15

Al principio nadie los detenía, y era algo con lo que su madre disfrutaba tanto —el gorjeo de su risa cuando doblaban la esquina de un almacén cualquiera y ella le enseñaba todo lo que había robado— que George Harvey reía con ella y, en cuanto veía una oportunidad, la abrazaba mientras ella estaba absorta en su premio más reciente.

Era un respiro para los dos escapar de su padre por la tarde e ir en coche a la ciudad más cercana para conseguir comida y otras provisiones. Eran, en el mejor de los casos, hurgadores de escombros que hacían dinero recogiendo chatarra y botellas viejas que llevaban a la ciudad en la parte trasera de la anticuada furgoneta de Harvey padre.

La primera vez que los pillaron a su madre y a él, la mujer de la caja registradora los trató con benevolencia. «Si puede pagarlo, hágalo. Si no, déjelo en el mostrador tal como está», dijo alegremente, guiñándole un ojo a un George Harvey de ocho años. Su madre sacó de su bolsillo el pequeño frasco de aspirinas y lo dejó en el mostrador con timidez. Puso cara de hundida. «No eres mejor que el niño», le reprendía a menudo el padre de George Harvey.

La amenaza de que los pillaran se convirtió en otro de los miedos de la vida de George Harvey —esa desagradable sensación que se instalaba en la boca de su estómago, como huevos que se baten en un bol—, y por la expresión sombría y la mirada intensa sabía cuándo la persona que se acercaba a ellos por el pasillo era un dependiente del almacén que había visto robando a una mujer.

Ella entonces empezaba a pasarle las cosas que había robado para que se las escondiera por el cuerpo, y él lo hacía porque ella quería que lo hiciera. Si lograban escapar en la furgoneta, ella sonreía y golpeaba el volante con las palmas, llamándolo su pequeño cómplice, y la cabina se llenaba por un rato de su desenfrenado e impredecible amor. Y hasta que éste se atenuaba y veían a un lado de la carretera algún objeto que brillaba y del que tendrían que estudiar lo que su madre llamaba sus «posibilidades», él se sentía libre. Libre y eufórico.

Recordaba el consejo que le había dado ella la primera vez que, al recorrer un tramo de la carretera de Texas, habían visto a un lado del camino una cruz de madera blanca. Alrededor de ella había ramos de flores frescas y muertas, y su ojo de hurgador de escombros se había visto inmediatamente atraído por los colores.

—Tienes que ser capaz de mirar más allá de los muertos —dijo su madre—. A veces encuentras baratijas interesantes que llevarte.

Aun entonces, él se dio cuenta de que eso no estaba bien. Los dos bajaron de la furgoneta y se acercaron a la cruz, y los ojos de su madre cambiaron y se convirtieron en los dos puntos negros que él estaba acostumbrado a ver cuando buscaban algo. Ella encontró un colgante en forma de ojo y otro en forma de corazón, y los sostuvo en alto para que él los viera.

—No sé qué haría tu padre con ellos, pero vamos a quedárnoslos tú y yo. —Tenía un alijo secreto de objetos que nunca había enseñado a su padre—. ¿Quieres el ojo o el corazón?

—El corazón —respondió él.

—Creo que estas rosas están lo bastante frescas para rescatarlas, quedarán bonitas en la furgoneta.

Esa noche durmieron en la furgoneta porque su madre no se vio capaz de conducir de vuelta a donde su padre estaba empleado temporalmente, partiendo y rajando tablones a fuerza de brazos.

Durmieron los dos acurrucados como hacían con cierta frecuencia, convirtiendo el interior de la cabina en un incómodo nido. Su madre, como un perro que juguetea con una manta, daba vueltas y se movía inquieta en su asiento. George Harvey había aprendido de anteriores forcejeos que lo mejor era relajarse y dejar que ella lo moviera a su antojo. Hasta que su madre estaba cómoda, él no pegaba ojo.

