9

Mi abuela llegó la víspera de mi funeral con su habitual estilo. Le gustaba alquilar limusinas y venir del aeropuerto bebiendo champán envuelta en lo que llamaba su «grueso y fabuloso animal», un abrigo de visón que se había comprado de segunda mano en el mercadillo de la iglesia. Mis padres no la habían invitado sino más bien incluido, por si quería estar presente. A finales de enero, el director Caden había propuesto la idea. «Será bueno para sus hijos y para todos los alumnos del colegio», había dicho, y se había encargado de organizar la ceremonia en nuestra iglesia. Mis padres se comportaban como sonámbulos respondiendo a sus preguntas afirmativamente, asintiendo con la cabeza a flores o altavoces. Cuando mi madre se lo mencionó a su madre por teléfono, se sorprendió al oír las palabras:

—Voy a ir.

—Pero no tienes por qué hacerlo, madre.

Hubo un silencio en el extremo de la línea de mi abuela.

—Abigail —dijo—, es el funeral de Susan.

La abuela Lynn hacía avergonzar a mi madre al empeñarse en pasear con sus gastadas pieles por el vecindario, y al haber asistido en una ocasión a una fiesta de la urbanización muy maquillada. No paró de hacer preguntas a mi madre hasta tener localizados a todos los asistentes: si había visto sus casas por dentro, en qué trabajaba el marido, qué coches tenían. Hizo un grueso catálogo de los vecinos, lo que era una manera, ahora me doy cuenta, de intentar entender mejor a su hija. Un mal calculado dar vueltas, un triste baile sin pareja.

—¡Jacky! —dijo mi abuela al acercarse a mis padres, que estaban en el porche delantero—, ¡necesitamos un trago fuerte! —Entonces vio a Lindsey escabullirse escaleras arriba para ganar unos pocos minutos antes de los saludos de rigor—. Los niños me odian —dijo, y se le heló la sonrisa de dentadura perfecta y blanca.

—Madre —dijo mi madre, y yo quise zambullirme en los océanos llenos de pérdida de sus ojos—. Estoy segura de que Lindsey sólo ha ido a ponerse presentable.

—¡Algo imposible en esta casa! —dijo mi abuela.

—Lynn —dijo mi padre—, esta casa ha cambiado desde la última vez que estuviste aquí. Te serviré una copa, pero te pido que la respetes.

—Tan encantador como siempre, Jack —dijo mi abuela.

Cogió el abrigo de mi abuela. Habían encerrado a Holiday en el estudio de mi padre en cuanto Buckley había gritado desde su puesto en la ventana del piso de arriba: «¡La abuela!». Mi hermano alardeaba delante de Nate o de quien lo escuchara de que su abuela tenía los coches más grandes del mundo entero.

—Estás muy guapa, madre —dijo mi madre.

—Mmm... —y cuando mi padre no podía oírla, mi abuela preguntó—: ¿Cómo está él?

—Lo estamos sobrellevando, pero es duro.

—¿Sigue murmurando cosas sobre el hombre que lo ha hecho?

—Sigue creyendo que fue él, sí.

—Os demandarán, ¿lo sabes? —dijo ella.

—No se lo ha dicho a nadie aparte de la policía.

No sabían que mi hermana estaba sentada en lo alto de la escalera.

—Y no debe hacerlo. Comprendo que necesite echarle la culpa a alguien, pero...

—Lynn, ¿seven and seven o martini? —preguntó mi padre regresando al vestíbulo.

—¿Qué vas a tomar tú?

—Estos días no bebo, la verdad —respondió mi padre.

—Ése es tu problema. Ya voy yo. ¡No tenéis que decirme dónde están las bebidas fuertes!

Sin su grueso y fabuloso animal, mi abuela era como un palillo. «Pasar hambre» era como lo llamó cuando me consoló a los once años. «Tienes que pasar hambre, cariño, antes de que se te asienten demasiado tiempo las carnes. Las carnes infantiles son sinónimo de fealdad.» Ella y mi madre habían discutido sobre si yo era lo bastante mayor para tomar benzedrina; «su salvador personal», lo llamaba ella, como cuando decía: «¿Le ofrezco a tu hija mi salvador personal y tú se lo niegas?».

