FOTOS

Con la cámara que me regalaron mis padres saqué montones de fotos a mi familia. Tantas, que mi padre me obligó a seleccionar los carretes que creía que merecía la pena revelar. A medida que aumentaba el precio de mi obsesión, empecé a tener en mi armario dos cajas: «Carretes para revelar» y «Carretes para guardar». Fue, según mi madre, el único indicio de mis dotes organizativas.

Me encantaba cómo los flashes de la Kodak Instamatic señalaban un instante que había pasado y que ya habría desaparecido para siempre si no fuera por la foto. Una vez utilizados, me pasaba los flashes cúbicos de una mano a otra hasta que se enfriaban. Los filamentos rotos se volvían de un azul intenso o ennegrecían el fino cristal con el humo. Yo había rescatado el instante al utilizar mi cámara, y de ese modo había descubierto una forma de detener el tiempo y conservarlo. Nadie podía arrebatarme esa imagen, porque me pertenecía.

Una tarde del verano de 1975, mi madre se volvió hacia mi padre y le dijo:

—¿Has hecho alguna vez el amor en el mar?

Y él respondió:

—No.

—Yo tampoco —dijo mi madre—. Hagamos ver que esto es el mar, y que yo me voy y tal vez no nos volvamos a ver.

Al día siguiente se marchó a la cabaña de su padre en New Hampshire.

Ese mismo verano, Lindsey, Buckley o mi padre, al abrir la puerta de la calle, encontraban en el umbral una cazuela o un bizcocho. A veces una tarta de manzana, la favorita de mi padre. La comida era impredecible. Los guisos que preparaba la señora Stead eran asquerosos. Los bizcochos de la señora Gilbert no estaban lo bastante secos, pero eran pasables. Las tartas de manzana eran de Ruana: el cielo en la Tierra.

En su estudio, en las largas noches que siguieron a la partida de mi madre, mi padre trataba de abstraerse releyendo pasajes de las cartas que Mary Chesnut le había escrito a su marido durante la guerra civil. Trató de desprenderse de todo sentimiento de culpabilidad, de toda esperanza, pero era imposible. Una vez logró esbozar una pequeña sonrisa.

—Ruana Singh hace una tarta de manzana formidable —escribió en su cuaderno.

Una tarde de otoño, contestó al teléfono y oyó la voz de la abuela Lynn.

—Jack —anunció mi abuela—, estoy pensando en irme a vivir con vosotros.

Mi padre guardó silencio, pero la línea se llenó de su vacilación.

—Me gustaría ponerme a tu disposición y a la de los niños. Ya llevo demasiado tiempo deambulando por este mausoleo.

—Lynn, estamos empezando de nuevo —tartamudeó él. Aun así, no podía contar con que la madre de Nate cuidara eternamente de Buckley. Cuatro meses después de que mi madre se marchara, su ausencia temporal empezaba a sentirse como permanente.

Mi abuela insistió. Yo la vi resistir la tentación de apurar el vodka de su vaso.

—Me abstendré de beber hasta... —Se quedó pensativa un buen rato y añadió—: Las cinco de la tarde... Qué demonios, lo dejaré del todo si lo crees necesario.

—¿Eres consciente de lo que estás diciendo?

Mi abuela sintió cómo la clarividencia le recorría desde la mano que sostenía el teléfono hasta sus pies enfundados en zapatillas.

—Sí, creo que sí.

Sólo cuando colgó el teléfono mi padre se permitió preguntarse: «¿Dónde vamos a meterla?».

Era obvio para todos.

En diciembre de 1975 hacía un año que el señor Harvey había hecho las maletas, pero seguía sin haber rastro de él. Por un tiempo, hasta que la cinta adhesiva se ensució o el papel se rasgó, los dueños de las tiendas colgaron en sus escaparates una foto de él. Lindsey y Samuel paseaban por el vecindario o frecuentaban el taller de motos de Hal. Ella no iba al restaurante al que iban los otros chicos. El dueño del restaurante era un defensor del orden público, y había ampliado dos veces el dibujo de George Harvey y lo había pegado en la puerta. Y explicaba con mucho gusto los espeluznantes detalles a cualquier cliente que se los preguntara: niña, campo de trigo, sólo se había encontrado un codo.

Al final, Lindsey le pidió a Hal que la llevara a la comisaría. Quería saber exactamente qué estaban haciendo.

Se despidieron de Samuel en el taller y Hal llevó a Lindsey en su moto a través de la húmeda nieve de diciembre.

Desde el primer momento, la juventud y la determinación de Lindsey habían cogido a la policía desprevenida. Cada vez eran más los agentes que sabían quién era, y cada vez la evitaban más. Allí estaba esa chica de quince años de ideas fijas y un poco loca, de pechos pequeños pero perfectos, piernas larguiruchas pero bien formadas, ojos como sílex y pétalos de flor.

