17

A los veintiún años, Lindsey era muchas cosas que yo nunca sería, pero eso apenas me entristecía ya. Aun así, vagaba por donde ella vagaba. Recogí mi diploma de la universidad, y me subí a la moto de Samuel, rodeándole la cintura con los brazos y apretándome contra su espalda en busca de calor...

Está bien, era Lindsey. Lo sé. Pero descubrí que, al observarla a ella, era capaz de perderme más que con cualquier otra persona.

La noche de su graduación en la Temple University, ella y Samuel volvieron en moto a casa después de haber prometido a mi padre y a mi abuela Lynn repetidas veces que no tocarían el champán que llevaban en la bolsa de la moto hasta que llegaran. «¡Después de todo, somos licenciados universitarios!», había dicho Samuel. Mi padre era blando porque tenía plena confianza en Samuel; habían pasado los años y el chico siempre se había comportado correctamente con la hija que le quedaba.

Pero al volver en moto de Filadelfia por la carretera 30 empezó a llover. Al principio ligeramente, pequeños alfilerazos que se clavaban en mi hermana y en Samuel a ochenta kilómetros por hora. La lluvia fría golpeaba el asfalto seco y caliente de la carretera, y arrancaba de él olores que se habían cocido todo el día bajo el sol abrasador de junio. A Lindsey le gustaba apoyar la cabeza entre los omóplatos de Samuel e inhalar el olor de la carretera y de los arbustos y matorrales desiguales que la bordeaban. Había recordado cómo, horas antes de la tormenta, la brisa había hinchado los trajes blancos de todos los graduados a las puertas del Macy Hall. Por un instante, había parecido que todos estaban a punto de alejarse flotando.

Recorrieron un tramo de carretera más rodeado de vegetación, la clase de tramo que había entre dos áreas comerciales y que poco a poco, por adición, eran eliminados por otra área comercial o un almacén de piezas de recambios de automóviles. La moto se tambaleó, pero no cayó en la grava mojada del arcén. Samuel frenó ayudándose con los pies y, como le había enseñado Hal, esperó a que mi hermana se bajara y se apartó un poco antes de bajarse él.

Levantó la visera de su casco para decirle a gritos:

—Es peligroso. Voy a llevarla debajo de esos árboles.

Lindsey lo siguió, con el ruido de la lluvia amortiguado dentro de su casco acolchado. Se abrieron paso entre la grava y el barro, pisando las ramas y los escombros amontonados al lado de la carretera. Parecía que llovía con más fuerza, y mi hermana se alegró de haberse quitado el vestido que había llevado en la ceremonia de graduación y haberse puesto los pantalones y la cazadora de cuero que Hal había insistido en darle pese a sus protestas de que parecía una pervertida.

Samuel empujó la moto hasta la hilera de robles que había junto a la carretera, y Lindsey lo siguió. La semana anterior habían ido a cortarse el pelo al mismo barbero de la calle Market, y aunque Lindsey tenía el pelo más claro y fino que Samuel, el barbero les había hecho el mismo corte puntiagudo. En cuanto se quitaron los cascos, las grandes gotas que se colaban entre los árboles les mojaron el pelo, y a Lindsey se le empezó a correr el rimel. Observé cómo Samuel le limpiaba la mejilla con el pulgar. «Feliz graduación», dijo en la oscuridad, y se agachó para besarla.

Desde su primer beso en nuestra cocina dos semanas después de mi muerte, yo había sabido que él era —como mi hermana y yo lo habíamos llamado riendo bobamente con nuestras Barbies o cuando veíamos a Bobby Sherman por la televisión— el hombre de su vida. Samuel se había hecho tan imprescindible para ella que su relación enseguida se había consolidado. Habían estudiado juntos en la Temple University, codo con codo. Él la había odiado, pero Lindsey lo había animado a continuar. Verla disfrutar tanto le había permitido sobrevivir.

