Como bien había dicho Niall, los McLeod organizaron un gran banquete, seguido de una estupenda fiesta. Durante la misma, los hombres de Niall bailaron y rieron con las mujeres de la aldea. Donald, en un momento de la celebración, atrajo la atención de Gillian, y con disimulo, le señaló a una joven rubia, algo rolliza, pero con una preciosa cara angelical.
«¡Vaya, Donald!, ésa debe de ser tu Rosemary», pensó Gillian, sonriendo. Por señas, le animó a que se acercara. Rojo como un tomate, el highlander le hizo caso. Al llegar hasta ella, le tomó la mano y, tras besarla con delicadeza, comenzó a hablar. Feliz por aquel logro, Gillian quiso aplaudir, pero se contuvo.
Aquella noche, entre cerveza y cerveza, Niall volvió a percatarse de cómo sus hombres buscaban continuamente la aprobación de su mujer cada vez que se acercaban a alguna moza. Y eso le llenó de orgullo. Aquellos brutos comenzaban a quererla.
Durante la velada, Niall no consintió separarse de Gillian ni un solo instante, y cuando otros hombres le pidieron permiso para bailar con ella, no siempre aceptó. Sólo la dejó bailar con los hombres de su clan.
—¿Por qué no puedo bailar esta canción? —preguntó ella, acercándose a él mientras se llenaba su copa de plata de cerveza.
—Debes descansar —le dijo con seriedad mientras observaba a otros bailar.
Pero aquella pieza le encantaba, y al ver a Cris bailando, la envidió.
—¡Oh, venga! Me encuentro perfectamente bien. No estoy cansada.
—No, no bailarás.
—Pero…
Sin dejar de mirarla, el highlander torció el gesto y le susurró al oído:
—He dicho que no, y no quiero volver a repetirlo… tesorito.
Molesta, Gillian dio furiosa un zapatazo al suelo, con la mala suerte que tocó sin querer la pierna de Niall. Entonces, él, a modo de respuesta, movió a propósito el brazo y la golpeó en la espalda. A Gillian se le achinaron los ojos en busca de venganza, así que movió la mano sobre la mesa y la copa llena de cerveza cayó sobre su esposo. Éste, al notar que se mojaba, se echó para atrás, y ella quedó libre de su mano y consiguió escapar.
Enfadado por la jugarreta de su mujer, pero sabiendo que no podía salir ante todos y arrancarla de la mano del guerrero que bailaba con ella, con gesto serio la vigiló, y masculló cuando ella le guiñó un ojo y le sonrió de un modo indecoroso.
Gillian conocía su potencial cuando bailaba. Siempre la habían alabado por su gracia al moverse, y con la mirada clavada en su marido, comenzó a hacerlo. Su deseo por él crecía por momentos, y ver cómo lo miraban las mujeres de aquel castillo le hizo entender que había compartido lecho con muchas de ellas, algo que no estaba dispuesta a permitir, y menos estando ella presente.
Con gracia giró sobre sí misma, y cuando volvió a mirar a su esposo vio que éste hablaba con Diane, que aprovechando que ella se había levantado, se había sentado en su lugar.
«¡Oh, Diane!, mi paciencia contigo está llegando a su límite», pensó clavándole la mirada.
Niall volvió a mirar a su mujer. No le hacía gracia que ella bailara con otro, y se sorprendió al ver la mirada asesina que ella tenía clavada en Diane. Y recordó la advertencia de Duncan: «Ten cuidado porque, conociendo a Gillian, al final tendrás problemas».
Divertido por lo mucho que le revelaba aquel gesto, le dedicó una incitante sonrisa a la hija de McLeod, lo que hizo que Gillian perdiera un paso y casi cayera. Consciente de la sonrisa de su marido, maldijo en silencio y, acercándose a su acompañante le habló al oído, y éste sonrió. Aquello hizo que Niall dejara de sonreír como un tonto y volviera a fijarse en ella.
Contenta, y cuando creía que había conseguido captar toda la atención de su guapo marido, una nueva mujer, voluptuosa y de grandes pechos, le llevó una jarra fresca de cerveza. Niall, encantado, le dedicó una de sus maravillosas sonrisas, y la mujerzuela se marchó, aunque desde la esquina se volvió para mirarlo y tirarle un beso.
«No puede ser. ¿Más competencia?», se preguntó Gillian a punto de saltar sobre ella.
Cuando miró de nuevo a su marido, éste, con un gesto nada inocente, se encogió de hombros. Molesta, Gillian le quitó la copa a su acompañante y, tras dar un buen trago, que algunos guerreros vitorearon con escándalo, se la devolvió al guerrero y, con una mirada nada inocente, contempló a su ceñudo esposo y, encogiéndose de hombros, sonrió. Niall, con semblante serio y tras un movimiento de mentón, le indicó que volviera junto a él, pero ella continuó bailando.
