14

Lindsey se dedicó durante una semana a reconocer el terreno de mi asesino. Estaba haciendo exactamente lo que él hacía a los demás.

Había decidido entrenar todo el año con el equipo de fútbol masculino a fin de prepararse para el desafío que el señor Dewitt y Samuel le habían animado a afrontar: clasificarse para jugar en la liga de fútbol masculina del instituto. Y Samuel, para demostrarle su apoyo, entrenaba con ella, sin querer demostrar nada aparte de que era «el chico más rápido en pantalones cortos», según dijo.

Sabía correr, pero era muy malo a la hora de interceptar y devolver la pelota, o en verla venir. Y así, cuando corrían por el vecindario, cada vez que Lindsey echaba un vistazo a la casa del señor Harvey, Samuel iba delante de ella marcándole el ritmo, ajeno a todo lo demás.

Dentro de la casa verde, el señor Harvey miraba por la ventana. La vio mirar y empezó a ponerse nervioso. Ya había pasado casi un año, pero los Salmón seguían empeñados en acosarlo.

Había ocurrido antes en otras ciudades y estados. La familia de una niña sospechaba de él, pero nadie más. Había perfeccionado la perorata que soltaba a la policía, cierta inocencia obsequiosa teñida de asombro ante sus procedimientos, o ideas inútiles que sugería como si pudieran serles de utilidad. Mencionar al alumno Ellis al hablar con Fenerman había sido un buen golpe, y la mentira de que era viudo siempre ayudaba. Se inventaba una mujer a partir de una de las víctimas de las que recientemente había obtenido placer en sus recuerdos, y para darle cuerpo siempre tenía a su madre.

Todos los días salía de la casa un par de horas por la tarde. Compraba las provisiones que necesitaba, y luego conducía hasta Valley Forge Park y se paseaba por los caminos pavimentados y los senderos sin pavimentar hasta encontrarse de pronto en medio de excursiones escolares en la cabaña de troncos de George Washington o en la capilla del Washington Memorial. Eso le levantaba el ánimo, esos momentos en que veía a los niños impacientes por contemplar la historia, como si fuera posible encontrar enganchado en el tosco extremo de un leño un cabello blanco y largo de la peluca de Washington.

De vez en cuando, uno de los guías o profesores advertía su presencia, desconocida aunque amistosa, y lo miraban con aire interrogante. Tenía mil frases que ofrecer: «Traía a mis hijos aquí», o «Aquí fue donde conocí a mi mujer». Fundamentaba lo que decía en relación con alguna familia imaginaria, y entonces las mujeres le sonreían. En una ocasión, una atractiva y corpulenta mujer había tratado de entablar conversación con él mientras el guía del parque explicaba a los niños el invierno de 1776 y la Batalla de las Nubes.

Había utilizado la historia de su viudedad y hablado de una mujer llamada Sophie Cichetti, convirtiéndola en su esposa ya fallecida y su verdadero amor. Para esa mujer su historia había sido como un manjar exquisito y, mientras la oía hablar de sus gatos y de su hermano, y de que tenía tres hijos a los que adoraba, él se la imaginó sentada en la silla de su sótano, muerta.

Después de eso, cuando un profesor le sostenía la mirada inquisitivamente, retrocedía con timidez y se internaba en el parque. Observaba a las madres con sus hijos todavía en cochecitos, caminando con garbo por los senderos. Veía a los adolescentes que habían hecho novillos, besuqueándose en los campos sin segar o a lo largo de senderos interiores. Y en el punto más elevado del parque había un bosquecillo junto al que a veces aparcaba. Se quedaba sentado en su Wagoneer y observaba a lo hombres solitarios que aparcaban a su lado y se apeaban. A veces le lanzaban una mirada inquisitiva. Si estaban lo bastante cerca, esos hombres veían a través de su parabrisas lo mismo que veían sus víctimas: su lujuria desenfrenada y sin límites.

El 26 de noviembre de 1974, Lindsey vio al señor Harvey salir de su casa verde y empezó a rezagarse del grupo de chicos con el que corría. Más tarde les diría que le había venido la menstruación y todos callarían, incluso se sentirían satisfechos, ya que eso demostraba que el plan tan poco popular del señor Dewitt nunca funcionaría: ¡una chica en los regionales!