—Busquemos la parte más tupida de esta maleza —dijo. —¿Y la moto?

—Hal seguramente tendrá que rescatarnos cuando deje de llover.

—Mierda —dijo Lindsey.

Samuel rió y le cogió la mano para empezar a andar. En ese preciso momento oyeron el primer trueno, y Lindsey pegó un bote. El la abrazó con más fuerza. Los relámpagos todavía estaban lejos, y los truenos cobrarían intensidad, siguiéndolos de cerca. A ella nunca le habían fascinado como a mí. La ponían histérica y nerviosa. Pensaba en árboles partiéndose por la mitad, casas estallando en llamas y perros escondiéndose en los sótanos de los barrios residenciales.

Caminaron a través de la maleza, que estaba empapada a pesar de los árboles. Aunque era media tarde, estaba oscuro salvo por la linterna de Samuel. Aun así, vieron rastros de gente; sus botas aplastaban latas y se tropezaban con envases vacíos. Y de pronto, en medio de las tupidas malas hierbas y la oscuridad, los dos vieron la ventana con los cristales rotos del piso superior de una vieja casa victoriana. Samuel apagó la linterna inmediatamente.

—¿Crees que habrá alguien dentro? —preguntó Lindsey.

—Está oscuro.

—Es espeluznante.

Se miraron, y mi hermana dijo en voz alta lo que los dos pensaban:

—¡Allí no nos mojaremos!

Se cogieron de la mano bajo la intensa lluvia y echaron a correr lo más deprisa posible hacia la casa, tratando de no tropezar o resbalarse en el barro cada vez más abundante.

Al acercarse más, Samuel se fijó en la pronunciada inclinación del tejado, así como en la pequeña cruz de madera de los aguilones. Casi todas las ventanas del piso de abajo estaban cerradas con tablones, pero la puerta delantera se balanceaba sobre sus goznes, golpeando la pared de yeso de dentro. Aunque parte de él quería quedarse fuera, bajo la lluvia, para examinar los aleros y las cornisas, entró en la casa precipitadamente con Lindsey. Se quedaron a unos pasos del umbral, temblando y mirando hacia el bosque que los rodeaba. Luego registraron rápidamente las habitaciones de la vieja casa. Estaban solos. No había monstruos espeluznantes agazapados en las esquinas ni había echado raíces allí ningún vagabundo.

Cada vez eran más escasos esos terrenos sin urbanizar que habían marcado más que ninguna otra cosa mi niñez. Vivíamos en una de las primeras urbanizaciones de la región que se habían construido en tierra de labranza, una urbanización que iba a convertirse en modelo e inspiración de lo que ahora parecía un millar de ellas, pero yo siempre había soñado con el tramo de carretera que no se había llenado de tejas de madera de colores chillones y tubos de desagüe, caminos de acceso pavimentados y buzones de tamaño desmesurado. Y lo mismo podía decirse de Samuel.

—¡Guau! ¿Cuántos años crees que tiene? —La voz de Lindsey resonó como en una iglesia.

—Vamos a explorar —dijo Samuel.

Las ventanas cubiertas con tablones del primer piso hacían difícil que se viera algo, pero con la ayuda de la linterna lograron distinguir una chimenea y la guardasilla que se extendía a lo largo de las paredes.

—Fíjate en el suelo —dijo Samuel. Se arrodilló, tirando de ella—. ¿Ves el trabajo de machihembrado? Esta gente tenía más dinero que sus vecinos.

Lindsey sonrió. Del mismo modo que a Hal sólo le importaba el funcionamiento interno de las motos, Samuel se había vuelto un obseso de la carpintería.

Recorrió el suelo con los dedos y pidió a Lindsey que lo imitara.

—Es una ruina maravillosa —dijo.

—¿Victoriana? —preguntó Lindsey, tratando de adivinar.

