41

Tras el episodio de la habitación, aquella noche Niall no apareció, para desesperación de su mujer. Ni tampoco al día siguiente. Simplemente desapareció de Duntulm. Sólo Helena y su paciencia le servían de paño de lágrimas.

—Milady, no os preocupéis, ya veréis como pronto regresará. Vuestro esposo os quiere…

—Lo que quiere es dejarme calva —gruñó, mirándose al espejo mientras la mujer le arreglaba el desaguisado que Niall había provocado.

Aquel comentario hizo sonreír a Helena. Cuando Gillian le contó que cada vez que discutían él le cortaba un trozo de cabello, no pudo por menos que sonreír.

—Los hombres a veces, milady, son peores que los niños. Actúan sin pensar.

—Me da igual. Niall no es un niño, o por lo menos eso creía —siseó mientras comía una torta de avena.

—No os mováis, o seré yo quien os haga un horrible trasquilón —sonrió con cariño la criada.

—Tranquila, Helena —se mofó al ver cómo su pelo menguaba—. Ya estoy acostumbrada a llevar el pelo lleno de trasquilones. Cuando salí de mi hogar, de Dunstaffnage, el cabello me llegaba por la cintura, y ahora, no me llega ni a media espalda.

Con ternura, la mujer terminó de arreglarle el pelo y sonrió al ver que Gillian abría descontroladamente la boca.

—¿Tenéis sueño, milady?

Tomando una nueva torta de avena, Gillian la mordisqueó y asintió.

—No sé qué me pasa últimamente, Helena; aunque duerma y duerma, cuando me despierto deseo seguir durmiendo.

Con una risita nerviosa, la mujer se puso ante ella.

—Milady, ¿podríais estar embarazada? Cuando me quedo embarazada, ése es uno de los síntomas que me alerta.

«¡Por todos los santos!», pensó Gillian. Sin embargo, sin cambiar su gesto, le indicó:

—Imposible. Hace poco tuve los días que toda mujer tiene al mes.

—Entonces, debemos estar alerta con vuestra salud. Comienza a hacer frío y, siendo éste vuestro primer invierno en Skye, os tenéis que cuidar —le aconsejó Helena, a quien no se le escapó que Gillian se tocaba instintivamente el estómago.

—No te preocupes; Helena; me cuidaré.

Una vez que acabó lo que estaba haciendo, ésta recogió sus enseres y se marchó.

Gillian se quedó a solas en la habitación. Echando cuentas, se llevó las manos a la boca, asustada, al reparar en que llevaba más de un mes, casi dos, sin que la hubiera visitado la menstruación.

Estaba tan ocupada en satisfacer su cuerpo y el de Niall que no lo había advertido.

Emocionada por lo que acababa de descubrir se volvió a tocar su liso estómago y sonrió. El malestar, el sueño y el voraz apetito sólo podían deberse a una cosa: ¡estaba embarazada!

Se debatía entre la alegría de la noticia y la tristeza de que su marido no estuviera allí para contársela. Niall sería un padre magnífico. Adoraba a los niños, y cuando supiera que iba a ser padre, ¡se volvería loco!

Pero cuando Gillian pensó en lo gorda y deforme que se pondría se horrorizó. Si Niall ya creía que Diane era más bonita que ella, no quería ni pensar lo que diría cuando rodara, más que andara, patiabierta al final del embarazo.

Conociendo a su marido, seguro que la trataría como Duncan a Megan. La sobreprotegería y no la dejaría apenas salir del castillo, manteniéndola todo el rato en la cama, descansada. Suspiró y decidió ocultar su estado todo el tiempo que pudiera.

Pero al pensar en Niall sonrió y deseó contarle la buena nueva en cuanto regresara.

Al día siguiente, tras una terrible noche de pesadillas, una de las ancianas, Susan, fue a su habitación para avisarle de que tenía visita. Tan emocionada estaba, que no preguntó de quién se trataba, y tras bajar los escalones de dos en dos, se quedó petrificada al encontrarse en medio de su destartalado salón a Diane, junto a su madre.

En un principio, pensó en echarlas de su hogar. ¿Qué hacía esa idiota en su castillo? Pero intentó comportarse como lo que se esperaba de ella, y con una falsa sonrisa dijo, pese a las ganas de acuchillarlas:

—¡Oh, qué sorpresa! Diane, Mery, ¿qué hacéis por aquí? ¿No ha venido Cris con vosotras?

Las mujeres la miraron con curiosidad, y entonces Gillian se percató de que Mery le daba un pequeño empujón a su hija, que respondió:

—Christine ha preferido quedarse luchando en la liza con nuestros hombres.

«Eso es lo que yo necesito…, un poco de lucha», se dijo, pero al pensar en su bebé sonrió.

