Al amanecer del duodécimo día, Gillian, desesperada, miró por la ventana. ¿Dónde se había metido Niall? ¿Cuándo regresaría para que pudiera comunicarle que estaba embarazada?
Durante aquella mañana, Gillian esperó a Diane y a su madre, pero no aparecieron.
Con la ayuda de los hombres, colgaron los tapices en el salón y los paños de tela azul claro sobre las ventanas, una vez que las hubieron limpiado las ancianas. Cuando acabaron, Gillian hizo poner alrededor del salón y el pasillo de subida a las habitaciones y almenas varios enganches de hierro para colocar antorchas y con ello dar luz al interior del castillo. Helena y la pequeña Demelza se entretuvieron en recoger flores del exterior de Duntulm, y Gillian se encargó de componer diferentes ramos con coloridas flores y situarlos por el salón. Por último, dispuso uno de los cuadros que había comprado encima del hogar de esa estancia y otro sobre el hogar de su habitación.
Aquella noche, cuando los guerreros entraron en el iluminado y reluciente salón, se quedaron maravillados. Lo que hasta hacía pocos días era un lugar oscuro, sucio y sombrío, se había convertido en una elegante estancia como la de otros castillos.
El decimoquinto día, mientras se desenredaba el pelo mirando desde las almenas, de pronto lo vio. ¡Niall!, y como una loca corrió en su busca. Necesitaba contarle su secreto, besarlo y pedirle disculpas. Nunca tendría que haberle puesto el acero en el cuello. Pero él, antes de que se le acercara, la detuvo con una dura mirada que hizo que a Gillian se le parara el corazón.
Tragando el nudo de emociones que sintió por aquel rechazo ante todo el mundo, se limitó a sonreír y ver cómo él, sin ni siquiera besarla, se marchaba con dos de sus hombres a revisar las obras del nuevo pozo.
Exacerbada y alterada, decidió dar un paseo por los alrededores. Necesitaba relajarse, o era capaz de lanzarse sobre su marido y exigirle explicaciones por su ausencia. Pasado un rato en el que paseó por la colina cogiendo flores, oyó vociferar su nombre:
—¡Gillian!
Levantando la mirada, vio que era Niall quien la llamaba, y el corazón le comenzó a latir descontrolado.
—¡Gillian! —volvió a oír.
Con una sonrisa, se cogió las faldas y corrió hacia él, pero de pronto se detuvo. Su marido, seguido por varios de sus hombres, parecía enfadado. Su gesto era terrible y andaba hacia ella a grandes zancadas.
«¡Oh, Dios!, ¿qué ha pasado?», pensó, horrorizada.
Niall parecía colérico. Fuera de sí. Pero mientras caminaba hacia él, intentó poner la más dulce de sus sonrisas.
La cara de Niall, sin embargo, denotaba todo menos ganas de confraternizar, y cuando llegó hasta ella, la cogió por los hombros y comenzó a zarandearla mientras gritaba fuera de sí:
—¡¿Qué has hecho con la mesa y la silla de mis padres?!
Gillian no lo entendió.
—¿A qué te refieres?
Clavando sus preciosos e incitantes ojos marrones en ella, bramó:
—Cuando me marché en el salón de Duntulm había una mesa de roble de mi padre y una silla junto al hogar de mi madre. ¿Dónde están?
Gillian quiso morir. ¡Había ordenado destrozar los muebles de los padres de Niall!
Dejó caer las flores que llevaba en las manos. ¿Qué podía decir?
—¡Contéstame, Gillian! —gritó, descompuesto.
«¡Ay, Dios… Ay, Dios!», se lamentó con la boca seca. Cuando le dijera lo ocurrido, ¡la iba a matar!
Tras tocarse el estómago para que le diera fuerzas y tomar impulso, lo miró y susurró, dispuesta a cargar con su culpa.
—Niall, yo ordené que…
Donald, Aslam y Liam se acercaron hasta ellos con celeridad y no la dejaron terminar.
—Disculpad, mi señor —interrumpió Donald, y Niall lo miró—. Al comprar su mujer las nuevas mesas, nos pidió que retirásemos del salón la mesa y la silla y las lleváramos a una de las habitaciones superiores, hasta que a su llegada usted decidiera dónde ponerlas.
Gillian se quedó con la boca abierta, mientras sentía unas terribles ganas de vomitar. Pero al notar la mirada de su marido, se puso las manos en las caderas y, levantando el mentón, preguntó:
—¿Algo más?
Niall, tras conocer lo que quería saber y sin volver a mirarla, se dio la vuelta y se marchó. En ese momento, Gillian miró a Donald, Aslam y Liam y, con una sonrisa, les susurró:
—Gracias, muchas gracias. Acabáis de salvarme la vida.
Aquéllos, con una sonrisa socarrona, le guiñaron el ojo, se giraron y se marcharon tras su laird, que a pasos agigantados regresaba al castillo.
«¡Uf!, de la que nos hemos librado, pequeño», pensó, tocándose el estómago, mientras observaba a su marido alejarse. Y al agacharse para recoger las flores que se le habían caído de las manos pensó en las odiosas de Diane y su madre, y dijo:
—Os vais a enterar de quién es Gillian, la McDougall de Dunstaffnage. Os voy a hacer pagar vuestra malvada fechoría con tal fiereza que vais a estar lamentándolo el resto de vuestras vidas. ¡Brujas!