Cuando yo vivía, todo lo que hacía mi abuela estaba mal. Pero sucedió algo extraño cuando llegó ese día en su limusina alquilada, abrió la puerta de nuestra casa y entró sin llamar. Con toda su odiosa elegancia estaba trayendo de nuevo la luz.

—Necesitas ayuda, Abigail —dijo después de comer la primera comida de verdad que mi madre había cocinado desde mi desaparición.

Mi madre se quedó perpleja. Se había puesto sus guantes azules y llenado el fregadero de agua jabonosa, y se disponía a lavar los platos. Lindsey iba a secarlos. Suponía que su madre pediría a Jack que le sirviera su copa de después de comer.

—Eres muy amable, madre.

—No tiene importancia —dijo ella—. Voy corriendo por mi bolsa mágica.

—Oh, no —oí decir a mi madre en un susurro.

—Oh, sí, la bolsa mágica —dijo Lindsey, que no había abierto la boca en toda la comida.

—¡Por favor, madre! —protestó mi madre cuando volvió la abuela Lynn.

—Muy bien, niños, quitad la mesa y traed aquí a vuestra madre. Voy a maquillarla.

—Estás loca, madre. Tengo que lavar todos estos platos.

—Abigail —dijo mi padre.

—Ah, no. Puede que a ti te incite a beber, pero a mí no se me va a acercar con todos esos instrumentos de tortura.

—No estoy bebido —replicó él.

—Pues estás sonriendo —dijo mi madre.

—Demándalo entonces —dijo la abuela Lynn—. Buckley, coge a tu madre de la mano y arrástrala hasta aquí.

Mi hermano la complació. Le divertía ver a su madre recibir órdenes.

—¿Abuela Lynn? —preguntó Lindsey con timidez.

Buckley conducía a mi madre a una silla de la cocina que mi abuela había colocado delante de ella.

—¿Qué?

—¿Puedes enseñarme a maquillar?

—¡Cielo santo, alabado sea el Señor, sí!

Mi madre se sentó y Buckley se subió a su regazo.

—¿Qué te pasa, mamá?

—¿Estás riéndote, Abbie? —Mi padre sonrió.

Así era. Reía y lloraba a la vez.

—Susie era una buena chica, cariño —dijo la abuela Lynn—. Como tú. —No hizo ninguna pausa—. Ahora, levanta la barbilla y deja que eche un vistazo a esas bolsas que tienes debajo de los ojos.

Buckley se bajó y se sentó en una silla.

—Esto es un rizador de pestañas, Lindsey —instruyó la abuela—. Todo esto se lo enseñé a tu madre.

—Clarissa tiene uno —dijo Lindsey.

Mi abuela colocó los extremos de goma del rizador a cada lado de las pestañas de mi madre, y ésta, sabiendo cómo funcionaban, alzó los ojos.

—¿Has hablado con Clarissa? —preguntó mi padre.

—La verdad es que no —dijo Lindsey—. Siempre está con Brian Nelson. Se han saltado suficientes clases para que los expulsen tres días.

—No esperaba eso de Clarissa —dijo mi padre—. Tal vez no fuera la manzana más sana del cesto, pero nunca se metía en líos.

—Cuando me la cruzo apesta a marihuana.

—Espero que no te dé por eso —dijo la abuela Lynn. Apuró su seven and seven y dejó el vaso en la mesa con un golpe—. ¿Ves, Lindsey, cómo las pestañas rizadas hacen más grandes los ojos de tu madre?

Lindsey trató de imaginar sus propias pestañas, pero en su lugar vio las pobladas y brillantes pestañas de Samuel Heckler cuando acercó la cara a la suya para besarla. Se le dilataron las pupilas, palpitando con ferocidad de color oliva.

—Me dejas sin habla —dijo la abuela, y se puso en jarras, con los dedos de una mano todavía enganchados en el rizador.

—¿Qué?

—Lindsey Salmón, tú tienes novio —dijo la abuela, anunciándolo a los presentes.

