16

Un año después de mi muerte, el doctor Singh llamó a su casa para decir que no iría a cenar. Pero Ruana hizo sus ejercicios de todos modos. Si estirada en la alfombra en el rincón más calentito de la casa en invierno no podía evitar dar vueltas y más vueltas a las ausencias de su marido, dejaba que éstas la consumieran hasta que el cuerpo le suplicaba que las soltara, se concentrara —mientras se inclinaba hacia delante con los brazos extendidos hacia los dedos de los pies— y se moviera, desconectara la mente y olvidara todo menos el ligero y agradable anhelo de los músculos al estirarse y de su propio cuerpo al doblarse.

Llegando casi al suelo, la ventana del comedor sólo estaba interrumpida por el rodapié metálico de la calefacción, que a Ruana le gustaba dejar apagada porque le molestaban los ruidos que hacía. Fuera veía el cerezo, con todas las hojas y las flores caídas. El comedero para los pájaros, vacío, se balanceaba ligeramente en su rama.

Hizo estiramientos hasta que entró en calor y se olvidó de sí misma, y la casa donde se encontraba se desvaneció. Sus años. Su hijo. Aun así, la figura de su marido se acercaba con sigilo a ella. Tenía un presentimiento. No creía que fuera una mujer o alguna estudiante que lo adorara lo que le hacía llegar cada vez más tarde a casa. Sabía qué era porque ella también lo había experimentado y se había desprendido de ello después de haber sido herida hacía mucho tiempo. Era ambición.

De pronto oyó ruidos. Holiday ladraba dos calles más abajo y el perro de los Gilbert le respondía, y Ray se movía por la habitación del piso de arriba. Por fortuna, al cabo de un momento Jethro Tull volvió a irrumpir, dejando fuera al resto del mundo.

Salvo un cigarrillo de vez en cuando, que fumaba tan a hurtadillas como podía para no dar mal ejemplo a Ray, Ruana se había mantenido en forma. Muchas de las mujeres del vecindario le comentaban lo bien que se conservaba y algunas hasta le habían preguntado si no le importaría contarles su secreto, aunque ella siempre había entendido esas peticiones simplemente como una forma de entablar conversación con una solitaria vecina nacida en un país extranjero. Pero mientras estaba en la postura sukhasana y su respiración se iba acompasando hasta volverse profunda, no fue capaz de soltarse y abandonarse del todo. La agobiante idea de qué hacer cuando Ray se hiciera mayor y su marido trabajara cada vez más horas se le metió por los pies, le subió por las pantorrillas hasta la parte posterior de las rodillas y empezó a treparle hasta el regazo.

Sonó el timbre de la puerta.

Ruana se alegró de escapar, y a pesar de que el orden era para ella una especie de meditación, se levantó de un salto, se enrolló alrededor de la cintura un chal que colgaba del respaldo de una silla y, con la música de Ray bajando a todo volumen por la escalera, fue a abrir. Sólo por un instante pensó que tal vez era un vecino. Un vecino que venía a quejarse de la música e iba a verla con leotardos rojos y chal.

En el umbral estaba Ruth con una bolsa.

—Hola —dijo Ruana—. ¿Puedo ayudarte en algo?

—He venido a ver a Ray.

—Pasa.

Todo eso tuvo que ser dicho casi a gritos a causa del estruendo que llegaba del piso de arriba. Ruth entró en el vestíbulo.

—Sube —gritó Ruana, señalando las escaleras.

Observé cómo Ruana abarcaba con la mirada el holgado peto de Ruth, el jersey de cuello alto, la parka. «Podría empezar con ella», se dijo.

Ruth estaba en la tienda de comestibles con su madre cuando vio las velas entre los platos de papel y los cubiertos de plástico. Ese día, en clase, había sido muy consciente del día que era, y aunque lo que había hecho hasta entonces —tumbarse en la cama a leer La campana de cristal, ayudar a su madre a ordenar lo que su padre insistía en llamar su cobertizo de herramientas y ella veía como su cobertizo de poesía, y acompañarla a la tienda de comestibles— no era nada que pudiera señalar el aniversario de mi muerte, estaba decidida a hacer algo.

