Todos los veranos, en el Simposio de Talentos del estado, los alumnos con talento del séptimo al noveno cursos se recluían cuatro semanas en una casa para —o, al menos, eso me parecía a mí— haraganear por el bosque y exprimirse el cerebro unos a otros. Alrededor de una hoguera cantaban oratorios en lugar de canciones populares, y en las duchas las chicas se desmayaban por el físico de Jacques d'Amboise o el lóbulo frontal de John Kenneth Galbraith.
Pero hasta los talentosos tenían sus camarillas. Estaban los Marcianos de las Ciencias y los Cerebros Matemáticos, que formaban el peldaño superior, aunque socialmente algo tullido, de la escalera de los talentosos. Luego estaban las Cabezas de Historia, que se sabían las fechas del nacimiento y la muerte de cualquier figura histórica de la que se hubiese oído hablar alguna vez. Pasaban junto a los demás campistas voceando períodos crípticos aparentemente sin sentido: «1769—1821», «1770—1831». Cuando Lindsey se cruzaba con ellos respondía para sí: «Napoleón», «Hegel».
También estaban los Maestros del Saber Arcano, cuya presencia entre los talentosos resultaba molesta a todos. Eran los chicos capaces de desmontar un motor y volver a montarlo sin necesidad de diagramas o instrucciones. Comprendían las cosas de una manera real, no teórica, y parecían traerles sin cuidado las notas.
Samuel era uno de ellos. Sus héroes eran Richard Feynman y su hermano Hal. Éste había abandonado los estudios y ahora llevaba el taller de reparación de motos que había cerca de la sima, donde tenía como clientela a toda clase de gente, desde los Ángeles del Infierno hasta la anciana que se paseaba en motocicleta por los aparcamientos de su residencia para ancianos. Hal fumaba, vivía encima del garaje de los Heckler y se llevaba a sus ligues a la trastienda.
Cuando la gente le preguntaba cuándo iba a madurar, él respondía: «Nunca». Inspirado por él, cuando los profesores le preguntaban a Samuel qué quería ser de mayor, respondía: «No lo sé. Acabo de cumplir catorce».
Casi con quince años, Ruth Connors ya lo sabía. En el cobertizo que había detrás de su casa, rodeada de los pomos de puertas y la quincalla que su padre había rescatado de las viejas casas destinadas a ser demolidas, Ruth se sentaba en la oscuridad y se concentraba hasta que le dolía la cabeza. Luego entraba corriendo en casa, cruzaba el cuarto de estar, donde su padre leía, y subía a su habitación, donde escribía a trompicones sus poemas. «Ser Susie», «Después de la muerte», «En pedazos», «A su lado ahora», y su favorito, el poema del que más orgullosa se sentía y que había llevado al simposio, doblado y desdoblado tantas veces que los pliegues estaban a punto de romperse: «El borde de la tumba».
Su padre tuvo que llevarla en coche al simposio porque esa mañana, cuando salía el autocar, ella todavía estaba en casa con un agudo ataque de gastritis. Estaba probando extraños regímenes vegetarianos y la noche anterior se había comido una col entera para cenar. Su madre se negaba a rendirse ante el vegetarianismo que Ruth había adoptado desde mi muerte.
—¡No es Susie, por el amor de Dios! —exclamaba, dejando caer delante de su hija un solomillo de dos dedos de grosor.
A las tres de la tarde, su padre la llevó en coche primero al hospital y luego al simposio, pasando antes por casa para recoger la bolsa de viaje que su madre había preparado y dejado al final del camino de entrada.
Mientras el coche entraba en el campamento, Ruth recorrió con la mirada la multitud de chicos que hacían cola para recibir una chapa con su nombre. Vio a mi hermana en medio de un grupo de Maestros. Lindsey había evitado poner su apellido en su chapa y había optado por dibujar en su lugar un pez. De ese modo no mentía exactamente, pero esperaba conocer a algún chico de los colegios de los alrededores que no estuviera enterado de mi muerte o que, al menos, no la relacionara con ella.
