preguntó nada, y nadie fue a buscarlo. Ni su padre ni su hermano ni la policía.
Luego vi lo que el señor Harvey sentía a su lado. A esa niña, que había muerto sólo unos años después, cuando su hermano se quedó dormido fumando un cigarrillo. Estaba sentada en el asiento del pasajero. Me pregunté cuánto tardaría en empezar a acordarse de mí.
Lo único que había cambiado desde el día que el señor Harvey me había entregado en casa de los Flanagan eran los pilones anaranjados colocados alrededor del terreno. Eso y las pruebas de que la sima se había agrandado. La esquina sudeste de la casa estaba inclinada y el porche delantero se hundía silenciosamente en la tierra.
Como precaución, Ray aparcó al otro lado de Flat Road, bajo un tramo cubierto de maleza. Aun así, el lado del pasajero rozó el borde de la acera.
—¿Qué ha sido de los Flanagan? —preguntó Ray mientras bajaban del coche.
—Mi padre me dijo que la compañía que había comprado la propiedad los había compensado y se habían marchado.
—Este lugar es espeluznante, Ruth —dijo Ray.
Cruzaron la carretera vacía. El cielo estaba azul claro, con sólo unas pocas nubes desperdigadas. Desde donde estaban veían la parte trasera del taller de motos de Hal al otro lado de las vías del tren.
—Me pregunto si sigue siendo de Hal Heckler —dijo Ruth—. Estuve colada por él cuando éramos adolescentes.
Luego se volvió hacia el aparcamiento. Se quedaron callados. Ruth se movió en círculos cada vez más pequeños, con el hoyo y su indefinido borde como objetivo. Ray la seguía justo detrás. De lejos, el hoyo parecía inofensivo, como un charco de barro demasiado grande que empezaba a secarse. Había puñados de malas hierbas alrededor, y si te acercabas lo suficiente era como si la tierra terminara dando paso a carne de color marrón claro. Era blando y convexo, y engullía todo lo que se pusiera encima.
—¿Cómo sabes que no nos engullirá a nosotros? —preguntó Ray.
—No pesamos lo suficiente —dijo Ruth.
—Si notas que te hundes, párate.
Al verlos me acordé de cómo había cogido a Buckley de la mano el día que fuimos a enterrar la nevera. Mientras mi padre hablaba con el señor Flanagan, Buckley y yo nos habíamos acercado al lugar donde el suelo se volvía más blando e inclinado, y yo habría jurado que cedía un poco bajo mis pies, la misma sensación que tenía cuando caminaba por el cementerio de nuestra iglesia y me hundía de pronto en los túneles poco profundos que los topos habían cavado entre las lápidas.
A la larga, el recuerdo de esos topos —las imágenes de esas criaturas ciegas, curiosas y dentudas que buscaba en los libros— me ayudó a aceptar el hecho de que me había hundido en la tierra en una pesada caja fuerte. Yo estaba hecha a prueba de topos, de todos modos.
Ruth se acercó de puntillas a lo que creyó que era el borde mientras yo pensaba en las carcajadas de mi padre en ese día lejano. De regreso a casa, yo le había contado a mi hermano una historia que me había inventado: cómo debajo de la sima había todo un pueblo subterráneo cuya existencia nadie conocía, y la gente que vivía en él recibía esos electrodomésticos como regalos de un cielo terrenal. «Cuando nuestras neveras llegan a ellos —dije—, nos alaban, porque son una raza de pequeños reparadores que disfrutan recomponiendo cosas.» La risa de mi padre llenó el coche.
—Ruthie, ya te has acercado bastante —dijo Ray. Ruth tenía las plantas de los pies en la tierra dura y los dedos en la blanda, y mientras la observaba tuve la sensación de que era capaz de levantar los brazos y tirarse allí mismo para reunirse conmigo. Pero Ray se acercó a ella por detrás.
—Por lo visto, la garganta de la tierra eructa —dijo.
Los tres vimos la esquina de algo metálico que se elevaba.
—La gran Maytag del sesenta y nueve —dijo Ray. Pero no era una lavadora ni una caja fuerte. Era un viejo fogón rojo de gas que se movía despacio.
—¿Te has preguntado alguna vez dónde fue a parar el cuerpo de Susie Salmón? —preguntó Ruth.
Yo quería salir de debajo de la maleza que ocultaba a medias su coche azul, cruzar la carretera y meterme en el hoyo para a continuación volver a salir y darle a Ruth unos golpecitos en el hombro y decir: «¡Soy yo! ¡Has acertado! ¡Bingo! ¡Has dado en el blanco!».
—No —dijo Ray—. Eso te lo dejo a ti.
—Todo está cambiando en este lugar. Cada vez que vengo ha desaparecido algo que lo hacía distinto del resto del país —dijo ella.