Al ver las velas supo inmediatamente que iría a casa de Ray y le pediría que la acompañara. Debido a sus encuentros en la plataforma de lanzamiento de peso, los compañeros de clase los habían tomado por pareja, a pesar de todas las pruebas que demostraban lo contrario. Ruth ya podía dibujar tantos desnudos femeninos como quisiera, cubrirse la cabeza con pañuelos, escribir sobre Janis Joplin y protestar a voz en cuello contra la opresión de tener que afeitarse las piernas y las axilas. A los ojos de sus compañeros seguía siendo una niña rara que había sido sorprendida BESÁNDOSE con un chico raro.

Lo que nadie comprendía —y no podían decir siquiera—era que había sido un experimento entre ellos. Ray sólo me había besado a mí y Ruth nunca había besado a nadie, de modo que los dos habían decidido besarse y ver qué pasaba.

—No siento nada —había dicho Ruth después, tumbada al lado de él entre las hojas de un arce detrás del aparcamiento de los profesores.

—Yo tampoco —reconoció Ray.

—¿Sentiste algo cuando besaste a Susie?

—Sí.

—¿Qué?

—Que quería más. Esa noche soñé que volvía a besarla y me pregunté si ella pensaba lo mismo.

—¿Y en sexo?

—Aún no había ido tan lejos —dijo Ray—. Ahora te beso a ti y no es lo mismo.

—Podríamos seguir intentándolo —dijo Ruth—. Estoy dispuesta, si no se lo dices a nadie.

—Creía que te gustaban las chicas —dijo Ray.

—Hagamos un pacto —dijo Ruth—. Imagínate que soy Susie y yo haré lo mismo.

—Eso es totalmente neurótico —dijo Ray sonriendo.

—¿Estás diciendo que no quieres? —lo atormentó Ruth.

—Enséñame otra vez tus dibujos.

—Puede que yo sea una neurótica —dijo Ruth, sacando de su cartera su cuaderno de bocetos; estaba lleno de desnudos que había copiado de Playboy, reduciendo o agrandando ciertas partes y añadiendo pelo y arrugas en las zonas retocadas con aerógrafo—, pero al menos no soy un pervertido del carboncillo.

Ray bailaba en su cuarto cuando entró Ruth. Llevaba las gafas de las que trataba de prescindir en el instituto porque eran de cristales gruesos y su padre había escogido las menos caras, de montura resistente. Iba con unos vaqueros holgados y manchados, y una camiseta con la que Ruth imaginaba, y yo sabía, que había dormido.

Cuando la vio en la puerta con la bolsa dejó de bailar. Se llevó al instante las manos a las gafas para quitárselas y, sin saber qué hacer con ellas, las agitó en su dirección.

—Hola —dijo.

—¿Puedes bajar el volumen? —gritó Ruth.

—Claro.

Al cesar el ruido, los oídos de Ruth resonaron un segundo, y en ese segundo vio un brillo en los ojos de Ray.

Estaba en el otro lado de la habitación y entre ambos estaba la cama, con las sábanas arrugadas y hechas un ovillo, y encima un retrato que ella me había hecho de memoria.

—Lo has colgado —dijo Ruth.

—Creo que es muy bueno.

—Tú y yo y nadie más.

—Mi madre también lo cree.

—Es una mujer tan especial... —dijo Ruth, dejando la bolsa—. No me extraña que seas tan estrambótico.

—¿Qué llevas en esa bolsa?

—Velas —dijo Ruth—. Las he comprado en la tienda de comestibles. Hoy es seis de diciembre.

—Lo sé.

—Pensé que podríamos ir al campo de trigo y encenderlas. Para decirle adiós.

—¿Cuántas veces se puede decir?

—Sólo era una idea —dijo Ruth—. Iré sola.

—No —dijo Ray—, voy contigo.

Ruth se sentó con su cazadora y su peto, y esperó a que él se cambiara de camiseta. Lo observó vuelto de espaldas, lo delgado que estaba, pero también cómo se ondulaban los músculos de sus brazos, como se suponía que debían hacer, y el color de su piel, como el de su madre, mucho más tentador que el de la suya.

