37

Pasó otro mes y el secreto de Cris y Brendan continuó a buen recaudo en el corazón de Gillian. Incluso con el transcurso de los días comprobó que aquel highlander era un joven excelente, nada que ver con el bobo que había conocido el día de su llegada a Skye. Una de las tantas tardes que se unía a ellos bajo la cascada, en un arranque de sinceridad, Brendan le contó que aquella apariencia de odio y malestar era lo que su padre esperaba de él. Su padre quería un hijo que odiara todo lo que no fuera del clan McDougall de Skye, y se limitaba, de momento, a tenerlo contento.

Gillian, en ese tiempo, no le contó nada a Niall. Sabía que hacía mal ocultándole aquel secreto, pero lo había prometido. Cuando Niall se marchaba con sus hombres o trabajaba en las reparaciones de Duntulm, ella, con la ayuda de las pocas mujeres que había, limpiaba el interior del castillo. Todo estaba viejo y sucio, pero se negó a comprar muebles bonitos, hasta que las paredes de piedra resplandecieran, y los suelos de madera y piedra quedaran tan limpios que se pudiera comer en ellos. Intentar tener un castillo tan bien cuidado como Dunstaffnage era imposible, pero sabía que con esfuerzo, ayuda y, sobre todo, limpieza, su hogar mejoraría mucho.

Niall, en ese tiempo, suavizó su carácter, tanto que en ocasiones ella temía que algún día tanta dulzura acabase. Adoraba cómo él la buscaba, la miraba, la besaba o la cogía de la cintura y se la llevaba a cualquier lugar para hacerle el amor con verdadera pasión. Suspiraba con candor cuando la llamaba cariño, y aunque durante el día su vida era apacible y con cientos de quehaceres, sus noches se volvieron sexualmente batalladoras.

Una tarde, desde lo alto de la fortaleza, Gillian observaba la enorme llanura que por un lado del castillo se extendía ante ella. Y sonrió como una tonta al recordar aquello que un día Niall le susurró al oído: «Viviremos en un lugar desde donde se domine la llanura». Su hogar era una maravilla. Tener aquella llanura y, al otro lado del castillo el mar, era un lujo que no todos podían poseer.

Apretándose al cuerpo el plaid que la cubría, miró a su alrededor. Todo era majestuoso, a pesar del frío y la neblina, que comenzaba a desaparecer. Gillian, divertida, posó sus ojos en Aslam, y sonrió al observar cómo él, al ver a Helena aparecer con la pequeña Demelza y Colin, iba hacia ella para besarla. Días atrás, ambos le comunicaron que estaban esperando un hijo, y eso los llenó de alegría.

—¿Qué haces aquí con lo fría que es la tarde?

Volviéndose, Gillian sonrió al ver a Niall caminar hacia ella.

—Estaba admirando el paisaje. Es tan bonito que a veces me resulta increíble creer que yo vivo aquí.

Con una mueca cautivadora, su esposo la abrazó y, besándola en el cuello, susurró:

—Créetelo, cariño, es tu hogar.

—Nuestro hogar —aclaró ella con picardía.

Con una plácida sonrisa, Niall miró a su mujer y se preguntó si algún día su corazón dejaría de dispararse cada vez que la mirara. Desde que él había bajado sus defensas en la relación, su mundo se había convertido en un lugar feliz y lleno de alegrías. Verla reír con sus hombres o jugar con los pocos niños que en Duntulm había lo enloquecía. Y aunque en ocasiones el carácter de ella le ofuscaba, estaba tan enamorado que lo pasaba por alto. No quería enfadarse con ella ni que nada estropeara su felicidad. Nunca nadie había conseguido que perdiera el juicio de esa manera. No podía pensar en otra cosa que no fuera ella, y necesitaba saber continuamente que estaba bien y feliz.

—Hum…, me encanta estar así. Me gusta tanto que podría permanecer días y meses abrazada a ti.

—No te quito la razón, cariño —sonrió él—. Pero si me das a elegir, el momento que más me gusta es cuando te tengo en la intimidad de nuestro lecho desnuda, ardiente y jadeando de placer, sólo y exclusivamente para mí.

—Pero bueno, ¡qué descarado eres!

Consciente de que a ella le pasaba lo mismo, la levantó en brazos y le preguntó:

—¿Acaso me vas a decir que a ti no te gusta?

—Me enloquece —susurró ella, besándolo—. Es más, ¿qué te parece si en este instante te hago jadear yo a ti?

—¿Quién es la descarada ahora? —dijo él, riendo.

Pero Gillian, dispuesta a continuar con el juego, le puso las manos en el cuello, saltó y se colgó de él. Como era de esperar, Niall, sin perder un segundo, la sujetó, y ella le abrió la boca, le metió la lengua y comenzó a besarlo con auténtica pasión.