—Íbamos de camino al mercadillo de Uig —continuó Diane— y hemos pensado que quizá te agradaría acompañarnos.

Pero antes de que pudiera contestar, intervino la madre de Diane:

—Gillian, ¿qué tal te va todo? ¿Qué tal tu vida de casada? —le preguntó con la mejor de sus sonrisas.

—Bien —mintió—. La verdad es que no me puedo quejar. La gente es encantadora conmigo.

—¿Has cambiado de peinado? —preguntó Diane. Con una fingida sonrisa, Gillian se tocó el cabello.

—Sí, me lo he cortado un poco. Lo tenía demasiado largo.

—¡Oh!, ¿cómo has podido hacerlo? Para un hombre, el cabello de una mujer nunca es demasiado largo. No vuelvas a cortarlo, o tu marido se fijará en otra —le aconsejó Mery.

—Madre, Gillian es muy bonita y no creo que Niall deje de amarla por un poco más o un poco menos de cabello.

«¡Cuánta alabanza!», pensó Gillian.

Sorprendida por tanta amabilidad, Gillian miró a Diane sin pestañear. No se fiaba de aquella tonta ni un pelo. Pero entonces la madre añadió:

—Vamos a ver, Diane —la regañó Mery—. Dile a Gillian lo que has venido a hacer y déjate de rodeos.

Cada vez más aturdida por la visita, casi se cae de culo cuando Diane dijo:

—El motivo real de la visita era porque quería pedirte disculpas por el trato que te dispensé en Dunstaffnage y tras tu boda. Sólo espero que olvides mi obcecación por Niall y cambies tu opinión sobre mí.

Estupefacta, Gillian no sabía qué decir ante aquella revelación.

—¡Ay, cariño! —intervino Mery, cogiéndole las manos—, cuando Diane me confesó que había subido a tu habitación para atosigarte por lo de Niall… oh, Dios, ¡creí morir!

—No…, no os preocupéis —respondió Gillian—; eso está olvidado.

Diane, entonces, se abalanzó hacia Gillian y, arrodillándose ante ella, sollozó:

—Por favor, Gillian, me siento avergonzada de mi comportamiento y sólo espero que me perdones y algún día podamos ser amigas.

Conmovida, la ayudó a levantarse del suelo, y caminando hacia los bancos, hizo que se sentara mientras su madre con gesto desabrido las seguía.

—¡Oh, Gillian, me siento fatal! —sollozó Diane—. Me he comportado contigo como una verdadera arpía, y tú…

El gimoteo de la chica y los ojos horrorizados de su madre la impulsaron a decir:

—¡Basta ya, Diane! Todo está olvidado, y yo…, yo estaré encantada de que seamos amigas.

Diane prorrumpió entonces en nuevos sollozos, y Gillian le pidió a una desconcertada Helena, que las miraba desde la puerta, que preparara una infusión que le calmara los nervios. Finalmente, la bebida lo consiguió.

Un rato después, Diane y su madre, ambas más sonrientes, paseaban por las tierras de Niall del brazo Gillian, que, necesitada de afecto, se agarró a ellas con firmeza. Quizá no fueran sus mejores amigas, pero se sentía tan sola en aquel momento que un poco de amabilidad le iría bien.

—Por cierto —preguntó Mery—, ¿dónde está Niall? No le hemos visto.

Con rapidez, Gillian ideó una mentira. A pesar de que su corazón se había ablandado con Diane y su madre, no quería que ellas supieran que habían discutido y que ignoraba dónde estaba.

—Está de viaje. Recibió una misiva de su hermano Duncan y tuvo que marchar a Eilean Donan.

Diane, sorprendida, la miró y le preguntó:

—¿Por qué no te marchaste con él? Me consta que Megan y tú sois buenas amigas.

Tras soltar un suspiro de resignación, Gillian cuchicheó:

—Tengo mucho trabajo aquí, en Duntulm. Preferí quedarme para intentar poner en orden el destartalado hogar de mi marido. —Las otras asintieron—. Creo que un poco de mano femenina le vendrá muy bien. Y pretendo sorprenderlo a su llegada.

—¡Tengo una idea! —gritó Diane—. Vente al mercadillo. Estoy segura de que allí encontrarás todo lo necesario para convertir Duntulm en un precioso hogar y sorprender a Niall a su llegada.

—¡Oh, qué excelente idea! —asintió Mery—. Yo conozco varios ebanistas que trabajan maravillosamente la madera, y estoy segura de que si hablo con ellos te dejarán varios muebles a un precio estupendo.

Gillian lo pensó. ¡Podía ser una buena idea! Quizá si Niall a su regreso veía cambios en su hogar, se alegrara. Y mirándolas con una sonrisa, asintió.

—Perfecto. ¡Vayamos al mercadillo!

