Estaban angustiados atendiendo a Gillian cuando entraron los niños. Rápidamente, Cris y Zac se los llevaron.
—No sé qué le puede pasar —susurró Megan, desesperada.
Tan loco de agitación porque ella hubiera hecho una tontería, Niall fue a decir algo cuando se abrió la cortina de la tienda y apareció Zac con la pequeña Amanda en brazos.
—Sácala de aquí ahora mismo —le ordenó Duncan al ver a su hija mirar con gesto de horror a Gillian.
—Un momento —pidió el muchacho. Y mirando a su hermana dijo—: Amanda me acaba de decir que esta tarde, cuando se metió a salvar a Gillian en el río, en el agua había un dragón.
—¡Oh, Dios! Sacad a la niña de aquí ahora mismo —gritó, desesperado, Niall.
Adoraba a su sobrina, pero no era momento de oír tonterías. Los dragones no existían. Sin embargo, Shelma y Megan se miraron y con rapidez le preguntaron:
—Cariño, ¿recuerdas cómo era el dragón?
La niña, asustada en brazos de Zac, asintió.
—Tenía la cabeza gorda y con rayas naranjas.
—¡Oh, Dios! —susurró Shelma, llevándose la mano a la cara.
Niall, sin entender a qué se referían las mujeres, las miró, y Megan, de inmediato, destapó a la joven temblorosa y gritó:
—¡Salid todos de aquí!
Duncan, al detectar premura en la voz de su mujer, no preguntó y salió junto a Lolach y los demás. En la tienda sólo quedaron Shelma, Megan y Niall.
Sin hablar, las mujeres, ante los ojos incrédulos de Niall, comenzaron a desnudar a Gillian.
—Pero ¿qué estáis haciendo? Va a coger frío.
Megan, mientras desabrochaba los lazos del vestido de Gillian, le dijo:
—Creo que le ha mordido una serpiente y debemos encontrar dónde.
Sin esperar un segundo más, Niall las ayudó, explorando con detenimiento los brazos, los codos, las manos… hasta que de pronto Shelma gritó:
—¡Aquí!
Niall observó el torneado y fino muslo de Gillian y vio una pequeña marca roja que supuraba un liquidillo dorado.
—Iré a por agua caliente —anunció Shelma, y desapareció.
Megan, sin dejar de examinar la herida, murmuró:
—Pásame mi talega. Necesito ver que tengo todo lo que preciso.
Conmovido por la quietud que presentaba su mujer en aquel instante, Niall entendió los desvelos de su hermano cuando su cuñada Megan enfermaba. Verla allí tumbada e inmóvil, cuando Gillian era una joven activa, divertida y guerrera, lo mataba. De pronto ella se movió, y abriendo los ojos de golpe, dijo mirando a Megan:
—No dejes que se vayan.
—Tranquila, Gillian —susurró Megan, secándole la frente. Pero ella volvió a gemir.
—No…, que no se vayan. Dile a mamá que me dé un beso.
Niall, desconcertado, miró a su cuñada, y antes de que él dijera algo le musitó:
—El veneno la está haciendo delirar. No le tengas en cuenta nada de lo que diga.
—Papá, mamá, ¡no me dejéis! —gritó Gillian, poniéndoles la carne de gallina.
Instantes después, pegó un chillido horrorizado y también a gritos dijo que sus padres habían muerto. Cuando Shelma entró con un caldero lleno de agua caliente, Megan echó unas semillas diminutas, unas hierbas rojas y un poco de cáscara de roble.
Aquello debía hervir durante un rato.
—¡Ay, Megan!, estoy asustada. Su color es demasiado fúnebre —susurró Shelma.
Megan no contestó. Su cuñado la miró en busca de respuestas, pero ella no podía hablar; estaba terriblemente asustada. El veneno había corrido por el cuerpo de Gillian durante demasiado tiempo y quizá fuera tarde.
En ese momento, Gillian se volvió hacia Niall y le clavó sus ojos sin vida.
—Niall…, estás aquí —murmuró al reconocerle.
Sin importarle nada, excepto su mujer, sonrió y se acercó a ella.
—Claro, ¿dónde quieres que esté si no?
Ella pestañeaba, y Niall pensó que iba a perder la conciencia, pero con sus impactantes ojos azules fijos en él, inquirió:
—¿Te siguen gustando mis besos con barro?