«No, McRae…, no iré».
En ese momento, Diane posó su mano en el hombro de él, y Niall, aprovechando la cercanía, le dijo algo al oído, y aquella boba, con una sensualidad que dejó atontada a Gillian, se sonrojó. Con la boca abierta estaba cuando su marido volvió de nuevo sus inquietantes ojos hacia ella y se carcajeó.
«Sí quieres guerra, McRae, la vas a tener».
Dispuesta a que fuera él quien la observara, Gillian bailó una pieza tras otra, ante la incomodidad de su marido, que se movía nervioso en su silla, mientras era testigo de cómo los guerreros del clan McLeod la miraban con lujuria.
A medianoche, agotada y con un dolor de pies infernal de tanto bailar, al ver que Niall hablaba con Ewen, se escabulló y se acercó hasta una de las largas mesas para beber algo fresco.
«¡Uy, uy!, creo que por primera vez en mi vida estoy algo bebida», pensó al sentir que el suelo se movía.
Tenía sed. Sentía la boca seca como un trozo de corteza de roble, y tras ver que no había ninguna jarra de agua, optó por llenarse una nueva jarra de cerveza.
—Me encanta ver cómo bailas —dijo una divertida Cris—, no como el pato de Diane, que parece tener tres pies en vez de dos.
Eso la hizo reír y tras mirar a la joven, que cuchicheaba junto a su madre, preguntó:
—Oye, Cris, la relación con tu madrastra no es muy buena, ¿verdad?
—Es pésima —asintió—. Mi padre era viudo cuando conoció a Mery. Yo tenía siete años, y hasta ese momento había sido su vida, su luz y sus ojos. Él me enseñó a montar y a cazar, pero cuando unió su vida a esa bruja, todo cambió. Si mi padre salía solas conmigo a cazar, ella le reprochaba que no la quería, y así con todo. Luego, nació Diane. —Y con mofa, añadió—: ¡La luz y belleza de sus vidas! Y Mery supo hacer ver a mi padre que la delicadeza de mi hermana era mil veces más recomendable para una damita que mi brutalidad. Los años pasaron, Diane cada vez se volvió más bella, más caprichosa y delicada, y yo, pues lo que ves.
—Yo veo en ti una preciosa y valerosa muchacha que sabría sacar adelante a su clan —aclaró Gillian—, mientras que tu hermana no sabría nada más que dar problemas. Eso es lo que veo.
Conmovida por esas palabras, la joven sonrió.
—Gracias, Gillian. Nunca imaginarás lo que me alegra haberte conocido. —Y encogiéndose de hombros, dijo—: Para mi padre soy lo más parecido al hijo que nunca tuvo. Para mi madrastra, soy la hija que nunca debió existir, y para Diane, soy la horrible hermana que una muchacha fina como ella no debería tener.
—¡Bah, ni caso! —Chasqueó la lengua—. ¡Ay, Cris!, creo que he bebido demasiado; me noto algo mareada.
Tras soltar una carcajada, Cris la agarró del brazo y la llevó cerca de un gran ventanal. El aire frío les vendría bien a ambas.
—¡Oh, Dios!, todo comienza a darme vueltas —susurró Gillian, cerrando los ojos.
Al abrirlos vio que Diane y su madre hablaban en esos momentos con Niall.
Cris, al comprobar hacia dónde miraba su amiga, le susurró, divertida:
—Ni te preocupes. Tu guapo marido nunca ha querido saber nada de ella. —Gillian sonrió, y tras beber otro buen trago de cerveza, dijo:
—Entre tú y yo, Cris, espero no tener que arrancarle los pelos de la cabeza a tu preciosa hermana, uno a uno; aunque ganas no me faltan.
—¡Oh, Gillian!, yo estaría encantada de ayudarte.
Las jóvenes soltaron una risotada tan enérgica que todo el mundo las miró.
—Cris, ¿crees que mi marido es un hombre apuesto? —preguntó, dando un nuevo sorbo a su bebida.
—¡Oh, sí!, sin duda, Gillian. —Y quitándole la copa para beber ella, respondió—: Tienes un esposo muy apuesto, aunque particularmente no es mi tipo de hombre.
Entonces, Gillian recordó algo.
—Por cierto, querida amiga, recuerdo que en Dunstaffnage me dijiste que en tu tierra existía alguien especial y que, llegado el momento, me lo contarías.
Sonrojándose como nunca la había visto, Cris asintió.