Observé a mi hermana y me quedé asombrada. Se estaba convirtiendo en todo a la vez. Mujer. Espía. El condenado al ostracismo: un hombre solo.

Echó a andar sujetándose el costado para simular que tenía un calambre e hizo señas a los chicos para que no se detuvieran. Continuó andando con una mano en la cintura hasta que los vio doblar la esquina. Una hilera de altos y frondosos pinos que llevaban años sin podarse bordeaba la propiedad del señor Harvey. Se sentó debajo de uno, fingiendo aún que estaba agotada por si algún vecino miraba por la ventana, y cuando le pareció que era el momento oportuno, se hizo un ovillo y rodó entre dos pinos. Esperó. Los chicos dieron una vuelta más. Los vio pasar de largo y los siguió con la mirada cuando atajaron a través del aparcamiento vacío para regresar al instituto. Estaba sola. Calculó que disponía de cuarenta y cinco minutos antes de que nuestro padre empezara a preguntarse dónde estaba. Habían hecho el trato de que, si entrenaba con el equipo de fútbol masculino, Samuel la acompañaría a casa a eso de las cinco.

Las nubes se cernieron durante todo el día en el cielo, y el frío de finales de otoño le puso la piel de gallina en las piernas y los brazos. Correr siempre le hacía entrar en calor, pero cuando llegaba al vestuario, donde compartía las duchas con el equipo de hockey sobre hierba, empezaba a tiritar hasta que el agua caliente le caía en el cuerpo. Sin embargo, en el césped de la casa verde, la piel de gallina también se debía al miedo.

Cuando los chicos cruzaron el sendero, ella se acercó gateando a la ventana lateral del sótano del señor Harvey. Ya tenía una excusa preparada si la sorprendían. Estaba persiguiendo un gatito que había visto cruzar los pinos a todo correr. Diría que era gris y muy rápido, y había salido disparado hacia la casa del señor Harvey y ella lo había seguido sin pararse a pensar.

Veía el interior del sótano, que estaba oscuro. Trató de abrir la ventana, pero estaba cerrada por dentro. Tendría que romper el cristal. Mientras las ideas se le agolpaban en la mente, pensó con preocupación en el ruido, pero ya había ido demasiado lejos para detenerse ahora. Pensó en su padre en casa, siempre atento al reloj que tenía junto a su butaca, y luego se quitó la camiseta y se la enrolló alrededor de los pies. Sentada, se abrazó el cuerpo y golpeó una, dos, tres veces con los dos pies hasta que la ventana se hizo añicos con un crujido amortiguado.

Se descolgó con cuidado, buscando en la pared un punto de apoyo para los pies, pero tuvo que saltar los últimos palmos sobre los cristales rotos y el hormigón.

La habitación parecía ordenada y barrida, a diferencia de nuestro sótano, donde los montones de cajas con rótulos —Huevos de Pascua y Hierba Verde, Estrella/Adornos de Navidad— nunca habían vuelto a los estantes que había instalado mi padre.

Entraba el frío de fuera, y la corriente de aire en la nuca la impulsó a apartarse del brillante semicírculo de cristales rotos y adentrarse más en la habitación. Vio la tumbona con una mesilla al lado. Vio el enorme despertador de números luminosos que había en el estante metálico. Yo quería guiar sus ojos hasta el hueco donde encontraría los huesos de los animales, pero también sabía que, a pesar de haber dibujado en papel milimetrado los ojos de una mosca y de haber destacado ese otoño en la clase de biología del señor Botte, creería que los huesos eran míos. Por eso me alegré de que no se acercara a ellos.

A pesar de mi incapacidad para aparecer ante ella o susurrarle algo, empujarla o guiarla, Lindsey sintió algo. Algo cambió en el aire del frío y húmedo sótano que la hizo encogerse. Estaba a sólo unos pasos de la ventana abierta, y sabía que, pasara lo que pasara, se adentraría más y, pasara lo que pasara, tenía que calmarse y concentrarse en buscar pistas; pero en ese preciso momento, y por un instante, pensó en Samuel corriendo delante de ella. Esperaría encontrarla en la última vuelta y, al no verla, volvería corriendo al instituto, creyendo que la encontraría fuera. Por último, supondría, aunque con el primer rastro de duda, que se estaba duchando, y que él también debería ducharse y esperarla antes de hacer nada. ¿Cuánto tiempo la esperaría? Mientras desplazaba la mirada por las escaleras hasta el primer piso, deseó que Samuel estuviera allí y subiera detrás de ella, que siguiera sus movimientos borrando su soledad, acoplándose a sus miembros. Pero no se lo había dicho a propósito, no se lo había dicho a nadie. Estaba haciendo algo inaceptable —un acto delictivo—, y lo sabía.

