Cuando el señor Harvey llegó esa noche a la cabaña de tejado de chapa de Connecticut, se anunciaba lluvia. Había matado a una joven camarera dentro de la cabaña hacía unos años, y con las propinas que había encontrado en el bolsillo del delantal de la joven se había comprado unos pantalones nuevos. A esas alturas, el cadáver ya se habría descompuesto, y no se equivocaba; al acercarse no lo recibió ningún olor fétido. Pero la puerta de la cabaña estaba abierta, y vio que dentro habían removido la tierra. Tomó una bocanada de aire y entró con paso cansino.
Se durmió dentro de la tumba vacía de la joven.
En un momento determinado, para contrarrestar la lista de los muertos, yo había empezado a confeccionar mi propia lista de los vivos. Era algo que había visto hacer también a Len Fenerman. Cuando no estaba de servicio, apuntaba las niñas, ancianas y cualquier mujer en la gama intermedia, y las contaba entre las cosas que lo mantenían vivo. La joven del centro comercial cuyas pálidas piernas habían crecido demasiado para su vestido demasiado infantil, y que tenía una dolorosa vulnerabilidad que iba directa al corazón de Len y al mío. Las ancianas que se tambaleaban con andadores e insistían en teñirse el pelo en versiones poco naturales del color que habían tenido en su juventud. Las madres de mediana edad sin pareja que corrían por las tiendas de comestibles mientras sus hijos cogían bolsas de caramelos de los estantes. Yo las contaba cuando las veía. Mujeres vivas, que respiraban. A veces veía a las heridas, las que habían sido maltratadas por sus maridos o violadas por desconocidos, las niñas violadas por sus padres, y deseaba intervenir de alguna manera.
Len veía a esas mujeres heridas todo el tiempo. Eran asiduas de la comisaría, pero incluso cuando iba a alguna parte que estaba fuera de su jurisdicción las sentía cuando se acercaban. La mujer de la tienda de cebos y aparejos de pesca que no tenía moretones en la cara, pero se encogía de miedo como un perro y hablaba en susurros como quien pide perdón. La niña que veía cruzar la calle cada vez que iba al norte del estado a ver a sus hermanas. Con los años había adelgazado, se le había chupado la cara y el dolor le había inundado los ojos de tal modo que le colgaban pesados e impotentes, rodeados de su piel de color malva. Cuando no estaba allí se preocupaba, pero verla allí le deprimía tanto como lo reanimaba.
Hacía tiempo que no tenía gran cosa que escribir en mi expediente, pero en los últimos meses el dossier de pruebas se había engrosado con unos pocos datos: el nombre de otra víctima en potencia, Sophie Cichetti, el nombre de su hijo y un nombre falso de George Harvey. También lo que sostenía ahora en las manos: el colgante de la piedra de Pensilvania. Le dio vueltas dentro de la bolsa y volvió a localizar mis iniciales. Habían analizado el colgante en busca de pistas, pero, aparte de que lo habían encontrado donde había sido asesinada otra niña, había salido limpio de debajo del microscopio.
Había tenido intención de devolver el colgante a mi padre desde el primer momento en que confirmó que era mío. Hacerlo era transgredir las normas, pero no habían encontrado mi cuerpo, sólo un libro de texto empapado y las páginas de mi libro de biología mezcladas con la nota de amor de un chico. Un envase de Coca-Cola. Mi gorro con la borla y los cascabeles. Los había catalogado y guardado todo. Pero el colgante era distinto, y se proponía devolverlo.
Una enfermera con la que había salido años después de que mi madre se marchara lo había llamado al ver el nombre de Jack Salmón en una lista de pacientes ingresados. Len había decidido ir a ver a mi padre al hospital y llevarle el colgante. Se imaginaba que el colgante era un talismán que podía acelerar la recuperación de mi padre.
Mientras lo observaba, no pude menos de pensar en los barriles de fluidos tóxicos que se habían acumulado detrás del taller de motos de Hal, donde la maleza que cubría las vías del tren había proporcionado a las compañías locales suficiente cobertura para deshacerse de unos cuantos. Todo había sido precintado, pero la información empezaba a filtrarse. Yo había llegado a compadecer y a respetar a Len después de que mi madre se hubiera marchado. Seguía las pruebas materiales para intentar comprender lo que era imposible de entender. En ese sentido, veía que era como yo.
A la entrada del hospital, una chica vendía pequeños ramos de narcisos, con sus tallos verdes sujetos con cintas de color azul lavanda. Observé cómo mi madre le compraba a la niña todos los ramos.