Mi padre sonrió. De pronto le caía bien la abuela Lynn. A mí también.

—No —replicó Lindsey.

Mi abuela estaba a punto de hablar cuando mi madre susurró:

—Sí lo tienes.

—Dios te bendiga, cariño —dijo mi abuela—, debes tener novio. En cuanto acabe con tu madre voy a hacerte el magnífico tratamiento de la abuela Lynn. Jack, prepárame un apéritif.

—Un apéritif es algo que... —empezó mi madre.

—No me contradigas, Abigail.

Mi abuela agarró una trompa. Dejó a Lindsey como un payaso, o como mi abuela dijo para sí: «Una ramera de la mejor clase». Mi padre acabó lo que ella describió como «sutilmente embriagado». Lo más asombroso es que mi madre se fue a la cama dejando los platos en el fregadero.

Mientras todos dormían, Lindsey se observó en el espejo del cuarto de baño. Se quitó parte del colorete, se frotó los labios y recorrió con los dedos las partes hinchadas y recién depiladas de sus cejas anteriormente pobladas. En el espejo vio algo diferente que yo también vi: una adulta capaz de valerse por sí misma. Debajo del maquillaje estaba la cara que ella siempre había identificado como suya hasta que en poco tiempo se había convertido en una cara que hacía pensar a la gente en mí. El lápiz de labios y el delineador de ojos habían definido el contorno de sus facciones, que estaban en su cara como piedras preciosas importadas de algún lugar lejano donde los colores eran más intensos que los que se habían visto alguna vez en nuestra casa. Era cierto lo que decía nuestra abuela: el maquillaje hacía resaltar el azul de sus ojos. Las cejas depiladas le cambiaban la forma de la cara. El colorete le marcaba los pómulos («Esos pómulos que nunca está de más marcar», señaló mi abuela). Y los labios... Practicó sus expresiones faciales. Hizo un mohín, besó, sonrió de oreja a oreja como si ella también se hubiera tomado un cóctel, y bajó la mirada y fingió rezar como una niña buena, pero miró con un ojo para verse la cara de buena. Luego se fue a la cama y durmió boca arriba para no estropear su nueva cara.

La señora Bethel Utemeyer era la única persona muerta que habíamos visto mi hermana y yo. Se vino a vivir con su hijo a nuestra urbanización cuando yo tenía seis años y Lindsey cinco.

Mi madre decía que había perdido parte del cerebro y que a veces se marchaba de su casa y no se sabía adonde iba. A menudo terminaba en nuestro patio delantero, debajo del cornejo, mirando hacia la calle como si esperara un autobús. Mi madre la invitaba a sentarse en nuestra cocina y preparaba té para las dos, y después de calmarla, llamaba a su hijo para decirle dónde estaba. A veces no había nadie en casa, y la señora Utemeyer se sentaba a nuestra mesa de la cocina y se quedaba mirando el centro durante horas. Se quedaba allí hasta que volvíamos del colegio. Sentada, nos sonreía. A menudo llamaba a Lindsey «Natalie», y alargaba una mano para acariciarle el pelo.

Cuando murió, su hijo animó a mi madre a que nos llevara a Lindsey y a mí al funeral. «Mi madre parecía tener un cariño especial a sus hijas», escribió.

—Si ni siquiera sabía cómo me llamaba, mamá —gimoteó Lindsey mientras nuestra madre abotonaba el infinito número de botones redondos del abrigo de Lindsey. «Otro regalo poco práctico de la abuela Lynn», pensó mi madre.

—Al menos te llamaba de alguna manera —dijo.

Era después de Semana Santa y había habido una ola de calor primaveral.

Toda la nieve del invierno se había fundido menos la más obstinada, y en el cementerio de la iglesia donde se celebraba el funeral de la señora Utemeyer todavía se aferraba a la base de las lápidas mientras cerca asomaban los primeros ranúnculos.