En medio de la noche, cuando él soñaba con los lujosos interiores de los palacios que había visto en los libros ilustrados de las bibliotecas públicas, alguien golpeó el techo, y su madre y él se irguieron de golpe. Eran tres hombres que miraban por las ventanas de un modo que George Harvey reconoció. Era la misma mirada que veía en su propio padre cuando se emborrachaba. Tenía un efecto doble: la mirada se centraba totalmente en su madre al tiempo que dejaba de lado a su hijo.

Él sabía que no debía gritar.

—Estáte quieto. No han venido por ti —le susurró su madre.

Él empezó a temblar debajo de las viejas mantas del ejército que lo tapaban. Uno de los hombres se había plantado delante de la furgoneta, y los otros dos, a los lados, golpeaban el techo, riendo y sacando la lengua.

Su madre sacudió la cabeza con vehemencia, pero sólo logró ponerlos furiosos. El hombre que bloqueaba la furgoneta empezó a balancear las caderas hacia delante y hacia atrás contra el capó, lo que hizo reír más fuerte a los otros dos.

—Voy a moverme despacio —susurró su madre— fingiendo que voy a bajar de la furgoneta. Quiero que te inclines hacia delante y, cuando te lo diga, arranques.

Sabía que ella le estaba diciendo algo muy importante. Que lo necesitaba. A pesar de la ensayada calma de su madre, él notó entereza en su voz, y cómo su fortaleza se disolvía en el miedo.

Ella sonrió a los hombres, y cuando ellos gritaron hurras y se relajaron, ella utilizó el codo para mover la palanca de cambios.

—Ya —dijo con voz monótona, y George Harvey se inclinó hacia delante e hizo girar la llave de contacto, y la furgoneta cobró vida con el estruendo de su viejo motor.

La expresión de los hombres cambió, y de un ansioso regocijo pasó a la indecisión mientras se quedaban mirando cómo ella daba marcha atrás un buen trecho y gritaba a su hijo:

—¡Al suelo!

Él sintió la sacudida del cuerpo del hombre al estrellarse contra la furgoneta a pocos centímetros de donde él estaba acurrucado dentro. Luego el cuerpo cayó bruscamente sobre el techo y se quedó un segundo allí, hasta que su madre volvió a dar marcha atrás. En ese momento, él tuvo un momento de clarividencia sobre cómo debía vivirse la vida: nunca como un niño o como una mujer. Eso era lo peor que se podía ser.

El corazón le había palpitado con fuerza al ver a Lindsey correr hasta el seto de saúco, pero se calmó inmediatamente. Era una habilidad que le había enseñado su madre, y no su padre: actuar sólo después de haber considerado las peores consecuencias posibles de cada opción. Vio el bloc de notas cambiado de sitio y la hoja que faltaba de su cuaderno de bocetos. Comprobó la bolsa donde guardaba su cuchillo y se la llevó al sótano, donde la dejó caer en el orificio cuadrado cavado en los cimientos. Cogió de los estantes metálicos la colección de colgantes que guardaba de las mujeres, arrancó la piedra de Pensilvania de mi pulsera y la sostuvo en la mano. Le traería buena suerte. Envolvió los demás objetos en su pañuelo blanco y ató los cuatro extremos para formar un pequeño hatillo. Se tumbó boca abajo en el suelo y metió el brazo hasta el hombro. Buscó a tientas, palpando con los dedos libres hasta dar con el oxidado saliente de un soporte metálico por encima del cual los albañiles habían derramado el cemento. Colgó de él su bolsa de trofeos y, sacando el brazo, se levantó. El libro de sonetos lo había enterrado poco antes, ese verano, en el bosque de Valley Forge Park despojándose poco a poco de las pruebas, como siempre hacía; ahora sólo tenía que esperar, sin dormirse en los laureles.

Habían pasado como mucho cinco minutos. Podían justificarse con su shock y su indignación. Y comprobando lo que para los demás era valioso: gemelos, dinero en metálico, herramientas. Pero sabía que no podía dejar pasar más tiempo. Tenía que llamar a la policía.