—Te lo presentaré, llegado el momento.
—¡Tramposa!
—Sólo te adelantaré que cuando me besa… paseo con las estrellas.
Llevándose las manos a la cabeza, Gillian dijo en tono de mofa:
—Christine McLeod, cómo puedes haber probado los besos de un hombre sin estar desposada. Eres la vergüenza de tu familia. ¡Descarada! —Soltando una escandalosa risotada, consiguieron otra vez que todos las miraran.
—¡Por todos los santos! Si Niall se da cuenta de que estoy ebria me matará —balbuceó Gillian, tapándose la boca.
Pero éste, tras evaluar sus descontrolados movimientos, intuyó lo que pasaba, y levantándose para disgusto de Diane, caminó hacia su mujer.
—¡Oh, oh!, disimula, que viene el que te matará —se burló Cris.
El highlander, una vez que llegó hasta ellas, las observó. Y al ver los colores en las mejillas, dijo, tirando de ella hacia la escalera:
—Es tarde, Gillian. Se acabó la fiesta por hoy. Cris, ve a tu cuarto antes de que tu madrastra te vea en estas condiciones.
Sin que pudiera soltarse de su brazo, Gillian intentó andar al ritmo que su marido le marcaba. Cuando comenzó a subir los peldaños, tropezó, y si no hubiera sido porque Niall la llevaba sujeta, habría rodado por la escalera.
—¿Quieres hacer el favor de mirar por dónde vas? —gruñó Niall, pero al observarla y oír su contestación tuvo que sonreír.
—¡Augh! Niall, no corras tanto. Los escalones no dejan de agrandarse.
Él se recreó en su sonrisa ebria, y ella, flotando como en una nube, se encogió de hombros y le cuchicheó:
—¿Sabes que las mujeres piensan que mi marido es muy guapo?
—Lo que piensen las mujeres es algo que no me importa.
Pero Gillian, arrinconándole contra la pared, subió dos escalones para estar a su altura, y acercando su boca a la de él, susurró:
—Me gusta mucho que mi marido sea guapo.
—¡Vaya!, me alegra saberlo —aclaró, retirándole el pelo de la cara.
—Pero tengo que decirte, querido esposo, que al igual que me agrada que seas agraciado, odio que las mujeres te miren. Y creo que si continuáramos más días con la simple y boniata de Diane, tendrías un grave problema.
Sin apartarse de ella, Niall preguntó:
—¿Ah, sí?, ¿qué problema?
Ella resopló para quitarse un mechón que le caía por encima de los ojos.
—Terminaré matándola por querer apropiarse de lo que es mío —respondió. Y besándole con torpeza en los labios, susurró—: Y tú no lo olvides, eres mío.
Escuchar aquello le agradó. Era la primera vez que ella hablaba con propiedad y admitía que él era su marido.
—¡Uf! ¡Por san Ninian, qué calor!
Ella se abanicó con una mano, mientras que con la otra se levantaba el pelo para dejar pasar el aire.
Complacido por la cantidad de cosas que su esposa le estaba revelando, se le dibujó una sonrisa en la cara, y ella le volvió a besar:
—¡Ay!, me vuelves loca cuando sonríes… ¡Pero qué guapo… eressssssss!
Cada vez más sorprendido por la melopea que llevaba Gillian, le preguntó:
—¿Qué has bebido?
Ante aquella pregunta, ella se echó hacia atrás y gritó:
—¡¿Tengo mal sabor de boca?!
—No, Gillian, sabes muy bien.
Pero ella no lo oyó y, con gestos cómicos, se llevó las manos a la boca y comenzó a echarse el aliento. Con expresión horrorizada, lo miró y susurró:
—¡Argh! ¡Qué asco! Huelo como las caballerizas de Dunstaffnage.
Consciente de que su mujer necesitaba dormir, la cogió entre sus fuertes brazos y subió hasta una de las habitaciones, mientras sonreía por los tontos comentarios de ella en referencia a todo lo que se le cruzaba.
Una vez que llegó hasta la habitación que Mery, la madre de Diane, le había indicado que ocuparían, abrió la puerta y entró a Gillian.
—¡Vayaaaaaaaa…, qué lugar más fastuoso! ¿Tu hogar es tan primoroso como éste?
—No, Gillian, creo que no —contestó riendo.
Sin dejar de sonreír, la soltó con cuidado sobre la cama para que durmiera la trompa, pero Gillian, agarrándose a su cuello, le hizo tropezar y cayó encima de ella.
—Niall, ¡qué me aplastas!
—No me extraña, tú me estás empujando —se quejó él mientras ponía las manos sobre el lecho para intentar levantarse.