La iglesia era lujosa. «De un católico subido», había dicho mi padre en el coche. Y a Lindsey y a mí nos pareció muy gracioso. Mi padre no había querido ir, pero mi madre estaba tan embarazada de Buckley que no cabía detrás del volante. Estaba tan incómoda la mayor parte del tiempo que evitábamos estar cerca de ella por temor a que nos sometiera a su servidumbre.

Pero su embarazo le permitió escapar de algo sobre lo que Lindsey y yo hablamos sin parar durante semanas y con lo que soñamos hasta mucho tiempo después: la visión del cadáver. Yo veía que mis padres no querían que ocurriera, pero el señor Utemeyer vino derecho a nosotras dos en cuanto llegó el momento de desfilar por delante del ataúd.

—¿A cuál de las dos llamaba Natalie? —preguntó.

Nos quedamos mirándolo. Yo señalé a Lindsey.

—Me gustaría que os acercarais a decirle adiós —dijo. Olía a un perfume más dulzón que el que se ponía a veces mi madre, y el punzante olor en la nariz, junto con la sensación de verme excluida, me dieron ganas de llorar—. Ven tú también —me dijo, alargando una mano para que lo escoltáramos por el pasillo.

No era la señora Utemeyer. Era otra persona. Pero, al mismo tiempo, sí que era la señora Utemeyer. Traté de clavar la mirada en los brillantes anillos dorados de sus dedos.

—Madre —dijo el señor Utemeyer—, te he traído a la niña a la que llamabas Natalie.

Lindsey y yo reconocimos más tarde que habíamos esperado que la señora Utemeyer hablara, y que habíamos decidido, cada una por su cuenta, que si lo hacía íbamos a cogernos de la mano y echar a correr como locas.

Un par de insoportables segundos después todo terminó y él volvió a dejarnos con nuestros padres.

No me sorprendí mucho la primera vez que vi a la señora Bethel Utemeyer en el cielo, ni me chocó cuando Holly y yo la encontramos paseando cogida de la mano de una niña pequeña y rubia que nos presentó como su hija, Natalie.

La mañana de mi funeral, Lindsey se quedó todo lo que pudo en su habitación. No quería que mi madre viera que seguía maquillada hasta que fuera demasiado tarde para hacer que se lavase la cara. Se había convencido también de que no pasaba nada si cogía un vestido de mi armario. Que a mí no me importaría.

Pero era extraño verlo.

Abrió la puerta de mi habitación, una cámara acorazada que hacia el mes de febrero era visitada cada vez más a menudo, aunque nadie, ni mi madre ni mi padre ni Buckley ni Lindsey, confesaba haber entrado o cogido cosas que no tenían pensado devolver. Hacían la vista gorda a los rastros que dejaban todos los que iban a verme allí y echaban la culpa de cualquier alteración a Holiday, aunque fuera imposible achacársela a él.

Lindsey quería estar guapa para Samuel. Abrió las puertas dobles de mi armario y contempló el desorden. Yo nunca había sido lo que se dice ordenada, de modo que cada vez que mi madre nos decía que arregláramos la habitación, metía dentro del armario, de cualquier modo, lo que había en el suelo o encima de la cama.

Lindsey siempre había querido la ropa que yo estrenaba y que ella siempre heredaba.

—Guau —susurró hacia la oscuridad del armario. Se dio cuenta, con una mezcla de remordimientos y alegría, de que todo lo que veía ante ella ahora era suyo.

—¿Hola? Toc, toc —dijo la abuela Lynn.

Lindsey dio un brinco.

—Perdona que te moleste, cariño —dijo—. Me ha parecido oírte aquí dentro.

Mi abuela llevaba uno de sus vestidos a lo Jackie Kennedy, como los llamaba mi madre. Nunca había comprendido por qué, a diferencia del resto de la familia, su madre no tenía caderas y podía ponerse un vestido de corte recto que incluso a sus sesenta y dos años le quedaba como un guante.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Lindsey.

—Necesito que me ayudes con la cremallera.

La abuela Lynn se volvió, y Lindsey vio lo que nunca había visto en nuestra madre. La parte posterior del sostén negro y la parte superior de la combinación de la abuela Lynn. Dio el par de pasos que la separaban de nuestra abuela y, tratando de no tocar nada más que la cremallera, se la subió.