Hizo lo posible para parecer agitado. Dio vueltas por la habitación, respirando entrecortadamente, y cuando la operadora respondió, habló con voz nerviosa.

—Han entrado en mi casa. Póngame con la policía —dijo, escribiendo el guión del primer acto de su versión de los hechos mientras calculaba para sus adentros lo deprisa que podía largarse de allí y qué se llevaría con él.

Cuando mi padre llamó a la comisaría, preguntó por Len Fenerman. No estaba localizable, pero le informaron de que ya habían enviado a dos agentes uniformados para investigar. Lo que éstos encontraron cuando el señor Harvey abrió la puerta fue a un hombre consternado y lloroso que —salvo cierta cualidad repelente que atribuyeron al hecho de tratarse de un hombre que no tenía escrúpulos en llorar— daba en todos los sentidos la impresión de estar reaccionando racionalmente ante los hechos denunciados.

A pesar de que les habían informado por la radio del dibujo que se había llevado Lindsey, los agentes se dejaron impresionar más por la prontitud con que el señor Harvey les había invitado a registrar su casa. También les pareció sincero al compadecer a la familia Salmón.

La incomodidad de los agentes aumentó. Registraron la casa como por obligación, y no encontraron nada salvo indicios de lo que interpretaron como una exagerada soledad y una habitación llena de bonitas casas de muñecas en el piso de arriba, donde cambiaron de tema y le preguntaron cuánto tiempo llevaba haciéndolas.

Advirtieron, según afirmaron más tarde, un cambio instantáneo y amistoso en su comportamiento. Entró en el dormitorio y cogió el cuaderno de bocetos sin mencionar el dibujo que le habían robado. La policía notó que su entusiasmo iba en aumento al enseñarles las casas de muñecas. Las siguientes preguntas las hicieron con delicadeza.

—Podríamos llevarle a la comisaría para seguir haciéndole preguntas, señor —sugirió un agente—, y tiene derecho a llamar a un abogado, pero...

—No tengo inconveniente en responder las preguntas que quieran hacerme aquí —lo interrumpió el señor Harvey—. Soy la parte agraviada, aunque no tengo ningún deseo de presentar cargos contra esa pobre chica.

—La joven que entró en su casa —empezó a decir el otro agente— se llevó algo. Era un dibujo del campo de trigo y una especie de estructura en él...

La forma en que Harvey encajó la noticia, según describirían los agentes al detective Fenerman, fue instantánea y muy convincente. Les dio una explicación tan concluyente no vieron el peligro de que huyera, sobre todo porque no lo veían como un asesino.

—Oh, esa pobre chica —dijo. Se llevó los dedos a sus labios fruncidos, luego se volvió hacia el cuaderno de bocetos y pasó páginas hasta llegar a un dibujo muy parecido al que se había llevado Lindsey—. Es un dibujo parecido a éste, ¿verdad?

Los agentes, que se habían convertido en público, asintieron.

—Trataba de resolverlo —confesó el señor Harvey—. Reconozco que ese atroz incidente me ha tenido obsesionado. Creo que todo el vecindario ha estado dando vueltas a cómo podríamos haberlo prevenido. Por qué no oímos nada ni vimos nada. Porque seguro que la niña gritó.

»Aquí tienen —les dijo a los dos hombres, señalando con un bolígrafo su dibujo—. Perdonen, pero yo pienso en estructuras. Y cuando me enteré de la enorme cantidad de sangre que habían encontrado en el campo de trigo y de lo revuelta que estaba la tierra donde la habían encontrado, decidí que tal vez... —Los miró, escudriñando sus ojos. Los dos agentes querían seguir lo que estaba diciendo. Querían seguirlo. No tenían ninguna pista, ni cuerpo. Tal vez ese extraño hombre podía ofrecer una hipótesis factible—. En fin, que la persona que lo hizo había construido algo bajo tierra, una especie de madriguera, y confieso que empecé a devanarme los sesos y a imaginar los detalles como hago con las casas de muñecas, y le puse una chimenea y un estante, y, bueno, es el vicio que tengo. —Hizo una pausa—. Dispongo de mucho tiempo para mí.