—Podemos besarnos un rato, si quieres.

Y él se volvió sonriendo. Había empezado a disfrutar con los experimentos. Ya no pensaba en mí, aunque no podía decírselo a Ruth.

Le gustaba que ella maldijera y odiara el instituto. Le gustaba lo inteligente que era y que fingiera que no le importaba que el padre de él fuera médico (aunque no fuera un médico de verdad, como señaló) mientras que el suyo hurgaba en casas viejas, o que los Singh tuvieran hilera tras hilera de libros en su casa mientras que ella se moría por ellos.

Se sentó a su lado en la cama.

—¿Quieres quitarte la parka?

Ella se la quitó.

Y así, el día del aniversario de mi muerte, Ray se lanzó sobre Ruth y los dos se besaron y en cierto momento ella lo miró a la cara.

—¡Mierda! —dijo—. Creo que siento algo.

Cuando Ray y Ruth llegaron al campo de trigo lo hicieron callados y cogidos de la mano. Ella no sabía si él se la cogía porque velaban juntos por mí o porque le gustaba hacerlo. Su mente era un torbellino, la perspicacia que le caracterizaba la había abandonado.

Luego vio que ella no era la única que había pensado en mí. Hal y Samuel Heckler estaban en el campo de trigo, de espaldas a ella y con las manos en los bolsillos. Ruth vio los narcisos amarillos en el suelo.

—¿Los has traído tú? —le preguntó a Samuel.

—No —dijo Hal, respondiendo por su hermano—. Ya estaban aquí cuando hemos llegado.

La señora Stead observaba desde el cuarto de su hijo, en el piso de arriba. Decidió ponerse el abrigo y salir al campo sin pararse a pensar si le correspondía estar allí o no.

Grace Tarking doblaba la esquina cuando vio a la señora Stead salir de su casa con una flor de pascua. Charlaron en la calle durante unos momentos. Grace dijo que iba a pasar antes por casa, pero que se reuniría con ellos.

Grace hizo dos llamadas, una a su novio, que vivía a poca distancia, en una urbanización ligeramente más próspera, y otra a los Gilbert. Éstos aún no se habían recuperado del extraño papel que habían desempeñado en la investigación de mi muerte: que su fiel perro ladrador hubiera descubierto la primera prueba. Grace se ofreció a acompañarlos, dado que eran ancianos y atravesar los jardines de los vecinos y el accidentado suelo del campo de trigo sería un reto para ellos, y sí, el señor Gilbert quiso ir. Necesitaban hacerlo, le dijo a Grace Tarking, sobre todo su mujer, aunque yo veía lo destrozado que estaba también el. Siempre disimulaba su dolor mostrándose atento con su mujer. Aunque se les había pasado por la cabeza regalar su perro, era un consuelo para ambos.

El señor Gilbert se preguntó si lo sabía Ray, que les hacía recados y era un buen chico que había sido erróneamente juzgado, de modo que llamó a casa de los Singh. Ruana dijo que le parecía que su hijo ya estaba allí, pero que ella también iría.

Lindsey miraba por la ventana cuando vio a Grace Tarking cogida del brazo de la señora Gilbert y al novio de Grace sosteniendo al señor Gilbert mientras cruzaban el jardín de los O'Dwyer.

—Pasa algo en el campo de trigo, mamá —dijo.

Mi madre estaba leyendo a Moliere, que con tanto apasionamiento había estudiado en la universidad y desde entonces no había vuelto a mirar. A su lado estaban los libros que la habían señalado como estudiante ultramoderna: Sartre, Colette, Proust, Flaubert. Los había bajado de la estantería de su cuarto y se había prometido releerlos ese año.

—No me interesa —le dijo a Lindsey—, pero estoy segura de que a tu padre sí que le interesará cuando llegue a casa. ¿Por qué no subes a jugar con tu hermano?

Mi hermana llevaba semanas andando detrás de nuestra madre, tratando de ganársela, sin hacer caso de las señales que ésta le enviaba. Al otro lado de la superficie de hielo había algo, Lindsey estaba segura de ello. Se quedó sentada al lado de mi madre, observando a nuestros vecinos desde la ventana.