Más tarde diría que había necesitado tomar aire y que por eso había subido. Al subir la escalera, recogió con la punta de los zapatos pequeñas borras de polvo blanquecino, pero no prestó atención.

Hizo girar el pomo de la puerta del sótano, que se abría a la planta baja. Sólo habían pasado cinco minutos. Le quedaban cuarenta, o eso creía. Seguía habiendo un poco de luz, que se filtraba por las persianas cerradas. Mientras permanecía de nuevo de pie titubeando en esa casa idéntica a la nuestra, oyó el golpe sordo del Evening Bulletin al caer en el porche y al repartidor tocar el timbre de su bicicleta al pasar.

Mi hermana se dijo a sí misma que se hallaba en una serie de habitaciones donde, si las registraba a conciencia, tal vez encontraría lo que necesitaba, un trofeo que llevar a nuestro padre, liberándose de ese modo de mí. Siempre habría rivalidad, incluso entre los vivos y los muertos. Vio las losetas del pasillo, del mismo verde oscuro y gris que las nuestras, y se visualizó gateando detrás de mí cuando yo acababa de aprender a andar. Luego vio mi cuerpo de niña alejarse corriendo para entrar en la habitación contigua, y se recordó a sí misma alargando una mano y dando sus primeros pasos mientras yo la atormentaba desde la sala de estar.

Pero la casa del señor Harvey estaba mucho más vacía que la nuestra, y en ella no había alfombras que dieran calor a la decoración. Lindsey pasó de las losetas al suelo de pino encerado de la habitación que en nuestra casa correspondía a la sala de estar. El ruido de cada uno de sus movimientos hizo eco en el vestíbulo delantero, alcanzándola.

No podía evitar que la asaltaran los recuerdos, cada uno con información cruel. Buckley sobre mis hombros en el piso de arriba. Nuestra madre sujetándome mientras Lindsey observaba, celosa, mis intentos de alcanzar la punta del árbol de Navidad con la estrella plateada en las manos. Yo deslizándome por la barandilla y diciéndole que me siguiera. Las dos suplicando a mi padre que nos diese las tiras cómicas después de cenar. Todos corriendo detrás de Holiday mientras él ladraba sin parar. Y las innumerables sonrisas exhaustas que adornaban nuestras caras para las fotos de los cumpleaños, las vacaciones y a la salida del colegio. Dos hermanas vestidas exactamente igual, con trajes de terciopelo o a cuadros o amarillo de pascua. Sosteniendo en las manos cestas de conejitos y huevos de pascua que habíamos sumergido en tinte. Zapatos de charol con tiras y hebilla rígidas. Sonriendo forzadamente mientras nuestra madre trataba de enfocar con la cámara. Las fotos siempre borrosas, y nuestros ojos, puntos rojos brillantes. Nada de todo eso contendría para la posteridad los momentos de antes y de después, cuando las dos jugábamos en casa o nos peleábamos por los juguetes. Cuando éramos hermanas.

Entonces lo vio. Mi espalda entrando a toda velocidad en la habitación contigua. Nuestro comedor, la habitación donde él guardaba sus casas de muñecas terminadas. Yo era una niña que corría delante de ella.

Echó a correr detrás de mí.

Me persiguió por las habitaciones del piso de abajo y, aunque se estaba entrenando en serio para jugar al fútbol, cuando volvió al vestíbulo delantero estaba sin aliento. Se mareó.

