Cuando Lindsey volvió al colegio en el otoño de 1974, no sólo era la hermana de la niña asesinada, sino también la hija de un «chiflado», un «pirado», un «lunático», y esto último le dolió más porque no era verdad.
Los rumores que oyeron Samuel y ella las primeras semanas de curso zigzaguearon por entre las hileras de taquillas de los alumnos como las serpientes más persistentes. El remolino aumentó hasta abarcar a Brian Nelson y Clarissa, que ese año habían empezado el instituto, gracias a Dios. En el Fairfax, Brian y Clarissa se volvieron inseparables y explotaron el incidente, utilizando la degradación de mi padre para dárselas de enrollados al contar por todo el instituto lo que había ocurrido esa noche en el campo de trigo.
Ray y Ruth pasaron por el lado interior de la cristalera que miraba a la sala al aire libre. En las rocas falsas donde se suponía que se sentaban los chicos malos vieron a Brian rodeado de admiradores. Ese año había pasado de andar como un espantapájaros ansioso a hacerlo con un viril contoneo. Clarissa, riendo bobamente de miedo y lujuria, había abierto sus partes pudendas y se había acostado con él. Aunque, de cualquier manera, todos mis conocidos se hacían mayores.
Buckley empezó ese año el parvulario y volvió a casa enamorado de su profesora, la señorita Koekle. Ésta le cogía de la mano con tanta delicadeza cuando lo acompañaba al cuarto de baño o le explicaba una tarea, que su fuerza era irresistible. Por un lado, se aprovechó —ella a menudo le daba a escondidas una galleta de más o un asiento más cómodo—, pero, por otro, eso lo aisló y marginó de sus compañeros. Mi muerte le hacía distinto en el único grupo —niños— donde tal vez habría pasado desapercibido.
Samuel acompañaba a Lindsey a casa, y luego bajaba por la carretera principal y hacía autostop hasta el taller de motos de Hal. Contaba con que los colegas de su hermano lo reconocieran, y llegaba a su destino en varias motos y furgonetas que Hal ponía a punto cuando se paraban.
Tardó un tiempo en entrar en nuestra casa. No lo hacía nadie aparte de la familia. En octubre, mi padre empezó a levantarse y moverse por la casa. Los médicos le habían dicho que la pierna derecha siempre le quedaría rígida, pero si la estiraba y hacía ejercicios de flexibilidad no sería un gran impedimento. «Correr no, pero todo lo demás...», le había dicho el cirujano la mañana siguiente de su operación, cuando mi padre se despertó y vio a Lindsey a su lado y a mi madre junto a la ventana mirando el aparcamiento.
Buckley pasó de disfrutar del calor de la señorita Koekle a amadrigarse en la cueva vacía del corazón de mi padre. Hizo miles de preguntas sobre la «rodilla de mentira», y mi padre se entusiasmó con él.
—La rodilla ha venido del espacio sideral —decía mi padre—. Trajeron trozos de la luna y los distribuyeron, y ahora los utilizan para hacer cosas así.
—¡Guau! —decía Buckley sonriendo—. ¿Cuándo podrá verla Nate?
—Pronto, Buck, pronto —decía mi padre. Pero su sonrisa se debilitaba.
Cuando Buckley reproducía esas conversaciones a nuestra madre —«La rodilla de papá está hecha de huesos de la luna», le decía, o «La señorita Koekle ha dicho que mis lápices de colores son muy buenos»—, ella asentía. Había tomado conciencia de sus actos. Cortaba zanahorias y apio en trozos de una longitud comestible. Lavaba los termos y las fiambreras, y cuando Lindsey decidió que era demasiado mayor para llevar una fiambrera al colegio, mi madre se sorprendió a sí misma contentísima cuando encontró unas bolsas forradas de papel encerado que impedirían que el almuerzo de su hija goteara y le manchara la ropa. Que ella lavaba. Que ella doblaba. Que ella planchaba cuando hacía falta y colgaba en perchas. Que ella recogía del suelo o retiraba del coche o desenredaba de la toalla mojada dejada sobre la cama que ella hacía por las mañanas, metiendo las esquinas y ahuecando las almohadas, colocando encima animales de peluche y abriendo las persianas para dejar entrar la luz.