Cuando se hizo de noche, las velas que los últimos en llegar habían tenido la previsión de llevar consigo iluminaban el campo de trigo. Parecía que estaba allí toda la gente que yo había conocido alguna vez o con la que me había sentado en clase desde el parvulario hasta octavo. El señor Botte había visto que pasaba algo al volver del colegio de preparar su experimento anual del día siguiente, que iba sobre la digestión animal. Se había acercado, y al darse cuenta de lo que ocurría, había vuelto al colegio para hacer varias llamadas. Había una secretaria a quien le había afectado mucho mi muerte y que vino con su hijo. Había profesores que no habían acudido al funeral oficial del colegio.

Los rumores acerca de la presunta culpabilidad del señor Harvey habían empezado a abrirse paso entre los vecinos la noche de Acción de Gracias. De lo único de que se hablaba en el vecindario la tarde siguiente era: ¿era posible? ¿Podía haber matado a Susie Salmón ese hombre extraño que había vivido tan discretamente entre ellos? Pero nadie se había atrevido a abordar a mi familia para averiguar los detalles. A los primos de los amigos o a los padres de los chicos que les cortaban el césped se les preguntó si sabían algo. Todo el que podía estar al corriente de qué hacía la policía se había visto muy solicitado la semana anterior, de tal modo que mi funeral fue tanto una manera de señalar mi recuerdo como una forma de que mis vecinos se consolaran los unos a los otros. Un asesino había vivido entre ellos, había caminado por la calle, había comprado galletas a sus hijas girl scouts y suscripciones de revistas a sus hijos.

En mi cielo, yo vibraba de energía y calor a medida que llegaba cada vez más gente al campo de trigo, encendían sus velas y empezaban a cantar muy bajito una especie de canto fúnebre con el que el señor O'Dwyer evocó el lejano recuerdo de su abuelo de Dublín. Mis vecinos se sintieron incómodos al principio, pero en cuanto el señor O'Dwyer se puso a cantar, la secretaria del colegio se unió a él con su voz menos melódica. Ruana Singh permaneció rígida en el borde del corro, lejos de su hijo. El doctor Singh había llamado justo cuando ella salía para decirle que iba a quedarse a dormir en la oficina. Pero otros padres que volvían del trabajo aparcaron el coche en los caminos de acceso de sus casas, bajaron y se reunieron con sus vecinos. ¿Cómo iban a trabajar para mantener a sus familias y al mismo tiempo vigilar a sus hijos para cerciorarse de que estaban fuera de peligro? Como grupo aprenderían que era imposible, por muchas normas que establecieran. Lo que me había pasado a mí podía pasarle a cualquiera.

Nadie había telefoneado a nuestra casa. Dejaron a mi familia tranquila. La impenetrable barrera que rodeaba las tejas de madera, el hueco de la chimenea, el montón de leña, el camino del garaje, la cerca, era como una capa de hielo transparente que cubría los árboles cuando llovía y luego helaba. Nuestra casa parecía igual que las demás casas de la manzana, pero no lo era. El asesinato tenía una puerta sanguinolenta al otro lado de la cual estaba todo lo que a todos les parecía inconcebible.

El cielo se había vuelto de color rosa moteado cuando Lindsey se dio cuenta de lo que ocurría. Mi madre no levantó la vista de su libro.

—Están celebrando una ceremonia por Susie —dijo Lindsey—. Escucha. —Abrió un poco la ventana, y entraron el aire frío de diciembre y el lejano rumor de un canto.

Mi madre empleó toda su energía.

—Ya hemos tenido un funeral —dijo—. Para mí se ha acabado.

—¿Qué se ha acabado?

Mi madre tenía los codos apoyados en los brazos del sillón de orejas amarillo. Se inclinó ligeramente hacia delante y su cara quedó en la sombra, haciendo más difícil que Lindsey viera su expresión.

—No creo que ella esté esperándonos ahí fuera. No creo que encender velas y hacer todo eso honre su recuerdo. Hay otras maneras de honrarlo.

—¿Cuáles? —preguntó Lindsey.

