Cuando su padre mencionó la sima por teléfono, Ruth estaba en la habitación que tenía alquilada en la Primera Avenida. Se enrolló el largo cable negro del teléfono alrededor de la muñeca y el brazo, y dio breves y cortantes respuestas. A la anciana que le alquilaba la habitación le gustaba escuchar, de modo que Ruth trató de no extenderse mucho. Más tarde, desde la calle, llamaría a casa a cobro revertido y concretaría sus planes.
Había sabido que haría un peregrinaje a la sima antes de que la cubrieran los promotores inmobiliarios. Su fascinación por lugares como las simas era un secreto que guardaba para sí, como lo eran mi asesinato y nuestro encuentro en el aparcamiento de los profesores. Eran cosas que no explicaría en Nueva York, donde veía a otros contar sus intimidades borrachos en el bar, prostituyendo a sus familias y sus traumas a cambio de copas y popularidad. Le parecía que estas cosas no debían circular como falsos regalitos que se reparten en una fiesta. Tenía un código de honor con sus diarios y sus poemas. «Guárdatelo, guárdatelo», susurraba para sí cuando sentía la urgencia de contar algo, y acababa dando largos paseos por la ciudad, pero viendo en su lugar el campo de trigo de Stolfuz o una imagen de su padre examinando los fragmentos de antiguas molduras que había rescatado. Nueva York le proporcionaba un telón de fondo perfecto para sus pensamientos. Pese a sus autoimpuestos paseos pisando fuerte por sus calles y callejones, la ciudad en sí tenía muy poco que ver con su vida interior.
Ya no tenía aspecto de embrujada, como en el instituto, pero aun así, si la mirabas fijamente a los ojos, veías la energía de conejo asustadizo que a menudo ponía nerviosa a la gente. Tenía la expresión del que está siempre a la búsqueda de algo o alguien que aún no ha llegado. Todo su cuerpo parecía inclinarse hacia delante, interrogante, y aunque en el bar donde trabajaba le habían dicho que tenía el pelo bonito o las manos bonitas o —en las contadas ocasiones en que alguno de sus clientes la había visto salir de detrás de la barra— las piernas bonitas, nunca le decían nada de sus ojos.
Se vestía apresuradamente toda de negro, con leotardos, minifalda, botas y una camiseta llena de lamparones a causa del doble servicio que le prestaba como ropa de trabajo y de calle. Los lamparones sólo se veían a la luz del sol, de modo que Ruth nunca los veía hasta más tarde, cuando se paraba en la terraza de una cafetería para tomarse un café y, al bajar la vista hacia su falda, veía los oscuros residuos del vodka o el whisky derramado. El alcohol tenía el efecto de hacer la ropa negra más negra, y eso le divertía; en su diario había escrito: «El alcohol daña tanto a los tejidos como a las personas».
Una vez en la calle, camino de una cafetería de la Primera Avenida, inventaba conversaciones secretas con los abotargados perros falderos —chihuahuas y pomeranos— que las mujeres ucranianas sentadas en los taburetes sostenían en el regazo. A Ruth le gustaban los perritos antipáticos que ladraban furiosos cuando pasaba por su lado. Luego paseaba, paseaba sin parar, paseaba con un dolor que brotaba de la tierra y le penetraba en el talón del pie que apoyaba en el suelo. Aparte de los tipos desagradables, nadie la saludaba, y le gustaba jugar a ver cuántas calles lograba recorrer sin tener que detenerse por el tráfico. No aminoraba el paso por otra persona y viviseccionaba grupos de estudiantes de la Universidad de Nueva York o de ancianos con sus carritos de la lavandería, creando una ráfaga de viento a cada lado de ella. Le gustaba imaginar que cuando pasaba el mundo se volvía a mirarla, pero al mismo tiempo sabía lo desapercibida que pasaba. Menos cuando trabajaba, nadie sabía dónde estaba a cualquier hora del día y nadie la esperaba. Era un anonimato perfecto.