Toda la primavera había llevado el colgante del medio corazón, y Samuel había llevado la otra mitad. Les cohibía mostrarse afectuosos en público, y no se cogían de la mano en los pasillos del colegio ni se pasaban notas. Se sentaban juntos a la hora de comer, y Samuel la acompañaba a casa. El día que ella cumplió catorce años le llevó una magdalena con una vela. Por lo demás, se fundían con el mundo subdividido en sexos de sus compañeros.
A la mañana siguiente, Ruth se levantó temprano. Como Lindsey, Ruth deambulaba por el campamento de talentosos sin pertenecer a ningún grupo. Había participado en un paseo para amantes de la naturaleza y recogido plantas y flores a las que debía ayudar a poner nombre. Descontenta con las respuestas que le daba uno de los Marcianos de las Ciencias, decidió empezar a ponerles nombres ella misma. Dibujaba la hoja o la flor en su diario, apuntaba de qué sexo creía que era, y le ponía un nombre como «Jim» si era una planta de hoja simple o «Pasha» si era una flor más aterciopelada.
Cuando Lindsey se acercó al comedor, Ruth hacía cola para repetir huevos con salchichas. Había armado tanto revuelo para no comer carne en su casa que tenía que atenerse a ello, pero en el simposio nadie estaba al corriente del juramento que había hecho.
No había hablado con mi hermana desde mi muerte, y sólo lo había hecho para excusarse en el pasillo del colegio. Pero había visto a Lindsey volver a casa andando con Samuel y la había visto sonreírle. Vio a mi hermana decir sí a las crepés y no a todo lo demás. Había intentado ponerse en su lugar del mismo modo que había pasado tiempo poniéndose en el mío.
Cuando Lindsey se acercó a ciegas a la cola, Ruth se interpuso.
—¿Qué significa el pez? —preguntó señalando con la cabeza la chapa de mi hermana—. ¿Eres religiosa?
—Fíjate en la dirección de los peces —respondió Lindsey, deseando al mismo tiempo que hubiera natillas para desayunar. Irían perfectas con las crepés.
—Ruth Connors, poetisa —dijo Ruth a modo de presentación.
—Lindsey —dijo Lindsey.
—Salmón, ¿verdad?
—No lo digas, por favor —dijo Lindsey, y por un instante Ruth experimentó más intensamente qué se sentía al reconocer su parentesco conmigo: el hecho de que la gente, al ver a Lindsey, imaginase una niña cubierta de sangre.
Aun entre los talentosos, que se distinguían por hacer las cosas de manera diferente, la tendencia era emparejarse los primeros días. Eran sobre todo parejas de chicos o parejas de chicas —pocas relaciones serias empezaban a los catorce—, pero ese año hubo una excepción. Lindsey y Samuel.
Allá donde fuesen los recibían gritos de ¡están besándose! Sin carabina y con el calor del verano, algo creció dentro de ellos como la mala hierba. Era el deseo. Yo nunca lo había sentido de una forma tan pura ni lo había visto recorrer con tanta pasión a alguien conocido. Alguien con quien tenía genes en común.
Ellos eran cautelosos y se atenían a las reglas. Ningún orientador podía decir que había apuntado una linterna hacia el matorral más tupido que había junto al dormitorio de los chicos y encontrado a Salmón y a Hekcler. Se reunían brevemente detrás de la cafetería o junto a algún árbol en el que habían grabado sus iniciales. Se besaban. Querían ir más allá, pero no podían. Samuel quería que fuera algo especial. Era consciente de que debía ser perfecto. Lindsey sólo quería quitárselo de encima. Dejarlo atrás para poder hacerse adulta, trascender el lugar y el tiempo. Veía el sexo como las naves de Star Trek. Te evaporabas y te encontrabas navegando por otro planeta a los pocos segundos de recomponerte.
«Van a hacerlo», escribió Ruth en su diario. Yo había puesto mis esperanzas en que Ruth lo escribiera todo. En su diario explicaba cómo yo había pasado por su lado esa noche en el aparcamiento y cómo la había tocado, cómo creía que había alargado literalmente una mano hacia ella. Qué aspecto había tenido yo entonces. Cómo soñaba conmigo. Cómo se había formado la idea de que un espíritu podía ser como una segunda piel para alguien, una especie de capa protectora. Y cómo si perseveraba tal vez lograría liberarnos a las dos. Yo leía por encima de su hombro mientras ella anotaba sus pensamientos, y me preguntaba si alguien la creería algún día.
