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Al amanecer, una criada del castillo de Dunvengan la despertó. Debía levantarse con premura, pues su marido y sus guerreros querían partir para su hogar. Rápidamente, a pesar de que la cabeza le iba a explotar, se vistió, y cuando bajaba por la escalera, se encontró con Cris, que subía en su busca.

—¡Oh, qué horror, Gillian! Estoy apesadumbrada. Creía que os quedaríais al menos un día aquí.

Todavía medio dormida, la joven suspiró.

—Yo también, Cris…, pero por lo visto mi marido tiene prisa por llegar a su hogar.

—Vuestro hogar, Gillian…, vuestro hogar.

Recogiéndose el cabello con el trozo de cuero, dijo, sentándose en la escalera circulare.

—Cris…, estoy asustada. Por primera vez en mi vida tengo miedo. Me quedo sola con Niall y sus hombres, y yo…

—Tranquila. Niall y esos brutos te cuidarán, te lo aseguro. —Y ayudándola a levantarse de los escalones, le indicó—: Ahora sal y demuéstrale a la tonta de mi hermana y a su madre que eres la digna mujer del guapo Niall McRae.

Gillian sonrió y la abrazó.

—Te voy a echar de menos, Cris.

—¿Sabes?, eso no te lo voy a permitir. Vivimos tan cerca que pienso ir a visitarte en cuanto regrese de un viaje que tengo que hacer con mi padre en unos días.

—¿Lo prometes? ¿Prometes que me visitarás?

—No lo dudes, Gillian. Te lo prometo.

Instantes después, cogida de la mano de Cris, llegó hasta donde Niall hablaba con los McLeod, y tras despedirse de ellos, él la ayudó a subir a su caballo y, para su desconcierto y el de las otras, antes de soltarla, la besó.

De camino al castillo de Duntum, Gillian apenas cruzó una mirada con Niall. Se moría de la vergüenza. La bebida de la noche anterior no le había nublado la mente; contrariamente, se la había avivado. Con el corazón a punto de salírsele, rememoraba una y otra vez los momentos que su juicio se empeñaba en recordar. Pensar en cómo la había besado, la había tocado, la había hecho vibrar y suspirar, en más de una ocasión estuvo a punto de hacerla caer del caballo. Mientras, Niall parecía tranquilo.

Lo que no sabía Gillian era que él estaba más desconcertado que ella. En el corto trayecto hacia Duntulm, Niall no paró de rememorar lo que había ocurrido la noche anterior. Pensaba en sus dulces besos, en la suavidad de su piel y en aquellos pechos llenos y redondos que ella se había empeñado en restregarle. Tan sólo recordar la entrega de ella hacía que su entrepierna volviera a latir.

Cuando pararon cerca de un pequeño lago para que los caballos bebieran agua, ninguno se acercó al otro. Se limitaron a mirarse y, con ello, su deseo y sus pensamientos se avivaron más. Niall sólo deseaba llegar a Duntulm, meterla en sus aposentos, arrancarle la ropa y hacerle lo que la noche anterior no había acabado.

Cuando retomaron el camino, Gillian comprobó cómo en varias ocasiones él se volvía para mirarla. De pronto, levantó su mano, y todos los guerreros se pararon.

Dirigiéndose a ella, le indicó que se acercara. La joven espoleó a Thor hasta llegar a su altura. Y sorprendiéndola, le tomó la mano y, señalando hacia el horizonte, le indicó:

—Gillian, quiero que veas conmigo por primera vez Duntulm.

Como una tonta, se quedó mirando los labios de él mientras sentía cómo un latigazo le atravesaba la mano que él le tenía cogida. Tras tragar la saliva que en la garganta se le había quedado acumulada, miró hacia adelante. Y su gesto se suavizó.

—¿Qué te parece? —preguntó Niall.

Pero no podía contestar. Estaba maravillada. Frente a ella, una gran llanura acababa a los pies de un castillo aún en construcción y detrás estaba el mar. Junto a él, había varias casitas del tono gris de la piedra de la fortaleza, y un poco más alejadas, unas pequeñas cabañas de piedra y techos de paja.

Sin que pudiera describir aquel gesto y sin soltarle la mano, Niall insistió:

—¿Te agrada lo que ves?

Ella no respondió. Sólo podía admirar el paisaje y su atardecer anaranjado.

Niall, desconcertado por su silencio, comenzó a hablar:

—Ya sé que el castillo no es tan grande como Dunstaffnage ni tan impresionante como Eilean Donan, pero desde hace un tiempo es mi hogar. Cuando Robert me lo regaló por los servicios que presté junto a su hermano en Irlanda era una ruina de los pictos, pero en estos años mis hombres y yo hemos conseguido levantarlo y casi acabarlo. ¿Ves aquellas tierras en el horizonte? —Ella asintió—. Aquello son las Hébridas Exteriores. Desde nuestra habitación las vistas son espectaculares y te garantizo que verás unas maravillosas puestas de sol, con la isla de Tulm y el archipiélago al fondo. —Ella continuaba sin hablar, y eso estaba comenzando a desesperarlo—. En esta zona, la gente se dedica al cultivo, a la cría del ganado y a la pesca. Nuestro clan se ocupa del ganado. Ya te enseñaré dónde tenemos a los animales. Las cabañas que ves allí son las que usan las gentes de paso cuando vienen en época de esquile.