No sabía que Samuel le había propuesto matrimonio a mi hermana y, a no ser que se enterara por Ray, la única persona con la que se había mantenido en contacto desde el colegio, nunca lo averiguaría. Estando en el Fairfax había oído decir que mi madre se había marchado. Había corrido una nueva oleada de rumores por el instituto, y Ruth había visto a mi hermana sobrellevarlos lo mejor que podía. De vez en cuando las dos coincidían en el pasillo. Ruth decía unas palabras de apoyo si creía que no iba a perjudicarle que la vieran hablar con ella. Estaba al corriente de la fama de bicho raro que tenía en el instituto y sabía que aquella noche en el Simposio de Talentos había sido exactamente lo que había parecido: un sueño en el que los elementos dispersos se reunían espontáneamente más allá de las malditas normas escolares.
Pero Ray era otro asunto. Sus besos, y sus primeros achuchones y escarceos, eran para ella objetos encerrados en una vitrina, recuerdos que conservaba intactos. Lo veía cada vez que iba a casa de sus padres, y había sabido inmediatamente que sería él quien la acompañaría cuando volviera a la sima. Se alegraría de tomarse un descanso del continuo yugo de sus estudios y, si tenía suerte, le describiría, como hacía a menudo, algún procedimiento médico que había estudiado. Ray los describía de una manera que ella creía saber con exactitud incluso lo que se sentía. Lo evocaba todo con pequeñas pulsaciones verbales de las que era totalmente inconsciente.
Al encaminarse al norte por la Primera Avenida, contaba con los dedos todos los lugares donde se había detenido anteriormente, segura de haber encontrado un lugar donde había sido asesinada una mujer o una niña. Al final del día trataba de anotarlos en su diario, pero a menudo se quedaba tan destrozada por lo que creía que podía haber ocurrido en un oscuro alero o en un estrecho callejón que se olvidaba de los más obvios y simples, aquellos sobre los que había leído en el periódico y donde había visitado lo que había sido la tumba de una mujer.
No era consciente de que en el cielo era una especie de celebridad. Yo le había hablado a la gente de ella, de lo que hacía, de cómo guardaba unos minutos de silencio arriba y debajo de la ciudad, y de que escribía en su diario pequeñas oraciones individuales, y la noticia se había propagado tan rápidamente que las mujeres hacían cola para saber si Ruth había descubierto dónde las habían matado. Tenía admiradoras en el cielo, aunque se habría llevado un chasco al saber que a menudo esas admiradoras, cuando se reunían, se parecían más a un puñado de adolescentes absortas en un número de TeenBeat que a la imagen que ella tenía de un grupo susurrando un canto fúnebre al compás de timbales celestiales.
Fui yo la que empezó a seguirla y observarla, y, a diferencia de ese coro atolondrado, esos instantes a menudo me parecían tan dolorosos como asombrosos. Ruth obtenía una imagen y ésta se fundía en su memoria. A veces sólo eran instantes, una caída por las escaleras, un grito, un empujón, unas manos apretándose alrededor de un cuello, pero otras era como si un guión completo se escenificara en su mente durante el tiempo que la niña o la mujer tardaba en morir.
Ningún transeúnte pensaba nada de la chica vestida de negro que se había detenido en medio del tráfico. Camuflada de estudiante de arte, podía recorrer todo Manhattan y, si no fundirse con el entorno, sí verse catalogada y por tanto obviada. Entretanto, para nosotros realizaba una tarea importante, una tarea que a la mayoría de la gente de la Tierra le asustaba considerar siquiera.
El día siguiente a la ceremonia de graduación de Lindsey y Samuel, acompañé a Ruth en su paseo. Cuando llegó a Central Park ya había pasado hacía rato la hora del almuerzo, pero el parque seguía estando muy concurrido.