Estaba sentada con las piernas cruzadas en la alfombra delante de mi madre, que estaba sentada en el sillón de orejas, con un dedo marcando el lugar donde se había quedado en su lectura de Moliere.

—Quiero ser algo más que una madre.

Lindsey creyó comprenderlo. Ella quería ser algo más que una chica.

Mi madre dejó el libro de Moliere encima de la mesa de centro y se deslizó hacia delante hasta sentarse sobre la alfombra. Yo me sorprendí. Mi madre nunca se sentaba en el suelo, lo hacía en el escritorio de pagar facturas o en los sillones de orejas o a veces en el extremo del sofá, con Holiday acurrucado a su lado.

Cogió la mano de mi hermana entre las suyas.

—¿Vas a dejarnos? —preguntó Lindsey.

Mi madre titubeó. ¿Cómo iba a decirle lo que ya sabía? En lugar de eso, mintió.

—Te prometo que no voy a dejarte.

Lo que más deseaba era volver a ser la chica libre y sin compromisos que apilaba porcelana en Wanamaker's, escondía del gerente del Wedgwood una taza con el asa rota, soñaba con vivir en París como De Beauvoir y Sartre, y volvía a casa ese día riéndose para sus adentros del extraño Jack Salmón, que era bastante guapo aunque no soportase el tabaco. Los cafés de París estaban llenos de cigarrillos, le había dicho ella, y él había parecido impresionado. Cuando al final de ese verano ella lo invitó a subir e hicieron el amor por primera vez, ella se fumó un cigarrillo en la cama, y él, en broma, también se fumó uno. Cuando ella le pasó la taza de porcelana rota como cenicero, empleó todas sus palabras favoritas para embellecer la historia de cómo había roto y escondido dentro de su abrigo la ahora familiar taza de Wedgwood.

—Ven aquí, hija mía —dijo mi madre, y Lindsey obedeció. Apoyó la espalda en el pecho de mi madre y ésta la meció con torpeza en la alfombra—. Lo estás haciendo muy bien, Lindsey, estás manteniendo vivo a tu padre. —Y oyeron el coche detenerse en el camino del garaje.

Lindsey dejó que mi madre la abrazara mientras ésta pensaba en Ruana Singh fumando detrás de su casa. El dulce aroma de los Dunhill había llegado hasta la calle y transportado a mi madre muy lejos. Al último novio que había tenido antes que mi padre le encantaban los Gauloises. «Era un tipo pretencioso», pensó, pero en cierto modo tan serio que le había permitido a ella ser también muy seria.

—¿Ves las velas, mamá? —preguntó Lindsey, mirando fijamente por la ventana.

—Ve a buscar a tu padre —dijo mi madre.

Mi hermana encontró a mi padre en el vestíbulo, colgando las llaves y el abrigo. Sí, iban a ir, dijo. Por supuesto que iban a ir.

—¡Papá! —gritó mi hermano desde el piso de arriba, y mi hermana y mi padre fueron a su encuentro.

—Te toca a ti —dijo mi padre cuando Buckley lo inmovilizó con el cuerpo.

—Estoy cansada de protegerlo —dijo Lindsey—. No me parece bien excluirlo. Susie nos ha dejado, y él lo sabe.

Mi hermano alzó la vista y la miró.

—Están dando una fiesta por Susie —dijo Lindsey—, y papá y yo vamos a llevarte.

—¿Está enferma mamá? —preguntó Buckley.

Lindsey no quería mentirle, pero le pareció que era una descripción exacta de la situación.

—Sí.

Quedó en reunirse abajo con su padre mientras llevaba a Buckley a su cuarto para cambiarle de ropa.

—La veo, ¿sabes? —dijo Buckley, y Lindsey lo miró—. Viene y habla conmigo, y pasamos tiempo juntos mientras tú juegas al fútbol.

Lindsey no sabía qué decir, pero lo cogió y lo atrajo hacia sí como él a menudo hacía con Holiday.

—Eres un niño extraordinario —le dijo—. Yo siempre estaré aquí, pase lo que pase.

Mi padre bajó despacio la escalera, aferrándose con la mano izquierda a la barandilla de madera, hasta que llegó al vestíbulo.