—¿Y funcionó? —preguntó uno de los dos agentes.

—Siempre pensé que había encontrado algo.

—¿Por qué no nos telefoneó, entonces?

—Eso no iba a devolverles a su hija. Cuando el detective Fenerman me interrogó, le dije que sospechaba del joven Ellis, y resultó que estaba totalmente equivocado. No quería enredarle con otra de mis teorías de aficionado.

Los agentes se disculparon porque al día siguiente el detective Fenerman volvería a hacerle una visita y seguramente querría examinar el mismo material. Ver el cuaderno de bocetos, escuchar sus explicaciones sobre el campo de trigo. El señor Harvey dijo que lo consideraba como parte de sus deberes de ciudadano, a pesar de que él había sido la víctima. Los agentes documentaron la entrada de mi hermana en la casa por la ventana del sótano y su salida, a continuación, por la del dormitorio. Hablaron de los daños, que el señor Harvey se ofreció a pagar de su bolsillo, insistiendo en que se hacía cargo del dolor abrumador del que habían dado muestras los Salmón en los pasados meses y que parecía haber contagiado ahora a la hermana de la pobre niña.

Vi cómo disminuían las posibilidades de que capturaran a Harvey mientras contemplaba el fin de mi familia tal y como yo la había conocido.

Después de ir a buscar a Buckley a casa de Nate, mi madre se paró en un teléfono público de la carretera 30 y le pidió a Len que se reuniera con ella en una ruidosa y bulliciosa tienda del centro comercial que había cerca de la tienda de comestibles. Él se puso en camino inmediatamente. Al salir del garaje sonó el teléfono de su casa, pero él no lo oyó. Estaba aislado dentro de su coche, pensando en mi madre y en que todo estaba mal, pero era incapaz de negarle nada por motivos que no era capaz de sostener el tiempo suficiente para analizarlos o rechazarlos.

Mi madre condujo la breve distancia que la separaba del centro comercial y llevó a Buckley de la mano a través de las puertas de cristal hasta un parque circular situado a un nivel más bajo, donde los padres podían dejar a sus hijos para que jugaran mientras ellos hacían sus compras.

Buckley se puso eufórico.

—¡El parque! ¿Puedo ir? —dijo al ver a otros niños pegar botes en el gimnasio como si estuviesen en la selva y dar volteretas en el suelo cubierto de colchonetas.

—¿Seguro que te apetece, cariño? —preguntó ella.

—Por favor —dijo él.

Ella respondió como si se tratara de una concesión maternal.

—Bueno. —Y al verlo salir disparado hacia el tobogán rojo, dijo tras él—: Pero pórtate bien. —Nunca le había dejado jugar allí solo.

Dio su nombre al monitor que vigilaba el parque y dijo que estaría comprando en el piso inferior, cerca de Wanamaker's.

Mientras el señor Harvey explicaba su teoría sobre mi asesinato, mi madre sintió el roce de una mano en el hombro dentro de una tienda de baratijas llamada Spencer's. Al volverse con expectante alivio, vio la espalda de Len Fenerman salir de la tienda. Pasando junto a máscaras que brillaban en la oscuridad, ocho pelotas de plástico negro, llaveros de gnomos peludos y una gran calavera sonriente, salió tras él.

Él no se volvió. Ella lo siguió, al principio excitada y luego enfadada. Entre paso y paso tenía tiempo para pensar, y no quería hacerlo.

Finalmente, lo vio abrir una puerta blanca en la pared en la que nunca se había fijado.