Pero Gillian no lo dejó. Y clavando sus almendrados ojos marrones en ella, Niall le susurró a escasa distancia de su boca:
—Creo que es mejor que me sueltes, Gillian. No estás en condiciones de…
No pudo terminar la frase, porque ella se incorporó y lo besó. Tomó sus labios y, con deleite, le mordió el inferior con tal frenesí que al final él respondió. Sintió tal fogonazo de emociones que dejó caer de nuevo su cuerpo sobre el de ella, pero haciéndola rodar en la cama la colocó encima de él. No la quería aplastar.
Gillian, con gesto juguetón, se agachó y comenzó primero a pasarle la lengua por el cuello, para luego repartirle dulces besos en la cara y en los labios, mientras él intentaba mantener el control.
«No, ahora no», pensó el highlander mientras ella lo besaba.
No quería que fuera de ese modo. Ella se merecía algo mejor. Si le hacía el amor estando ebria, además de que no se lo perdonaría a sí mismo, ella le martirizaría toda la vida. Por eso, sentándose en la cama con Gillian encima, le susurró con voz ronca, cargada de pasión:
—No, Gillian, cariño, no es el momento.
Molesta porque le negara lo que tanto deseaba, movió las caderas de delante hacia atrás, y él se endureció instantáneamente.
—Gillian…, para. No sabes lo que haces.
Ella sonrió, y bajando la boca hasta su oído, le cuchicheó:
—Niall…, me encanta cómo besas. Creo que tus besos y tus labios son de lo mejorcito que he probado.
Ahora el molesto era él. Aquella libertina se permitía el lujo de revelarle detalles que no deseaba conocer y, mortificado por ello, preguntó:
—¿Se puede saber cuántos labios has probado antes que los míos?
La mujer, echándose hacia atrás en actitud altamente lasciva, puso su escote ante la cara de Niall y, soltándose el broche del pelo, respondió:
—¡Oh, por Dios! —Rió como una tonta—. Durante años, varios hombres han intentado hacerme suya, y todos comenzaban por mi boca.
El pelo le molestaba en la cara, y soplando con gracia, prosiguió:
—A ver, que yo recuerde me han besado… James, Ruarke, Deimon, Harald, Gre…
Tapándole la boca con la mano, él le espetó con gesto severo:
—Ya basta. No quiero oír ni un solo nombre más, o cuando vuelva por Dunstaffnage, desnucaré a más de uno.
—¿Celoso, Niall? —le preguntó, asombrada.
Éste levantó las cejas y negó.
—No, Gillian, pero sí sorprendido por tu experiencia.
Eso la hizo reír a carcajadas, y moviéndose con descaro para colocarse justo encima de su duro sexo, le susurró al oído, mientras él intentaba recular sin éxito.
—Tengo que confesarte algo, McRae. Ninguno de los labios que me han besado son tan fantásticos como los tuyos, que son calientes, apasionados y hacen que me tiemblen las rodillas.
Entonces, el que tembló fue él. Se sentía tan embravecido como el mar de Duntulm los fríos días de invierno. Pero cerrando los ojos, intentó controlarse. No podía dejarse llevar por el momento; sabía que si lo hacía, se arrepentiría.
—¿Niall?
—¿Qué? —respondió, mortificado por la erección.
—¿Yo hago que te tiemblen las rodillas?
«Tú haces que me sienta en el cielo», pensó, mirándola. Pero no estaba dispuesto a agradarla, así que contestó:
—No lo sé, Gillian; no te he probado lo suficiente como para saber siquiera si me gustas.
Ella dio un respingo.
Al mirarla vio que achinaba los ojos. Se estaba enfadando. ¡Bien! Así acabaría con aquella placentera pero tortuosa agonía. Gillian, al imaginar a Niall besando apasionadamente a otras, dio un ágil salto hacia atrás y se levantó.
—Maldito, maldito…, ¡maldito seas, McRae! Te desprecio por lo que acabas de decir. —Y sacándose la daga de la bota con rapidez, dejó a Niall sin palabras cuando se cortó un mechón de pelo y, tirándoselo, gritó—: Toma, ya he hecho el trabajo por ti. ¡Maldito hijo de Satanás!
Al verla tan furiosa, Niall de un tirón la obligó a sentarse de nuevo sobre él, y moviéndose con celeridad, la hizo rodar sobre la cama hasta ponerse encima de ella.
Sin perder su autocontrol, la besó. Le devoró la boca de tal manera que ella creyó morir asfixiada.
—¿Qué haces ahora, McRae? —suspiró sin fuerzas.