La enfermera Eliot, que recordaba a mi madre de hacía ocho años, se ofreció a ayudarla cuando la vio venir por el pasillo con los brazos llenos de flores. Reunió jarrones, y entre ella y mi madre los llenaron de agua y pusieron las flores por toda la habitación de mi padre mientras éste dormía. La enfermera Eliot sostenía que si era posible utilizar una pérdida como medida de belleza en una mujer, mi madre había ganado aún más en belleza.
Lindsey, Samuel y la abuela Lynn se habían llevado a casa a Buckley unas horas antes. Mi madre todavía no estaba preparada para volver a casa. Estaba concentrada sólo en mi padre. Todo lo demás tendría que esperar, desde la casa y su silencioso reproche hasta sus hijos. Necesitaba comer algo y tiempo para pensar. En lugar de ir a la cafetería del hospital, donde las brillantes luces sólo le recordaban todos los esfuerzos inútiles de los hospitales por mantener a la gente despierta para recibir más malas noticias —el café insípido, las sillas duras, los ascensores que se detenían en cada piso—, salió del edificio y echó a andar calle abajo.
Ya había anochecido y sólo había unos pocos coches en el aparcamiento donde hacía años había aparcado en mitad de la noche, en camisón. Abrazó con fuerza el suéter que su madre se había dejado.
Cruzó el aparcamiento, atisbando en el interior de los coches a oscuras en busca de pistas sobre quiénes eran las personas que había dentro del hospital. En el asiento del pasajero de un coche había casetes desperdigados, en otro la abultada forma de una silla de niño. Se convirtió en un juego para ella ver todo lo posible en cada coche. Una manera de no sentirse tan sola y extraña, como si fuera una niña jugando a espías en casa de unos amigos de sus padres. La agente Abigail en Misión de Control. ¡Veo un perro de peluche, veo un balón de fútbol, veo a una mujer! Allí estaba, una desconocida sentada detrás del volante. La mujer no se dio cuenta de que mi madre la veía, pero tan pronto como mi madre le vio la cara, desvió la mirada y se concentró en las brillantes luces del viejo restaurante al que se dirigía. No tuvo que mirar hacia atrás para saber qué hacía la mujer. Se arreglaba antes de entrar. Conocía esa cara. Era la cara de alguien que deseaba con toda su alma estar en cualquier parte menos donde estaba.
Permaneció en la franja ajardinada que había entre el hospital y la entrada de la sala de urgencias, y deseó tener un cigarrillo. No se había cuestionado nada esa mañana. Jack había tenido un infarto; ella iría a casa. Pero de pronto ya no sabía qué se suponía que tenía que hacer. ¿Cuánto tendría que esperar, qué tendría que ocurrir para que pudiera volver a marcharse? Detrás de ella, en el aparcamiento, oyó el ruido de la puerta de un coche al abrirse y cerrarse: la mujer que entraba.
El restaurante se había vuelto borroso. Se sentó sola en un reservado y pidió la clase de plato —milanesa de pollo— que no parecía existir en California.
Pensaba en eso cuando un hombre sentado justo delante de ella le hizo ojitos. Ella registró todos los detalles de su aspecto. Fue algo mecánico y que no hacía en el Oeste. Antes de marcharse de Pensilvania después de mi asesinato, cada vez que había visto a un hombre desconocido que le inspiraba desconfianza lo había analizado mentalmente. Era más rápido aceptar los aspectos prácticos del miedo que pretender prohibirse pensar de ese modo. Llegó su cena, la milanesa de pollo y un té, y se concentró en la comida, la arenosa capa de pan rallado que envolvía la carne correosa, el sabor metálico del té rancio. No era capaz de estar más de unos días en casa. Me veía dondequiera que mirase y en el reservado de enfrente veía al hombre que podría haberme asesinado.
Terminó de comer, pagó y salió del restaurante sin levantar la vista del suelo. Sonó una campana sobre la puerta y se sobresaltó, el corazón le dio un brinco en el pecho.
Logró cruzar ilesa la carretera, pero respiraba agitadamente al volver a atravesar el aparcamiento. El coche del inquietante comensal seguía allí.
En el vestíbulo del hospital, donde la gente casi nunca se detenía, decidió sentarse y esperar a respirar con normalidad.
Pasaría unas horas con él y, cuando se despertara, le diría adiós. Tan pronto como tomó esa decisión le recorrió un escalofrío agradable. La repentina liberación de la responsabilidad. Su pasaje a una tierra lejana.
