Cuando llegaron a Duntulm, tras un viaje en el que Gillian no abrió la boca, Niall la asió del brazo una vez se apearon de los caballos y la subió directamente a la habitación. Al entrar en la estancia, Gillian se acercó hasta un recipiente, donde se lavó las manos, mientras él la miraba sin saber realmente qué decir.
Estaba preciosa con aquella vestimenta y la cara llena de churretes. Sólo deseaba hacerle el amor una y otra vez, hasta que ella se rindiera y prometiera no volver a comportarse así. Pero tenía que castigarla y, en el camino, pensó en ello. No podía consentir que apareciera en los hogares de los vecinos, espada en mano, para solucionar sus problemas.
—Gillian, debemos hablar —dijo, tomándola de la mano.
«¿Hablar?… Dirás matarnos».
Con la frustración en la cara, la mujer se sentó en la cama, y él lo hizo junto a ella.
Pero como siempre que estaba a su lado, su entrepierna comenzó a latirle, y resopló dispuesto a no dejarse vencer en aquella batalla.
Finalmente, lo miró y, tras derretirse en sus almendrados ojos, habló:
—Tú dirás.
Furioso por cómo se sentía ante ella y por lo ocurrido, gritó:
—¿Cómo has podido hacer lo que has hecho hoy?
—¿Qué he hecho?
Incrédulo por la poca vergüenza de ella, volvió a gritar:
—¿Te parece poco ir al castillo de los McLeod y organizar la que has organizado?
—Nadie levanta falsos testimonios sobre mí y queda indemne.
—Pero ¿tú estás loca?
Gillian no respondió, pero sonrió. Eso le sacó a él más de sus casillas.
—Y todavía tienes el descaro de sonreír, mujer.
—Por supuesto.
—¡¿Por supuesto?! —bramó él.
—Mira, Niall, esa tontorrona de Diane, por no decir algo peor, me estaba buscando hasta que me ha encontrado y…
—¡Por todos los santos, mujer!, ¿cómo hay que decirte que te comportes como debes? Eres una dama, mi mujer; compórtate como tal.
—¿Y cómo hay que decirte a ti que odio que hables de Diane como si ella fuera la mujer que amas? ¡Estoy cansada! Me vais a volver loca. Si realmente tanto la adoras, dímelo y me iré, pero deja de trastornarme.
Endureciendo el tono de voz para demostrarle seguridad, señaló:
—En los últimos meses nuestra relación ha ido bien, pero sabes perfectamente que tú y yo nos casamos en unas circunstancias poco normales, ¿verdad?
—¡Oh, sí! ¡Cómo olvidarlo! —se mofó ella.
Intentando parecer imperturbable, él continuó:
—Sabes lo que pretendo y busco de ti, ¿verdad?
«Ya estamos con las tonterías de siempre», pensó, deseando patearle el cuello.
—¿A qué te refieres? —preguntó, pese a que intuía lo que él iba a decir.
Levantándose de la cama, dio dos zancadas para alejarse de ella. Con Gillian tan cerca no podía razonar. Su perfume y el sonido de su voz le nublaban la razón.
—Vamos a ver, Gillian —apuntó en tono duro—, lo que ha ocurrido hoy en el castillo de los McLeod no puede volver a pasar. Y si ha ocurrido es porque he consentido tus caprichos de malcriada y no he sabido doblegar tu voluntad.
—Pero ¿qué estás diciendo?
—Sabes perfectamente a qué me refiero, Gillian —bramó él—. Dime a cuántas mujeres conoces que hagan lo que tú haces. Acaso crees que es fácil para mí aceptar que incumpliste tu promesa y me amenazaste con tu espada. ¡Por el amor de Dios, Gillian!, si no tomo cartas en el asunto, tarde o temprano tendré que matarte.
Turbada por lo que decía fue a contestar, pero él prosiguió:
—En el tiempo en que hemos estado separados he podido pensar y he tomado la decisión de que debemos olvidar lo que ha ocurrido entre tú y yo en los últimos meses y…
—¡¿Cómo?! —susurró, incrédula.
¿Quería olvidar los buenos días vividos, las noches de amor, los besos dulces?, ¿quería olvidar todo aquello? Pensó en el bebé que venía en camino, y eso la irritó. La indiferencia que él le prodigaba la resquebrajó como nunca y decidió no contarle su secreto, ¡no se lo merecía!
