58

Al amanecer, los guerreros de Duncan, junto a varias carretas con los baúles de Gillian, esperaban a recibir la orden de su señor para emprender el viaje de vuelta a casa. En un lateral, un ceñudo y serio Niall hablaba con Duncan y Kieran, mientras Megan se despedía con una sonrisa encantadora de Helena.

Con tristeza, pero con una fingida sonrisa, Gillian se despidió uno por uno de todos los habitantes de Duntulm. Susan le besó las manos y, con lágrimas en los ojos, le recordó que sin ella el castillo nunca sería un hogar. Gaela y sus hermanas, con los rostros enrojecidos, se despidieron también de ella, deseándole buen viaje, ya que no pudieron decir nada más. Rosemary, angustiada y con un extraño sabor en la boca, la besó y se echó a llorar.

—Venga…, venga, Rosemary, lo importante es que nos hemos conocido. Quédate con eso, y por favor —murmuró Gillian, conmovida y mirando a Donald—, espero que alguna vez me visitéis, viva donde viva.

—Por supuesto, milady. Dadlo por hecho —respondió el highlander, más tieso que un ajo—. Milady, la voy a añorar mucho.

—Y yo a vosotros —murmuró casi ahogada—. Todos sois fantásticos.

Después, se agachó para besar a Colin y a la pequeña Demelza, que lloriqueaba en las faldas de una nostálgica Helena. La niña no quiso despedirse de ella.

—Me prometiste que pasaríamos una bonita Navidad —murmuró reprochándoselo.

Al recordar aquello, Gillian sonrió.

—Y la pasarás, Demelza. Que yo no esté aquí no significa que no la pases, preciosa.

Pero la niña, enfadada por ello, se dio la vuelta y se marchó corriendo.

—Milady, no se lo tengáis en cuenta —se disculpó su madre—. Ella os quiere mucho y…

—No te preocupes. Me hago cargo de su decepción.

—Mi señora, queríamos daros las gracias por tantas cosas… —añadió un emocionado Aslam, que no pudo continuar, pues su voz se quebró.

Helena, con cariño, al ver que su marido se ahogaba, continuó hablando:

—Mi esposo y yo queremos daros las gracias por lo bien que os habéis portado con nosotros. Primero por recogernos a mis hijos y a mí, y darnos un hogar, y luego por lo buena que habéis sido siempre con todos nosotros. Os echaremos muchísimo de menos.

—Helena, Aslam —dijo Gillian, que los cogió de las manos—, las gracias os las tengo que dar yo a vosotros por haberme ayudado tanto durante todo el tiempo que he estado aquí. A ti, Helena, porque has sido una buena y excepcional amiga y consejera, y a ti Aslam, porque siempre he podido contar contigo para todo.

—Y podréis seguir contando. Siempre seréis mi señora.

—Y la mía —intervino Liam.

—Y la mía —asintió Donald.

Uno tras otro, todos los highlanders de Niall, esos barbudos que en un principio se reían de ella, llamándola «guapa» o «rubita» le prometieron fidelidad eterna, y eso la ahogó. Aquel momento dejó sin palabras a Niall, que junto a su hermano y Megan observaban la escena. Todos rodeaban a Gillian, y la hacían su señora para siempre e incondicionalmente. Ésta, emocionada, les sonrió con los ojos inundados en lágrimas, pero consiguió retenerlas. No quería que la última imagen que recordaran de ella fuera llorando como una boba damisela.

Ewen, tras una orden de Niall, llegó hasta ella, y sacándola del cerco que sus hombres habían hecho alrededor de su señora, murmuró:

—Milady, me uno a lo que los guerreros dicen. Siempre seréis mi señora y espero que cuando vaya a visitaros os apetezca seguir practicando conmigo el tiro con arco.

—Por supuesto, Ewen. —Y dándole un abrazo, cuchicheó—: Gracias por tus sabios consejos y por ser mi amigo siempre.

Al sentir que el cuerpo de ella se contraía, el hombre sonrió.

—Recuerde, milady, los guerreros nunca lloramos —le dijo.

Tras inspirar, ella sonrió, aunque casi se derrumbó al ver a Donald y muchos otros highlanders de casi dos metros conteniendo el llanto por su marcha. Sin pararse a pensarlo, miró hacia Cris y Brendan, que habían ido a despedirla. Y aunque su amiga parecía de mejor humor que el día anterior, la angustia de sus ojos dejaba ver la tristeza por aquella marcha.

—Cuídate, ¿me lo prometes? —sonrió Gillian.

—Pues claro —respondió Cris—. Cuídate tú también.

Gillian la abrazó, y cuando las lágrimas comenzaron a rodarle por las mejillas, se las limpió con rapidez.