Había parejas sentadas en la pradera recién segada. Ruth las miró. Su apasionamiento era tan poco atrayente en una tarde soleada que cuando algún hombre joven de expresión franca la miraba, desviaba la mirada.
Ella cruzaba el parque en zigzag. Había lugares obvios adonde ir, como los paseos, para documentar la historia de violencia que había tenido lugar allí sin necesidad de apartarse siquiera de los árboles, pero ella prefería los lugares que la gente consideraba seguros: la fría y brillante superficie del estanque de patos situado en el concurrido extremo sudeste del parque, o el plácido lago artificial donde unos ancianos remaban en bonitos botes hechos a mano.
Se había sentado en un banco en un sendero que conducía al zoológico de Central Park, y miró, al otro lado de la grava, los niños con sus niñeras y los adultos solitarios que leían libros en distintos tramos de sombra o sol. Se había cansado de pasear por el barrio residencial, pero aun así sacó su diario del bolso. Lo dejó abierto en su regazo, sosteniendo el bolígrafo como para inspirarse. Había aprendido que era mejor dar la impresión de que hacías algo cuando mirabas al vacío. De lo contrario, era probable que se te acercara algún desconocido e intentara entablar conversación contigo. Era con su diario con quien mantenía una relación más importante y más íntima. En él estaba todo.
Al otro lado, una niña se había alejado de la manta donde dormía su niñera. Se acercaba a los arbustos que bordeaban una pequeña cuesta para convertirse en una cerca que separaba el parque de la Quinta Avenida. En el preciso momento en que Ruth se disponía a adentrarse en el mundo de los seres humanos cuyas vidas inciden unas en otras llamando a la niñera, un fino cordón que Ruth no había visto avisó a la niñera, despertándola. Ésta se irguió de golpe y ladró una orden a la niña para que volviera.
En momentos como ése, Ruth pensaba en todas las niñas que alcanzaban la vida adulta y la vejez como si fuera una especie de alfabeto en clave para todos los que no lo hacían. De alguna manera, sus vidas estaban unidas inextricablemente a las de todas las niñas que habían sido asesinadas. Fue entonces, mientras la niñera recogía sus cosas y enrollaba la manta, preparándose para la tarea que le tocara hacer a continuación, cuando Ruth vio a la niña que un día se había metido por los arbustos y había desaparecido.
Por la ropa que llevaba supo que había ocurrido hacía tiempo, pero eso era todo. No vio nada más, ni niñera, ni madre, ni indicios de si era de noche o de día, sólo una niña desaparecida.
Me quedé con Ruth. En su diario abierto escribió: «¿Año? Niña en Central Park se mete entre matorrales. Cuello de encaje blanco, elegante». Lo cerró y se lo guardó en el bolso. Cerca había un lugar que la tranquilizaba: la caseta de los pingüinos del zoo.
Pasamos la tarde allí, Ruth sentada en el asiento tapizado que se extendía a lo largo de toda la sala, su ropa negra haciendo que sólo se le vieran la cara y las manos. Los pingüinos se tambalearon, chasquearon con la lengua y se zambulleron, deslizándose por las rocas de su hábitat como simpáticos comicastros pero viviendo debajo del agua como músculos enfundados en esmoquin. Los niños gritaban y chillaban y apretaban la cara contra el cristal. Ruth no sólo contaba a los vivos sino también a los muertos, pero en los cerrados confines de la caseta de los pingüinos los alegres gritos de los niños retumbaban con tal sonoridad que, por un rato, logró ahogar la otra clase de gritos.
Ese fin de semana mi hermano se despertó temprano, como siempre hacía. Estaba en séptimo curso, se compraba el almuerzo en el colegio, estaba en el grupo de debates y, como había ocurrido con Ruth, en gimnasia siempre era el último o el penúltimo. No le gustaba el atletismo como a Lindsey. Practicaba, en cambio, lo que la abuela Lynn llamaba su «aire de dignificación». Su profesora favorita no era en realidad una profesora sino la bibliotecaria del colegio, una mujer alta y frágil de pelo áspero que bebía té de su termo y decía haber vivido en Inglaterra de joven. Después de eso, él había fingido durante algunos meses tener acento inglés y había mostrado muchísimo interés cuando mi hermana vio Masterpiece Theatre.
