19

Cuando mi madre llegó aquella mañana a la bodega Krusoe, encontró un mensaje esperándola, garabateado en el inglés imperfecto del vigilante. La palabra «urgencia» era lo suficientemente clara, y mi madre se saltó su ritual matinal de tomarse un primer café contemplando las vides injertadas en una hilera tras otra de robustas cruces blancas. Abrió la sección de la bodega reservada para degustaciones públicas y, sin encender la luz del techo, localizó el teléfono detrás del mostrador de madera y marcó el número de Pensilvania. No hubo respuesta.

Luego llamó al operador de Pensilvania y pidió el número del doctor Akhil Singh.

—Sí —respondió Ruana—. Ray y yo hemos visto una ambulancia hace unas horas delante de su casa. Imagino que están todos en el hospital.

—¿Quién es el enfermo?

—¿Su madre, tal vez?

Pero ella sabía por la nota que había sido su madre la que había telefoneado. Era uno de los niños o Jack. Le dio las gracias a Ruana y colgó. Cogió el pesado teléfono rojo y lo sacó de debajo del mostrador, llevándose con él un montón de hojas de colores que repartían a los clientes —«Amarillo limón = Chardonnay joven; Pajizo = Sauvignon Blanco...»—, y que cayeron y se desparramaron a sus pies. Por lo general, había llegado temprano desde que había cogido el empleo, y ahora dio las gracias por ello. Después de esa llamada, en lo único que podía pensar era en los nombres de los hospitales locales, de modo que llamó a aquellos a los que había llevado precipitadamente a sus hijos pequeños con accesos inexplicables de fiebre o posibles huesos rotos a causa de caídas. En el mismo hospital donde yo una vez había llevado a Buckley a todo correr, le dijeron:

—Ingresaron a un tal Jack Salmón en urgencias y aún sigue aquí.

—¿Puede decirme qué ha pasado?

—¿Qué relación tiene con el señor Salmón?

Ella dijo las palabras que llevaba años sin pronunciar:

—Soy su mujer.

—Ha tenido un infarto.

Ella colgó y se sentó en las alfombrillas de caucho y corcho que cubrían el suelo por el lado de los empleados. Se quedó allí sentada hasta que llegó el gerente y ella le repitió las extrañas palabras: «Marido, infarto».

Cuando, más tarde, abrió los ojos se encontraba en la furgoneta del vigilante, y éste, un hombre callado que casi nunca abandonaba el establecimiento, la llevaba a toda velocidad al aeropuerto internacional de San Francisco.

Ella compró un billete y subió a un avión que enlazaría con otro vuelo en Chicago y la dejaría por fin en Filadelfia. Mientras el avión ganaba altura y eran rodeados por las nubes, mi madre oyó vagamente los melodiosos timbres que indicaban a la tripulación qué hacer o para qué prepararse, y el tintineo del carrito-bar al pasar, pero en lugar de a los demás viajeros, vio la arcada de piedra fría de la bodega detrás de la cual guardaban los barriles de roble vacíos, y en lugar de a los hombres que a menudo se sentaban allí dentro para refugiarse del sol, visualizó a mi padre allí sentado, tendiéndole la taza Wedgwood rota.

Cuando aterrizó en Chicago con una espera de dos horas por delante, se serenó lo suficiente para comprarse un cepillo de dientes y un paquete de cigarrillos, y para llamar al hospital, esta vez para preguntar por la abuela Lynn.

—Madre —dijo mi madre—, estoy en Chicago y voy para allá.

—Abigail, gracias a Dios —dijo mi abuela—. Volví a llamar a Krusoe y me dijeron que habías salido hacia el aeropuerto.

—¿Cómo está?

—Pregunta por ti.

—¿Están ahí los niños?

—Sí, y también Samuel. Iba a llamarte hoy para decírtelo. Samuel ha pedido a Lindsey que se case con él.

—Eso es estupendo —dijo mi madre.

—¿Abigail?

—Sí. —Notó la vacilación de su madre, que era poco habitual.