En los momentos que Buckley la buscaba, ella a menudo hacía un cambio. Se concentraba en él unos minutos y a continuación se permitía alejarse mentalmente de su casa y su hogar, y pensar en Len.
Hacia el mes de noviembre, mi padre había dominado lo que él llamaba una «hábil cojera» y, cuando Buckley lo incitaba, se contorsionaba dando un salto que, siempre y cuando hiciera reír a su hijo, no le hacía pensar en lo extraño y desesperado que podía parecerle a un desconocido o a mi madre. Todos menos Buckley sabíamos qué se aproximaba: el primer aniversario.
Buckley y mi padre pasaron las frías y vigorizantes tardes de otoño con Holiday en el patio cercado. Mi padre se sentaba en la vieja silla de hierro del jardín, con la pierna estirada delante de él y ligeramente apoyada en un llamativo limpiabarros que la abuela Lynn había encontrado en una tienda de objetos curiosos de Maryland.
Buckley arrojaba la chillona vaca de juguete a Holiday y éste corría a cogerla. Mi padre disfrutaba viendo el cuerpo ágil de su hijo de cinco años y sus carcajadas de placer cuando Holiday lo derribaba y le hundía el morro o le lamía la cara con su larga lengua rosada. Pero no podía librarse de un pensamiento: a él también —a ese niño perfecto— se lo podían arrebatar.
Había sido una combinación de cosas, entre ellas, y no la menos importante, su lesión, lo que le había hecho quedarse en casa y prolongar su baja por enfermedad. Su jefe se comportaba de manera distinta delante de él, al igual que sus colegas de trabajo. Pasaban sin hacer ruido por delante de su oficina y se detenían a unos pasos de su escritorio como si temiesen que, si se relajaban demasiado en su presencia, les ocurriera lo mismo que a él, como si tener una hija muerta fuera algo contagioso. Nadie sabía cómo era capaz de seguir haciendo lo que hacía, y al mismo tiempo querían que cogiera todos los signos de dolor, los metiera en una carpeta y la guardara en un cajón que nadie tuviera que volver a abrir. Él telefoneaba con regularidad, y su jefe enseguida se mostraba conforme con que se tomara otra semana, otro mes si era necesario, y él lo consideraba un premio por haber sido siempre puntual o haber estado siempre dispuesto a trabajar hasta tarde. Pero se mantuvo alejado del señor Harvey y hasta trató de eludir todo pensamiento relacionado con él. No utilizaba su nombre excepto en su cuaderno, que guardaba escondido en su estudio, que mi madre, con sorprendente facilidad, había convenido en no volver a limpiar. Se había disculpado ante mí en su cuaderno: «Necesito descansar, cariño. Necesito discurrir la forma de ir tras ese hombre. Espero que lo entiendas».
Pero se había fijado volver a trabajar el día 2 de diciembre, justo después del día de Acción de Gracias. Quería estar de nuevo en la oficina para el aniversario de mi desaparición. Estar ya funcionando y poniéndose al día de trabajo en el lugar más público y distraído que se le ocurría. Y lejos de mi madre, si era sincero consigo mismo.
Cómo volver a ella, cómo alcanzarla de nuevo. Ella se apartaba bruscamente, toda su energía estaba en contra de la casa, mientras que toda la energía de él estaba dentro. Él se concentró en recuperar sus fuerzas y diseñar una estrategia para ir tras el señor Harvey. Era más fácil echar la culpa a alguien que sumar las cifras cada vez más elevadas de lo que había perdido.
Esperaban a la abuela Lynn para el día de Acción de Gracias, y Lindsey había seguido el método de belleza que la abuela le había recomendado por carta. Se había sentido tonta la primera vez que se había puesto rodajas de pepino en los ojos (para disminuir la hinchazón), avena en copos en la cara (para limpiar los poros y absorber el exceso de aceites) o yemas de huevo en el pelo (para darle brillo). El uso de alimentos había hecho reír a mi madre y a continuación preguntarse si ella no debería hacer lo mismo. Pero sólo fue un segundo, porque estaba pensando en Len, no porque estuviera enamorada de él, sino porque estar con él era la manera más rápida que conocía de olvidar.