Cuando preguntó ese año a mi padre si podía hacerse cargo del jardín que mi madre en otro tiempo había cuidado, mi padre respondió: «Adelante, Buck, vuélvete loco».
Y así lo había hecho. Se había vuelto totalmente loco, leyendo viejos catálogos de Burpee por las noches cuando no podía dormir y examinando los pocos libros sobre jardinería que tenían en la biblioteca. Donde mi abuela había sugerido plantar respetuosas hileras de perejil y albahaca, y Hal había sugerido «plantas que realmente importen» —berenjenas, cantalupos, pepinos, zanahorias y judías—, mi hermano había dado la razón a ambos.
No le gustaba lo que leía en los libros. No veía motivo para tener las flores separadas de los tomates y las hierbas marginadas en un rincón. Había plantado poco a poco todo el jardín con una pala, suplicando todos los días a su padre que le trajera semillas y haciendo viajes con la abuela Lynn a la tienda de comestibles, donde su extrema solicitud yendo por cosas se veía premiada con una rápida parada en el invernadero en busca de una pequeña planta que diera flores. Ahora esperaba sus tomates, sus margaritas azules, sus petunias, pensamientos y salvias de todo tipo. Había convertido su fuerte en una especie de cobertizo donde guardaba sus herramientas y suministros.
Pero mi abuela se preparaba para el momento en que se diera cuenta de que no era posible cultivarlo todo junto y que a veces algunas semillas no brotaban, que las finas y sedosas raicillas de los pepinos podían verse bruscamente inmovilizadas por los tubérculos cada vez más gruesos de las zanahorias y las patatas, que el perejil podía ser camuflado por las malas hierbas más recalcitrantes, y los bichos que daban brincos alrededor podían arruinar las tiernas flores. Pero esperaba con paciencia. Ya no creía en el poder de la palabra. Nunca salvaba nada. A los setenta años había acabado creyendo únicamente en el tiempo.
Buckley subía una caja de ropa del sótano a la cocina cuando mi padre bajó por su café.
—¿Qué tenemos aquí, granjero Buck? —preguntó mi padre. Su mejor momento siempre había sido por las mañanas.
—Voy a sujetar mis tomateras —explicó mi hermano.
—¿Ya han brotado?
Mi padre estaba en la cocina con su albornoz azul y descalzo. Se sirvió café de la cafetera que la abuela Lynn preparaba todas las mañanas y lo bebió mirando a su hijo.
—Acabo de verlas esta mañana —dijo él, radiante—. Se enroscan como una mano que se abre.
Hasta que mi padre repitió esa descripción a la abuela Lynn junto a la encimera no vio por la ventana trasera lo que Buckley había sacado de la caja. Era mi ropa. Mi ropa, que Lindsey había revisado antes por si quería algo. Mi ropa, que mi abuela, al instalarse en mi habitación, había metido discretamente en una bolsa mientras mi padre trabajaba. La había dejado en el sótano con un pequeño letrero en el que sólo se leía: «Guardar».
Mi padre dejó su café. Salió del porche y avanzó a grandes zancadas, llamando a Buckley.
—¿Qué pasa, papá? —Estaba atento al tono de mi padre.
—Esa ropa es de Susie —dijo mi padre con tono calmado cuando llegó a su lado.
Buckley bajó la vista hacia mi vestido negro, que tenía en la mano.
Mi padre se acercó más, le quitó el vestido de la mano y, sin decir nada, recogió el resto de mi ropa, que Buckley había amontonado en el césped. Mientras se volvía en silencio hacia la casa, sin apenas respirar y estrechando la ropa contra el pecho, estalló.