Cuando me imaginaba, se sentía mejor, menos sola, más conectada con algo que estaba allá fuera. Con alguien que estaba allá fuera. Veía en sus sueños el campo de trigo, y un nuevo mundo que se abría, un mundo donde tal vez podría encontrar también un asidero.
«Eres realmente una gran poetisa, Ruth», se imaginaba que yo le decía, y su diario la sumergía en una fantasía en la que era una poetisa tan extraordinaria que sus palabras tenían el poder de resucitarme.
Yo podía retroceder en el tiempo hasta la tarde en que Ruth había visto a su prima adolescente desvestirse para bañarse en el cuarto de baño donde ésta la había encerrado para cuidarla como le habían pedido. Ruth había deseado acariciar la piel y el pelo de su prima, había deseado que la abrazara. Yo me preguntaba si ese anhelo de una niña de tres años había desencadenado lo que llegó a los ocho. Esa confusa sensación de ser diferente, de que sus encaprichamientos con profesoras o con su prima eran más reales que los de las demás niñas. En los suyos había un deseo que iba más allá de la dulzura y la atención, alimentaba un anhelo que empezaba a florecer, verde y amarillo, en una sensualidad semejante al azafrán de primavera y cuyos delicados pétalos se abrían en su incómoda adolescencia. No era tanto que quisiera tener relaciones sexuales con mujeres, escribía en su diario, como que quería desaparecer para siempre dentro de ellas. Esconderse.
La última semana del simposio siempre se dedicaba a un último proyecto que los distintos colegios presentaban en un concurso la víspera del día que los padres regresaban para recoger a los alumnos. El concurso no se anunciaba hasta el desayuno del domingo de esa última semana, pero los chicos ya habían empezado a hacer planes. Siempre se trataba de una competición por construir la mejor ratonera, y el listón cada vez estaba más alto. Nadie quería repetir una ratonera que ya se había construido.
Samuel salió en busca de los niños con aparatos en los dientes porque necesitaba las pequeñas gomas que les daban los ortodoncistas. Servirían para mantener tenso el brazo de su ratonera. Lindsey le pidió al cocinero retirado del ejército papel de aluminio sin usar. La trampa que se proponían construir consistiría en reflejar la luz para confundir a los ratones.
—¿Y si se gustan cuando se miren? —le preguntó Lindsey a Samuel.
—No ven con tanta claridad —respondió él, al tiempo que arrancaba el envoltorio de los pequeños alambres que servían para cerrar las bolsas de basura. Si un chico miraba de una manera extraña algún objeto corriente que había por el campamento, lo más probable era que estuviera pensando en cómo utilizarlo para su ratonera.
—Son bastante bonitos —comentó Lindsey una tarde.
Se había pasado casi toda la noche capturando ratones de campo con cuerdas y dejándolos bajo la tela metálica de una conejera vacía.
Samuel los observaba con interés.
—Supongo que podría ser veterinario —dijo—, pero no creo que me gustara abrirlos.
—¿Tenemos que matarlos? —preguntó Lindsey—. Se trata de construir la mejor ratonera, no el mejor campo de exterminio para ratones.
—Artie está construyendo pequeños ataúdes con madera de balsa —dijo Samuel riendo.
—Qué mal gusto.
—Él es así.
—Se supone que estaba colado por Susie —dijo Lindsey.
—Lo sé.
—¿Habla de ella? —Lindsey cogió un palo largo y delgado, y lo metió por la tela metálica.
—La verdad es que ha preguntado por ti —dijo Samuel.
—¿Y qué le has dicho?
—Que estás bien, que estarás bien.
Los ratones no paraban de correr del palo al rincón, donde se amontonaban unos sobre otros en un vano intento de huir.