Dos semanas antes de que llegara la abuela Lynn, Buckley y mi padre estaban con Holiday en el patio. Buckley y Holiday jugaban a un corre que te pillo cada vez más hiperactivo, yendo de una gran montaña de hojas de roble a otra.
—Cuidado, Buck —dijo mi padre—. Vas a lograr que Holiday te muerda. —Y con razón.
Mi padre dijo que quería probar algo.
—Vamos a ver si tu viejo padre puede volver a llevarte a caballo. Pronto serás demasiado grande.
Así, con torpeza, en la intimidad del patio donde, si mi padre se caía, sólo lo verían un niño y un perro, los dos aunaron fuerzas para hacer realidad lo que ambos querían: la vuelta a la normalidad de su relación padre-hijo. Cuando Buckley se puso de pie en la silla de hierro —«Ahora salta sobre mi espalda —dijo mi padre agachándose—, y agárrate a mis hombros», sin saber si iba a tener fuerzas para levantarlo desde allí—, yo toqué madera en el cielo y contuve el aliento. En el campo de trigo, sí, pero también en ese momento, al reparar el tejido más básico de sus vidas cotidianas anteriores y desafiar su lesión para recuperar un instante así, mi padre se convirtió en mi héroe.
—Agáchate, agáchate otra vez —dijo al entrar por la puerta, brincando torpe pero alegremente, y subir la escalera, cada paso un esfuerzo por mantener el equilibrio y una mueca de dolor. Y con Holiday pasando a todo correr por su lado y Buckley alegre en su montura, supo que al desafiar sus fuerzas había hecho lo que debía.
Cuando los dos con el perro encontraron a Lindsey en el cuarto de baño del piso de arriba, ella protestó audiblemente.
—¡Papaaaá!
Mi padre se irguió y Buckley alcanzó con la mano el aplique de la luz del techo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó mi padre.
—¿Qué te parece que estoy haciendo?
Estaba sentada sobre la tapa del inodoro, envuelta en una gran toalla blanca (las toallas que mi madre blanqueaba con lejía, las toallas que mi madre tendía, las toallas que doblaba y ponía en una cesta y colocaba en el armario de la ropa blanca...). Tenía la pierna izquierda apoyada en el borde de la bañera, cubierta de espuma de afeitar. En la mano sostenía la cuchilla de mi padre.
—No te enfurruñes —dijo mi padre.
—Lo siento —dijo mi hermana bajando la vista—. Sólo quería un poco de intimidad, eso es todo.
Mi padre levantó a Buckley por encima de su cabeza.
—En la encimera, en la encimera, hijo —dijo, y Buckley se emocionó al verse de pie en la prohibida encimera del cuarto de baño, manchando la baldosa con sus pies cubiertos de barro—. Ahora baja de un salto. —Y él así lo hizo. Holiday le hizo frente—. Eres demasiado pequeña para afeitarte las piernas, cariño —dijo mi padre.
—La abuela Lynn empezó a los once.
—Buckley, ¿puedes irte a tu habitación y llevarte al perro? Enseguida voy.
—Sí, papá.
Buckley todavía era un niño pequeño a quien mi padre, con paciencia y unas cuantas maniobras, podía llevar a hombros para que fueran un padre y un hijo típicos. Pero ahora vio en Lindsey algo que le produjo doble dolor. Yo era una niña pequeña en la bañera, una niña a la que él levantaba en brazos hasta el lavabo, una niña que no había llegado por muy poco a sentarse como lo hacía ahora mi hermana.
En cuanto Buckley salió, dirigió su atención a mi hermana. Cuidaría a sus dos hijas cuidando a una.
—¿Tienes cuidado? —preguntó.
—Acabo de empezar —dijo Lindsey—. Me gustaría estar sola, papá.