Yo fui la única que vi los colores de Buckley. Cerca de las orejas y por las mejillas y la barbilla se puso un poco anaranjado, un poco rojo.
—¿Por qué no podemos utilizarla? —preguntó.
Esas palabras aterrizaron como un puño en la espalda de mi padre.
—¿Por qué no puedo utilizar esa ropa para sujetar mis tomateras?
Mi padre se volvió. Vio a su hijo allí, de pie, con el perfecto terreno de tierra lodosa removida y salpicada de minúsculas plantitas detrás de él.
—¿Cómo puedes preguntarme algo así?
—Tienes que escoger. No es justo —dijo mi hermano.
—¿Buck? —Mi padre sostenía la ropa contra su pecho.
Yo observé cómo Buckley se encendía y estallaba. Detrás de él estaba el seto de solidago, dos veces más alto que a mi muerte.
—¡Ya me he cansado! —bramó Buckley—. ¡El padre de Keesha se murió y ella está bien!
—¿Keesha es una niña del colegio?
—¡Sí!
Mi padre se quedó inmóvil. Notaba el rocío en sus pies y en sus tobillos desnudos, sentía el suelo debajo de él, frío, húmedo y rebosante de posibilidades.
—Lo siento. ¿Cuándo fue?
—¡Eso no viene al caso, papá! No lo entiendes.
Buckley giró sobre sus talones y empezó a pisotear los tiernos brotes de las tomateras.
—¡Para, Buck! —gritó mi padre.
Mi hermano se volvió.
—No lo entiendes, papá.
—Lo siento —dijo mi padre—. Es la ropa de Susie, y yo sólo... Tal vez no tenga sentido, pero es suya... es algo que ella llevaba.
—Cogiste tú el zapato, ¿verdad? —dijo mi hermano. Había dejado de llorar.
—¿Qué?
—Te llevaste el zapato. De mi habitación.
—Buckley, no sé de qué me estás hablando.
—Guardaba el zapato del Monopoly, y de pronto desapareció. ¡Lo cogiste tú! ¡Actúas como si sólo tú la hubieras querido!
—Dime qué quieres decir. ¿A qué viene eso del padre de tu amiga Keesha?
—Deja la ropa en el suelo.
Mi padre la puso con delicadeza en el suelo.
—No se trata del padre de Keesha.
—Dime de qué se trata, entonces.
Mi padre era ahora todo apremio. Regresó al lugar donde había estado tras la operación de la rodilla, cuando salió del sueño como drogado por los analgésicos y vio a su hijo, que entonces tenía cinco años, sentado cerca de él, esperando que abriera los ojos para decir: «Cucú».
—Está muerta.
Nunca dejaba de doler.
—Lo sé.
—Pues no lo parece. El padre de Keesha murió cuando ella tenía seis años, y dice que apenas piensa en él.
—Lo hará —dijo mi padre.
—¿Y qué pasa con nosotros?
—¿Con quién?
—Con nosotros, papá. Conmigo y con Lindsey. Mamá se fue porque no podía soportarlo.
—Cálmate, Buck —dijo mi padre. Estaba siendo todo lo generoso que podía mientras el aire de los pulmones se evaporaba en su pecho. Luego, una vocecilla dentro de él dijo: «Suéltalo, suéltalo, suéltalo»—. ¿Qué? —dijo.
—No he dicho nada.
«Suéltalo, suéltalo, suéltalo.»
—Lo siento —dijo mi padre—. No me encuentro muy bien.
De pronto sintió los pies increíblemente fríos sobre la hierba húmeda. Su pecho parecía hueco, como bichos volando alrededor de un hoyo excavado. Allí dentro había eco, y le repitió en los oídos: «Suéltalo».
Cayó de rodillas. Empezó a sentir un hormigueo intermitente en el brazo, como si se le hubiera dormido, alfilerazos arriba y abajo. Mi hermano corrió hacia él.