—Jack también pregunta por Susie.

Encendió un cigarrillo tan pronto como salió de la terminal de O'Hare, y un grupo de estudiantes pasó en tropel por su lado con pequeñas bolsas de viaje e instrumentos musicales, cada uno con una brillante etiqueta amarilla en el lateral del estuche. En ella se leía: HOME OF THE PATRIOTS.

En Chicago hacía un día bochornoso y húmedo, y el humo de los coches aparcados en doble fila intoxicaba el aire cargado.

Se fumó el cigarrillo en un tiempo récord y encendió otro, con un brazo doblado sobre el pecho y extendiendo el otro con cada exhalación. Iba con su uniforme de trabajo: unos vaqueros gastados pero limpios y una camiseta de color anaranjado pálido con «Bodega Krusoe» bordado encima en el bolsillo. Estaba más morena, lo que hacía que sus ojos de color azul pálido pareciesen aún más azules en contraste, y había empezado a llevar el pelo recogido en una coleta. Yo veía canas sueltas cerca de las orejas y en las sienes.

Ella se aferraba a los dos lados de un reloj de arena y se preguntaba cómo era posible. El tiempo que había pasado sola había estado gravitacionalmente circunscrito cuando sus apegos tiraban de ella hacia atrás. Y esta vez habían tirado, y a conciencia. Un matrimonio. Un infarto.

De pie a la salida de la terminal, se llevó una mano al bolsillo de los vaqueros, donde guardaba la billetera masculina que había empezado a usar al empezar a trabajar en Krusoe, porque era más sencillo que preocuparse de dejar el bolso debajo del mostrador. Arrojó el cigarrillo al carril de los taxis y se volvió para sentarse en el borde de un cuadrado de hormigón dentro del cual crecían malas hierbas y un triste árbol joven asfixiado por el humo de los tubos de escape.

En la billetera llevaba fotos, fotos que miraba todos los días. Pero había una que guardaba del revés en un compartimento destinado a una tarjeta de crédito. Era la misma que había en la caja de pruebas de la comisaría, la misma que Ray había guardado en el libro de poesía india de su madre. La foto de clase que había llegado a los periódicos y aparecido en las hojas volantes de la policía y en los buzones.

Después de ocho años era, incluso para mi madre, la fotografía omnipresente de una celebridad. La había visto tantas veces que yo había quedado cuidadosamente sepultada dentro de ella. Nunca había tenido las mejillas más encendidas ni los ojos más azules que en esa foto.

Sacó la foto y la sostuvo boca arriba y ligeramente ahuecada en la mano. Siempre había recordado con nostalgia mis dientes, las pequeñas y redondeadas sierras que tanto le habían fascinado al verme crecer. Yo había prometido a mi madre sonreír de oreja a oreja para la foto de ese año, pero me había dado tanta vergüenza estar delante del fotógrafo que apenas había logrado sonreír con la boca cerrada.

Oyó por los altavoces exteriores que anunciaban su vuelo de enlace, y se levantó. Al volverse vio el pequeño árbol que crecía con dificultad. Dejó mi foto apoyada contra el tronco y se apresuró a cruzar las puertas automáticas. En el avión a Filadelfia se sentó sola en el centro de una fila de tres asientos. No pudo evitar pensar en que si hubiera sido una madre que viajaba, los asientos de cada lado habrían estado ocupados. Uno por Lindsey. El otro por Buckley. Pero, aunque era madre por definición, en un determinado momento también había dejado de serlo. No podía reclamar ese derecho y ese privilegio después de haberse ausentado de nuestras vidas durante más de media década. Ahora sabía que ser madre era una vocación, algo que muchas jóvenes soñaban con ser. Sin embargo, mi madre nunca había soñado con ello, y se había visto castigada de la manera más horrible e inimaginable por no haberme deseado.

La observé dentro del avión, y envié un deseo hacia las nubes para liberarla. Cada vez le pesaba más el cuerpo por el terror a lo que la aguardaba, pero en esa pesadez al menos había alivio. Las azafatas le dieron una pequeña almohada azul y durmió un rato.