—¿Es la misma cuchilla que estaba puesta cuando la has cogido de mi estuche de afeitar?
—Sí.
—Debe de estar sucia de mi barba. Iré a buscarte una nueva.
—Gracias, papá —dijo mi hermana, y de nuevo era la dulce Lindsey que él había llevado a hombros.
El salió y recorrió el pasillo hacia el otro lado de la casa, hasta el cuarto de baño que él y mi madre todavía compartían, aunque ya no dormían juntos en la misma habitación. Al introducir una mano en el armario en busca de un paquete de cuchillas nuevas, sintió una punzada en el pecho. No hizo caso y se concentró en lo que hacía. Fue un pensamiento fugaz: «Es Abigail la que debería estar haciendo esto».
Le llevó las cuchillas a Lindsey, le enseñó a cambiarlas y le dio algunos consejos sobre cómo afeitarse mejor.
—Cuidado con el tobillo y la rodilla —dijo—. Tu madre siempre los llamaba las zonas peligrosas.
—Puedes quedarte si quieres —dijo ella, preparada ahora para dejarlo entrar—. Pero podría acabar toda ensangrentada. —Ella quiso darse de bofetadas—. Perdona, papá. Ya me muevo... Siéntate tú aquí.
Se levantó y fue a sentarse en el borde de la bañera. Abrió el grifo mientras mi padre se sentaba en la tapa del inodoro.
—Gracias, cariño —dijo—. Hace tiempo que no hablamos de tu hermana.
—¿A quién le hace falta? —dijo mi hermana—. Está en todas partes.
—Tu hermano parece estar bien.
—Está pegado a ti.
—Sí —dijo él, y se dio cuenta de que eso le gustaba, ese esfuerzo que estaba haciendo su hijo por ganarse a su padre.
—Ay —dijo Lindsey, y un hilillo de sangre empezó a correr entre la espuma blanca—. Es un verdadero fastidio.
—Apriétalo un momento con el dedo. Ayuda a detener la hemorragia. Podrías hacerlo sólo hasta la rodilla —sugirió él—. Así es como lo hace tu madre, a menos que vayamos a la playa.
Lindsey hizo una pausa.
—Vosotros nunca vais a la playa.
—Antes íbamos.
Mi padre había conocido a mi madre cuando los dos trabajaban en Wanamaker, durante las vacaciones de verano de la universidad. Él acababa de comentar con tono desagradable que la sala de los empleados apestaba a tabaco cuando ella sonrió y sacó un paquete de Pall Mall que entonces siempre llevaba encima.
«Touché», dijo él, y no se apartó de ella a pesar de que el apestoso olor de sus cigarrillos lo envolvió de la cabeza a los pies.
—He estado tratando de decidir a quién me parezco —dijo Lindsey—, si a la abuela Lynn o a mamá.
—Siempre he pensado que tú y tu hermana os parecéis a mi madre —dijo él.
—¿Papá?
—¿Sí?
—¿Sigues convencido de que el señor Harvey tuvo algo que ver?
Fue como dos palos que por fin echan chispas al frotarlos: prendieron fuego.
—No tengo ninguna duda, cariño. Ninguna.
—Entonces, ¿por qué Len no lo arresta?
Ella deslizó la cuchilla descuidadamente hacia arriba y terminó con su primera pierna. Titubeó, esperando.
—Ojalá fuera fácil de explicar —respondió él, y las palabras le salían como en espirales. Nunca había hablado largamente de su sospecha con nadie—. Cuando lo encontré ese día en su patio trasero y construimos esa tienda, la que dijo que había construido para su esposa, cuyo nombre entendí que era Sophie mientras que Len tenía anotado Leah, algo en sus movimientos me hizo estar seguro.
—Todo el mundo cree que es un poco raro.
—Es cierto, y lo entiendo —dijo él—. Pero nadie lo ha tratado mucho tampoco. No saben si su rareza es benigna o no.
—¿Benigna?
—Inofensiva.
—A Holiday no le gusta —dijo Lindsey.