—¿Papá?
—Hijo. —A mi padre le tembló la voz y alargó un brazo tratando de asir a mi hermano.
—Iré a buscar a la abuela. —Y Buckley echó a correr.
Tumbado de costado, con la cara contraída hacia mi vieja ropa, mi padre susurró débilmente:
—No es posible escoger. Os he querido a los tres.
Mi padre pasó aquella noche en una cama de hospital, conectado a monitores que pitaban y zumbaban. Había llegado el momento de dar vueltas alrededor de los pies de mi padre y recorrer su columna vertebral. El momento de imponer silencio y acompañarlo. Pero ¿adonde?
Un reloj hacía tictac encima de su cama, y yo pensé en el juego al que habíamos jugado Lindsey y yo en el jardín —«Me quiere», «No me quiere»— con los pétalos de una margarita. Oía el reloj devolviéndome mis dos grandes deseos con ese mismo ritmo: «Muere por mí», «No mueras por mí»; «Muere por mí», «No mueras por mí». Parecía que no podía contenerme mientras tiraba de su corazón debilitado. Si moría, lo tendría para siempre. ¿Tan malo era desearlo?
En casa, Buckley estaba acostado en la oscuridad, y estiró la sábana hasta la barbilla. No le habían permitido pasar de la sala de urgencias, donde Lindsey lo había llevado en coche, siguiendo la estruendosa ambulancia en la que iba mi padre. Mi hermano había sentido cómo una gran carga de culpabilidad se cernía en los silencios de Lindsey. En las dos preguntas repetidas: «¿De qué hablabais?» y «¿Por qué se acaloró tanto?».
El mayor temor de mi hermano pequeño era perder a una persona que significaba tanto para él. Quería a Lindsey, a la abuela Lynn y a Samuel y a Hal, pero mi padre lo tenía siempre en vilo, vigilándolo día y noche con aprensión, como si al dejar de vigilarlo fuera a perderlo.
Nos situamos —la hija muerta y los vivos— a cada lado de mi padre, unos y otros deseando lo mismo. Tenerlo para siempre con nosotros. Era imposible complacernos a todos.
Mi padre sólo había dormido fuera de casa dos veces en la vida de Buckley. La primera, la noche que había salido al campo de trigo en busca del señor Harvey, y la segunda, ahora que lo habían ingresado en el hospital y lo tenían en observación por si se trataba de un segundo infarto.
Buckley sabía que era demasiado mayor para que eso le importara, pero yo lo comprendía. A veces era el beso de buenas noches lo que mejor se le daba a mi padre. Cuando se quedaba al pie de la cama después de cerrar las persianas venecianas y pasar la mano por ellas para asegurarse de que estaban todas las lamas bajadas en el mismo ángulo y no se había quedado atascada ninguna rebelde que dejara entrar la luz del sol sobre su hijo antes de que éste se despertara, a mi hermano a menudo se le podía la carne de gallina, tan agradable era la expectación. «¿Preparado, Buck?», preguntaba mi padre, y a veces Buckley respondía «¡Roger!», y otras, «Listo», pero cuanto más asustado y mareado se sentía y esperaba que todo acabara, se limitaba a decir «¡Sí!». Y mi padre cogía la fina sábana de algodón y hacía un ovillo con cuidado de sujetar los dos extremos entre el pulgar y el índice. Luego la soltaba de golpe, de tal manera que la sábana de color azul pálido (si era la de Buckley) o lavanda (si era la mía) se extendiera como un paracaídas por encima de él, y, con delicadeza y lo que parecía una tranquilidad increíble, la sábana descendía flotando y le rozaba la piel desnuda: mejillas, barbilla, antebrazos, rodillas. Aire y cobertura estaban de alguna manera allí, en el mismo espacio y al mismo tiempo; provocaban las sensaciones extremas de libertad y protección. Era agradable, y lo dejaba vulnerable y tembloroso al borde de algún precipicio, y lo único que podía esperar era que, si suplicaba, mi padre lo complaciera y volviera a hacerlo. Aire y cobertura, aire y cobertura, sustentando el vínculo no expresado entre ellos: niño pequeño, hombre herido.