—Podríamos construir una ratonera con un sofá de terciopelo morado dentro e instalar una trampilla, de modo que, cuando se sienten en el sofá, se abra la trampilla y lluevan bolitas de queso. Podríamos llamarla el Reino de los Roedores.
Samuel no presionaba a mi hermana como lo hacían los adultos. Al contrario, hablaba con minuciosidad de la tapicería del sofá para ratones.
Ese verano empecé a pasar menos tiempo observando desde el cenador, porque seguía viendo la Tierra cuando paseaba por los campos del cielo. Al anochecer, las lanzadoras de jabalina y peso se marchaban a otros cielos. Cielos donde no encajaba una chica como yo. ¿Eran horribles esos otros cielos? ¿Peores que sentirse tan sola entre tus compañeros, que vivían y crecían? ¿O estaban hechos de las mismas cosas con que yo soñaba? Donde podías verte atrapado para siempre en un mundo de Norman Rockwell. Donde continuamente llevaban a una mesa a la cual se sentaba una familia con un pavo que un pariente jocoso y risueño trinchaba.
Si me alejaba demasiado y me hacía preguntas lo bastante alto, los campos cambiaban. Miraba hacia abajo y veía el trigo para los caballos, y entonces lo oía, un canto susurrante y gimoteante que me advertía que me apartara del borde. Me palpitaban las sienes y el cielo se oscurecía, y volvía a ser esa noche, ese perpetuo ayer revivido. Mi alma se solidificaba y se volvía más pesada. De ese modo llegué muchas veces al borde de mi tumba, pero todavía tenía que mirar dentro.
Sí, empecé a preguntarme qué significaba la palabra «cielo». Si esto fuera el cielo, pensaba, el cielo de verdad, aquí vivirían mis abuelos. Y el padre de mi padre, mi abuelo favorito, me cogería en brazos y bailaría conmigo. Yo sólo sentiría alegría y no tendría recuerdos, ni habría campo de trigo ni tumba.
—Puedes tener eso —me dijo Franny—. Mucha gente lo hace.
—¿Cómo haces el cambio? —pregunté.
—No es tan fácil como tal vez creas —respondió ella—. Tienes que dejar de desear ciertas cosas.
—No lo entiendo.
—Si dejas de preguntarte por qué te han matado a ti en lugar de a otro —explicó ella—, y dejas de investigar la sensación de vacío que ha dejado tu muerte y de preguntarte qué siente la gente que has dejado en la Tierra, entonces podrás ser libre. En otras palabras, tienes que renunciar a la Tierra.
Eso me pareció imposible.
Esa noche, Ruth entró a hurtadillas en la habitación de Lindsey.
—He soñado con ella —susurró.
Mi hermana la miró parpadeando, soñolienta.
—¿Con Susie? —preguntó.
—Siento lo ocurrido en el comedor —dijo Ruth.
Lindsey dormía en la cama de abajo de una litera triple. Sus vecinas de encima se movieron inquietas.
—¿Puedo meterme en tu cama? —preguntó Ruth.
Lindsey asintió.
Ruth se deslizó a su lado en la estrecha cama.
—¿Qué pasaba en tu sueño? —susurró Lindsey.
Ruth se lo dijo, volviendo la cara para que los ojos de Lindsey pudieran distinguir la silueta de su nariz, sus labios y su frente.
—Yo estaba dentro de la tierra —explicó— y Susie se acercaba a mí en el campo de trigo. Yo notaba que se acercaba y la llamaba, pero tenía la boca llena de tierra. Ella no me oía, por mucho que yo tratara de chillar. Luego me desperté.
—Yo no sueño con ella —dijo Lindsey—. Tengo pesadillas de ratas que me mordisquean las puntas del pelo.
Ruth se sentía a gusto al lado de mi hermana, le gustaba el calor que despedían sus cuerpos.
—¿Estás enamorada de Samuel?
—Sí.
—¿Echas de menos a Susie?
Porque estaban a oscuras, porque Ruth le volvía la cara y era prácticamente una desconocida, Lindsey confesó lo que sentía:
—Más de lo que nadie sabrá nunca.