Mi madre lo oyó acercarse y, cogiendo el libro de Moliere, entró con sigilo en el comedor, donde él no la viera. Se puso a leer de pie en un rincón del comedor, escondiéndose de su familia. Esperó a que la puerta se abriera y se cerrara.

Mis vecinos y profesores, amigos y familiares se colocaron en círculo alrededor de un lugar escogido al azar, no muy lejos de donde me habían matado. Mi padre y mis hermanos volvieron a oír los cantos en cuanto salieron. Todo en mi padre se inclinó y lanzó hacia el calor y la luz. Quería desesperadamente que yo estuviera presente en la mente y en el corazón de todos. Mientras observaba, me di cuenta de algo: casi todos se despedían de mí. Me había convertido en una de las muchas niñas desaparecidas. Ellos volverían a sus casas y me enterrarían, como una carta del pasado que no volvería a abrirse o leerse. Y yo tenía una oportunidad para despedirme de ellos y desearles lo mejor, bendecirlos de alguna manera por sus buenos pensamientos. Un apretón de manos en la calle, un objeto caído recogido y devuelto, o un afable saludo con la mano desde una ventana lejana, un movimiento de la cabeza, una sonrisa, unos ojos que se fijan en la travesura de un niño.

Ruth fue la primera en ver a los tres miembros de mi familia, y tiró a Ray de la manga.

—Ve a ayudarlos —susurró.

Y Ray, que había conocido a mi padre el primer día de lo que resultaría ser un largo trayecto para intentar dar con mi asesino, se adelantó. Samuel también se separó de la gente. Como jóvenes pastores, condujeron a mi padre y a mis hermanos hasta el grupo, que se apartó para dejarles pasar y guardó silencio.

Mi padre llevaba meses sin salir de casa salvo para ir y volver del trabajo o sentarse en el patio trasero, y no había visto a sus vecinos. Ahora los miró, uno por uno, y se dio cuenta de que me habían querido personas que él ni siquiera reconocía. Sintió una oleada de afecto como no había experimentado en lo que le parecía mucho tiempo, con la excepción de los breves instantes olvidados con Buckley, los amorosos accidentes con su hijo.

Miró al señor O'Dwyer.

—Stan —dijo—, Susie se quedaba delante de la ventana en verano y te escuchaba cantar en tu patio. Le encantaba. ¿Quieres cantar para nosotros?

Y con la clase de gracia que se concede —aunque en contadas ocasiones y no cuando más se desea— para salvar a un ser querido de la muerte, al señor O'Dwyer le tembló la voz sólo en la primera nota, y luego cantó alto, claro y entonado.

Todos cantaron con él.

Recordé las noches de verano de las que había hablado mi padre. Cómo la oscuridad tardaba una eternidad en llegar, y con ella siempre esperaba que refrescara. A veces, de pie junto a la ventana abierta, sentía una brisa, y con esa brisa llegaba la música de la casa de los O'Dwyer. Mientras escuchaba al señor O'Dwyer cantar todas las baladas irlandesas que se sabía, la brisa traía un olor a tierra y a aire, y un olor como a musgo que sólo podía significar tormenta.

En esos momentos reinaba un maravilloso silencio temporal mientras Lindsey estudiaba en el viejo sofá de su habitación, mi padre leía en su estudio y mi madre bordaba o lavaba los platos en el piso de abajo.

A mí me gustaba ponerme un camisón largo de algodón y salir al porche trasero, donde, mientras empezaban a caer gruesas gotas contra el tejado, la brisa entraba a través de la tela metálica y me pegaba el camisón al cuerpo. Era agradable y maravilloso, y de pronto llegaba un relámpago seguido de un trueno.

Junto a la puerta abierta del porche estaba mi madre, que después de soltarme su típica advertencia —«Vas a coger un resfriado de muerte»— se quedaba callada. Juntas escuchábamos cómo caía la lluvia y retumbaban los truenos, y olíamos la tierra que se elevaba para saludarnos.

—Pareces invencible —me dijo mi madre una noche.

Me encantaban esos momentos en los que parecía que sentíamos lo mismo. Me volví hacia ella, envuelta en mi fino camisón, y dije:

—Lo soy.