—Me alucina decirlo —dijo Samuel—, pero creo que es neogótico. Me he fijado en los soportes en diagonal en los bordes de los aguilones, lo que significa que es posterior a mil ochocientos sesenta.

—Mira —dijo Lindsey.

Alguien había hecho una hoguera hacía tiempo en medio del suelo.

—Eso sí que es una tragedia —dijo Samuel.

—¿Por qué no utilizaron la chimenea? Hay una en cada habitación.

Pero Samuel estaba absorto mirando por el agujero que había abierto el fuego en el techo, tratando de distinguir el trabajo de carpintería de los marcos de las ventanas.

—Vamos arriba —dijo.

—Tengo la sensación de estar en una cueva —dijo Lindsey mientras subían por la escalera—. Hay tanto silencio que casi no se oye la lluvia.

Al subir, Samuel golpeó el yeso con un puño.

—Podrías emparedar a alguien en este lugar. Y de pronto tuvo lugar uno de esos instantes que ellos habían aprendido a dejar correr y que yo vivía esperando. Planteaba una pregunta primordial: ¿Dónde estaba yo? ¿Me mencionarían? ¿Sacarían el tema y hablarían de mí? Por lo general, a esas alturas la respuesta era un decepcionante no. Ya no era el festival de Susie en la Tierra.

Pero algo tenían esa casa y esa noche —los días señalados, como las ceremonias de graduación y los cumpleaños, siempre reavivaban mi recuerdo, me hacían ocupar un lugar más prominente en sus pensamientos— para que en ese momento Lindsey pensara en mí más de lo que normalmente pensaba. Aun así, no lo dijo en voz alta. Recordó la embriagadora sensación que había tenido en la casa del señor Harvey y que había experimentado a menudo desde entonces: que yo estaba con ella de alguna manera, en sus pensamientos y en sus miembros, moviéndome con ella como una hermana gemela.

En lo alto de la escalera encontraron la puerta de la habitación que se habían quedado mirando desde fuera.

—Quiero esta casa —dijo Samuel.

—¿Qué?

—Esta casa me necesita, lo noto.

—Tal vez deberías esperar a que salga el sol para decidirlo —dijo ella.

—Es lo más bonito que he visto nunca —dijo él.

—Samuel Heckler, reparador de cosas rotas —dijo mi hermana.

—Así se habla.

Se quedaron un momento en silencio, oliendo la humedad del aire que entraba por el hueco de la chimenea e inundaba la habitación. Aun con el ruido de la lluvia, Lindsey tenía la sensación de estar escondida, arropada en un seguro rincón del mundo con la persona que más quería.

Le cogió la mano y caminó con él hasta una pequeña habitación de la parte delantera. Sobresalía por encima del vestíbulo del piso de abajo y tenía forma octogonal.

—Miradores —dijo Samuel, y se volvió hacia Lindsey—. Las ventanas, cuando se construyen así, como una habitación diminuta, se llaman miradores.

—¿Te excitan? —preguntó Lindsey sonriendo.

Los dejé en la oscuridad y la lluvia. Me pregunté si Lindsey había notado que, en cuanto empezaron a desabrocharse las cazadoras, los relámpagos habían parado y había cesado el ruido en la garganta de Dios, ese trueno aterrador.

En su estudio, mi padre sostenía en la mano una bola de nieve. El frío del cristal en los dedos lo reconfortaba, y lo sacudió para ver cómo el pingüino desaparecía bajo la nieve ligera y volvía a aparecer poco a poco.

Hal había vuelto de la ceremonia de graduación en su moto, pero en lugar de tranquilizar a mi padre al proporcionarle cierta garantía de que, si una moto había sido capaz de sortear una tormenta y llevar a su conductor a salvo hasta su puerta, otra también podría hacerlo, pareció buscar en su mente las probabilidades de lo contrario.