Esa noche tenía la cabeza apoyada en la almohada y el cuerpo acurrucado en posición fetal. No se le había ocurrido cerrar las persianas y veía las luces de las casas vecinas desperdigadas por la colina. Miró al otro lado de la habitación, las puertas de listones de su armario; de pequeño había imaginado que de allí salían brujas malas para reunirse con los dragones que había debajo de su cama. Ya no le asustaban esas cosas.
—Por favor, Susie, no dejes que papá se muera —susurró—. Le necesito.
Cuando dejé a mi hermano, pasé junto al cenador y bajo las farolas que colgaban como bayas, y vi que los caminos de ladrillo se bifurcaban a mi paso.
Caminé hasta que los ladrillos se convirtieron en losas, luego en piedrecitas afiladas y finalmente en tierra que había sido removida durante kilómetros y kilómetros. Me detuve. Llevaba en el cielo el tiempo suficiente para saber que iba a tener una revelación. Y mientras la luz disminuía gradualmente y el cielo se volvía de un agradable azul oscuro, como había sucedido la noche de mi muerte, vi aparecer a alguien, tan lejos que al principio no supe si era hombre o mujer, niño o adulto. Pero cuando la luz de la luna iluminó la figura vi que era un hombre y, asustada de pronto, con la respiración entrecortada, corrí lo justo para ver. ¿Era mi padre? ¿Era lo que había deseado tan desesperadamente todo ese tiempo?
—Susie —dijo el hombre mientras yo me acercaba y me detenía a unos pasos de él. Levantó los brazos hacia mí—. ¿Te acuerdas de mí?
Volví a verme de pequeña, a los seis años, en el salón de la casa de Illinois. Y, como había hecho entonces, me subí a sus pies.
—Abuelo —dije.
Y porque todos estábamos solos y los dos estábamos en el cielo, yo era lo bastante ligera para moverme como me había movido cuando tenía seis años y él cincuenta y seis, y mi padre nos había llevado de visita a su casa. Bailamos despacito al compás de una canción que siempre había hecho llorar al abuelo en la Tierra.
—¿Te acuerdas? —preguntó.
—¡Barber!
—Adagio para cuerda —dijo él.
Pero mientras bailábamos y dábamos vueltas, sin la temblorosa torpeza de la Tierra, recordé el día que le había sorprendido llorando escuchando esta música y le había preguntado por qué lloraba.
—A veces lloras, Susie, incluso cuando hace mucho que ha muerto una persona a la que quieres.
Me había abrazado un momento y luego yo había salido corriendo a jugar otra vez con Lindsey en lo que nos parecía el enorme patio trasero de mi abuelo.
No hablamos más esa noche, nos limitamos a bailar durante horas bajo esa luz azul atemporal. Mientras bailábamos, yo sabía que estaba ocurriendo algo en la Tierra y en el cielo. Un cambio. La clase de movimiento de aceleración que habíamos estudiado en la clase de ciencias. Sísmico, imposible, una escisión y una fractura del tiempo y el espacio. Me apreté contra el pecho de mi abuelo y noté el olor a anciano que desprendía, la versión en naftalina de mi padre, la sangre en la Tierra, el firmamento en el cielo. A tabaco de primera calidad, a mofeta, a naranjita china.
Cuando dejó de oírse la música, podría haber transcurrido una eternidad. Mi abuelo retrocedió un paso y la luz se volvió amarillenta detrás de él.
—Me voy —dijo.
—¿Adonde? —pregunté yo.
—No te preocupes, cariño. Estamos muy cerca.
Dio media vuelta y se alejó, y desapareció rápidamente entre motas de polvo. El infinito.