Ya eran pasadas las diez de la noche cuando subió en un ascensor vacío a la quinta planta. Habían bajado las luces del pasillo. Pasó por delante del mostrador de las enfermeras, detrás del cual vio a dos de ellas cuchicheando. Alcanzó a oír la alegre cadencia de los rumores pormenorizados que se contaban, la intimidad fácil que flotaba en el aire. En el preciso momento en que una de las enfermeras no pudo reprimirse y soltó una carcajada aguda, mi madre abrió la puerta de la habitación de mi padre y dejó que volviera a cerrarse.
Estaba solo.
Cuando se cerró la puerta, fue como si se creara un vacío silencioso. Tuve la sensación de que no me correspondía estar allí, que debía irme. Pero estaba pegada con cola. Verlo dormido en la oscuridad, con sólo la luz fluorescente de pocos vatios encendida a la cabecera de la cama, le recordó la última vez que había estado en ese hospital y tomado medidas para distanciarse de él.
Al verla coger la mano de mi padre, pensé en mi hermana y en mí sentadas debajo del calco de una lápida del pasillo del piso de arriba. Yo era el caballero muerto que había subido al cielo con mi perro fiel, y ella, la esposa llena de vida. La frase favorita de Lindsey era: «¿Cómo pueden esperar de mí que permanezca el resto de mis días aprisionada por un hombre paralizado en el tiempo?».
Mi madre se quedó mucho rato sentada con la mano de mi padre entre las suyas. Pensó en lo maravilloso que sería levantar las frescas sábanas de hospital y tumbarse a su lado. Y también imposible.
Se inclinó hacia él. Pese a los olores de los antisépticos y el alcohol, notó el olor a hierba que desprendía su piel. Antes de marcharse había metido en su maleta la camisa de mi padre que más le gustaba, y a veces se envolvía con ella para llevar algo suyo. Nunca salía a la calle con ella para que conservara su olor el máximo tiempo posible. Recordaba la noche que más lo había echado de menos: la había abrochado alrededor de una almohada y se había abrazado a ella como si todavía fuera una colegiala.
A lo lejos, más allá de la ventana cerrada, se oía el murmullo del lejano tráfico en la carretera. Pero el hospital estaba cerrando las puertas para la noche, y el único ruido era el de las suelas de goma del calzado de las enfermeras del turno de noche al recorrer el pasillo.
Ese mismo invierno se había sorprendido diciéndole a una mujer que trabajaba con ella los sábados en el bar de degustación que en todas las parejas siempre había uno más fuerte que el otro. «Eso no significa que el más débil no quiera al más fuerte», había añadido. La joven la había mirado sin comprender. Pero lo importante para mi madre fue que, mientras hablaba, se había identificado de pronto con el más débil. Esa revelación la había dejado tambaleándose. ¿Acaso no había creído lo contrario durante todos esos años?
Acercó la silla todo lo posible a la cabecera y apoyó la cara en el borde de la almohada para verlo respirar, para observar el movimiento de sus ojos bajo los párpados mientras dormía. ¿Cómo era posible querer tanto a alguien y guardártelo para ti todos los días, al despertarte tan lejos de casa? Había puesto entre ellos vallas publicitarias y carreteras, saltándose controles de carretera a su paso y arrancando el espejo retrovisor... pero ¿se creía que eso iba a hacerlo desaparecer?, ¿iba a borrar su vida juntos y a sus hijos?
Fue tan fácil, mientras contemplaba a mi padre y la respiración acompasada de éste la tranquilizaba, que al principio no se dio cuenta. Empezó a pensar en las habitaciones de nuestra casa y en el gran esfuerzo que había hecho para olvidar lo ocurrido dentro de ellas. Como la fruta que se coloca en fuentes y nadie se acuerda más de ella, la dulzura parecía aún más destilada a su vuelta. En aquel estante estaban todas las citas y tonterías del comienzo de su relación, la trenza que se empezó a formar a partir de sus sueños, la sólida raíz de una familia fuerte. Y la primera prueba fundada de todo ello: yo.
Recorrió una arruga nueva en la cara de mi padre. Le gustaban sus sienes plateadas.
Poco más tarde de medianoche, se quedó dormida después de haber hecho todo lo posible por mantener los ojos abiertos. Por retenerlo todo de golpe mientras contemplaba esa cara, de tal modo que cuando él se despertara pudiera decirle adiós.
Cuando ella cerró los ojos y los dos durmieron juntos silenciosamente, yo les susurré:
Piedras y huesos;