La ceremonia de graduación de Lindsey le había reportado lo que podría llamarse un doloroso placer. Buckley se había sentado a su lado, indicándole solícito cuándo sonreír y reaccionar. A menudo sabía cuándo hacerlo, pero sus sinapsis ya no eran tan rápidas como las de la gente normal, o al menos así era como se lo explicaba a sí mismo. Era como el tiempo de reacción en las demandas de seguro que él estudiaba. Para la mayoría de la gente había una media de segundos entre el momento en que veían venir algo —otro coche, una roca que bajaba rodando por un terraplén— y el momento en que reaccionaban. Los tiempos de reacción de mi padre eran más lentos que los de la mayoría, como si se moviera en un mundo donde una inevitabilidad aplastante le había arrebatado toda esperanza de percepción aguda.

Buckley llamó a la puerta entreabierta del estudio de su padre.

—Pasa —dijo él.

—Estarán bien, papá. —A sus doce años, mi hermano se había vuelto serio y considerado. Aunque no pagara las facturas ni cocinara, era él quien llevaba la casa.

—Te sienta bien el traje, hijo —dijo mi padre.

—Gracias. —Eso le importaba a mi hermano. Quería que mi padre se sintiera orgulloso de él y se había esmerado en arreglarse, pidiéndole incluso a la abuela Lynn esa mañana que le cortara los mechones que le caían sobre los ojos. Estaba en la fase más incómoda de la adolescencia, cuando no se es niño ni hombre. Casi siempre ocultaba su cuerpo bajo camisetas grandes y vaqueros desaliñados, pero ese día le había gustado llevar traje—. La abuela nos espera abajo con Hal —dijo.

—Enseguida bajo.

Esta vez Buckley cerró la puerta del todo.

Ese otoño mi padre había hecho revelar el último carrete que había encontrado en mi armario en la caja de «Carretes para guardar», y ahora, como hacía a menudo cuando pedía un minuto antes de cenar o veía algo por la televisión o leía un artículo del periódico que le provocaba dolor, abrió el cajón de su escritorio y sacó las fotos con cautela.

Me había sermoneado muchas veces, diciendo que lo que yo llamaba mis «fotos artísticas» eran temerarias, pero el mejor retrato que había tenido nunca se lo había hecho yo en ángulo, de tal modo que su cara llenara todo el cuadro cuando lo sostenías como un rombo.

Debí de hacer caso de sus consejos sobre los ángulos de la cámara y la composición cuando saqué las fotos que él tenía ahora en las manos. No había sabido en qué orden iban los carretes ni qué había en ellos cuando los había hecho revelar. Había un número excesivo de fotos de Holiday, y muchas de mis pies en la hierba, borrones grisáceos en el aire que eran pájaros y un granulado intento de atardecer sobre el sauce blanco. Pero en un momento dado yo había decidido hacerle fotos a mi madre. Cuando mi padre recogió el carrete del laboratorio, se quedó sentado en el coche mirando fijamente unas fotos de una mujer que tenía la sensación de que ya casi no conocía.

Desde entonces las había sacado demasiadas veces del cajón para contarlas, pero cada vez que había examinado la cara de esa mujer, había tenido la sensación de que algo crecía dentro de él. Le llevó mucho tiempo comprender qué era. Hacía muy poco que sus sinapsis heridas le habían permitido ponerle nombre. Se había vuelto a enamorar.

No comprendía cómo dos personas que estaban casadas, que se veían todos los días, podían olvidar el aspecto que tenían, pero si tenía que describir de algún modo lo que había ocurrido, era eso. Y las últimas dos fotos del carrete proporcionaban la clave. Él había vuelto a casa del trabajo (yo recordaba que había tratado de mantener la atención de mi madre cuando Holiday se puso a ladrar al oír detenerse el coche en el garaje).

—Ya vendrá —le dije—. Espera.

Y ella así lo hizo. Parte de lo que me fascinaba de la fotografía era el poder que me otorgaba sobre la gente que estaba al otro lado de la cámara, incluidos mis propios padres.