—¿Quieres entrar en la casa? —preguntó Ray, pero pensaba en mí. En lo colado que había estado por mí a los trece años. Me había visto volver andando a casa delante de él, y habían sido detalles: mi horrible falda plisada, mi chaquetón cubierto de pelos de Holiday, la manera en que el sol se reflejaba en mi pelo que yo creía castaño desvaído mientras volvíamos a casa, uno detrás del otro. Y unos días después, cuando él se había levantado en la clase de ciencias sociales y leído por equivocación su trabajo sobre Jane Eyre en lugar del de la guerra de 1812, yo lo había mirado de una manera que a él le pareció agradable.
Ray se encaminó a la casa que iban a demoler muy pronto y que había sido despojada de todos los pomos y grifos de valor por el señor Connors a altas horas de la madrugada, mientras Ruth se quedaba junto al hoyo. Ray ya estaba dentro de la casa cuando ocurrió. Con la misma claridad que si fuera de día, ella me vio de pie a su lado, mirando el lugar donde me había arrojado el señor Harvey.
—Susie —dijo Ruth, sintiendo mi presencia aún más sólidamente al pronunciar mi nombre.
Pero yo no dije nada.
—Te he escrito poemas —dijo ella, tratando de retenerme. Lo que llevaba toda la vida deseando ocurría por fin—. ¿No quieres nada, Susie?
Luego desaparecí.
Ruth se quedó allí, esperando tambaleante a la luz grisácea del sol de Pensilvania. Y la pregunta resonó en mis oídos: «¿No quieres nada?».
Al otro lado de las vías del tren, el taller de Hal estaba desierto. Se había tomado el día libre, y había llevado a Samuel y a Buckley a una feria de motos en Radnor. Yo veía a Buckley recorrer con la mano la curvada cubierta de la tracción delantera de una pequeña moto roja. Faltaba poco para su cumpleaños, y Hal y Samuel lo observaban. Hal había querido regalarle el viejo saxo alto de Samuel, pero la abuela Lynn había intervenido. «Necesita aporrear cosas, querido —dijo—. Ahórrate los objetos delicados.» De modo que Hal y Samuel se habían juntado para comprarle a mi hermano una batería de segunda mano.
La abuela Lynn estaba en el centro comercial tratando de encontrar ropa sencilla pero elegante que pudiera convencer a mi madre para que se pusiera. Con dedos hábiles por los años de experiencia, descolgó un vestido azul marino de un colgador de prendas negras. Yo veía a la mujer que estaba cerca mirar el vestido verde de envidia.
En el hospital, mi madre le leía en voz alta a mi padre el Evening Bulletin del día anterior, y él le leía los labios sin escuchar en realidad. En lugar de eso, quería besarla.
Y Lindsey.
Vi cómo el señor Harvey se metía en mi antiguo vecindario en pleno día, sin importarle que lo vieran, confiando en su habitual invisibilidad: allí, en ese vecindario donde tantos habían asegurado que nunca lo olvidarían, donde siempre lo habían visto como a un forastero, donde enseguida habían empezado a sospechar que la esposa muerta a la que se refería con distintos nombres había sido una de sus víctimas.
Lindsey estaba sola en casa.
El señor Harvey pasó junto a la casa de Nate, que estaba dentro de la zona de casas-ancla de la urbanización. La madre de Nate arrancaba las flores marchitas de un parterre con forma de riñón, y levantó la vista cuando el coche pasó por delante. Al ver el coche destartalado y desconocido, imaginó que era un amigo de la universidad de uno de los chicos mayores que había vuelto a pasar el verano. No vio al señor Harvey al volante. Éste giró a la izquierda y se adentró en la carretera que rodeaba su vieja calle. Holiday gruñó a mis pies, con la misma clase de gruñido grave y desagradable que se le escapaba cuando lo llevábamos en coche al veterinario.
Ruana Singh estaba de espaldas a él. La vi por la ventana del comedor, ordenando alfabéticamente un montón de libros nuevos y colocándolos en estanterías cuidadosamente organizadas. Los niños estaban en los jardines, columpiándose, caminando sobre zancos con resortes o persiguiéndose unos a otros con pistolas de agua. Un vecindario lleno de víctimas en potencia.
Él rodeó la curva del final de nuestra calle y pasó por el pequeño parque municipal, al otro lado del cual vivían los Gilbert. Estaban los dos en casa, el señor Gilbert ahora achacoso. Luego vio su antigua casa, que ya no era verde, aunque para mi familia y para mí siempre sería «la casa verde». Los nuevos dueños la habían pintado de color malva y habían instalado una piscina, y justo al lado, cerca de la ventana del sótano, había un cenador de madera de secuoya abarrotado de juguetes y hiedra colgante. Habían pavimentado los parterres delanteros al ampliar el camino del garaje, y cubierto el porche con cristal a prueba de heladas, detrás del cual vio una especie de oficina. Le llegaron las risas de unas niñas en el patio trasero, y vio salir de la casa a una mujer con sombrero y una podadera. Se quedó mirando al hombre sentado en el coche anaranjado y sintió una especie de patada en su interior: la patada inquieta de un útero vacío. Se volvió bruscamente y entró de nuevo en la casa, y se quedó mirándolo desde la ventana. Esperando.