Sin mirarla a los ojos y sin saber lo que ella pensaba, continuó:
—Cuando hoy te he visto en Dunvengan con la espada en mano y a Diane sangrando he querido matarte. Me has avergonzado. Llevo seis años intentando mantener la paz entre los McLeod, los McDougall y los míos, y no voy a permitir que llegues tú, con tus ganas de guerra y de lucha continua, y lo estropees todo. Conocer que Cris y Brendan tienen una relación oculta no me agrada, porque sé que cuando se sepa ambos clanes se lanzaran contra mí y mi gente por no haber parado esa locura. ¿Acaso crees que para mí es fácil intuir lo que va a ocurrir?
—Eso nunca va a pasar, Niall.
—Pasará, Gillian, y yo tendré problemas por tu culpa —asintió con rotundidad—. Y en cuanto a lo de hoy creo que…
—Diane y su madre fueron quienes me animaron a…
—¡Cállate, Gillian! Estoy hablando yo —bramó, enloquecido.
Apretando los labios para no soltar las burradas que una mujer no debía decir, respiró y le escuchó:
—Creo que ha llegado el momento de aclarar ciertos puntos antes de que ocurra lo inevitable.
«¡Lo inevitable ya ha ocurrido, maldito patán, tu hijo crece en mis entrañas!», pensó. Pero tragándose la rabia lo miró y, sin cambiar el gesto, preguntó:
—Cuando hablas de lo inevitable, ¿a qué te refieres? ¿A que acepte de una vez que amas a la idiota ésa de Diane o a que te enamores de mí y tras nuestra lujuria marital engendre un hijo tuyo?
«¡Maldita sea!, ¿cómo puede ser tan descarada?», pensó Niall mientras sudaba al imaginarla desnuda debajo de él. Tener a Gillian a su merced y hacerla suya era algo que una y otra vez le martilleaba la cabeza a la par que la entrepierna.
—Nada de eso ocurrirá —bramó, colérico—. Y ten cuidado con lo que dices. Te estás tomando demasiadas licencias conmigo, Gillian, y a partir de ahora no te lo voy a consentir. Si he de cambiar y volver a ser duro contigo, como al principio de nuestro enlace, lo haré.
Un dolor inesperado rasgó el pecho de la mujer.
—¿Duro conmigo? ¿Cuándo no has sido duro conmigo? Te pasas media vida enfadándote y reprochándome todo lo que ocurre. Eres el ser más despreciable y desagradecido que he conocido nunca. Consigues hacer que crea que me amas para luego marcharte y regresar al cabo de los días para decirme esto.
—¡Gillian, retén tu lengua de víbora!
Dando un manotazo a la cama, ella se levantó para hacerle frente.
—Realmente, ¿de qué quieres hablar, tesorito? ¿Acaso quieres decirme que prefieres a las fulanas o a tu linda Diane antes que a mí en tu lecho?
Él la miró, pero no respondió. Ella prosiguió:
—¿Debo presuponer que te da miedo que la lujuria que sientes por mí cuando me miras te haga olvidar quién eres y destruyas por mi culpa el hogar que has levantado con tu esfuerzo en Duntulm? ¿Tan mala influencia ejerzo sobre ti y tu clan, maldito necio?
—Gillian, como vuelvas a faltarme el respeto lo pagarás.
—Ya lo estoy pagando —resopló.
—No, esposa, te equivocas; lo estoy pagando yo.
Entonces, algo en ella explotó y, alejándose de él, siseó:
—¡Oh, tranquilo! No te faltaré más al respeto. Y a pesar de lo que ha ocurrido entre nosotros durante los últimos meses, nada me daría más repugnancia que volver a entregarme a un hombre como tú que continuamente me está comparando con una torpe y obtusa mujer. Sois tal para cual. —Y para rematarlo, añadió—: Nunca debimos casarnos. Nunca debí entregarme a ti. Deberías haberte casado con esa…, con…, con Diane y haberme dejado en paz, para que yo hubiera hecho con mi vida lo que me hubiese venido en gana.
Aunque esas palabras los hacían trizas a ambos, era como si se hubiera abierto la caja de los truenos y no pudieran callar.
—Si me casé contigo, ya sabes por lo que fue. ¡Me engañaste! Y yo decidí continuar con ese engaño para saldar las deudas que tenía con Axel. Debí haber dejado que te casaras con el patán de Ruarke Carmichael. Él debería haber sido tu marido, no yo.
—¿No lo dirás en serio? —gritó Gillian.
Al ver cómo ella echaba fuego por los ojos, deseó besarla, pero sin dar su brazo a torcer, asintió con gesto seguro:
—Totalmente en serio, Gillian. Soy sincero.
—Pues entonces, siendo sinceros, hubiera elegido a Kieran O’Hara. Como hombre me atrae mil veces más que Ruarke o que tú.
Aquello hizo hervir la sangre del highlander. ¿Qué era eso de que Kieran la atraía?