Yo pensé en lo que mi madre siempre había dicho sobre un chico de la parada del autobús que tenía el doble de años que nosotras pero que seguía en segundo curso. «No sabéis la fuerza que tiene, de modo que tened cuidado cuando estéis cerca de él.» Le gustaba dar fuertes abrazos a todo el que era agradable con él, y veías cómo ese amor atontolinado recorría sus rasgos y despertaba su anhelo de tocar. Antes de que lo sacaran del colegio corriente y lo enviaran a otro del que nadie hablaba, había cogido a una niña pequeña llamada Daphne y la había apretado tanto que se cayó al suelo cuando él la soltó. Yo empujaba con tanta fuerza desde el Intermedio para llegar a Lindsey que de pronto se me ocurrió que tal vez le estaba haciendo daño cuando lo que quería era ayudar.

Mi hermana se sentó en la amplia escalera del fondo del vestíbulo y cerró los ojos, concentrándose en recuperar el aliento y en el principal motivo que la había llevado a la casa del señor Harvey. Se sentía revestida de algo pesado, como una mosca atrapada en la red con forma de embudo de una araña, envuelta en su gruesa seda. Sabía que nuestro padre había acudido al campo de trigo poseído por lo mismo que se estaba apoderando ahora de ella. Su intención había sido proporcionarle pistas que pudiera utilizar como peldaños para subir de nuevo hasta ella, afianzarlo con hechos, afirmar todo lo que le había dicho a Len. En lugar de eso, se vio caer detrás de él en un pozo sin fondo.

Quedaban veinte minutos.

Dentro de la casa mi hermana era el único ser vivo, pero no estaba sola y yo no era la única que la acompañaba. La arquitectura de la vida de mi asesino, los cuerpos de las niñas que había dejado atrás, empezaron a desfilar ante mí, ahora que mi hermana estaba en esa casa. En el cielo pronuncié sus nombres:

Jackie Meyer. Delaware, 1967. Trece años.

Una silla volcada. Acurrucada en el suelo y vuelta hacia ella, la niña llevaba una camiseta a rayas y nada más. Cerca de su cabeza, un pequeño charco de sangre.

Flora Hernández. Delaware, 1963. Ocho años.

Él sólo había querido tocarla, pero ella gritó. Una niña bajita para su edad. Más tarde encontraron el calcetín y el zapato izquierdos. No se recuperó el cuerpo. Los huesos están en el sótano de tierra de un viejo edificio de apartamentos.

Leah Fox. Delaware, 1969. Doce años.

La mató en un sofá cubierto con una funda bajo la rampa de acceso de una autopista, con mucho sigilo. Se quedó dormido encima de ella, arrullado por el ruido de los coches que pasaban por encima. No fue hasta diez horas más tarde, cuando un vagabundo derribó la pequeña cabaña que el señor Harvey había construido con puertas abandonadas, cuando él empezó a recoger sus cosas para marcharse con el cuerpo de Leah Fox.

Sophie Cichetti. Pensilvania, 1960. Cuarenta y nueve años.

Como propietaria, había dividido en dos su piso y levantado un fino tabique. A él le gustaba la ventana semicircular creada por la división, y el alquiler era barato. Pero ella hablaba demasiado de su hijo e insistía en leerle poemas de un libro de sonetos. Le hizo el amor en su parte del piso, y cuando ella empezó a hablar, le rompió el cráneo y se llevó el cadáver a la orilla de un riachuelo cercano.

Leidia Johnson. 1960. Seis años.

Condado de Buck, Pensilvania. Excavó una cueva abovedada dentro de una colina cercana a la cantera y esperó. Fue la más pequeña.

Wendy Richter. Connecticut, 1971. Trece años.

Esperaba a su padre a la puerta de un bar. La violó entre los matorrales y luego la estranguló. Esa vez, mientras él tomaba conciencia de sus actos y salía del estupor en el que a menudo se sumía, oyó ruidos. Volvió la cara de la niña muerta hacia él y, mientras las voces se acercaban más, le mordió la oreja.

—Perdona, hombre —oyó decir a dos borrachos que se habían metido en los matorrales para orinar.

Yo veía esa ciudad de tumbas flotantes, frías y azotadas por los vientos, adonde acudían las víctimas de asesinato en la mente de los vivos. Veía a las otras víctimas del señor Harvey en el momento en que habían ocupado su casa, esos vestigios de recuerdos dejados atrás antes de huir de esta tierra. Pero ese día me solté para acudir al lado de mi hermana.