—Exacto. Nunca he visto al perro ladrar tan fuerte. Ese día hasta se le erizó el pelo.
—Pero los polis creen que tú estás chiflado.
—No hay pruebas, es todo lo que dicen. Sin pruebas y sin... perdona, cariño, sin cuerpo, no tienen nada para seguir investigando ni bases para arrestar a nadie.
—¿Qué quieres decir con bases?
—Supongo que algo que lo relacionara con Susie. Que alguien lo hubiera visto en el campo de trigo o merodeando por el colegio, o algo así.
—¿O si tuviera algo suyo?
Tanto mi padre como Lindsey hablaban con apasionamiento, la segunda pierna cubierta de espuma pero sin afeitar, porque al prender fuego los dos palos de su interés habían iluminado la idea de que yo estaba en alguna parte de esa casa. En el sótano, en la planta baja, en el piso superior o en la buhardilla. Para no tener que admitir un pensamiento tan atroz —pero, ay, si fuera verdad sería una prueba tan clara, tan perfecta y concluyente...—, recordaron cómo iba vestida yo ese día, lo que llevaba, la goma de borrar de Frito Bandito que yo atesoraba, la chapa de David Cassidy prendida dentro de mi bolsa, la de David Bowie fuera. Enumeraron todos los accesorios de lo que sería la mejor y más espantosa evidencia que podrían encontrar: mi cuerpo troceado, mis ojos en blanco y pudriéndose.
Mis ojos: el maquillaje que le había regalado la abuela Lynn ayudaba, pero no resolvía el problema de que todos vieran mis ojos en los de Lindsey. Cuando aparecían en la polvera que utilizaba la niña del pupitre de al lado o en un inesperado reflejo en el escaparate de una tienda, desviaba la mirada. Sobre todo era doloroso para mi padre. Y al hablar con él se dio cuenta de que, mientras tocaban ese tema —el señor Harvey, mi ropa, mi cartera con mis libros, mi cuerpo, yo—, mi padre estaba tan atento a mi recuerdo que la veía de nuevo como a Lindsey y no como una trágica combinación de sus dos hijas.
—Entonces, ¿te gustaría poder entrar en su casa? —preguntó ella.
Se miraron, reconociendo de manera casi imperceptible que era una idea peligrosa. Cuando él vaciló antes de responder por fin que eso sería ilegal y que no, que no había pensado en ello, ella supo que mentía. También supo que necesitaba que alguien lo hiciera por él.
—Deberías terminar de afeitarte, cariño —dijo él.
Ella le dio la razón y se volvió, consciente de lo que le había dicho.
La abuela Lynn llegó el lunes anterior a Acción de Gracias. Con los mismos ojos láser que buscaron de inmediato alguna imperfección antiestética en mi hermana, vio algo detrás de la sonrisa de su hija, en sus movimientos aplacados y serenos, en cómo su cuerpo respondía cuando venía el detective Fenerman o la policía.
Cuando esa noche, después de cenar, mi madre rechazó el ofrecimiento de mi padre de ayudarla a lavar los platos, los ojos láser se convencieron. Con firmeza, y con gran asombro de todos los comensales y alivio de mi hermana, la abuela Lynn anunció algo.
—Abigail, voy a ayudarte a lavar los platos. Un asunto entre madre e hija.
—¿Qué?
Mi madre había previsto deshacerse fácilmente de Lindsey y pasar el resto de la noche frente al fregadero, lavando despacio los platos y mirando por la ventana hasta que la oscuridad le devolviera su reflejo, los ruidos del televisor dejaran finalmente de oírse y volviera a estar sola.
—Ayer mismo me hice las uñas —dijo la abuela después de ponerse el delantal encima de su vestido de diseño beige—, de modo que secaré yo.
—Madre, de verdad, no es necesario.
—Lo es, cariño, créeme —dijo mi abuela.
Había algo sobrio y cortante en ese «cariño».
Buckley se llevó a mi padre de la mano a la sala contigua, donde estaba el televisor. Se sentaron, y Lindsey, que había recibido una reprimenda, subió a su habitación para llamar a Samuel.