Cuando llegaron a Filadelfia, el avión rodó por la pista de aterrizaje, y ella se recordó dónde estaba y qué año era. Repasó rápidamente todo lo que diría cuando viera a sus hijos, a su madre, a Jack. Y cuando se detuvieron por fin con unas sacudidas, se rindió y se concentró únicamente en bajar del avión.

Apenas reconoció a sus hijos, que esperaban al final de la larga rampa. En los años transcurridos, Lindsey se había vuelto angulosa, había desaparecido todo rastro de grasa en su cuerpo. Y al lado de ella había un chico que parecía su hermano gemelo. Un poco más alto, más fornido. Samuel. Ella los miraba tan fijamente y ellos le sostenían la mirada de tal modo que al principio ni siquiera vio al niño rechoncho sentado en el brazo de una fila de asientos de la sala de espera.

Y justo antes de acercarse a ellos —porque todos parecieron suspendidos e inmóviles los primeros instantes, como si hubieran quedado atrapados en una gelatina viscosa de la que sólo podía liberarlos los movimientos de ella— lo vio.

Echó a andar por la rampa enmoquetada. Oía los mensajes por la megafonía del aeropuerto y veía a otros pasajeros que pasaban corriendo por su lado y eran recibidos con más normalidad. Pero fue como si se adentrara en una urdimbre del tiempo cuando reparó en él. Año 1944, en el campamento Winnekukka. Ella tenía doce años, las mejillas regordetas y las piernas gruesas; todo aquello de lo que se habían librado sus hijas le había tocado a su hijo. Había estado fuera muchos años, mucho tiempo que nunca recuperaría.

Si mi madre hubiera contado, como hice yo, habría sabido que en setenta y tres pasos había conseguido lo que durante casi siete años le había asustado tanto hacer.

Fue mi hermana quien habló primero.

—Mamá —dijo.

Mi madre miró a mi hermana e hizo que regresaran de golpe los treinta y ocho años que la separaban de la niña solitaria del campamento Winnekukka.

—Lindsey —dijo.

Lindsey se quedó mirándola. Buckley se había puesto de pie, pero primero se miró los zapatos y luego la ventana por encima del hombro, hacia donde los aviones aparcados vaciaban sus pasajeros en tubos como acordeones.

—¿Cómo está vuestro padre? —preguntó mi madre.

Mi hermana había pronunciado la palabra «mamá» y se había quedado inmóvil. Le había dejado un gusto jabonoso y extraño en la boca.

—Me temo que no está en su mejor forma —dijo Samuel.

Era la frase más larga que había dicho alguien, y mi madre se sintió desproporcionadamente agradecida.

—¿Buckley? —dijo ella, sin premeditar la expresión que pondría para él. Siendo lo que era, quienquiera que fuera.

Él volvió la cabeza bruscamente hacia ella.

—Buck —dijo.

—Buck —repitió ella en voz baja, y se miró las manos.

Lindsey quería preguntar: «¿Dónde están tus anillos?».

—¿Vamos? —preguntó Samuel.

Los cuatro se metieron en el largo túnel enmoquetado que los llevaría de la puerta a la terminal principal. Se dirigían a la cavernosa zona de recogida de equipajes cuando mi madre dijo:

—No he traído equipaje.

Esperaron apelotonados mientras Samuel buscaba los indicadores que los condujeran de nuevo al aparcamiento.

—Mamá —volvió a intentar mi hermana.

—Te mentí —dijo mi madre antes de que Lindsey dijera nada más.

Se miraron, y en ese cable tendido entre ambas juro que vi algo así como una rata mal digerida asomando en las fauces de una serpiente: el secreto de Len.

—Hemos de subir otra vez por las escaleras mecánicas —dijo Samuel— y luego cruzar la pasarela de arriba hasta el aparcamiento.

Llamó a Buckley, que se había alejado hacia un grupo de guardias de seguridad del aeropuerto. Nunca habían dejado de atraerle los uniformes.