Con el rabillo del ojo vi a mi padre cruzar la puerta lateral del patio. Llevaba la delgada cartera que, años atrás, Lindsey y yo habíamos registrado emocionadas para encontrar muy pocas cosas de interés. Los ojos de mi madre ya habían empezado a reflejar distracción y ansiedad, deslizándose por debajo de una máscara. En la foto siguiente la máscara estaba casi en su sitio, y en la última, en la que mi padre se inclinaba ligeramente para besarla en la mejilla, estaba puesta del todo.

—¿Te hice yo eso? —preguntó él a la imagen de mi madre mirando fijamente las fotos, colocadas en fila—. ¿Cómo ocurrió?

—Han parado los relámpagos —dijo mi hermana. La humedad que le cubría la piel ya no era de la lluvia, sino del sudor.

—Te quiero —dijo Samuel.

—Lo sé.

—No, quiero decir que te quiero y quiero casarme contigo, ¡y quiero vivir en esta casa!

—¿Cómo?

—¡Ya se ha acabado esa mierda de universidad odiosa! —gritó Samuel. La pequeña habitación absorbió de tal manera su voz que en sus finas paredes apenas hubo eco.

—Para mí no —dijo mi hermana.

Samuel se levantó del suelo, donde había estado tumbado al lado de mi hermana, y se arrodilló delante de ella.

—Cásate conmigo.

—¿Samuel?

—Estoy cansado de hacer siempre lo que está bien. Cásate conmigo y dejaré esta casa como nueva.

—¿Y quién nos mantendrá?

—Nosotros —dijo él—, como sea.

Ella se incorporó y se arrodilló frente a él. Estaban los dos medio vestidos y empezaban a tener frío a medida que se disipaba su calor.

—De acuerdo.

—¿De acuerdo?

—Creo que puedo —dijo mi hermana—. ¡Quiero decir que sí!

Algunos clichés yo sólo los comprendía cuando llegaban a toda velocidad a mi cielo. Nunca había visto un pollo decapitado, nunca había significado mucho para mí, aparte de ser una criatura que había recibido un trato muy parecido al mío. Pero en ese momento corrí por mi cielo como... ¡un pollo decapitado! Estaba tan contenta que grité una y otra vez. ¡Mi hermana! ¡Mi Samuel! ¡Mi sueño!

Ella lloraba, y él la abrazaba y la mecía contra él.

—¿Estás contenta, mi amor? —preguntó.

Ella asintió contra su pecho desnudo.

—Sí —dijo, y luego se quedó inmóvil—. Mi padre. —Levantó la cabeza y miró a Samuel—. Sé que está preocupado.

—Sí —dijo él, tratando de cambiar de estrategia.

—¿Cuántos kilómetros hay hasta casa?

—Unos quince —dijo Samuel—. Tal vez menos.

—Podríamos hacerlo —dijo ella.

—Estás loca.

—En la otra bolsa de la moto están las zapatillas de deporte.

No podían correr con sus trajes de cuero, de modo que se quedaron en ropa interior y camiseta, lo más cerca de lo que nadie de mi familia estaría jamás de esas personas que corren desnudas en lugares públicos. Samuel marcó el ritmo, corriendo delante de mi hermana como había hecho durante años para que ella no se desanimara. Casi no pasaban coches por la carretera, pero cuando alguno lo hacía, de los charcos de los lados se levantaba una pared de agua que los dejaba a los dos jadeando, luchando por volver a llenarse los pulmones de aire. Los dos habían corrido antes bajo la lluvia, pero nunca en plena tormenta. Mientras corrían, jugaron a ver quién se guarecía mejor de la lluvia, zigzagueando para protegerse bajo cualquier rama que colgara por encima de ellos, aunque el barro les salpicara las piernas. Pero a los cinco kilómetros estaban callados, avanzando a un ritmo natural que llevaban años practicando, concentrados en el sonido de su propia respiración y el de sus zapatillas mojadas al golpear el asfalto.