Mientras esperaba sentada con Hal en un banco de madera a la puerta de la oficina del capitán de policía, le pareció ver en el otro extremo de la sala algo que reconoció. Estaba encima del escritorio del detective Fenerman y destacaba en la habitación por su color: lo que su madre siempre había descrito como rojo chino, un rojo más intenso que el de las rosas, el rojo de las barras de labios clásicas que tan pocas veces se encontraba en la naturaleza. Nuestra madre se enorgullecía de su facilidad para vestir de rojo chino, y cada vez que se anudaba un pañuelo al cuello comentaba que era de un color que ni siquiera la abuela Lynn se atrevería a llevar.

—Hal —dijo ella con todos los músculos tensos mientras contemplaba el objeto cada vez más familiar encima del escritorio de Fenerman.

—¿Sí?

—¿Ves esa tela roja?

—Sí.

—¿Puedes ir a cogerla?

Cuando Hal la miró, ella añadió:

—Creo que es de mi madre.

Hal se levantaba para ir a cogerla cuando Len entró en la sala por detrás de donde estaba sentada Lindsey. Le dio unos golpecitos en el hombro en el preciso momento en que se daba cuenta de lo que Hal iba a hacer. Lindsey y el detective Fenerman se miraron.

—¿Qué hace aquí el pañuelo de mi madre?

Él tartamudeó.

—Debió de dejárselo algún día en mi coche.

Lindsey se levantó y se encaró con él. Tenía una mirada penetrante y avanzaba a toda velocidad hacia una noticia aún peor.

—¿Qué hacía ella en su coche?

—Hola, Hal —dijo Len.

Hal tenía el pañuelo en la mano. Lindsey se lo cogió y habló con una voz cada vez más indignada.

—¿Qué hace usted con el pañuelo de mi madre?

Y aunque Len era el detective, Hal fue el primero en verlo: fue como un arco iris desplegado sobre ella, como los colores de un prisma. Lo mismo ocurría en la clase de álgebra o de lengua y literatura inglesas cuando era mi hermana la que despejaba el valor de una x o señalaba a sus compañeros las expresiones con doble sentido. Hal puso una mano en el hombro de Lindsey.

—Deberíamos irnos —dijo.

Más tarde, ella desahogó su incredulidad con Samuel en la trastienda del taller de motos.

Cuando mi hermano cumplió siete años me construyó un fuerte. Era algo que habíamos quedado en hacer juntos, y algo que mi padre no se había visto con fuerzas de hacer. Le recordaba demasiado a la tienda que había construido con el desaparecido señor Harvey.

Un matrimonio con cinco hijas pequeñas se había mudado a la casa del señor Harvey. La risa llegaba al estudio de mi padre desde la piscina que habían instalado en la primavera, después de que George Harvey huyera. Los gritos de niñas pequeñas, muchas niñas.

La crueldad de todo era como cristal haciéndose añicos en los oídos de mi padre. En la primavera de 1976, con mi madre lejos, cerraba la ventana de su estudio incluso las tardes más calurosas, para no oír los gritos. Observaba a su hijo solitario entre los tres arbustos de sauce blanco, hablando consigo mismo. Buckley llevó macetas de terracota vacías del garaje y arrastró el limpiabarros olvidado hasta el lateral de la casa, cualquier cosa con que construir las paredes del fuerte. Con ayuda de Samuel, Hal y Lindsey, trasladó dos enormes piedras de delante de la casa al patio trasero. Fue un golpe de suerte tan inesperado que impulsó a Samuel a preguntar:

—¿Y cómo piensas hacer el tejado?

Y Buckley lo miró perplejo mientras Hal repasaba mentalmente lo que había en su taller de motos y recordaba dos láminas de chapa de cinc apoyadas contra la pared trasera.

Así, una noche calurosa que mi padre miró hacia abajo, no vio a su hijo. Buckley se había refugiado dentro de su fuerte. A cuatro patas, metía las macetas de terracota detrás de él y apoyaba contra ellas un tablero que llegaba casi hasta el tejado ondulado. Entraba suficiente luz para leer. Hal le había complacido, y al otro lado de la puerta de madera contrachapada había escrito, en grandes letras negras: PROHIBIDA LA ENTRADA.