—No resoples, esposo, simplemente soy sincera contigo. —Pero al ver que él no contestaba, con tono nada apaciguador, continuó—: Así pues, debo volver a pensar lo que hace un tiempo: deseas una esposa para tu hogar, pero disfrutar de furcias en tu lecho, ¿verdad?
Niall no respondió. Sólo le clavó la mirada a modo de alerta; pero Gillian sin ningún miedo, prosiguió:
—Por mí, esposo, puedes acostarte y disfrutar con lujuria de todas las mujeres habidas y por haber en toda Escocia, incluida la McLeod. No me meteré en tus problemas de faldas, pero espero que tú tampoco te metas en los míos —soltó con una fría sonrisa mientras se tocaba el vientre.
Atónito por lo que ella dejaba caer, fue a decir algo, pero Gillian, levantando un dedo acusador, volvió a callarle.
—¡Ah!, se me olvidaba: cuidaré de tus hijos aunque sean de las furcias con el mismo esmero. —Y perdiendo los papeles, chilló—: Del mismo modo espero que tú cuides de los míos, a pesar de que sean de mozos de cuadra, ¿te parece bien, tesorito?
Como el más fiero de los guerreros aquella pequeña y menuda mujer rubia le gritó con descaro y lo retó, mientras se mantenía alerta ante cualquier movimiento. Estaba dispuesta a atacarlo con la daga que llevaba en su bota sin importarle las consecuencias, pero no pensaba dejarse embaucar de nuevo por aquellos labios ni por aquella sonrisa burlona que tanto le gustaba. Ya no. Y sin permitir que viera el miedo que le producía su maléfica y tormentosa mirada, curvó su boca y sonrió.
En ese momento, Niall explotó.
—¡Por todos los clavos de Cristo! —vociferó—, ¿cómo pude casarme con una arpía como tú?
Sin dar su brazo a torcer, y mirándose las uñas que deseaba clavarle a aquel idiota en la cara, contestó:
—Si mal no recuerdo, intenté evitarlo, pero no hubo manera.
Con pasos agigantados, Niall se alejó de ella. Temía hacerle daño. Aquella descarada le había dicho en sus narices que pensaba retozar con otros hombres y regalarles aquello que él ansiaba con verdadera lujuria.
Con una cólera desmedida, abrió la ventana, que casi arrancó. Necesitaba aire, o aquella mala bruja no saldría viva de la habitación. Gillian conseguía sacarle de sus casillas en cuanto se lo proponía. Pasaba de ser una dulce y enamorada esposa a la peor de las arpías. Cerrando los ojos, intentó tranquilizarse para no caer en la tentación de tirarla sobre la cama, desnudarla y aprovecharse de su cuerpo sin pensar en nada más. Debía ser fuerte si pretendía que lo respetara. Pero su mujer era demasiado lista, además de una excelente contrincante, y con sus palabras cargadas de maldad y reproches se lo hacía saber.
—Por cierto, esposo, ¿dónde están mis baúles? Si mal no recuerdo hasta esta mañana estaban aquí.
Volviéndose furioso hacia ella para contestarle, casi se atraganta al verla sentada con sensualidad sobre la cama. Clavándole la mirada en los pechos que subían y bajaban a una velocidad de vértigo, presos por la excitación del momento, finalmente se atragantó y tosió. Una vez que se repuso, Niall contestó:
—Ésta es mi habitación, Gillian. Sal de ella ahora mismo y llévate todas tus malditas velas.
Aturdida, irritada y muy enojada porque aquel idiota la estaba echando, se levantó como una fiera y le gritó perdiendo todo el control:
—Pero, bueno…, ¡serás grosero, maleducado e insolente…! ¿Dónde pretendes que duerma, maldito McRae? ¿Al raso? O quizá me reservas la apestosa cuadra de tus caballos como lugar de privilegio.
Después de decir aquello maldijo al darse cuenta de que había perdido los nervios, y caminando hasta la puerta, se sacó la daga de la bota, se cortó dos mechones de pelo sin apenas mirar lo que cortaba y se los tiró.
—Toma…, esto te pertenece. Me da igual quedarme calva, pero no me da igual que me humilles y me trates peor que si fuera un perro abandonado.
Niall se quedó atónito y, antes de que pudiera decir nada, ella se volvió hacia la puerta y le soltó tal patada a la hoja que comenzó a saltar con gesto de dolor.
—Pero ¿cómo se te ocurre hacer eso? —se preocupó Niall, y con celeridad, se acercó a su furiosa y descontrolada mujer para auxiliarla. Pero ella, más humillada que dolorida, levantó la mano y le gritó:
—Ni se te ocurra tocarme, McRae. Me repugnas.