En un momento dado, al cruzar chapoteando un gran charco sin molestarse ya en esquivarlo, ella pensó en la piscina local de la que habíamos sido socios hasta que mi muerte puso fin a la existencia cómodamente pública de mi familia. Había estado en alguna parte de esa carretera, pero no levantó la cabeza para buscar la conocida valla de tela metálica. En su lugar, un recuerdo acudió a su mente. Estábamos ella y yo metidas en el agua con nuestros bañadores con falditas de volantes. Teníamos los ojos abiertos debajo del agua, una nueva habilidad, sobre todo para ella, y nos mirábamos los cuerpos suspendidos bajo el agua. Nuestro pelo flotaba, las falditas flotaban, y teníamos las mejillas infladas, conteniendo la respiración. Luego nos cogíamos de la mano y, juntas, salíamos disparadas del agua rompiendo la superficie. Nos llenábamos los pulmones de aire, se nos destapaban los oídos y reíamos a la vez.

Observé a mi atractiva hermana correr con los pulmones y las piernas bombeando, y vi que utilizaba de nuevo esa habilidad que había aprendido en la piscina, luchando por ver a través de la lluvia, luchando por seguir levantando las piernas al ritmo que le marcaba Samuel, y supe que no huía de mí ni corría hacia mí. Como alguien que ha sobrevivido a un disparo en el estómago, la herida se había ido cerrando en una cicatriz durante ocho largos años.

Estaban a un kilómetro de mi casa cuando la intensidad de la lluvia bajó y la gente empezó a mirar por las ventanas a la calle.

Samuel aflojó la marcha y ella lo alcanzó. Tenían las camisetas pegadas al cuerpo.

Lindsey sintió una punzada en el costado, pero en cuanto desapareció corrió con Samuel a toda velocidad. De pronto se sorprendió con toda la piel de gallina y sonriendo de oreja a oreja.

—¡Vamos a casarnos! —gritó, y él se detuvo en seco y la cogió en brazos, y seguían besándose cuando un coche pasó junto a ellos tocando el claxon.

Cuando sonó el timbre de la puerta de nuestra casa eran las cuatro, y Hal estaba en la cocina con uno de los viejos delantales blancos de mi madre, cortando galletas para la abuela Lynn. Le gustaba que le dieran trabajo, sentirse útil, y a mi abuela le gustaba utilizarlo. Formaban un equipo compenetrado. En cambio, a Buckley, el niño guardaespaldas, le encantaba comer.

—Ya voy yo —dijo mi padre.

Había soportado la tormenta con vasos de whisky con soda que le había ido preparando la abuela Lynn.

Se movía ahora con una agilidad desgarbada, como un bailarín de ballet retirado que tiende a apoyarse más sobre una pierna que sobre la otra después de muchos años de saltar con un solo pie.

—Estaba muy preocupado —dijo al abrir la puerta.

Lindsey tenía los brazos cruzados sobre el pecho, y hasta mi padre tuvo que reír cuando, desviando la mirada, se apresuró a coger las mantas que guardaban en el armario del vestíbulo. Samuel cubrió primero a Lindsey con una mientras mi padre le cubría los hombros a él lo mejor que podía y se formaban charcos de agua en el suelo de losetas. Justo cuando Lindsey se hubo tapado, Buckley, Hal y la abuela Lynn salieron al vestíbulo.

—Buckley —dijo la abuela Lynn—, ve a buscar unas toallas.

—¿Has podido ir en moto con esta lluvia? —preguntó Hal con incredulidad.

—No, hemos venido corriendo —dijo Samuel.

—¿Qué?

—Pasad a la sala —dijo mi padre—. Encenderemos el fuego.