Lindsey se levantó en cuanto volví a concentrarme en ella. Subimos juntas la escalera. Ella se sentía como los zombis de las películas que tanto les gustaban a Samuel y a Hal. Colocando un pie delante del otro y mirando al frente sin comprender, llegó a lo que equivalía al dormitorio de mis padres en nuestra casa, y no encontró nada. Dio vueltas por el pasillo del piso de arriba. Nada. Luego entró en lo que habría sido mi dormitorio en nuestra casa y encontró la del asesino.

Era la habitación menos vacía de la casa, y ella hizo lo posible por no mover nada al recorrer con una mano los jerséis amontonados en el estante, preparada para encontrar cualquier cosa en sus tibias entrañas: un cuchillo, un arma, un bolígrafo Bic mordisqueado por Holiday. Nada. Luego, mientras oía algo que no logró identificar, se volvió hacia la cama y vio la mesilla de noche y, en el círculo de luz de una lámpara de lectura que Harvey había dejado encendida, su cuaderno de bocetos. Al acercarse a él volvió a oír algo, pero no llegó a relacionar los ruidos. Un coche deteniéndose. Frenando con un chirrido. La puerta cerrándose de golpe.

Pasó las páginas del cuaderno y miró los dibujos a tinta de vigas transversales y soportes, cabestrantes y contrafuertes, y vio medidas y notas que para ella no tenían ningún sentido. Al pasar la última página le pareció oír pasos fuera, muy cerca.

El señor Harvey hacía girar la llave en la cerradura de la puerta principal cuando ella se fijó en el boceto hecho a lápiz que tenía delante. Era un dibujo de unos tallos encima de un hoyo, un detalle de un estante visto de lado, una chimenea para expulsar el humo de un fuego, y lo que más le impactó: con una caligrafía de trazos finos e inseguros, él había escrito «Campo de trigo Stolfuz». De no haber sido por los artículos del periódico después del hallazgo de mi codo, ella no habría sabido que el campo de trigo era propiedad de un hombre llamado Stolfuz. De pronto vio lo que yo quería que comprendiera. Yo había muerto dentro de ese hoyo; había gritado y forcejeado, y había perdido.

Ella arrancó la hoja. El señor Harvey estaba en la cocina preparándose algo para comer: el embutido de paté de hígado por el que tenía predilección y un bol de uvas verdes dulces. Oyó crujir una tabla del suelo y se puso rígido. Oyó otro crujido y se irguió de golpe al comprender.

Se le cayeron al suelo las uvas, que aplastó con el pie izquierdo mientras Lindsey, en el piso de arriba, corría hacia las persianas y abría la obstinada ventana. El señor Harvey subió los escalones de dos en dos. Mi hermana rasgó la mosquitera, saltó al tejado del porche y bajó rodando por él, rompiendo el canalón al golpearlo con el cuerpo, mientras el señor Harvey se acercaba a todo correr. Llegó al dormitorio cuando ella aterrizaba entre los arbustos, las zarzamoras y el barro.

Pero no se hizo daño. Salió milagrosamente ilesa. Milagrosamente joven. Se levantó en el preciso momento en que él llegaba a la ventana y se detenía. La vio correr hacia el saúco. El número que llevaba estampado en la espalda le gritaba: «¡Cinco!, ¡cinco!, ¡cinco!».

Lindsey Salmón con su camiseta de fútbol.

Samuel estaba sentado con mis padres y la abuela Lynn cuando Lindsey regresó a casa.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó mi madre, que fue la primera en verla por las ventanitas cuadradas que había a cada lado de nuestra puerta principal.

Y antes de que mi madre la abriera, Samuel ya había corrido a colarse entre ellos. Ella entró cojeando y, sin mirar ni a mi madre ni a mi padre, fue derecha a los brazos de Samuel.

—Dios mío, Dios mío, Dios mío —dijo mi madre al ver la tierra y los rasguños.

Mi abuela se detuvo a su lado. Samuel peinó a mi hermana con la mano. —¿Dónde has estado?

Pero Lindsey se volvió hacia mi padre, a quien ahora se le veía como menguado, más menudo y más débil que esa hija furiosa. Lo llena de vida que estaba ella me consumió completamente ese día.

—¿Papá?

—Sí, cariño.