Era extraño verlo. Algo muy fuera de lo normal. Mi abuela con un delantal y sosteniendo un trapo de cocina como si se tratase de un capote de torero, lista para el primer plato que llegara a sus manos.
Permanecieron calladas mientras trabajaban, y el silencio —los únicos sonidos eran las salpicaduras que producía mi madre al sumergir las manos en el agua hirviendo, el chirrido de platos y el tintineo de cubiertos— hizo que la tensión que llenaba la estancia se volviera insoportable. Los ruidos del partido en la habitación contigua eran igualmente extraños para mí. Mi padre nunca había visto el fútbol; el único deporte que le interesaba era el baloncesto. La abuela Lynn nunca había lavado los platos; los alimentos congelados y las comidas para llevar eran sus armas predilectas.
—Oh, Dios mío —dijo por fin—. Toma. —Devolvió el plato recién lavado a mi madre—. Quiero tener una conversación de verdad, pero me temo que se me van a caer estos platos de las manos. Vamos a dar un paseo.
—Madre, necesito...
—Yo necesito dar un paseo.
—Después de fregar.
—Escucha —dijo mi abuela—, sé que yo soy quien soy y tú eres quien eres y lo que te hace feliz, pero reconozco algunas cosas cuando las veo y sé que está ocurriendo algo que no está bien. Capisce?
A mi madre le temblaba la cara, blanda y maleable, casi tan blanda y maleable como su reflejo en el agua sucia del fregadero.
—¿Qué?
—Tengo mis sospechas, y no quiero hablar de ellas aquí.
«Mensaje recibido, abuela Lynn», pensé yo. Nunca la había visto tan nerviosa.
No les iba a resultar difícil salir de casa a las dos solas. A mi padre, con la rodilla fastidiada, jamás se le ocurriría apuntarse al paseo y, últimamente, fuese donde fuese o dejase de ir, lo seguía mi hermano Buckley.
Mi madre guardó silencio. No tenía otra alternativa. En el garaje, se quitaron los delantales en el último momento y los dejaron sobre el techo del Mustang. Mi madre se agachó para abrir la puerta del garaje.
Aún era pronto, de modo que al comienzo de su paseo todavía habría luz.
—Podríamos sacar a Holiday —tanteó mi madre.
—Sólo tú y yo —dijo mi abuela—. La pareja más aterradora que te puedas imaginar.
Nunca habían tenido una relación estrecha. Las dos lo sabían, pero era algo que ninguna reconocía. Bromeaban sobre ello como dos niños que no se caen particularmente bien pero son los dos únicos niños en un vecindario grande y desolado. De pronto, sin haberlo intentado antes, después de haber dejado siempre a su hija correr lo más deprisa posible en la dirección que quisiera, mi abuela descubrió que estaba alcanzándola.
Habían pasado por delante de la casa de los O'Dwyer y se acercaban a la de los Tarking cuando mi abuela dijo lo que tenía que decir.
—Encubrí con sentido del humor mi aceptación —dijo mi abuela—. Tu padre tuvo una aventura amorosa en New Hampshire durante mucho tiempo. La primera inicial de ella era F, y nunca supe a qué correspondía. Encontré mil opciones con los años.
—¿Madre?
Mi abuela siguió andando sin volverse. Descubrió que el aire frío y vigorizante del invierno ayudaba, llenándole los pulmones hasta que los sintió más limpios que hacía unos minutos.
—¿Lo sabías?
—No.
—Supongo que nunca te lo dije —dijo—. No me pareció que te hiciera falta saberlo. Ahora sí te hace falta, ¿no crees?
—No estoy segura de por qué lo dices.
Habían llegado a la curva de la carretera que las llevaría de regreso dando la vuelta. Si seguían por allí sin detenerse, al final se encontrarían delante de la casa del señor Harvey. Mi madre se quedó inmóvil.
—Pobrecita hija mía, dame la mano —dijo mi abuela.