Sobre todo leía libros de los Vengadores y los Hombres X. Soñaba con ser Wolverine, que tenía un esqueleto hecho del metal más resistente del universo y se curaba de cualquier clase de herida de la noche a la mañana. En los momentos más raros pensaba en mí, echaba de menos mi voz, deseaba que saliera de la casa, golpeara el tejado de su fuerte y le pidiera que le dejara entrar. A veces deseaba que Samuel y Lindsey anduvieran más cerca, o que su padre jugara con él como antes. Que jugara sin esa expresión siempre preocupada detrás de su sonrisa, esa desesperada preocupación que ahora lo rodeaba todo como un campo de fuerzas invisibles. Sin embargo, mi hermano no se permitía echar de menos a mi madre. Se sumergía en historias donde hombres débiles se convertían en semianimales con una gran fuerza que lanzaban rayos por los ojos, utilizaban martillos mágicos para atravesar acero o escalar rascacielos. Era Hulk cuando se enfadaba y Spidey el resto del tiempo. Cuando sentía que le dolía el corazón, se convertía en un ser más fuerte que un niño, y crecía de ese modo. Mientras yo observaba, pensé en lo que a la abuela Lynn le gustaba decir cuando Lindsey y yo poníamos los ojos en blanco o hacíamos muecas a sus espaldas: «Cuidado con las caras que ponéis. Podríais quedaros petrificadas con una de ellas».

Un día Buckley, que ya está en segundo, volvió del colegio con una redacción que había escrito: «Érase una vez un niño llamado Billy al que le gustaba explorar. Vio un hoyo y se metió en él, pero nunca salió. Fin».

Mi padre estaba demasiado absorto para ver algo en eso. Imitando a mi madre, la pegó en la puerta de la nevera, donde habían estado los dibujos hacía tiempo olvidados de Buckley del Intermedio. Pero mi hermano sabía que su redacción tenía un problema. Lo supo al ver la cara de su profesor al reaccionar tarde, como hacían los personajes de sus libros de cómics. La despegó y la llevó a mi antiguo cuarto mientras la abuela Lynn estaba abajo. La dobló en un pequeño cuadrado y lo metió en las entrañas ahora vacías de mi cama de columnas.

Un caluroso día de otoño de 1976, Len Fenerman hizo una visita a la gran caja fuerte de la sala de pruebas. Allí estaban los huesos de los animales del vecindario que habían encontrado en el sótano del señor Harvey, junto con los resultados del laboratorio de la prueba de cal viva. Había supervisado la investigación, pero por mucho y muy hondo que habían excavado, no habían encontrado huesos o cadáveres en la propiedad. La mancha de sangre en el suelo de su garaje era mi única tarjeta de visita. Len había pasado semanas, meses, estudiando una fotocopia del dibujo que había robado Lindsey. Había vuelto a llevar al campo a un equipo, y habían excavado y vuelto a excavar. Por fin encontraron en el otro extremo del campo una vieja lata de Coca-Cola. Allí había una prueba consistente: huellas dactilares que correspondían con las huellas del señor Harvey que estaban por toda su casa, junto con huellas dactilares que correspondían con las de mi certificado de nacimiento. Ya no tenía ninguna duda: Jack Salmón había tenido razón desde el principio.

Pero por mucho que habían buscado al hombre en cuestión, era como si se hubiera evaporado en el aire al llegar al límite de la propiedad. No había encontrado ningún documento con ese nombre. Oficialmente, no existía.

Lo único que George Harvey había dejado atrás eran sus casas de muñecas. Len llamó al hombre que se las vendía y le pasaba los encargos de los grandes almacenes selectos y de la gente adinerada que pedía réplicas de sus propias casas. Nada. Había llamado a los fabricantes de las sillas en miniatura, de las diminutas puertas y ventanas de cristal biselado y del material de latón, así como al fabricante de los matorrales y árboles de tela. Nada.

Se quedó sentado ante las pruebas esparcidas sobre una desolada mesa común en el sótano de la comisaría. Revisó el montón de carteles de más que mi padre había mandado hacer. Había memorizado mi cara, pero aun así los miró. Empezaba a creer que lo más beneficioso para mi caso iba a ser el creciente desarrollo de la urbanización de la zona. Con toda la tierra removida, tal vez encontraran nuevas pistas que proporcionaran la respuesta que él necesitaba.

En el fondo de la caja estaba la bolsa con el gorro de borla y cascabeles. Cuando se lo había dado a mi madre, ésta se había desmayado en la alfombra. Seguía sin saber en qué momento se había enamorado de ella. Yo sabía que fue el día en que se había sentado en nuestra sala mientras mi madre dibujaba figuras en el papel de la carnicería, y Buckley y Nate dormían en el sofá, cada uno en un extremo. Lo lamenté por él. Había tratado de resolver mi asesinato sin éxito. Había tratado de querer a mi madre, también sin éxito.

Len miró el dibujo del campo de trigo que había robado Lindsey y se obligó a reconocer que, en su prudencia, había permitido que el asesino saliera impune. No podía quitarse de encima el sentimiento de culpabilidad. Sabía, aun cuando nadie más lo hiciera, que el haber estado con mi madre ese día en el centro comercial le hacía culpable de que George Harvey estuviera en libertad.