El director del colegio Devon se vio obligado a ausentarse por un asunto familiar, y recayó en la recién nombrada subdirectora del Colegio Chester Springs la responsabilidad de organizar, de la noche a la mañana, el concurso de ese año. Quiso proponer algo que no fueran ratoneras.
¿ES POSIBLE SALIR IMPUNE DE UN CRIMEN? CÓMO COMETER EL ASESINATO PERFECTO, anunciaban los folletos que había diseñado apresuradamente.
A los chicos les encantó. Los músicos y poetas, las Cabezas de Historia y los artistas rebosaban de ideas. Mientras se zampaban sus huevos con beicon para desayunar, compararon los grandes asesinatos del pasado que seguían sin resolverse o enumeraron los objetos corrientes que podían utilizarse para infligir una herida mortal. Empezaron a pensar con quién podrían conspirar para asesinar. Todo fue muy divertido hasta las siete y cuarto, cuando entró mi hermana.
Artie la vio ponerse a la cola. Ella todavía no lo sabía, sólo notaba la excitación en el ambiente, que atribuyó a que habían anunciado el concurso de las ratoneras.
Él no apartaba la vista de ella, y vio que el cartel más próximo estaba colgado al final de los recipientes de la comida, encima de las bandejas de los cubiertos. Escuchaba una anécdota sobre Jack el Destripador que contaba alguien sentado a su mesa cuando se levantó para devolver la bandeja.
Se detuvo junto a mi hermana y carraspeó. Yo tenía todas mis esperanzas puestas en ese chico inseguro. «Alcánzala», dije en una oración dirigida a la Tierra.
—Lindsey —dijo Artie.
Lindsey lo miró.
—Sí.
Detrás del mostrador, el cocinero del ejército le sirvió una cucharada de huevos revueltos que cayó con un plaf en su bandeja.
—Soy Artie, de la clase de tu hermana.
—No necesito ataúdes —dijo Lindsey, deslizando su bandeja por la superficie metálica hacia donde estaban los zumos de naranja y manzana en grandes jarras de plástico.
—¿Qué?
—Samuel me ha dicho que este año estás construyendo ataúdes de madera de balsa para los ratones. No quiero ninguno.
—Han cambiado el concurso —dijo él.
Esa mañana, Lindsey había decidido arrancar el dobladillo del vestido de Clarissa. Sería perfecto para el sofá de los ratones.
—¿Por cuál?
—¿Quieres que vayamos fuera? —Artie utilizó su cuerpo para tapar el cartel e impedirle acceder a los cubiertos. Balbuceó—: Lindsey, el concurso va de asesinatos.
Ella se quedó mirándolo. Siguió agarrando su bandeja, con la vista clavada en Artie.
—Quería decírtelo antes de que leyeras el cartel.
Samuel entró precipitadamente en la carpa.
—¿Qué está pasando? —Lindsey miró impotente a Samuel.
—El concurso de este año va sobre cómo cometer el crimen perfecto —explicó Samuel.
Samuel y yo vimos el temblor. La sacudida interna de su corazón. Se estaba volviendo tan hábil que las grietas y fisuras eran cada vez más pequeñas. Pronto, como si se tratase de un perfeccionado truco de prestidigitación, nadie la vería hacerlo. Podría dejar fuera el mundo entero, ella incluida.
—Estoy bien —dijo.
Pero Samuel sabía que no era cierto.
El y Artie la vieron alejarse.
—He intentado prevenirla —dijo Artie débilmente.
Volvió a su mesa y se puso a dibujar hipodérmicas. Cada vez apretaba más el bolígrafo al colorear el líquido para embalsamar del interior, y perfeccionó la trayectoria de las tres gotas que caían.
«Sola —pensé— en la Tierra como en el cielo.»
—Matas a la gente apuñalándola, rajándola y pegándole un tiro —dijo Ruth—. Es morboso.
—Estoy de acuerdo —dijo Artie.
Samuel se había llevado a mi hermana para hablar. Artie había visto a Ruth sentada a una de las mesas de fuera con su gran libro en blanco.
—Pero hay buenos motivos para matar —dijo Ruth.