Se sentían incómodas. Mi madre podía contar con los dedos las veces que su alto padre se había inclinado para besarla cuando era niña. Y su barba, que pinchaba y olía a una colonia que, tras años de buscarla, nunca había logrado identificar. Mi abuela le cogió la mano mientras echaban a andar en sentido contrario.
Entraron en una parte del vecindario donde parecían estar instalándose nuevas familias. Recordé que mi madre las llamaba las casas-ancla, porque estaban a ambos lados de la calle que conducía a toda la urbanización: anclaban el vecindario a una carretera original construida antes de que el municipio fuera un municipio. La carretera que llevaba a Valley Forge, a George Washington y a la Revolución.
—La muerte de Susie me ha hecho pensar de nuevo en tu padre —dijo mi abuela—. Nunca me permití llorarlo debidamente.
—Lo sé —dijo mi madre.
—¿Me guardas rencor por eso?
Mi madre reflexionó.
—Sí.
Mi abuela dio unas palmaditas a mi madre en la espalda con la mano libre.
—Bueno, eso es algo.
—¿Algo?
—Algo está saliendo de todo esto. De ti y de mí. Una pizca de verdad entre nosotras.
Cruzaron las parcelas de media hectárea donde durante veinte años habían crecido árboles. Aunque no sobresalían mucho, eran dos veces tan altos como los hombres que los habían sostenido en sus brazos por primera vez y que habían pisado con fuerza la tierra a su alrededor con sus zapatos de fin de semana.
—¿Sabes lo sola que me he sentido siempre? —preguntó mi madre a su madre.
—Por eso estamos paseando, Abigail —dijo la abuela Lynn.
Mi madre clavó la vista al frente, pero siguió en contacto con su madre a través de la mano. Pensó en lo solitaria que había sido su niñez. Como cuando había visto a sus dos hijas atar una cuerda entre dos tazas de papel e ir a habitaciones distintas para susurrarse secretos, no había podido decir que sabía qué se sentía. En su casa no había habido nadie más aparte de sus padres, y luego su padre se había marchado.
Se quedó mirando las copas de los árboles, que, a kilómetros de nuestra urbanización, eran lo más alto que había por los alrededores. Se hallaban en una colina alta que nunca habían talado para construir casas y donde seguían viviendo un puñado de granjeros viejos.
—No puedo describir lo que estoy sintiendo —dijo—. A nadie.
Llegaron al final de la urbanización en el preciso momento en que el sol se ocultaba tras la colina ante ellas. Transcurrió un momento sin que ninguna de las dos se diera la vuelta. Mi madre observó cómo la última luz brillaba en un charco seco al final de la calle.
—No sé qué hacer —dijo—. Todo se ha acabado.
Mi abuela no estaba segura de a qué se refería, pero no la presionó.
—¿Volvemos? —sugirió.
—¿Cómo? —preguntó mi madre.
—A casa, Abigail. Si volvemos a casa.
Dieron la vuelta y echaron a andar de nuevo. Las casas, una tras otra, eran idénticas en su estructura. Sólo las distinguía lo que mi abuela llamaba sus accesorios. Nunca había comprendido esa clase de lugares, lugar donde su propia hija había escogido vivir.
—Cuando lleguemos a la curva —dijo mi madre—, quiero que pasemos por delante.
—¿De su casa?
—Sí.
Vi a mi abuela Lynn volverse cuando mi madre se volvió.
—¿Me prometes no ver más a ese hombre? —preguntó mi abuela.
—¿A quién?
—Al hombre con quien tienes un lío. De eso he estado hablando.
—No tengo un lío con nadie —replicó mi madre. Su mente volaba como un pájaro de un tejado a otro—. ¿Madre? —añadió, volviéndose.
—¿Abigail?
—Si necesito marcharme un tiempo, ¿podría instalarme en la cabaña de papá?
—¿Me has escuchado?
Les llegó un olor, y la mente ágil e inquieta de mi madre volvió a escabullirse.
—Alguien está fumando —dijo.
La abuela Lynn miraba fijamente a su hija. La pragmática y remilgada señora que siempre había sido mi madre había desaparecido. Se mostraba frívola y distraída. Mi abuela no tenía nada más que decirle.