—Lo he hecho. He entrado en su casa. —Temblaba ligeramente y trataba de no llorar.

—¿Que has qué? —preguntó mi madre, negando con la cabeza.

Pero mi hermana no la miró ni una sola vez.

—Te he traído esto. Creo que puede ser importante. Tenía en la mano el dibujo arrugado. Había hecho más dolorosa la caída, pero había logrado escapar.

En ese momento acudió a la mente de mi padre una frase que había leído ese día. La pronunció en voz alta mientras miraba a Lindsey a los ojos.

—«A ninguna condición se adapta más rápidamente el hombre que al estado de guerra.»

Lindsey le dio el dibujo.

—Voy a recoger a Buckley —dijo mi madre.

—¿No vas a mirarlo siquiera, mamá?

—No sé qué decir. Está aquí tu abuela. Tengo compras que hacer, un ave que cocinar. Nadie parece darse cuenta de que tenemos una familia. Tenemos una familia, una familia y un hijo, y yo me voy.

La abuela Lynn acompañó a mi madre a la puerta trasera, pero no trató de detenerla.

En cuanto mi madre se marchó, mi hermana le cogió la mano a Samuel. Mi padre vio en la caligrafía de trazos finos e inseguros del señor Harvey lo mismo que había visto Lindsey: el posible plano de mi tumba. Levantó la mirada.

—¿Me crees ahora? —le preguntó a Lindsey.

—Sí, papá.

Mi padre, inmensamente agradecido, tenía que hacer una llamada.

—Papá —dijo ella.

—Sí.

—Creo que me ha visto.

No se me habría ocurrido una bendición mayor ese día que saber que mi hermana estaba físicamente a salvo. Al marcharme del cenador, temblé por el miedo que se había apoderado de mí, lo que habría supuesto perderla, no sólo para mi padre, mi madre, Buckley y Samuel, sino también, egoístamente, para mí.

Franny salió de la cafetería y se acercó a mí. Yo apenas levanté la cabeza.

—Susie —dijo—. Tengo algo que decirte.

Me llevó a la luz de una de las anticuadas farolas y luego lejos de ella, y me dio un trozo de papel doblado en cuatro.

—Cuando te sientas más fuerte, léelo y ve allí.

Dos días después, el mapa de Franny me condujo a un campo por delante del cual había pasado a menudo, pero que, a pesar de lo bonito que era, nunca había explorado. En el dibujo se veía una línea de puntos que señalaba un sendero. Nerviosa, busqué una entrada entre las innumerables hileras de trigo. La vi más adelante, y mientras echaba a andar hacia allí, el papel se deshizo en mi mano.

Un poco más adelante, alcancé a ver un hermoso y viejo olivo.

El sol estaba alto, y delante del olivo había un claro. Esperé sólo un momento, hasta que vi cómo el trigo del otro extremo empezaba a estremecerse con la llegada de alguien que no sobresalía por encima de los tallos.

Era bajita para su edad, como lo había sido en la Tierra, y llevaba un vestido de algodón estampado y deshilachado en el dobladillo y los puños.

Se detuvo y nos miramos.

—Vengo aquí todos los días —dijo—. Me gusta oír los ruidos.

Reparé en que a nuestro alrededor los tallos del trigo susurraban al entrechocar por el viento.

—¿Conoces a Franny? —pregunté.

La niña asintió con solemnidad.

—Me dio un mapa para llegar aquí.

—Entonces debes de estar preparada —dijo ella, pero ella también estaba en su cielo, y eso hacía que diera vueltas y que se le arremolinara la falda.

Me senté en el suelo debajo del árbol y la observé.

Cuando terminó, se acercó a mí y se sentó a mi lado, sin aliento.

—Yo me llamo Flora Hernández —dijo—. ¿Y tú?

Se lo dije y me eché a llorar, reconfortada al conocer a otra niña a la que él había matado.

Y mientras Flora daba vueltas vinieron otras niñas y mujeres por el campo, de todas partes. Vaciamos las unas en las otras nuestro dolor como agua de una taza a otra, y cada vez que yo contaba mi historia, perdía una gotita de dolor. Fue ese día cuando me di cuenta de que quería contar la historia de mi familia. Porque el horror de la Tierra es real y cotidiano. Es como una flor o como el sol; no puede contenerse.