Se sacó la billetera del bolsillo trasero y dejó en la mesa las fotos de todos los casos sin resolver en los que había trabajado. Entre ellas estaba la de su mujer. Las puso boca abajo. «Fallecida», había escrito en cada una de ellas. Ya no esperaba que llegara el día en que comprendería quién, por qué o cómo. Nunca averiguaría todas las razones por las que su mujer se había quitado la vida. Nunca comprendería por qué habían desaparecido tantas niñas. Dejó esas fotos en la caja de las pruebas de mi caso y apagó las luces de la fría habitación.

Pero no sabía que, en Connecticut, el 10 de septiembre de 1976, un cazador había visto en el suelo, al regresar a su coche, algo que brillaba. Mi colgante con la piedra de Pensilvania. Y vio que cerca de allí, en el suelo, un oso había estado cavando parcialmente y había dejado a la vista algo que, sin lugar a dudas, era un pie infantil.

Mi madre sólo aguantó un invierno en New Hampshire antes de que se le ocurriera la idea de ir en coche hasta California. Era algo que siempre había querido hacer pero nunca había hecho. Un hombre que había conocido en New Hampshire le había comentado que había trabajo en las bodegas de los valles de San Francisco. Era fácil llegar allí, y el trabajo sólo requería esfuerzo físico y podía ser, si querías, muy anónimo. A mi madre, esas tres condiciones le parecieron bien.

Ese hombre también había querido acostarse con mi madre, pero ella había rehusado. Para entonces ya sabía que ésa no era la salida. Desde la primera noche con Len en las entrañas del centro comercial había sabido que no tenían futuro. En realidad, ni siquiera lo había sentido.

Hizo las maletas para irse a California y envió postales a mis hermanos desde cada ciudad por la que pasaba. «Hola, estoy en Dayton. El pájaro típico de Ohio es el cardenal», «Llegué al Mississippi anoche al atardecer. Es un río realmente enorme».

En Arizona, ocho estados más allá de lo más lejos que nunca había llegado, alquiló una habitación y se llevó una bolsa de cubitos de hielo de la máquina de fuera. Al día siguiente llegaría a California y, para celebrarlo, había comprado una botella de champán. Pensó en lo que le había explicado el hombre de New Hampshire, cómo se había pasado un año entero rascando el moho de los enormes barriles de vino. Tumbado de espaldas, había tenido que utilizar un cuchillo para arrancar las capas de moho. El moho tenía el color y la textura del hígado, y por mucho que se bañara seguía atrayendo a las moscas de la fruta horas después.

Ella se bebió el champán en un vaso de plástico y se miró en el espejo. Se obligó a mirarse.

Se recordó a sí misma sentada en la sala de nuestra casa conmigo, mis hermanos y mi padre la primera Nochevieja que nos habíamos quedado levantados los cinco. Todo su día se había centrado en asegurarse de que Buckley durmiera lo suficiente.

Cuando él se despertó después del anochecer, estaba convencido de que esa noche iba a venir alguien mejor que Papá Noel. En su imaginación tenía una imagen explosiva de las mejores vacaciones posibles, en las que sería transportado hasta el país de los juguetes.

Horas después, mientras bostezaba recostado en el regazo de mi madre y ella le pasaba los dedos por el pelo, mi padre entró a hurtadillas en la cocina para preparar chocolate caliente, y mi hermana y yo servimos pastel de chocolate alemán. Cuando el reloj dio las doce y sólo se oyeron unos gritos lejanos y unos cuantos disparos al aire en nuestro vecindario, mi hermano no podía creérselo. Se llevó un chasco tan grande que mi madre no sabía qué hacer. Lo vio como un Is that all there is? de una Peggy Lee pequeña seguido de un berrido.

Recordó que en ese momento mi padre había cogido a Buckley en brazos y se había puesto a cantar. Los demás cantamos con él. «Let ole acquaintance be forgot and never brought to mind, should ole acquaintance be forgot and days of auld lang syne!»

Y Buckley se quedó mirándonos. Capturó las extrañas palabras como burbujas flotando en el aire.

—¿«Lang syne»? —repitió con cara de desconcierto.

—¿Qué significa? —pregunté a mis padres.

—Los viejos tiempos —dijo mi padre.

—Días que pasaron hace mucho —explicó mi madre. Pero de pronto había empezado a reunir las migas del pastel en el plato.

—Eh, Ojos de Océano —dijo mi padre—. ¿Adonde has ido?

Y ella recordó que había reaccionado a la pregunta cerrándose, como si su espíritu hubiera tenido un grifo y lo hubiera girado a la derecha, y luego se había puesto de pie y me había pedido que la ayudara a recoger.