Con una fingida indiferencia, respondió:
—Probando para ver si me gustas tanto como yo a ti.
—¡Ni se te ocurra! —gritó, horrorizada.
—¿Por qué, Gillian?
Temblando como una hoja al sentirse cautivada, murmuró:
—Me huele el aliento tanto como a un guerrero. —Y arrugando la nariz, susurró—: ¡Qué asco me doy!
Él sonrió. Gillian podía parecer cualquier cosa menos un guerrero, y le producía de todo, menos asco. Su pelo rubio y descontrolado esparcido y esos soñadores ojos azules lo tenían atontado. La deseaba tanto que sólo podía pensar en separarle las piernas y tomar su virtud como un canalla. Pero no lo haría.
—Quiero besarte. ¿Puedo ahora?
Embriagada por su cercanía, ella asintió, y Niall se lanzó a devorar aquellos labios tentadores, rojos y abrasadores, mientras ella abría su boca para recibirlo. Con delicadeza, la degustó, la saboreó, y cuando ella creía que no podía más, él comenzó a bajar la boca peligrosamente por su delicado cuello.
—¿Te agrada esto, Gillian?
—Sí —susurró ella, desperezándose mientras sentía cómo los labios de él la lamían con posesión, y sus manos le acariciaban los suaves y sedosos pechos.
Con deleite, volvió a tomar su boca, aquella boca carnosa y provocativa que le volvía loco, mientras apretaba con la ropa de por medio su duro y fuerte sexo contra ella. No le haría el amor, pero necesitaba hacerla sentir lo que él tenía para ella.
Acalorada por el sinfín de sensaciones que su cuerpo experimentaba, respiraba con dificultad. Todo aquello era nuevo para ella, pero ansiaba más. Deseaba más. No quería parar.
Él era ardiente, suave, rudo y deseable, y cuando algo estalló en su interior y soltó un gemido de pasión, Niall supo que la tenía a su merced, y que, en ese momento, podría mancillar su cuerpo y ella aun así le exigiría más.
Incapaz de resistirse a la suavidad de su mujer y a sus dulces y excitantes gemidos, los besos de Niall se volvieron más exigentes, más pasionales, más profundos y voraces. Disfrutó al verla rendida a él, al meter su callosa mano bajo sus faldas y al sentir cómo, sin ningún decoro, ella abría las piernas.
—¡Oh, sí!…, sí…, me gusta.
Embriagada por el momento, hundió sus dedos en el cabello de él y lo atrajo hacia su boca para besarlo con más profundidad. Totalmente entregada a sus caricias, disfrutó con avidez de lo que Niall le ofrecía. Adoraba aquellos besos dulces y maravillosos, y se volvía loca al sentir su pasión.
Con las pulsaciones aceleradas a pesar del control que él mantenía sobre su propio cuerpo, tras morderle el lóbulo de la oreja y posteriormente besarla, susurró:
—¿Quieres que continúe, Gata?
Al oír aquel nombre, gimió, y mareada por su sabor y por las emociones que experimentaba, asintió. Niall soltó un gruñido de satisfacción, le levantó las faldas y, tocándole con gesto posesivo primero las caderas y luego las piernas, se las separó.
Ella lo miró, y él se situó de tal manera sobre ella que se sobresaltó, excitada, al sentir aquella dureza.
Con la respiración entrecortada, la oyó jadear, y en ese momento, se juró que acabaría con aquel juego, un juego que nada tenía que ver con los que practicaba con las furcias con las que se solía acostar.
Aquellas mujeres querían ser sometidas por él, querían que las penetrara, no deseaban dulces besos ni dulces palabras de amor como anhelaba Gillian. Por ello, y sabedor de que si no paraba entonces, ya no podría parar, le dio un dulce y lánguido beso en los labios y se separó de ella de mala gana. Gillian, al dejar de notar la presión que ejercía sobre ella, abrió los ojos con desesperación y, mirándole, le susurró:
—No pares, Niall, por favor.
Pero él, sin escucharla, respondió:
—Estás bebida, y esto no tiene por qué ocurrir así. Si continúo, mañana me odiarás.
Tras colocarse las ropas y echarle una última mirada, abrió la puerta de la habitación y se marchó.
Con gesto tosco, Niall subió a las almenas del castillo de Dunvengan dispuesto a matar a quien se encontrara en su camino. Estaba desesperado por amar a su mujer, pero no debía. Él sabía que no debía.
Mientras, en la intimidad de la habitación, Gillian, con los ojos llenos de lágrimas, lloró. No entendía por qué no había querido hacerle el amor. Poco después, se acurrucó entre las pieles del lecho y, sin darse cuenta, se durmió.