—Estaré un tiempo en Eilean Donan, pero creo que luego regresaré a Dunstaffnage con mi familia.

—Si cada vez te vas más lejos, me va a ser muy difícil visitarte —suspiró Cris, que la tomó de las manos—. Eres la única amiga que he tenido. La única a la que no le ha horrorizado que yo manejara la espada y la única que me ha defendido y ayudado. ¿Qué voy a hacer ahora sin ti?

—Vivir, Cris —respondió, emocionada—. Y nunca olvides que siempre seré tu amiga.

Encogiéndose de hombros, Cris resopló.

—Ya lo sé, pero dicen que la distancia a veces es el olvido.

—No para mí. Te lo prometo, Cris —murmuró, mirando a Niall—. No para mí.

Tras un candoroso abrazo, Gillian miró a Brendan.

—Bueno, McDougall de Skye, ha sido todo un placer conocerte. Sólo espero que cuides a mi gran amiga y vuestro hijo, y que alguna vez me vengáis a visitar.

Él se carcajeó y eso atrajo la mirada de Niall, que los observó desde la distancia.

—El placer ha sido mío, McDougall de Dunstaffnage, y ten por seguro que te visitaremos, al igual que espero que tú, con tu precioso bebé, nos visites a nosotros.

Descompuesta, Gillian asintió, y entonces Brendan y Cris la abrazaron al mismo tiempo. Y sin poder contener por más tiempo el llanto, explotó.

—Venga…, venga…, no llores, Gillian —murmuró Brendan.

—Por favor…, por favor, no me soltéis hasta que deje de llorar como una tonta damisela en apuros. No quiero que nadie me vea así. ¡Qué horror!

—Por supuesto, Gillian. Nadie te verá llorar —le aseguró Cris.

Conmovido por aquello, Brendan levantó los brazos para cubrirle el rostro a Gillian, y ésta, con rapidez, se sacó un pañuelo de la manga para secarse las lágrimas. Cuando se hubo repuesto, dio unos toques en el pecho de Brendan, y éste la soltó.

—Gracias, Brendan —sonrió Gillian con la nariz roja como un tomate.

—Gracias a ti por todo, Gillian. Sin ti nada de lo que ha ocurrido hubiera sido posible. Tú has conseguido que llegara la paz entre nuestros clanes y que nosotros pudiéramos cumplir nuestro sueño.

—Incluso conseguiste que mi padre se diera cuenta de cómo eran Diane y su querida madre, y desde que esa tonta no está y Mery ya no es la bruja que fue, Dunvengan ha vuelto a ser mi hogar.

Gillian, mirando al cielo, suspiró y sonrió.

—¿Os habéis empeñado todos en hacerme llorar hoy, o qué?

Megan se acercó y tomó a Gillian de las manos.

—Debemos irnos ya. Los hombres se impacientan —le indicó.

Con una conmovedora sonrisa, Gillian se alejó y se dirigió hacia Hada. Al llegar a la yegua, la esperaba Niall.

«¡Ay, Dios! Dame fuerzas, por favor. Las necesito», pensó ella.

—Bueno —susurró, temblorosa—, ha llegado el momento de regresar a casa.

—Así es, Gillian —asintió él.

Tras mirarse durante unos instantes a los ojos, como la noche anterior en las almenas, Niall le puso las manos en la cintura e izándola sin ningún esfuerzo, la puso sobre el caballo. Aquel gesto la decepcionó. Esperaba un abrazo, un beso, una despedida más candorosa, pero no aquello. Por ello, intentó no volver a lloriquear como una idiota y trató de sonreír.

—No sé qué decirte en estos momentos, Niall.

—No hace falta que digas nada. —Y tomándole la mano, se la besó—. Adiós, Gillian. Cuídate.

Entonces, el laird se dio la vuelta y se marchó, dejándola totalmente desangelada.

Hubiera querido bajarse del caballo y correr tras él, pero no, no lo haría. Con aquella despedida Niall había dejado muy claro que ella sobraba en su vida.

Duncan vio el gesto de su hermano y, angustiado por la tristeza que sabía que sufría, miró a Kieran, y ambos dieron la orden de partir. Las carretas se pusieron en marcha, y Megan, tomando la mano de su amiga, para darle ánimos la instó:

—Vámonos, Gillian.

Con una tristeza infinita, Gillian observó como Niall desaparecía tras la puerta del castillo, y levantando el mentón, miró a todos los que la vitoreaban y, con la mejor de sus sonrisas, les dijo adiós.

Una vez que se puso en marcha no quiso mirar atrás. Sabía que, si lo hacía, el corazón se le partiría. Pero cuando llegó al punto exacto en que sabía que perdería de vista Duntulm para siempre, dio la vuelta al caballo y, con el corazón destrozado, susurró:

—Adiós, amor.