Cuando, en el otoño de 1976, llegó a California, fue directamente a la playa y detuvo el coche. Se sentía como si hubiera conducido a través de familias durante días —familias peleándose, familias chillando, familias desgañitándose, familias bajo la milagrosa presión de la cotidianidad— y, al contemplar las olas a través del parabrisas de su coche, se sintió aliviada. No pudo evitar pensar en los libros que había leído en la universidad. The Awakening. Y lo que le había ocurrido a una escritora, Virginia Woolf. Todo le había parecido tan maravilloso entonces, tan romántico y diáfano... con piedras en los bolsillos, caminar entre las olas...

Bajó por el acantilado después de atarse el jersey a la cintura. Abajo no veía más que rocas desiguales y olas. Tuvo cuidado, pero yo estaba más pendiente de sus pies que del panorama que ella contemplaba, me preocupaba que resbalara.

Ella sólo pensaba en su deseo de llegar a esas olas y mojarse los pies en otro océano en el otro extremo del país: el objetivo puramente bautismal de ese gesto. Un remojón y podías volver a empezar. ¿O la vida se parecía más a una horrible gincana que te hacía correr de acá para allá en un recinto cerrado, cogiendo y colocando bloques de madera sin parar? Ella pensaba: «Llega hasta las olas, las olas, las olas». Y yo observaba cómo sus pies se movían por las rocas, y cuando lo oímos, lo hicimos juntas, y levantamos la vista sorprendidas.

Había un bebé en la playa.

Entre las rocas había una cueva de arena y, gateando sobre una manta extendida en la arena, mi madre vio a una niña con un gorrito de punto rosa, camiseta y botas. Estaba sola sobre una manta con un muñeco blanco que a mi madre le pareció un cordero.

De espaldas a mi madre mientras bajaba por las rocas había un grupo de adultos de aspecto estresado y muy profesional, vestidos de negro y azul marino, con sombreros sofisticadamente ladeados y botas. De pronto mis ojos de fotógrafa de la naturaleza se fijaron en los trípodes y los círculos plateados bordeados de alambre que, cada vez que un joven los movía hacia la izquierda o la derecha, hacían que la luz rebotara en la niña sobre la manta.

Mi madre se echó a reír, pero sólo un ayudante se volvió y advirtió su presencia entre las rocas; todos los demás estaban demasiado ocupados. Estaban filmando un anuncio, imaginé yo, pero ¿de qué? ¿Niñas nuevas para reemplazar a los propios hijos? Mientras mi madre reía y yo veía cómo se le iluminaba la cara, también la vi torcer el gesto.

Vio detrás de la niña las olas, lo hechizantes que eran; podían acercarse con sigilo y llevarse a la niña. Toda esa gente elegante correría tras ella, pero ella se ahogaría en el acto y nadie, ni siquiera una madre con instinto para anticipar el desastre, podría salvarla si las olas daban un salto, si la vida seguía su curso y algún accidente monstruoso alcanzaba la tranquila playa.

Esa misma semana encontró empleo en la bodega Krusoe, situadas en un valle sobre la bahía. Escribió a mis hermanos postales llenas de los alegres fragmentos de su vida, esperando parecer optimista en el limitado espacio de una postal.

Los días de fiesta paseaba por las calles de Sausalito o Santa Rosa, pequeñas ciudades emprendedoras donde todo el mundo era forastero y, por mucho que intentara concentrarse en las promesas de lo desconocido, en cuanto entraba en una tienda de objetos de regalo o en un café, las cuatro paredes que la rodeaban empezaban a respirar como un pulmón. Entonces sentía, trepando por sus pantorrillas hasta sus entrañas, el violento ataque, la llegada del dolor, las lágrimas como un pequeño ejército que se acercaba implacable al frente de sus ojos, y ella inhalaba hondo, tomaba una gran bocanada de aire para contener el llanto en un lugar público. En un restaurante pidió un café con una tostada y la untó de lágrimas. Entró en una floristería y pidió narcisos, y cuando le dijeron que no tenían, se sintió despojada. Era un capricho tan pequeño: una flor amarilla.

El primer funeral improvisado en el campo de trigo despertó en mi padre la necesidad de más, y ahora todos los años organizaba un funeral al que asistían cada vez menos vecinos. Estaban los incondicionales, como Ruth y los Gilbert, pero el grupo estaba compuesto cada vez más por chicos del instituto que con el tiempo sólo me conocían por el nombre, e incluso éste era un rumor oscuro invocado como advertencia a todo alumno que anduviera demasiado solo. Sobre todo las niñas.

Cada vez que esos desconocidos pronunciaban mi nombre yo sentía como un alfilerazo. No era la agradable sensación que experimentaba cuando lo decía mi padre o cuando Ruth lo escribía en su diario. Era la sensación de ser resucitada y enterrada a la vez dentro del mismo aliento. Como si en la clase de economía me hubieran hecho introducirme en una lista de mercancías transmutables: los Asesinados. Sólo unos pocos profesores, como el señor Botte, me recordaban como una niña de verdad. A veces, en la hora del almuerzo, iba a sentarse en su Fiat rojo y pensaba en la hija que se le había muerto de leucemia. A lo lejos, más allá del parabrisas, se extendía, imponente, el campo de trigo. A menudo rezaba una oración por mí.