Cuando los dos estuvieron sentados de espaldas a la chimenea, temblando al principio y bebiendo a sorbos el brandy que la abuela Lynn había pedido a Buckley que les sirviera en una bandeja de plata, todos oyeron la historia de la moto y la casa de la habitación octogonal que había puesto eufórico a Samuel.

—¿Está bien la moto? —preguntó Hal.

—Hemos hecho lo que hemos podido —dijo Samuel—, pero necesitaremos un remolque.

—Estoy muy contento de que estéis bien —dijo mi padre.

—Hemos venido corriendo por usted, señor Salmón.

Mi abuela y mi hermano se habían sentado en el otro extremo de la habitación, lejos del fuego.

—No queríamos que os preocuparais —dijo Lindsey.

—Lindsey no quería que usted en concreto se preocupara.

Se produjo un silencio en la habitación. Lo que Samuel había dicho era verdad, por supuesto, pero también señalaba con demasiada claridad un hecho seguro: que Lindsey y Buckley habían llegado a vivir sus vidas en directa proporción al efecto que sus actos podían tener en un padre frágil.

La abuela Lynn atrajo la mirada de mi hermana y le guiñó un ojo.

—Entre Hal, Buckley y yo hemos hecho galletas de chocolate y nueces —dijo—. Y, si queréis, tengo lasaña congelada. —Se levantó y mi hermano la imitó, listo para ayudar.

—Me encantarían unas galletas, Lynn —dijo Samuel.

—¿Lynn? Así me gusta —dijo—, ¿Vas a empezar a llamar a Jack «Jack»?

—Tal vez.

Una vez que Buckley y la abuela Lynn hubieron salido de la habitación, Hal notó un nuevo nerviosismo en el ambiente.

—Creo que voy a echar una mano —dijo.

Lindsey, Samuel y mi padre oyeron los atareados ruidos de la cocina. También oían el tictac del reloj del rincón, el que mi madre había llamado nuestro «rústico reloj colonial».

—Sé que me preocupo demasiado —dijo mi padre.

—Eso no es lo que quería decir Samuel —dijo Lindsey.

Samuel guardó silencio y yo lo observé.

—Señor Salmón —dijo por fin; no estaba del todo preparado para llamarlo «Jack»—. Le he pedido a Lindsey que se case conmigo.

Lindsey tenía el corazón en la garganta, pero no miraba a Samuel. Miraba a mi padre.

Buckley entró con una fuente de galletas, y Hal lo siguió con copas de champán entre los dedos y una botella de Dom Pérignon de 1978.

—De parte de tu abuela, en el día de vuestra ceremonia de graduación —dijo.

La abuela Lynn entró a continuación con las manos vacías, a excepción de su gran vaso de whisky, que reflejó la luz, brillando como un jarro de diamantes de hielo.

Para Lindsey era como si no hubiera nadie más allí aparte de ella y su padre.

—¿Qué dices, papá? —preguntó.

—Digo —logró decir él, levantándose para estrechar la mano de Samuel— que no podría desear un yerno mejor.

La abuela Lynn estalló al oír la última palabra.

—¡Dios mío, cariño! ¡Felicidades!

Hasta Buckley se relajó, liberándose del nudo que solía inmovilizarlo y abandonándose a una alegría poco habitual en él. Pero yo vi el delgado y tembloroso hilo que seguía uniendo a mi hermana a mi padre. El cordón invisible que puede matar.

Descorcharon la botella.

—¡Como un maestro! —le dijo mi abuela a Hal mientras servía el champán.

Fue Buckley quien me vio, mientras mi padre y mi hermana se incorporaban al grupo y escuchaban los innumerables brindis de la abuela Lynn. Me vio bajo el rústico reloj colonial y se quedó mirándome, bebiendo champán. De mí salían cuerdas que se alargaban y se agitaban en el aire. Alguien le pasó una galleta y él la sostuvo en las manos, pero no se la comió. Me vio el cuerpo y la cara, que no habían cambiado, el pelo con la raya aún en medio, el pecho todavía plano y las caderas sin desarrollar, y quiso pronunciar mi nombre. Fue sólo un instante, y luego desaparecí.

