Maldiciendo como el peor de los guerreros, Gillian se alejó. Necesitaba sentir el aire frío y la lluvia en su cara para darse cuenta de que estaba despierta y lo que había escuchado no era un mal sueño. ¿Cómo podía ese asno tratarla así y, a la vez, en otros momentos, ser tan dulce y arrebatador?
Sentándose en el suelo, bajo un enorme árbol, suspiró, y agarrándose su precioso cabello, maldijo al ver el trasquilón. Soltándolo con rabia, pensó: «¡Estúpido!».
Él pretendía tener un hijo con otra, humillarla y encima obligarle a que lo criara.
¡Nunca! Y menos aún permitiría que la tratara como él pensaba. Prefería la muerte.
En ese momento, vio salir corriendo de detrás de unos matorrales a Trevor y a Johanna, pero no vio a la pequeña Amanda. Eso le extrañó, y durante unos instantes esperó a que la pequeña apareciera. Sin embargo, al ver que no era así, fue hacia los matorrales.
—¡Amanda! —llamó Gillian, pero la niña no respondió.
De pronto, oyó un gemido no muy lejos y corrió hasta la orilla del río, donde encontró a la pequeña agarrada a una rama dentro del agua. Con rapidez, Gillian se metió en el río y sorprendida vio como éste se la tragaba. Era una orilla engañosa y a la pequeña le debía haber pasado igual. Tras sacar la cabeza del agua, nadó hasta ella y, cogiéndola con fuerza, le susurró mientras la besaba:
—Cariño, no llores. Ya estoy aquí, y no te va a pasar nada.
—Mi espada —gimió la pequeña.
Gillian miró a su alrededor y, al ver que el juguete de madera flotaba no muy lejos de ellas, dijo:
—Mírala, cariño. Está allí, ¿la ves?
Pero la niña hizo un puchero.
—Se la ha llevado un dragón.
Gillian sonrió.
—Cariño, los dragones no existen.
Y antes de que ninguna se pudiera mover, sobrecogida, vio cómo un bicho se enrollaba lentamente en la espada y la alejaba.
Asustada, Amanda soltó un aullido de pánico y, con rapidez, Gillian nadó hacia la orilla. Una vez allí, la sacó y, después, salió ella y la abrazó.
—Ya está, mi amor. Ya está.
—¡El dragón se lleva mi espada! —gritó Amanda.
—Tranquilízate, cariño. Ese bicho no nos ha hecho nada —susurró, besándola con el pulso acelerado—. Y por la espada no te preocupes. Estoy segura de que mamá o papá te regalarán otra y…
—Pero ésa era la espada del tío Zac. ¡Yo quiero mi espada! —sollozó la niña, que intentó lanzarse al agua de nuevo.
Gillian observó de nuevo la espada, que parecía flotar. Odiaba las serpientes. Les tenía pánico.
—Mamá siempre dice que tú eres muy valiente, pero yo no lo creeré si dejas que ese dragón se lleve mi espada. Por favor…, no dejes que se lleve mi espadaaaaaaaaaaa.
Gillian volvió a mirar hacia el río, donde parecía que sólo flotaba la maldita espada.
¡Ni loca!
—Amanda, cariño, no tengo el carcaj ni la daga para matar al dragón —explicó al oír los berridos de la cría—. Tampoco llevo la espada para poder coger la tuya del lago. —Pero al ver el puchero y los hipos de la niña, asintió—: De acuerdo, intentaré coger la maldita espadita.
Con cuidado, volvió a meterse en el río. Pero la seguridad la abandonó. Sin daga ni espada, si el bicho la atacaba, no podría defenderse. Sabía que bajo la superficie aquella serpiente campaba a sus anchas, y eso la hizo estremecer. ¿Y si había más?
—Amanda, no tengas miedo, cariño —gritó para infundirse valor.
—No, tía, no lo tengo. —La pequeña tiritó—. Y tú, ¿tienes miedo del dragón?
«¡Oh, Dios! Sí. Como aparezca el bicho me da algo», pensó.
—No, cariño; a mí no me da miedo nada —dijo muy a su pesar.
Atenazada de terror, se acercó nadando hasta el juguete de la niña. En ese momento, notó que algo rozaba sus piernas y, tras hacer aspavientos con los brazos y las manos, sintió un pequeño pellizco en el muslo derecho, pero continuó. Entonces se dio cuenta de que había perdido su cordón del dedo. Su anillo de casada. Y parándose, buscó a su alrededor.
—¡Maldita sea, maldita sea! —vociferó, angustiada, porque, le gustara o no reconocerlo, aquel costroso cordón significaba mucho para ella.
—¿Qué te pasa, tía? —preguntó la niña.