En sólo unos años, Ray Singh se volvió tan guapo que irradiaba una especie de hechizo cuando se unía a un grupo. Aún no se le había asentado la cara de adulto, pero estaba a la vuelta de la esquina, ahora que tenía diecisiete años. Exudaba una soñolienta asexualidad que le hacía atractivo tanto a hombres como a mujeres, con sus largas pestañas y sus párpados caídos, su pelo negro y abundante, y las mismas facciones delicadas que seguían siendo las de un niño.

Yo veía a Ray con una añoranza distinta a la que había experimentado nunca por nadie. Un anhelo de tocarlo y abrazarlo, de comprender el mismo cuerpo que él examinaba con la mirada más fría. Se sentaba ante su escritorio y leía su libro favorito, Gray's Anatomy, y según lo que leía, utilizaba los dedos para palparse la arteria carótida o apretarse con el pulgar y recorrer el músculo más largo del cuerpo, el sartorio, que se extendía desde el lado exterior de la cadera hasta el interior de la rodilla. Su delgadez era entonces una gran ventaja, los huesos y músculos se le marcaban claramente bajo la piel.

Cuando hizo las maletas para irse a Pensilvania, había memorizado tantas palabras con sus definiciones que me tenía preocupada. Con todo eso, ¿cómo iba a caber algo más en su cabeza? La amistad de Ruth, el amor de su madre y mi recuerdo se verían empujados a un segundo plano mientras hacía sitio a las lentes cristalinas de los ojos y a su cápsula, a los canales semicirculares del oído, o a lo que a mí más me gustaba, las características del sistema nervioso simpático.

No tenía por qué preocuparme. Ruana buscó por la casa algo que su hijo pudiera llevarse consigo que rivalizara en influencia y peso con Gray's y mantuviera viva, confiaba, su afición a coger flores. Sin que él se enterara, había metido en su maleta el libro de poesía india. Dentro estaba mi foto, hacía mucho tiempo olvidada. Cuando él deshizo la maleta en el dormitorio de Hill House, mi foto cayó al suelo. A pesar de que podía diseccionarla —los vasos de mi globo ocular, la anatomía quirúrgica de mis fosas nasales, la débil coloración de mi epidermis— no pudo dejar de ver los labios que había besado una vez.

En junio de 1977, el día que yo me habría graduado, Ruth y Ray ya se habían marchado. Las clases diurnas del Fairfax habían terminado, y Ruth se había ido a Nueva York con la vieja maleta roja de su madre llena de ropa negra nueva. Después de haberse graduado antes de hora, Ray ya estaba acabando su primer año en Pensilvania.

Ese mismo día, en nuestra cocina, la abuela Lynn le regaló a Buckley un libro de jardinería. Le explicó que las plantas nacían de semillas. Que los rábanos que él tanto detestaba crecían más deprisa, pero que las flores que tanto le gustaban también podían salir de semillas. Y empezó a enseñarle los nombres: zinnias y caléndulas, pensamientos y lilas, claveles, petunias y dondiegos de día.

De vez en cuando mi madre telefoneaba desde California. Mis padres tenían conversaciones apresuradas y difíciles. Ella le preguntaba por Buckley, Lindsey y Holiday. Preguntaba qué tal la casa y si había algo que necesitaba decirle.

—Seguimos echándote de menos —le dijo él en diciembre de 1977, cuando ya habían caído todas las hojas y las habían rastrillado o habían volado, pero la tierra seguía esperando que nevara.

—Lo sé —dijo ella.

—¿Qué hay de la enseñanza? Creía que ése era tu plan.

—Y lo era —concedió ella. Llamaba desde la oficina de la bodega. Tras la avalancha del almuerzo las cosas se habían calmado, pero esperaban cinco limusinas de señoras mayores que estarían como cubas. Ella guardó silencio y luego dijo algo que nadie, y menos aún mi padre, habría contradicho—: Pero los planes cambian.

En Nueva York, Ruth vivía en el Lower East Side, en una habitación con acceso directo a la calle que le había alquilado una anciana. Era lo único que podía permitirse pagar, y de todos modos no tenía intención de quedarse mucho tiempo allí. Todos los días enrollaba su futón para tener un poco de sitio para vestirse. Sólo iba a la habitación una vez al día, y no se quedaba mucho rato si podía evitarlo. Sólo la utilizaba para dormir y tener una dirección, un sólido aunque diminuto asidero en la ciudad.