Estaban en la autopista cuando Lindsey volvió a hablar.

—A Buckley no le han dejado ver a papá por su edad.

Mi madre se volvió en su asiento.

—Trataré de arreglarlo —dijo, mirando a Buckley y tratando de sonreír.

—Vete a la mierda —susurró mi hermano sin levantar la vista.

Mi madre se quedó inmóvil. El coche se abrió, lleno de odio y tensión: un revuelto río de sangre que cruzar a nado.

—Buck —dijo ella, acordándose justo a tiempo del diminutivo—, ¿puedes mirarme?

Él miró furioso por encima del asiento, volcando en ella toda su cólera.

Al final mi madre se volvió hacia delante, y Samuel, Lindsey y mi hermano oyeron los ruidos que en el asiento del pasajero ella se esforzaba por contener. Pequeños pitidos y un sollozo ahogado. Pero ni un millón de lágrimas habrían influido en Buckley. Todos los días, todas las semanas, todos los años había ido acumulando odio en un depósito subterráneo. Y en lo más profundo de éste estaba el niño de cuatro años con el corazón destellando: «Duro de corazón, duro de corazón».

—Todos nos sentiremos mejor después de ver al señor Salmón —dijo Samuel, y acto seguido, porque ni siquiera él podía soportarlo, se inclinó hacia el salpicadero y puso la radio.

Era el mismo hospital al que ella había acudido en mitad de la noche hacía ocho años. Una planta diferente pintada de otro color, pero al recorrer el pasillo sintió cómo le envolvía lo que había hecho allí. La presión del cuerpo de Len, la áspera pared de estuco contra su espalda. Todo en ella quería huir de allí y volver a California, a su tranquila existencia trabajando entre desconocidos. Escondiéndose en los pliegues de troncos y pétalos tropicales, a salvo entre tantas plantas y personas extrañas.

Los tobillos y zapatos acordonados de su madre, que vio desde el pasillo, la trajeron de vuelta al presente. Una de las muchas cosas que se había perdido al irse tan lejos, algo tan corriente como los pies de su madre, su solidez y su sentido del humor, unos pies de setenta años en unos zapatos ridículamente incómodos.

Pero cuando ella entró en la habitación, los demás —su hijo, su hija, su madre— desaparecieron.

Mi padre tenía los ojos débiles, pero los abrió parpadeando cuando la oyó entrar. Le salían tubos y cables de la muñeca y el hombro. Su cabeza se veía muy frágil sobre la pequeña almohada cuadrada.

Ella le cogió la mano y lloró en silencio, dejando que las lágrimas brotaran libremente.

—Hola, Ojos de Océano —dijo él.

Ella asintió. Ese hombre derrotado, deshecho, era su marido.

—Mi chica. —Y exhaló profundamente.

—Jack.

—Ya ves lo que ha hecho falta para hacerte volver.

—¿Merecía la pena? —dijo ella, sonriendo con suavidad.

—Tendremos que verlo —dijo él.

Verlos juntos era como una tenue creencia hecha realidad.

Mi padre veía luces trémulas, como las motas de colores de los ojos de mi madre: cosas a las que aferrarse. Las contó entre los maderos y tablones rotos de un barco que se había estrellado hacía tiempo contra algo más grande que él y se había hundido. Los restos que le habían quedado. Trató de levantar una mano y tocar la mejilla de mi madre, pero estaba demasiado débil. Ella se acercó más a él y apoyó la mejilla en su palma.

Mi abuela sabía moverse sin hacer ruido, y salió de puntillas de la habitación. Al reanudar el paso normal y acercarse a la sala de espera, detuvo a una enfermera que traía un mensaje para Jack Salmón, de la habitación 582. No lo había visto nunca, pero conocía el nombre. «Len Fenerman vendrá a verle pronto. Le desea una rápida recuperación.» Ella dobló la nota pulcramente. Antes de encontrarse con Lindsey y Buckley, que habían ido a reunirse con Samuel en la sala de espera, abrió su bolso y la dejó entre su polvera y el peine.