Condujo unas cuantas casas más allá.
Y allí estaba ella, mi querida hermana. Él la vio por la ventana del piso de arriba de nuestra casa. Se había cortado el pelo y había adelgazado durante aquellos años, pero era ella, sentada ante la mesa de dibujo que utilizaba como escritorio, leyendo un libro de psicología.
Fue entonces cuando empecé a verlos bajar por la calle.
Mientras él observaba las ventanas de mi antigua casa preguntándose dónde estaban los demás miembros de mi familia, y si mi padre seguía cojeando, vi los últimos rastros de los animales y las mujeres que abandonaban la casa del señor Harvey. Avanzaban con dificultad, todos juntos. El señor Harvey observó a mi hermana, y pensó en las sábanas con que había cubierto los postes de la tienda nupcial. Aquel día había mirado a mi padre a los ojos al pronunciar mi nombre. Y el perro, el que ladró a la puerta de su casa, ese perro seguro que ya había muerto.
Lindsey se apartó de la ventana, y yo vi al señor Harvey observarla. Ella se levantó y se volvió para acercarse a una estantería que iba del suelo al techo. Cogió otro libro y volvió a su escritorio. Mientras él le miraba la cara, en su retrovisor apareció de pronto un coche patrulla negro y blanco que recorría lentamente la calle detrás de él.
Sabía que no podía correr más que ellos, de modo que se quedó sentado en el coche y preparó los últimos vestigios de la cara que llevaba décadas mostrando a las autoridades, la cara de un hombre desabrido al que podías compadecer o despreciar, pero nunca culpar. Cuando el agente se detuvo a su lado, las mujeres se deslizaron por las ventanillas y los gatos se le enroscaron alrededor de los tobillos.
—¿Se ha perdido? —preguntó el joven policía pegándose al coche anaranjado.
—Viví un tiempo aquí —dijo el señor Harvey. Me estremecí al oírlo. Había decidido decir la verdad.
—Hemos recibido una llamada sobre un vehículo sospechoso.
—Veo que están construyendo algo en el campo de trigo —dijo Harvey. Y yo supe que parte de mí podía unirse a los demás y caer abruptamente en pedazos, junto con todos los fragmentos de los cadáveres que llovían dentro de su coche.
—Están ampliando el colegio.
—El barrio me ha parecido más próspero —dijo él, nostálgico.
—Creo que debería seguir su camino —dijo el agente. Le incomodaba el señor Harvey en su coche destartalado, pero lo vi anotar la matrícula.
—No era mi intención asustar a nadie.
El señor Harvey era un profesional, pero en ese momento no me importó. A cada tramo de carretera que él recorría, yo me concentraba en Lindsey dentro de casa leyendo sus libros, en los datos que saltaban de las páginas a su cerebro, en lo lista que era y en que estaba ilesa. En la Temple University había decidido que quería ser terapeuta. Y yo pensé en la mezcla de aire que había en nuestro jardín delantero: la luz del día, una madre intranquila y un policía, una serie de golpes de suerte que hasta ahora habían mantenido a mi hermana fuera de peligro. Una incógnita cotidiana.
Ruth no le explicó a Ray lo que había ocurrido. Se prometió escribirlo antes en su diario. Cuando volvieron a cruzar la carretera hacia el coche, Ray vio algo de color violeta entre la maleza que cubría un montón de tierra dejado allí por unos obreros de la construcción.
—Es vincapervinca —dijo—. Voy a coger un ramo para mi madre.
—Estupendo, tómate el tiempo que quieras —dijo Ruth.
Ray se metió por la maleza que había por el lado del conductor y trepó hasta la vincapervinca mientras Ruth se quedaba junto al coche. Ray ya no pensaba en mí. Pensaba en las sonrisas de su madre. La manera más infalible de hacerla sonreír era encontrar flores silvestres como ésas, llevarlas a casa y ver cómo las prensaba, abriendo los pétalos sobre las páginas de diccionarios y libros de consulta. Llegó a lo alto del montículo de tierra y desapareció por el otro lado con la esperanza de encontrar más.
Fue en ese momento cuando sentí un hormigueo en la espalda, al ver desaparecer su cuerpo de repente por el otro lado. Oí a Holiday, con el miedo instalado en su garganta, y comprendí que no gemía por Lindsey. El señor Harvey llegó a lo alto de Eels Rod Pike, y vio la sima y los pilones anaranjados a juego con su coche. Había arrojado un cadáver por allí. Recordó el colgante de ámbar de su madre, que seguía tibio cuando ella se lo había dado.
Ruth vio a las mujeres metidas en el coche con vestidos de color sangre y echó a andar hacia ellas. En esa misma carretera donde yo había sido enterrada, el señor Harvey pasó al lado de Ruth. Ella sólo vio a las mujeres. Luego se desmayó.
Fue en ese momento cuando caí a la Tierra.