Trabajaba en un bar, y en sus horas libres se pateaba hasta el último rincón de Manhattan. Yo la veía pisar el cemento con sus botas con aire desafiante, convencida de que fuese donde fuese, allí se asesinaban a mujeres. Debajo de huecos de escaleras y en lo alto de bonitos edificios de apartamentos. Se paraba bajo las farolas y recorría con la mirada la calle de enfrente. Escribía breves oraciones en su diario en los cafés y en los bares, donde se detenía para utilizar los aseos después de pedir lo más barato de la carta.

Se había convencido de que poseía una clarividencia que nadie más tenía. No sabía qué iba a hacer con ella, aparte de tomar muchas notas para el futuro, pero ya no le asustaba. El mundo de mujeres y niños muertos que veía se había vuelto tan real para ella como el mundo en el que vivía.

En la biblioteca, en Pensilvania, Ray leía sobre la vejez bajo el título en negrita: «Las condiciones de la muerte». Se trataba de un estudio realizado en residencias de ancianos donde un elevado porcentaje de pacientes informaban a los médicos y enfermeras de que veían a alguien al pie de su cama por las noches. A menudo esa persona trataba de hablar con ellos o llamarlos por su nombre. A veces los pacientes estaban en tal estado de agitación durante esos delirios que tenían que administrarles más sedantes o atarlos a la cama.

El texto pasaba a explicar que esas visiones eran resultado de pequeñas apoplejías que a menudo predecían la muerte. «Lo que el hombre de la calle tiende a creer que es el Ángel de la Muerte cuando se habla de ello con la familia del paciente, debería explicarse como una serie de pequeñas apoplejías que se suman a un empeoramiento ya en picado.»

Por un momento, utilizando el dedo como punto de libro, Ray imaginó cómo reaccionaría si, plantado al pie de la cama de un paciente anciano, en el lugar más expuesto posible, sintiera que algo le pasaba rozando, como a Ruth hacía tantos años, en el aparcamiento.

El señor Harvey había llevado una vida desordenada en el Corredor del Nordeste, que se extendía desde los barrios periféricos de Boston hasta las zonas más al norte de los estados sureños, adonde había ido en busca de empleo fácil y menos preguntas, y de vez en cuando un intento de reformarse. Siempre le había gustado Pensilvania, y había cruzado el largo estado de un lado a otro, acampando a veces detrás de la tienda de comestibles que estaba justo en la carretera local de nuestra urbanización, en la que sobrevivía una zona de bosque, entre la tienda abierta toda la noche y las vías del tren, y donde encontraba cada vez más latas y colillas. Todavía le gustaba, cuando podía, pasear en coche cerca de su viejo vecindario. Asumía tales riesgos a primera hora de la mañana o entrada la noche, cuando los faisanes en otro tiempo tan abundantes cruzaban la carretera rozando el suelo y los faros del coche enfocaban el hueco resplandor de las cuencas de sus ojos. Ya no había adolescentes ni niños cogiendo moras en los límites de nuestra urbanización, porque la cerca de la vieja granja de la que colgaban las zarzamoras había sido derribada para hacer sitio a más casas. Con el tiempo había aprendido a coger setas y a veces se atracaba de ellas cuando pasaba la noche en los abandonados campos del Valley Forge Park. Una noche de ésas lo vi acercarse a dos campistas novatos que habían muerto por comer setas venenosas. Con delicadeza, despojó sus cuerpos de todo objeto valioso y siguió su camino.

Hal, Nate y Holiday eran los únicos a los que Buckley había dejado entrar alguna vez en su fuerte. La hierba que había bajo las rocas se había marchitado y cuando llovía el interior del fuerte se convertía en un charco maloliente, pero se mantenía en pie, a pesar de que Buckley cada vez pasaba menos tiempo en él, y fue Hal quien acabó rogándole que hiciera mejoras.

—Necesitamos protegerlo de la lluvia, Buck —dijo un día—. Tienes diez años... eres lo bastante mayor para utilizar una pistola para enmasillar.

Y la abuela Lynn, a quien le encantaban los hombres, no pudo contenerse. Alentó a Buck a hacer lo que le decía Hal, y cuando supo que éste iba a venir, se acicaló.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó mi padre un sábado por la mañana, saliendo de su estudio atraído por el agradable olor de los limones, la mantequilla y la masa dorada que subía dentro de sus moldes.

—Bollos de chocolate y nueces —respondió la abuela Lynn.

Mi padre la miró fijamente para comprobar si había perdido el juicio. La temperatura era de más de treinta grados a las diez de la mañana y él seguía en albornoz, pero ella llevaba medias e iba maquillada. Luego vio a Hal en camiseta en el patio.

—Dios mío, Lynn —dijo—, ese chico es lo bastante joven...

—¡Pero es i-rre-sis-ti-ble!

Mi padre se sentó a la mesa de la cocina, sacudiendo la cabeza.