—Son cigarrillos extranjeros —dijo mi madre—. ¡Vamos a buscarlos!
Y a la luz cada vez más tenue mi abuela observó, estupefacta, cómo mi madre empezaba a rastrear el olor.
—Yo regreso —dijo.
Pero mi madre siguió andando.
Encontró el origen del humo bastante pronto. Era Ruana Singh, que estaba detrás de una higuera alta en el patio trasero de su casa.
—Hola —dijo mi madre.
Ruana no se sobresaltó, como supuse que haría. Su serenidad era algo que había adquirido con la práctica. Era capaz de contener la respiración durante el suceso más sorprendente, ya fuera su hijo acusado de asesinato por la policía o su marido presidiendo una cena como si fuera una reunión del comité académico. Había dado permiso a Ray para subir a su cuarto, y ella había desaparecido por la puerta trasera y no la habían echado de menos.
—Señora Salmón —dijo Ruana, exhalando el embriagador humo de sus cigarrillos. Y en una ráfaga de humo y afecto mi madre estrechó la mano que le tendía—. Me alegro mucho de verla.
—¿Celebran una fiesta? —preguntó mi madre.
—Mi marido está dando una fiesta. Yo soy la anfitriona.
Mi madre sonrió.
—Las dos vivimos en un lugar extraño —dijo Ruana.
Se miraron, y mi madre asintió. En alguna parte de la calle estaba su madre, pero en ese preciso momento tanto ella como Ruana se encontraban en una isla silenciosa lejos de tierra firme.
—¿Tiene otro cigarrillo?
—Por supuesto, señora Salmón. —Ruana buscó en el bolsillo de su largo suéter negro, y le ofreció el paquete y el encendedor—. Dunhill, espero que le gusten.
Mi madre encendió un cigarrillo y le devolvió el paquete dorado.
—Abigail —dijo mientras exhalaba el humo—. Por favor, llámeme Abigail.
Desde su habitación a oscuras, Ray alcanzaba a oler los cigarrillos de su madre, que ella nunca le acusaba de birlarle, del mismo modo que él nunca le decía que sabía que los tenía. Le llegaban voces de abajo, los estridentes sonidos de su padre con sus colegas hablando seis idiomas distintos y riendo encantados del verano tan americano que se aproximaba. No sabía que mi madre estaba con su madre fuera, en el jardín, ni que yo lo veía sentado en su ventana, inhalando el dulce olor de sus cigarrillos. Enseguida se volvería de espaldas a la ventana y encendería la pequeña lámpara de la mesilla de noche para leer. La señora McBride les había pedido que buscaran un soneto que les gustara sobre el que hacer un trabajo, pero mientras leía los versos de su Norton Antbology, no paraba de pensar en el instante que deseaba recuperar y volver a vivir. Si me hubiera besado en el andamio, tal vez las cosas habrían sido distintas.
La abuela Lynn siguió andando, y allí estaba, por fin, la casa que habían tratado de olvidar viviendo sólo dos casas más abajo. «Jack tenía razón», pensó la abuela. Lo percibía en la oscuridad. Ese lugar irradiaba algo malévolo. Se estremeció y empezó a oír los grillos y a ver las luciérnagas que revoloteaban por encima de los parterres de flores del jardín delantero. De pronto pensó que no podía menos de compadecer a su hija. Vivía en medio de una zona cero donde ninguna aventura amorosa de su marido podía abrirle los ojos. Por la mañana le diría que las llaves de la cabaña siempre estarían a su disposición si las necesitaba.
Esa noche mi madre tuvo lo que le pareció un sueño maravilloso. Soñó con la India, donde nunca había estado. Había conos anaranjados de tráfico y bonitos insectos de color lapislázuli con mandíbulas doradas. Una joven era conducida por las calles hacia una pira, donde la envolvían en una sábana y la colocaban encima de una plataforma de madera. El brillante fuego que la consumía provocaba en mi madre esa profunda y alegre dicha como de ensueño. Quemaban a la joven viva, pero antes había sido un cuerpo, limpio y entero.