Entonces, las mujeres lo miraron con ganas de llorar. Aquello era una anécdota de cuando eran unos niños. Muy niños.
—Por supuesto, cariño. Tus besos con barro, o sin él, son los mejores que nunca he recibido —contestó, secándole la frente.
Gillian sonrió, y con un hilo de voz, preguntó:
—¿Me darías un beso ahora?
Sin pensar, acercó sus labios a los de ella y la besó, pero la calentura que sintió en los abrasadores labios de Gillian le mató. Estaba ardiendo, y aunque su cuñada no dijera nada, veía la preocupación en sus ojos.
—Niall, perdóname. Yo…, yo a veces… No me cambies por tortas de avena…
—Tranquila, cariño; no te volveré a cambiar —murmuró él, besándole la frente.
Levantando con debilidad la mano, se la miró, y con un puchero, sollozó:
—He perdido mi horroroso anilloooooooooooooooo. Soy una torpe.
Niall, tragándose sus emociones, le acarició el pelo empapado y, con una ternura que hizo que su cuñada se emocionara, le susurró al oído:
—Escúchame, Gata. Te compraré el anillo más bonito que jamás nadie haya tenido, pero no quiero verte llorar. Eres una mujer fuerte, una guerrera y no una torpe mujercita como he afirmado esta tarde. Nada de lo que te he dicho lo sentía, ¿me has entendido?
Con una dulce sonrisa, ella volvió a cerrar los ojos, y cayó de nuevo en un profundo y tormentoso sueño. Shelma comenzó a llorar, y Duncan, que había entrado segundos antes, tras una mirada de su mujer, agarró a su cuñada y, sin que ésta opusiera resistencia, la sacó de la tienda y la llevó junto a Lolach, que al verla llorar de aquella manera pensó en lo peor, así que suspiró al saber por Duncan que Gillian seguía viva.
El tiempo pasaba, y ésta empeoraba. Nada podían hacer, excepto rezar y esperar un milagro. Megan, consciente de por lo que Niall estaba pasando, pensó por un momento cómo podía aliviarlo, pero estaba tan preocupada por Gillian que apenas podía pensar con claridad.
—Niall, sal a estirar las piernas.
—No. Quiero estar con ella —murmuró, secándole con un paño húmedo el sudor.
No pensaba alejarse de su mujer. De su Gillian. Se sentía culpable por lo ocurrido, y aunque sabía que la mordedura era lo que la mantenía en aquel estado, se culpaba una y otra vez. Quería estar con ella, a su lado. Necesitaba cogerla de la mano y tocar con delicadeza aquella perfecta y graciosa cara, y pensar que todo saldría bien. Gillian no podía morir. No podía desaparecer de su vida.
Pero Megan insistió:
—Escucha, Niall. No puedes ayudar en nada más. Sólo hay que hacerle beber la pócima. Es necesario que el brebaje entre en ella para que el veneno que se ha extendido por su cuerpo sea expulsado, y hay que rezar para que el emplaste que le hemos puesto absorba al máximo la ponzoña concentrada que sin duda aún hay en la herida. Si el emplaste se pone negro es que está funcionando. Pero poco más podemos hacer. Y aunque me duela en el alma decirte esto, debemos estar preparados por si ocurre lo peor.
Niall negó con la cabeza y afirmó con la seguridad de un guerrero:
—Mejorará. Gillian es fuerte y no se rendirá.
Con cariño, Megan tocó la mejilla de su cuñado y, con una triste sonrisa, le susurró, agotada:
—Niall…
—No, Megan —replicó éste—. Gillian no morirá. No se lo voy a permitir.
Tras asentir, ojerosa y triste, Megan le dio un beso a Gillian en la frente y, mirando a su cuñado, le susurró mientras se sentaba a esperar en el fondo de la tienda:
—Dios te oiga, Niall. Dios te oiga.
Cuando Megan se recostó, Niall se tumbó junto a su mujer. Nada podía hacer por ella excepto estar a su lado y esperar. Por ello, conociendo el alma guerrera de ella, se le acercó y le murmuró al oído:
—Escúchame, mujer malcriada y consentida, no se te ocurra morir para escapar de mí, porque te juro por mi vida que si lo haces te buscaré como sea, llegaré hasta ti, te traeré de vuelta conmigo, y por Dios que me las pagarás.
Ella se movió, intranquila, y Niall suspiró, seguro de que le había oído.