Supo por los ruidos que oía al fondo del oscuro pasillo que Len la había llevado a las entrañas del centro comercial: el sistema de filtración de aire o la planta de bombeo de agua. No le importó. En la oscuridad se imaginó dentro de su propio corazón, y acudió simultáneamente a su mente el dibujo ampliado que había colgado en la consulta de su médico y la imagen de mi padre, con su bata de papel y sus calcetines negros, sentado en el borde de la camilla mientras el médico les explicaba los peligros de una insuficiencia cardíaca congestiva. Justo cuando estaba a punto de abandonarse a la aflicción y echarse a llorar, tropezar y caer en la confusión, llegó al final del pasillo. Éste se abría a una sala enorme de tres plantas que vibraba y zumbaba, y a lo largo de la cual había lucecitas colocadas al azar en cisternas y bombas. Se detuvo y escuchó, a la espera de oír algún ruido aparte del ensordecedor martilleo del aire al ser succionado y reacondicionado para ser expulsado de nuevo. Nada.

Vi a Len antes que mi madre. La observó un instante en la penumbra, localizando la necesidad en sus ojos. Lo sentía por mi padre, por mi familia, pero había caído en ellos. «Podría ahogarme en esos ojos, Abigail», quería decirle, pero sabía que no le estaba permitido.

Mi madre empezó a distinguir cada vez más formas en la brillante confusión de metal interconectado, y por un instante sentí que la habitación empezaba a bastarle, ese territorio desconocido bastaba para sosegarla. La sensación de que nadie podía alcanzarla.

De no haber sido porque la mano de Len le rozó los dedos, yo podría haberla retenido allí para mí. La habitación podría haber seguido siendo un breve paréntesis en su vida como señora Salmón.

Pero él la tocó y ella se volvió. Aun así, ella no lo miraba realmente. Él aceptó esa ausencia.

Yo daba vueltas mientras los observaba, y me sujeté al banco del cenador, respirando con dificultad. Ella no podía saber, pensé, que mientras asía el pelo de Len y él alcanzaba la parte inferior de su espalda, atrayéndola hacia sí, el hombre que me había asesinado acompañaba a dos agentes a la puerta de su casa.

Sentí los besos que descendían por el cuello de mi madre hasta su pecho, como las ligeras patitas de los ratones y como los pétalos de flores caídos que eran. Destructivos y maravillosos a la vez. Eran susurros que la llamaban, alejándola de mí, de mi familia y de su dolor. Ella los siguió con el cuerpo.

Mientras Len le cogía la mano y la apartaba de la pared acercándola a la maraña de tuberías cuyo ruido se sumaba al estruendo general, el señor Harvey empezó a recoger sus pertenencias; mi hermano conoció a una niña que jugaba al Hula-oop en el parque; mi hermana estaba tumbada en su cama con Samuel, los dos totalmente vestidos y nerviosos; mi abuela se bebió tres copitas en el comedor vacío; mi padre no apartaba la vista del teléfono.

Mi madre tiró con avidez del abrigo y la camisa de Len, y él la ayudó. La observó mientras se desnudaba, quitándose por la cabeza el jersey de cuello alto hasta quedarse en ropa interior y blusita de tirantes. Se quedó mirándola.

Samuel besó la nuca de mi hermana. Olía a jabón y a Bactine, y, aun así, deseó no separarse nunca de ella.

Len estaba a punto de decir algo; mi madre lo vio abrir los labios, y cerró los ojos y ordenó al mundo que callara, gritando las palabras dentro de su cabeza. Cuando volvió a abrir los ojos y lo miró, él estaba callado, con la boca cerrada. Ella se quitó por la cabeza la blusita de tirantes y luego las bragas. Tenía el cuerpo que yo nunca tendría. Pero la luna le iluminaba la piel y sus ojos eran océanos. Estaba vacía, perdida, abandonada.

El señor Harvey se marchó de su casa por última vez mientras a mi madre se le concedía su deseo más temporal. Encontrar en su arruinado corazón una puerta a un feliz adulterio.