Con los años me cansé de observar, y me sentaba en la parte trasera de los trenes que entraban y salían de la estación de Filadelfia. Los pasajeros subían y bajaban mientras yo escuchaba sus conversaciones entremezcladas con el ruido de las puertas del tren al abrirse y cerrarse, los gritos de los revisores al anunciar las estaciones, el arrastrar y repiquetear de suelas de zapatos y tacones altos que pasaban del pavimento al metal, y el suave pum, pum sobre los pasillos alfombrados del tren. Era lo que Lindsey, en sus entrenamientos, llamaba un descanso activo: los músculos todavía tensos, pero la mente relajada. Yo escuchaba los ruidos y sentía el movimiento del tren, y, al hacerlo, a menudo oía las voces de los que ya no vivían en la Tierra. Voces de otros como yo, los observadores.

Casi todos los que estamos en el cielo tenemos en la Tierra a alguien a quien observar, un ser querido, un amigo, incluso algún desconocido que una vez fue amable con nosotros, que nos ofreció una comida caliente o una sonrisa radiante en el momento oportuno. Y cuando yo no observaba, oía hablar a los demás de sus seres queridos en la Tierra, me temo que de manera tan infructuosa como yo. Un intento unilateral de engatusar y entrenar a los jóvenes, de querer y añorar a sus compañeros, una tarjeta de una sola cara que nunca podría firmarse.

El tren se paraba o avanzaba bruscamente desde la calle Treinta hasta cerca de Overbrook, y yo los oía decir nombres y frases: «Ten cuidado con ese vaso», «Ojo con tu padre», «Oh, mira qué mayor parece con ese vestido», «Estoy contigo, madre», «Esmeralda, Sally, Lupe, Keesha, Frank...». Muchos nombres. Y luego el tren ganaba velocidad, y con él aumentaba cada vez más el volumen de todas esas frases inauditas que llegaban del cielo; en el punto más álgido entre dos estaciones, el ruido de nuestra nostalgia se volvía tan ensordecedor que me veía obligada a abrir los ojos.

Desde las ventanas de los trenes repentinamente silenciosos veía a mujeres tendiendo o recogiendo la colada. Se agachaban sobre sus cestas y extendían sábanas blancas, amarillas o rosadas en las cuerdas de tender. Yo contaba las prendas de ropa interior de hombre y de niño, y las típicas bragas de algodón de niña pequeña. Y el ruido que yo echaba de menos, el ruido de la vida, reemplazaba al incesante llamar a todos por sus nombres.

La colada húmeda: los restallidos, los tirones, la mojada pesadez de las sábanas de cama doble y sencilla. Los ruidos reales traían a la memoria los ruidos recordados del pasado, cuando me tumbaba bajo la ropa mojada para atrapar las gotas con la lengua, o corría entre las sábanas como si fueran conos de tráfico, persiguiendo a Lindsey o persiguiéndome ella a mí. Y a eso se sumaba el recuerdo de nuestra madre tratando de sermonearnos porque nuestras manos pringosas de mantequilla de cacahuete iban a ensuciar las sábanas buenas, o por las pegajosas manchas de caramelo de limón que había encontrado en las camisas de nuestro padre. De este modo se fundían en mi mente la visión y el olor de lo real, lo imaginado y lo recordado.

Ese día, después de volver la espalda a la Tierra, me subí a distintos trenes hasta que sólo pude pensar en una cosa: «Aguanta quieta», decía mi padre mientras yo sostenía la botella con el barco en miniatura y él quemaba las cuerdas con que había levantado el mástil y soltaba el clíper en su mar de masilla azul. Y yo le esperaba, notando la tensión de ese instante en que el mundo de la botella dependía únicamente de mí.