—Gillian…, no es momento. Alguien nos puede ver —musitó él, enloquecido por aquella fogosidad.

—Vayamos a esa esquina —dijo ella con una traviesa mirada en los ojos—. Siéntame sobre aquella piedra, y te aseguro que nadie nos verá.

Pasmado, Niall miró hacia donde ella le indicaba e, incapaz de negárselo, fue hasta allí e hizo lo que le pidió. Con rapidez, ella abrió las piernas y, con una desfachatez que provocó que su marido se endureciera, le susurró al sentir que el núcleo de su feminidad le latía con fuerza:

—Poséeme aquí.

—¿¡Cómo!? —estalló Niall, sorprendido.

—Ven aquí, McRae —masculló, acercándole a ella.

Cogiéndole una mano, se la llevó hasta su sexo.

—¿Notas cómo palpito por ti? Es verte y desear que me poseas donde quieras.

Él sintió cómo su cuerpo comenzaba a reaccionar. Sentir el calor y la humedad que había entre las piernas de ella lo enloquecía, y soltando un gemido, sonrió.

Dispuesta a conseguir su propósito, y con la sangre hirviendo por él, Gillian le echó mano a la hebilla del cinturón y se lo desabrochó. Aproximándolo aún más, le dijo tras pasarle la lengua por el cuello:

—No tienes que bajarte los pantalones; sólo saca lo que tanto placer me da e introdúcelo en mí. Lo anhelo.

Con una perversa lujuria en la mirada, hizo lo que ella le pedía, y liberó su miembro y la atrajo hacia él para hacerla sentir su propio ardor.

—¿Tanto lo deseas? —le preguntó.

—Sí…, lo deseo.

Pero Gillian, inquieta, ya no podía esperar más. Ardía por él. Necesitaba que la penetrara, y cogiéndolo, se adelantó un poco en la piedra. Separándose los pliegues con su propia mano, se ensartó en él y lo hizo jadear.

—Me vuelves loco, Gata —susurró con la mirada oscurecida.

Gillian sonrió y, asiéndose de sus hombros, le suplicó:

—Cógeme de las caderas y hazme gemir.

Totalmente hipnotizado por la sensualidad de ella, agarrándola posesivamente de las caderas, comenzó a moverse a un ritmo infernal. Sentir su pene dentro de ella en aquella posición le volvió loco. Con cada empuje, ambos jadeaban, dispuestos y anhelando una nueva embestida. Gillian sentía cómo la sangre le hervía con cada envite, cada vez más rápido, más certero, más profundo.

El placer era inmenso. Quiso gritar, pero no debía. Sólo podía dejarse poseer por su marido. Cuando el clímax llegó, se agarró a él con fuerza y gimió. Niall, al sentirla desmadejada entre sus brazos, contrajo el gesto en una mueca y, tras un gruñido varonil y una fuerte embestida que la empaló, se dejó caer sobre su hombro.

Después de aquel arranque de pasión sólo se oía el sonido del viento y los jadeos de ellos, hasta que Gillian comenzó a mover su cuerpo y él, exhausto, murmuró:

—A este paso, acabarás conmigo antes de la primavera.

Ella rió mientras se acurrucaba contra su pecho y con dulzura le besaba.

—Te adoro, Gillian —le susurró con los labios pegados a su pelo.

Escuchar eso hizo que se estremeciera. Niall era un hombre que le demostraba continuamente su amor con hechos, pocas veces con palabras, y que dijera aquello le gustó.

—Vaya…, McRae —se mofó ella—, debo entender que tu sacrificio al casarte conmigo ha merecido la pena.

—Totalmente, aunque a veces, cuando me contestas o te vuelves testaruda, reconozco que maldigo por no haber dejado que te desposaras con Kieran O’Hara. —Sonrió mientras se abrochaba el cinturón del pantalón, y al ver su gesto divertido, la besó y murmuró—: Nunca habría permitido que te hubieras casado con otro que no fuera yo, porque tus besos de barro son míos, y si alguien tiene que cambiarte por alguna torta de avena, ése soy yo.

Ella se carcajeó, y Niall, al sentir que había desnudado demasiado su corazón, dijo, poniéndola en el suelo:

—Anda…, bajemos de las almenas antes de que inventes de nuevo algo.

Divertida por la maravillosa sonrisa que le veía, se rascó la barbilla.

—Hum…, ahora que lo dices, creo que si nos metemos en esa almena…

Niall se rió con ganas y, echándosela al hombro, le dio un dulce azote en el trasero.

—Lo dicho, esposa…, tú me quieres matar.