—¡Ay, Amanda! Acabo de perder mi anillo de boda.
La pequeña se encogió de hombros.
—No importa. Seguro que el tío Niall te compra otro.
Gillian resopló.
—¡Oh, sí!, no dudo de que ese patán me lo compre —susurró para que la niña no lo oyera.
Al no ver el odioso cordón por ningún lado y con prisa por salir del agua, con determinación agarró la espada y nadó hasta donde la niña la esperaba.
Una vez fuera, respiró. Ya no tenía que temer a ese odioso reptil. La pequeña Amanda, emocionada, se abalanzó sobre ella para besarla y coger su amada espada.
—Gracias, tía Gillian. Eres la mejor. La más valiente. Mamá tiene razón.
Con el corazón a punto de salírsele del pecho por el miedo que había pasado, consiguió sonreír, mientras con pesar miraba su dedo. Finalmente, tomó a la pequeña en brazos y, tiritando, regresó al campamento, donde Johanna gritó al verlas aparecer empapadas.
—¡Mamá!, Amanda se ha vuelto a caer al río.
Megan se levantó de un pequeño tronco y, al ver el aspecto de su hija y su amiga, corrió hacia ellas. Duncan, Niall y Lolach, que en ese momento hablaban, al oír el grito de Johanna se volvieron, y con rapidez, Duncan fue en su busca. Niall, al ver a su mujer empapada y con una pinta pésima, siguió a su hermano, aunque antes cogió un par de plaids para tapar a aquellas dos descerebradas.
—¡Oh! Mi papi me va a regañar. Y mami tiene cara de enfado —cuchicheó Amanda en su oído—. Me dijo que no me acercara al agua.
—No te preocupes, cariño —susurró Gillian, congelada—. Les diré que me caí yo y que tú te lanzaste a ayudarme.
—¡Qué buena idea! —sonrió la pequeña, encantada.
Megan se paró ante ellas con gesto serio y ojos risueños.
—¿Se puede saber qué ha pasado para que tengáis esa pinta las dos? —preguntó.
Amanda se estrechó contra Gillian, y ésta tras suspirar, dijo:
—Megan, ¡soy una torpe! Me he caído al río y Amanda se ha lanzado para salvarme.
Su amiga, conmovida por aquella mentira, dijo cogiendo a su pequeña:
—¡Oh, mi niña!, pero qué valiente eres.
Amanda, feliz porque su madre creyera aquello, sonrió, enseñando su boca mellada.
—Soy una guerrera, mami.
—Menos mal que estaba ella allí —asintió Gillian—. Si no hubiera estado, no sé qué habría hecho. Gracias, Amanda, eres una excelente rescatadora.
Duncan y Niall llegaron hasta ellas y al oír eso último sonrieron. La pequeña dijo:
—Tío Niall, Gillian ha perdido el anillo de vuestra boda, pero no la regañes, ¿vale?
Gillian maldijo en silencio, y Niall, al recordar el cordón de cuero, sonrió para sus adentros, pero voceó:
—¡¿Cómo?!
La niña, al percibir el tono de aquél y la cara de disgusto de Gillian, dijo tocándole la mejilla con su manita fría:
—Tío, mírame. —Él la miró—. No te enfades con ella. Lo ha buscado en el agua fría mucho rato, pero no lo ha encontrado. Y yo, para que no llorara, le he dicho que tú le comprarías otro más bonito.
—¿Tiene que ser más bonito? —bromeó Niall.
—¡Oh, sí, tío! Gillian se merece un anillo de princesa.
Los ojos de Niall se cruzaron con los de su mujer, pero ella, aún molesta, los retiró.
—Venga…, venga…, id a cambiaros de ropa las dos o cogeréis una pulmonía —las apremió Duncan. A Gillian le castañeteaban los dientes.
Niall le dio un plaid a Megan para que tapara a la niña y otro a su mujer.
Gillian tomó la manta que Niall le ofrecía, pero estuvo a punto de gritar cuando escuchó:
—Mujer, ¡qué torpe eres! —Lo miró furiosa—. Perder el anillo que te regalé en nuestra boda. Anda, toma tu daga y ve a ponerte ropa seca. Tienes peor aspecto que los salvajes de mis hombres.
Su primer instinto fue clavarle la daga que su esposo le acababa de devolver, pero se limitó a decir:
—Intentaré ser menos torpe, tesorito.
Levantando la barbilla, se marchó.
—No habrás creído que Amanda salvó a Gillian, ¿verdad? —susurró Duncan, divertido.
Con una mueca en los labios, Niall se mofó, y haciendo sonreír a su hermano, respondió:
—Por supuesto que lo he creído. Mi pequeña sobrina Amanda es una gran guerrera.