—¿Y el corchete de arriba? —añadió la abuela Lynn—. ¿Llegas?

El cuello de nuestra abuela olía a polvos de talco y a Chanel número 5.

—Es una de las razones para tener a un hombre, no puedes hacer estas cosas tú sola.

Lindsey era tan alta como nuestra abuela, y seguía creciendo. Al coger el corchete con ambas manos, vio los finos mechones de pelo rubio teñido en la nuca. Vio el sedoso vello grisáceo que le cubría la espalda y el cuello. Abrochó el vestido y se quedó donde estaba.

—He olvidado cómo era —dijo Lindsey.

—¿Qué? —La abuela Lynn se volvió.

—No logro acordarme, ¿sabes? —dijo Lindsey—. Me refiero a su cuello. ¿Lo miré alguna vez?

—Oh, cariño, ven aquí —dijo la abuela Lynn, abriendo los brazos, pero Lindsey se volvió hacia el armario.

—Necesito estar guapa —dijo.

—Eres guapa —dijo la abuela Lynn.

Lindsey se quedó sin aliento. Si algo no hacía la abuela Lynn era repartir cumplidos. Cuando llegaban eran como un regalo inesperado.

—Vamos a encontrarte un bonito conjunto —dijo la abuela Lynn, y se acercó a grandes zancadas a mi ropa.

Nadie sabía rebuscar entre perchas como la abuela Lynn. En las raras ocasiones que venía a vernos al comienzo del curso, salía de compras con nosotras. Nos maravillábamos al observar sus hábiles dedos tocar las perchas como si fueran teclas. De pronto vacilaba sólo un instante, sacaba un vestido o una camisa y lo sostenía en alto. «¿Qué os parece?», preguntaba. Siempre era perfecto.

Mientras observaba mis prendas sueltas, las sacaba y las colocaba sobre el torso de mi hermana, dijo:

—Tu madre está fatal, Lindsey. Nunca la he visto así.

—Abuela.

—Chisss. Estoy pensando. —Sostuvo en alto mi vestido favorito para ir a la iglesia. Era de algodón oscuro, con un cuello a lo Peter Pan. Me gustaba sobre todo porque la falda era tan larga que podía sentarme con las piernas cruzadas en el banco y estirar el dobladillo hasta el suelo—. ¿Dónde consiguió este saco? —preguntó—. Tu padre también está fatal, pero él por lo menos está furioso.

—¿Sobre qué hombre le preguntabas a mamá?

Ella se puso rígida al oír la pregunta.

—¿Qué hombre?

—Le preguntaste a mamá si papá seguía creyendo que ese hombre lo había hecho. ¿Qué hombre?

Voilà!

La abuela Lynn sostuvo en alto un corto vestido azul marino que mi hermana nunca había visto. Era de Clarissa.

—Es demasiado corto —dijo Lindsey.

—Estoy pasmada con tu madre —dijo la abuela Lynn—. ¡Que haya dejado a su hija comprarse algo tan elegante!

Mi padre gritó desde el pasillo que nos esperaba a todos abajo en diez minutos.

La abuela Lynn se apresuró. Ayudó a Lindsey a ponerse el vestido por la cabeza, corrieron juntas a la habitación de Lindsey en busca de zapatos, y por último en el pasillo, bajo la luz del techo, le arregló la raya y el rimel. Terminó con unos toques de colorete que le aplicó en sentido ascendente en cada mejilla. No fue hasta que mi abuela bajó y mi madre comentó lo corto que era el vestido de Lindsey mirando con recelo a la abuela Lynn cuando mi hermana y yo caímos en la cuenta de que la abuela iba con la cara lavada. Buckley se sentó entre ellas en el asiento trasero, y cuando se acercaban a la iglesia, observó a la abuela Lynn y le preguntó qué hacía.

—Cuando no tienes tiempo para ponerte colorete, esto les da un poco de vida —respondió ella, y Buckley la copió y se pellizcó las mejillas.