De forma decidida, Gillian les pidió a Donald y varios hombres más que las acompañaran a Uig. Necesitaban hacer unas compras. Pero se quedaron impresionados cuando les pidió que llevaran un par de carros.

Tras pasar gran parte de la mañana comprando por Uig con aquellas dos mujeres, por la tarde regresaron a Duntulm con los dos carros a rebosar y, tras éstos, dos carros más. Habían comprado sillas, mesas, telas para decorar ventanas, hacer cojines, vestidos y todo lo que hiciera falta. Gillian incluso se permitió comprar un par de enormes tapices y dos cuadros a un artista.

Al alba del séptimo día, incapaz de seguir durmiendo en aquella cama sin Niall, Gillian se levantó demasiado temprano y comenzó a trabajar. Pero poco después le entró un sueño horroroso y, recostándose en uno de los jergones que había en el salón junto a Donald y Liam, sin percatarse se escurrió entre ellos y con el calorcito que le proporcionaban se durmió.

—¡Por todos los santos, Gillian!, ¿qué haces durmiendo entre esos hombres? —gritó Mery al entrar en el salón y verla.

Con rapidez Gillian y sus guerreros se despertaron.

—Milady —susurró Liam, azorado—, podríamos haberos aplastado.

Divertida, Gillian se levantó y, quitándole hierro al asunto, dijo:

—Tranquilos. Estaba agotada y sin darme cuenta me he debido de quedar dormida entre vosotros. Pero estoy bien; no os preocupéis.

—¡Oh, Dios, Gillian! —le reprochó Diane—. Da gracias al cielo de que hemos sido nosotras. Si hubiera aparecido Niall o cualquier otro, podría haber pensado lo que no es.

Donald se ofendió. ¿Qué estaba queriendo dar a entender aquella mujer? Pero Gillian, al ver el gesto del hombre, le puso una mano en el hombro y dijo:

—Si Niall me hubiera visto, querida Diane, no habría pensado nada raro. No es la primera vez que me quedo dormida entre sus hombres.

Liam y Donald se miraron, boquiabiertos. ¿En qué otra ocasión había ocurrido?

Pero al ver la cara de aquellas dos brujas, sonrieron al percatarse del ingenio de su señora para desconcertar al enemigo.

Diane y su madre se quedaron atónitas, pero no dijeron nada más. Poco después comenzaron a cortar telas con la ayuda de las ancianas y a coser cortinajes para las ventanas, mientras Gillian confeccionaba cojines y los hombres colocaban mesas y sillas.

—¿Qué más queréis que hagamos, milady? —preguntó Donald, mirándola.

—Deberías quitarte de encima esa horrible mesa, Gillian —dijo Diane, señalando el enorme mueble que presidía el salón—. Sé por Niall que la odia y sólo esperaba a comprar nuevos enseres para quemarla y destruirla.

—Y esa fea silla, ¡oh, Dios, qué horror! —apostilló Mery, señalando la silla destartalada que descansaba junto al hogar.

Dejando la costura a un lado, Gillian se levantó y, tras pensar lo que sus invitadas sugerían, dijo a los hombres:

—Destrozad esa mesa. Seguro que su madera nos vendrá muy bien para calentarnos.

—¿¡La mesa grande!? —preguntó Liam, sorprendido.

—Sí, y de paso aquella silla que hay junto al hogar.

Los hombres se miraron. Aquellas dos cosas eran los únicos muebles que su señor había llevado consigo cuando se había mudado allí.

—Milady —señaló Donald—, nosotros lo haríamos encantados, pero ¿estáis segura de que a vuestro esposo no le va a molestar que destruyamos la mesa y la silla?

—¡Oh, por Dios!, pero si son las cosas más horrorosas que he visto en mi vida… —se quejó Diane—. ¿Cómo le va a molestar a vuestro señor que eso desaparezca de su vista cuando la encantadora Gillian ha comprado elegantes y bonitos muebles? Pero, claro —añadió pestañeando—, lo que diga Gillian es lo que será.

—Por supuesto. Ella es la que tiene que decidir, pero con el gusto tan exquisito que tiene dudo de que le guste ver esa cochambrería por aquí —insistió Mery.

Agasajada por tantas lindezas, Gillian se convenció.

—Donald, estoy totalmente segura.

Sin embargo, los guerreros parecían no querer escuchar, e insistieron:

—Pero, milady, creo que es mejor que no lo hagamos porque esa m…

Gillian, al oír cómo resoplaban Diane y su madre, se volvió hacia los hombres y gritó en tono duro:

—He dicho que las destruyáis y que luego dejéis la madera junto al hogar. ¿Tengo que repetirlo más veces para que lo entendáis?

Ellos se miraron y se pusieron manos a la obra. Sacaron la mesa y la silla al patio del castillo. Poco después entraron y dejaron la madera junto al hogar. Diane y su madre se miraron y sonrieron.