—¿Quién crees que lo hizo? —preguntó Artie. Se sentó en el banco y apoyó los pies en la barra de debajo de la mesa.
Ruth estaba sentada casi inmóvil, con la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, pero balanceaba el pie sin parar.
—¿Cómo te enteraste? —preguntó ella.
—Nos lo dijo mi padre —dijo Artie—. Nos llamó a mi hermana y a mí al salón e hizo que nos sentásemos.
—Mierda. ¿Y qué os dijo?
—Primero dijo que pasaban cosas horribles en el mundo, y cuando mi hermana dijo «Vietnam», él se quedó callado, porque siempre discuten cuando sale el tema. Luego dijo: «No, cariño, pasan cosas horribles cerca de casa, a gente que conocemos». Ella creyó que se refería a una de sus amigas.
Ruth sintió una gota de lluvia.
—Entonces mi padre se vino abajo y dijo que habían matado a una niña. Fui yo el que le preguntó que a quién. Me refiero a que, cuando dijo lo de «niña», me la imaginé pequeña, ya sabes. No como nosotros.
No había duda de que eran gotas, y empezaron a caer en la superficie de madera de secuoya.
—¿Quieres que entremos? —preguntó Artie.
—Todos los demás estarán dentro —dijo Ruth.
—Lo sé.
—Mojémonos.
Se quedaron un rato callados, contemplando cómo llovía a su alrededor, oyendo el ruido de las gotas contra las hojas de los árboles que había sobre sus cabezas.
—Yo sabía que estaba muerta, lo presentía —dijo Ruth—, pero luego vi que lo mencionaban en el periódico de mi padre y estuve segura. Al principio no dieron su nombre, sólo decía «Chica de catorce años». Le pedí a mi padre la página, pero no quiso dármela. Quiero decir que ¿quién aparte de ella y su hermana había faltado toda la semana?
—Quisiera saber quién se lo dijo a Lindsey —dijo Artie. Empezó a llover fuerte. Se metió debajo de la mesa y gritó—: ¡Vamos a calarnos!
Y tan de repente como había empezado, dejó de llover. El sol se filtró entre las ramas de los árboles y Ruth miró más allá de éstas.
—Creo que nos está escuchando —dijo demasiado bajito para que él la oyera.
En el simposio, pasó a ser del dominio público quién era mi hermana y cómo había muerto yo.
—Imagínate que te apuñalan —dijo alguien.
—No, gracias.
—A mí me parece que está bien.
—Piénsalo... ella es famosa.
—Vaya manera de alcanzar la fama. Prefiero ganar un premio Nobel.
—¿Sabe alguien qué quería ser de mayor?
—Anda, pregúntaselo a Lindsey.
E hicieron una lista de los muertos que conocían.
Una abuela, un abuelo, un tío, una tía, alguno tenía un padre, pocas veces era una hermana o un hermano que había muerto de una enfermedad, un problema del corazón, leucemia, una enfermedad impronunciable. Nadie conocía a nadie que hubiera muerto asesinado. Pero ahora me conocían a mí.
Bajo un bote de remos demasiado viejo y desvencijado para flotar, Lindsey estaba tumbada en el suelo con Samuel Heckler, y él la abrazaba.
—Sabes que estoy bien —dijo ella con los ojos secos—.
Nos quedaremos aquí tumbados y esperaremos a que se calmen las cosas.
Samuel tenía la espalda dolorida, y atrajo a mi hermana hacia él para protegerla de la humedad de la llovizna estival. El aliento de ambos empezó a calentar el reducido espacio del fondo del bote; sin poder evitarlo, una erección se abrió paso dentro de sus vaqueros.
Lindsey acercó una mano.
—Lo siento... —empezó a decir él.
—Estoy preparada —dijo mi hermana.
A los catorce años, mi hermana se alejaba de mí para adentrarse en un lugar donde yo nunca había estado. En las paredes de mi sexo había horror y sangre, mientras que en las paredes del suyo había ventanas.
«Cómo cometer el asesinato perfecto» era un viejo juego en el cielo. Yo siempre escogía el carámbano de hielo: el arma se derrite hasta desaparecer.