Samuel Heckler estaba junto a las piedras que delimitaban el sendero que conducía a la puerta de la iglesia. Iba vestido completamente de negro, y a su lado estaba su hermano mayor, Hal, con la machacada cazadora de cuero que Samuel había llevado el día de Navidad.

Su hermano era una copia de Samuel en más moreno. Tenía la cara bronceada y curtida de ir en moto a toda velocidad por las carreteras rurales. Cuando mi familia se acercó, Hal se volvió rápidamente y se alejó.

—Éste debe de ser Samuel —dijo mi abuela—. Yo soy la abuela mala.

—¿Entramos? —dijo mi padre—. Me alegro de verte, Samuel.

Lindsey y Samuel entraron los primeros mientras mi abuela se quedaba atrás y caminaba al otro lado de mi madre. Un frente unido.

El detective Fenerman estaba junto al umbral con un traje que tenía todo el aspecto de picar. Saludó a mis padres con la cabeza y pareció no apartar los ojos de mi madre.

—¿Nos acompaña? —preguntó mi padre.

—Gracias —dijo él—, pero sólo quiero estar cerca.

—Se lo agradecemos.

Entraron en el atestado vestíbulo de la iglesia. Yo quería reptar por la espalda de mi padre, rodearle el cuello y hablarle en susurros al oído. Pero ya estaba allí, en cada poro y en cada grieta.

Se había despertado resacoso y se había dado media vuelta en la cama para observar la respiración poco profunda de mi madre contra la almohada. Su encantadora mujer, su encantadora niña. Sintió deseos de ponerle una mano en la mejilla, apartarle el pelo negro de la cara, besarla... pero mientras dormía estaba tranquila. Él no se había despertado ni una sola mañana desde mi muerte sin ver el día como algo que sobrellevar. Pero la verdad era que el día del funeral no iba a ser peor. Al menos era sincero. Era un día que giraba en torno a lo que tan absortos los tenía: mi ausencia. Ese día no iba a tener que fingir que volvía a la normalidad, fuera cual fuese. Ese día podía llevar su dolor con la cabeza alta, lo mismo que Abigail. Pero sabía que, en cuanto ella se despertara, él pasaría el resto del día sin mirarla, sin mirarla de verdad y ver a la mujer que había creído que era antes del día que les habían dado la noticia de mi muerte. Después de casi dos meses, la noción de eso se desdibujaba en el corazón de todos menos en el de mi familia y en el de Ruth.

Ella llegó con su padre. Se quedó de pie en un rincón, cerca de la vitrina donde guardaban un cáliz utilizado durante la guerra de la Independencia norteamericana, durante la cual habían convertido la iglesia en hospital. Los señores Dewitt charlaban con ellos. Encima del escritorio de su casa, la señora Dewitt tenía un poema de Ruth. El lunes se proponía ir con él al asesor psicológico. Era un poema sobre mí.

—Mi mujer parece estar de acuerdo con el director Caden —decía el padre de Ruth— en que el funeral ayudará a todos los niños a aceptarlo.

—¿Y qué opina usted? —preguntó el señor Dewitt.

—Creo que es mejor olvidar el pasado y dejar a la familia tranquila. Pero Ruthie ha insistido en venir.

Ruth vio a mi familia saludar a la gente y se fijó horrorizada en la nueva imagen de mi hermana. Ella no creía en el maquillaje. Le parecía que degradaba a las mujeres. Samuel Heckler y Lindsey iban cogidos de la mano. Acudió a su mente una palabra que había leído: «subyugación». Pero luego la vi mirar por la ventana y fijarse en Hal Heckler. Estaba junto a las viejas tumbas de la parte delantera, fumando un cigarrillo.

—¿Qué pasa, Ruthie? —preguntó su padre.

Ella volvió a centrar su atención en él y lo miró.

—¿Qué?

—Estabas mirando fijamente al vacío —dijo él.

—Me gusta el aspecto del cementerio.

—Ah, niña, eres un ángel —dijo él—. Vamos a sentarnos antes de que se acaben los buenos sitios.