Atontada y maravillada, Gillian asintió. Y dando un tirón de su mano para que él se acercara, se irguió en su caballo para parecer más alta y, descolgándose, lo besó en los labios. Necesitaba hacer aquello, aunque cuando se apartara él ni la mirase. Los guerreros, al verlo, aplaudieron y vociferaron. Les gustaba ver a su laird tan bien atendido por su esposa. Niall, sobrecogido por aquella reacción, sonrió, y asiéndola de las caderas, la levantó del caballo, y como si de una pluma se tratara, la sentó ante él.

—Me encanta tu hogar —murmuró, emocionada.

—Nuestro hogar, Gillian —la corrigió Niall rápidamente.

En ese momento, los pocos aldeanos y guerreros que trabajaban en el castillo les avistaron y los saludaron, y sus voces se sumaron a las de los guerreros que desde detrás de ellos gritaban. Niall y Gillian sonrieron.

—Es el lugar más bonito que he visto nunca —susurró, maravillada.

Niall, con una sonrisa parecida a la de antaño y con el cabello despeinado por la brisa, asintió. Agarrándola con fuerza, la besó, y espoleando al caballo lo hizo galopar hasta llegar al patio de armas de Duntulm. Una vez allí, la gente se apiñó a su alrededor.

Estaban felices. Su laird había regresado y con esposa. Niall descabalgó, y asiéndola por la cintura, la bajó. Hubo de contener la apetencia de llevarla directamente a sus aposentos para terminar lo que no había acabado la noche anterior. Cogiéndola con fuerza de la mano, comenzó a presentarle a su gente, hombres barbudos y desaliñados que la recibieron con una grata sonrisa en los labios.

Con la felicidad instalada en el rostro, Gillian intentó atender y recordar los nombres de las personas que le presentaban, y en ese momento, comprobó que lo que los hombres de su marido le habían dicho en el camino era verdad. Allí no había mujeres, a excepción de las ancianas y de un par de jóvenes que, agarradas a sus maridos, la observaban. Cuando entraron en el castillo y miró a su alrededor, el alma se le cayó a los pies. Aquel sitio estaba sucio, mal cuidado y necesitaba una buena limpieza.

Cuando entraron en el enorme salón, comprobó que allí sólo había una mesa desvencijada de madera oscura y dos bancos, a cuál peor, y junto al enorme hogar, una vieja silla destartalada que parecía tener los días contados.

«La falta de mujeres es la causa de que esto esté así», se dijo Gillian.

Niall, que la conocía muy bien, sabía lo que pensaba, a pesar de su sonrisa. Y casi soltó una carcajada cuando contempló la cara de su esposa al ver que uno de los caballos de sus hombres entraba en la estancia y campaba tranquilamente por el salón.

Le miró, pasmada, y él, encogiéndose de hombros, confesó:

—A mí nunca me ha importado.

Ella suspiró y, dispuesta a solucionar aquello, le aseguró:

—Una mano femenina le vendrá muy bien. Ya lo verás.

Y acercándose a ella, le cuchicheó al oído:

—No lo dudo, tesorito, para eso estás tú aquí.

Tras mirarle con una mueca, decidió no responder, y se dejó llevar por las dos únicas mujeres jóvenes que había, que se empeñaron en enseñarle la cocina. Helena las acompañó. Y casi se cayeron hacia atrás cuando ambas vieron lo que aquellas mujeres llamaban cocina: un oscuro, húmedo y viejo zulo.

«Aquí van a cambiar muchas cosas» reflexionó, intentando sonreír.

Niall, ansioso, esperó a que Gillian apareciera por la puerta y lo mirara. Le gustara o no, temía que a una mujer de carácter como ella, acostumbrada al lujo y la elegancia de Dunstaffnage, le horrorizara aquel lugar. Pero cuando se asomó a la puerta de la mano de Helena y sonrió, supo que ambos habían encontrado su hogar.

El resto de la noche la pasaron mirándose con una pasión que no dejó indiferente a nadie. Cenaron los ricos platos que las mujeres habían preparado para celebrar su llegada y brindaron con copas de plata ante los vítores de los hombres. Tras la cena, los guerreros, aquellos brutos, empezaron a dar palmadas y a bailar, hasta que dos de los ancianos comenzaron a tocar sus gaitas. Helena bailó con un encantado y sonriente Aslam, que le había pedido a su señor que le permitiera ocupar una de las cabañas cercanas a la fortaleza con ella y sus hijos. Aquella noche, Gillian bailó con sus guerreros, incluso consiguió sacar a bailar a su marido. Y cuando la premura y el deseo de sus miradas se hicieron escandalosos, sin importarles nada, Niall la cogió en brazos y, sonriendo por los vítores de todos, la llevó hasta el único lugar que nadie le había enseñado, su habitación.