—¿Cuándo estarán los bollos, Mata Hari?

En diciembre de 1981, Len no quería recibir la llamada que recibió de Delaware, donde habían relacionado un asesinato en Wilmington con el cuerpo de una niña hallado en 1976 en Connecticut. Un detective que hacía horas extra se había esforzado en averiguar la procedencia del colgante de piedra del caso de Connecticut hasta dar con la lista de objetos perdidos de mi asesinato.

—Ese expediente está cerrado —le dijo Len al hombre que estaba al otro lado de la línea.

—Nos gustaría ver qué tiene.

—George Harvey —dijo Len en voz alta, y los detectives de las mesas vecinas se volvieron hacia él—. El crimen se cometió en diciembre de mil novecientos setenta y tres. La víctima fue Susie Salmón, de catorce años.

—¿Se encontró el cuerpo de la pequeña Simón?

—Salmón, como el pez. Encontramos un codo —replicó Len.

—¿Tiene familia?

—Sí.

—Tienen la dentadura de Connecticut. ¿Tiene su ficha dental?

—Sí.

—Eso tal vez le ahorre algún dolor a la familia —le dijo el hombre a Len.

Len volvió a la caja de pruebas que había esperado no tener que volver a mirar. Tendría que telefonear a mi familia. Pero esperaría todo lo posible, hasta estar seguro de que el detective de Delaware tenía algo.

Durante casi ocho años, después de que Samuel mencionara el dibujo que Lindsey había robado, Hal había utilizado discretamente su red de amigos motorizados para averiguar el paradero de George Harvey. Pero, al igual que Len, se había jurado no decir nada hasta estar seguro de tener alguna pista. Y nunca había llegado a estar seguro. Cuando una noche un Ángel del Infierno llamado Ralph Cichetti, que confesaba abiertamente que había estado una temporada en la cárcel, comentó que creía que a su madre la había asesinado su inquilino, Hal empezó a hacer las preguntas habituales. Preguntas que contenían elementos de eliminación sobre la estatura, el peso y los intereses. El hombre no se había llamado George Harvey, aunque eso no significaba nada. Pero el asesinato en sí no se parecía en nada. Sophie Cichetti tenía cuarenta y nueve años. La habían matado en su casa con un objeto contundente y habían encontrado su cadáver intacto en las proximidades. Él había leído suficientes novelas policíacas como para saber que los asesinos seguían unas pautas, tenían una manera particular de hacer las cosas. De modo que arregló la cadena de distribución de la estrafalaria Harley de Cichetti, cambiaron de tema y finalmente se quedaron callados. Fue entonces cuando Cichetti mencionó algo más que puso los pelos de punta a Hal.

—El tipo hacía casas de muñecas —dijo Ralph Cichetti.

Hal llamó a Len.

Pasaron los años. Los árboles de nuestro patio crecieron. Yo observaba a mi familia, a los amigos y vecinos, a los profesores que había tenido o había imaginado tener, el instituto con el que había soñado. Sentada en el cenador, fingía que estaba sentada en la rama más alta del arce debajo del cual mi hermano se había tragado un palo y donde todavía jugaba con Nate al escondite. Me sentaba en la barandilla de una escalera en Nueva York y esperaba a que Ruth pasara. Estudiaba con Ray. Iba en coche con mi madre por la carretera de la costa del Pacífico en una calurosa tarde con el aire cargado de sal. Pero terminaba todos los días con mi padre en su estudio.

Extendía en mi mente esas fotos que había reunido observando sin parar, y veía cómo un solo incidente, mi muerte, relacionaba todas esas imágenes con un único origen. Nadie podía haber previsto cómo mi muerte iba a cambiar pequeños instantes en la Tierra. Pero yo me aferraba a esos instantes, los atesoraba. Ninguno se perdería mientras yo estuviese allí, observando.

En una de mis veladas musicales, mientras Holly tocaba el saxo y la señora Bethel Utemeyer se unía a ella, lo vi: vi a Holiday pasar corriendo junto a un samoyedo peludo y blanco. Había vivido hasta una edad avanzada en la Tierra y dormido a los pies de mi padre después de que se marchara mi madre, sin querer perderlo de vista. Había estado con Buckley mientras éste construía su fuerte y era el único que había tenido permiso para estar en el porche cuando Lindsey y Samuel se habían besado. Y en los últimos años de su vida, todos los domingos por la mañana la abuela Lynn le había hecho una crepé de mantequilla de cacahuete que dejaba plana en el suelo, sin cansarse nunca de ver cómo intentaba levantarla con el hocico.

Yo esperé a que me olfateara, impaciente por saber si aquí, al otro lado, seguía siendo la niña pequeña con la que él había dormido. No tuve que esperar mucho; se alegró tanto de verme que me tiró al suelo.