Clarissa estaba allí con un Brian Nelson de aire cohibido que llevaba un traje de su padre. Se abrió paso hacia mi familia, y en cuanto el director Caden y el señor Botte la vieron, se retiraron para dejar que se acercara.

Ella estrechó primero la mano de mi padre.

—Hola, Clarissa —dijo él—. ¿Cómo estás?

—Bien. ¿Cómo están usted y la señora Salmón?

—Estamos bien, Clarissa —respondió él. «Qué mentira más extraña», pensé yo—. ¿Quieres sentarte con nosotros en el banco reservado para la familia?

—Mmm... —Ella bajó la vista hacia sus manos—. Estoy con mi novio.

Mi madre entró como en trance y se quedó mirando fijamente a Clarissa a la cara. Clarissa estaba viva y yo muerta. Clarissa empezó a notar los ojos que la taladraban y quiso huir. Luego vio el vestido.

—Eh —dijo, cogiendo del brazo a mi hermana.

—¿Qué pasa, Clarissa? —replicó mi madre.

—Esto... nada —respondió ella.

Volvió a mirar el traje y comprendió que no podía pedir que se lo devolvieran.

—¿Abigail? —llamó mi padre con una voz que estaba en sintonía con la de ella, con su cólera.

Algo iba mal.

La abuela Lynn, que estaba un poco más atrás, le guiñó un ojo a Clarissa.

—Acabo de fijarme en lo guapa que está Lindsey —dijo Clarissa.

Mi hermana se sonrojó.

La gente del vestíbulo empezó a moverse y a hacerse a un lado. Era el reverendo Strick, que caminaba con sus vestiduras hacia mis padres.

Clarissa retrocedió para buscar a Brian Nelson. Cuando lo encontró, se reunió con él entre las tumbas.

Ray Singh no asistió. Me dijo adiós a su manera: mirando mi foto —el retrato de estudio— que yo le había dado ese otoño.

Escudriñó los ojos de esa foto y vio a través de ellos el fondo de ante veteado delante del cual había tenido que sentarse cada niño bajo un brillante foco. ¿Qué significaba estar muerto?, se preguntaba. Significaba extraviado, significaba paralizado, significaba desaparecido. Sabía que nadie era realmente como salía en las fotos. Sabía que a él no se le veía tan furioso ni tan asustado como cuando estaba solo. Mientras miraba fijamente mi foto llegó a darse cuenta de algo: que no era yo. Yo estaba en el aire que flotaba a su alrededor, estaba en las frías mañanas que pasaba ahora con Ruth, estaba en el silencioso tiempo que pasaba solo estudiando. Yo era la niña que él había elegido besar. Quería ponerme en libertad de alguna manera. No quería ni quemar mi foto ni tirarla, pero tampoco quería mirarme más. Lo vi guardar la fotografía en uno de los enormes volúmenes de poesía india en los que él y su madre prensaban flores frágiles que poco a poco quedaban reducidas a polvo.

En el funeral dijeron cosas bonitas sobre mí. El reverendo Strick. El director Caden. La señora Dewitt. Pero mis padres aguantaron en un estado de atontamiento hasta el final. Samuel no paraba de apretar la mano de Lindsey, pero ella no parecía notarlo. Apenas parpadeaba. Buckley se quedó sentado con un pequeño traje que le había prestado para la ocasión Nate, que había asistido a una boda el año anterior. Se movía inquieto en su asiento y observaba a mi padre. Fue la abuela Lynn quien hizo lo más importante ese día.

Durante el último himno, mientras mi familia se ponía en pie, se inclinó hacia Lindsey y susurró:

—Junto a la puerta, es ése.

Lindsey miró.

Justo detrás de Len Fenerman, que ahora cantaba dentro de la iglesia, había un hombre del vecindario. Iba vestido con ropa más informal que el resto, con unos pantalones caqui forrados de franela y una gruesa camisa también de franela. Por un instante, Lindsey creyó reconocerlo. Se miraron, y de pronto ella se desmayó.

En medio del alboroto para atenderla, George Harvey se escabulló entre las tumbas de la guerra de la Independencia norteamericana que había detrás de la iglesia y se alejó de allí sin que nadie reparara en él.