25

Al día siguiente, tras pasar una noche en la que Niall apenas pudo dormir, observando en la semioscuridad de su tienda a su mujer, se levantó sin fuerzas. Día a día, la presencia y el carácter de Gillian lo consumían. Cuando no deseaba matarla o azotarla por los continuos líos en los que se metía, deseaba tomarla, arrancarle la ropa y hacerla suya. Pero se abstenía; intuía que si lo hacía, su perdición por ella sería total.

Cabalgó alejado de Gillian gran parte de la mañana, hasta que finalmente pararon para comer. La joven se alegró porque aquello suponía la cercanía de Niall. Pero cuando vio que él se llevaba a la tonta de Diane a cazar con él y sus hombres, deseó cogerlo de los pelos y arrastrarlo por todo el campamento. ¿Por qué le hacía eso? ¿Por qué la besaba con tanta pasión y luego ni la miraba? ¿Por qué se empeñaba en irse con aquella atolondrada en lugar de quedarse como Lolach y Duncan con sus mujeres?

Todas esas preguntas martilleaban una y otra vez la cabeza de Gillian, hasta que el mal humor la atenazó. Pero no se quedaría mirando como una tonta. Si se quería ir con aquella boba que se marchara. Ella ya encontraría qué hacer. Con rapidez desmontó de Thor, y proponiéndose no pensar en el deseo que él le despertaba, sacó un cepillo y comenzó a cepillar al caballo con tal brío que, de seguir así dejaría sin un pelo al pobre Thor.

Tan abstraída estaba en sus pensamientos y el brioso cepillado que no notó que alguien se acercaba por detrás.

—Milady, acabamos de llegar del arroyo y…, y… queríamos que vierais el resultado.

Cuando Gillian levantó la mirada para contestar, casi se cayó para atrás. Aquéllos que estaban frente a ella eran Donald y Aslam, que se habían rasurado las espantosas barbas y se habían cortado el pelo. Ante ella había dos nuevos hombres, altos, guapos, de facciones cinceladas y dueños de unos penetrantes y expresivos ojos castaños y verdes, respectivamente.

—¡¿Donald?! —preguntó.

—Sí, milady.

—¡¿Aslam?! —volvió a preguntar.

—El mismo, señora —contestó, riendo.

Se quedó embobada con el cambio obrado en ellos, y luego, se emocionó.

—Donald, no conozco a tu adorada Rosemary, pero si cuando te vea no cae rendida a tus pies, es que está totalmente ciega. —Y mirando al otro highlander, prosiguió—: Aslam, creo que alguien que no está muy lejos, cuando te vea, se va a quedar tan sorprendida como yo.

El highlander sonrió y, conmovido, se pasó la mano por la barbilla.

—¿Eso cree, milady? —se asombró el hombre.

—¡Oh, sí!, te lo puedo asegurar.

—¿De verdad creéis que así sabrá la linda Rosemary que existo? —insistió Donald.

Gillian asintió con alegría.

—Te lo aseguro, Donald. Es más, si ella no se fija en ti, te garantizo que muchas otras mujeres lo harán.

En ese momento, Gillian vio pasar a Cris y la llamó. Cuando ésta se acercó hasta ellos, le preguntó:

—Cris, conoces a todos los hombres de mi marido, ¿verdad?

Sin prestar atención a los highlanders que estaban junto a Gillian la joven respondió:

—Sí, por suerte o por desgracia, tengo que lidiar muy a menudo con esa pandilla de salvajes. ¿Por qué? ¿Qué han hecho ahora?

Pasmados por lo que la joven había dicho, los hombres la miraron.

—¿Conoces a estos hombres? —preguntó Gillian.

Cris miró a aquellos guapos jóvenes de pelo claro y pensó que si los hubiera visto con anterioridad los recordaría. Por ello, tras observarlos, negó con la cabeza.

—Y si te digo que son Donald y Aslam, ¿qué dirías?

Asombrada, la muchacha volvió a clavar sus ojos en ellos.

—¿Sois vosotros? —preguntó.

Con una sonrisa incrédula por la expectación causada, asintieron:

—Sí, señorita Cris, soy Donald.

—Y yo Aslam; se lo aseguro.

Dando una palmada al aire, la chica, atónita, dio un paso atrás.

—¡Por todos los santos, estáis magníficos! —exclamó—. Pero… ¿cómo no habéis hecho esto antes? Sois unos guerreros muy agraciados.

Gillian, contenta, les dijo:

—¿Lo veis? ¿Veis como las mujeres ahora sí que os admirarán?

Turbados, se encogieron de hombros. Nunca entenderían a las mujeres. En ese momento, se acercaron varios hombres de Niall, y uno de ellos vociferó, mirando a su alrededor:

—¿Dónde demonios está Donald? Llevo buscándolo un buen rato y no lo encuentro.

Donald se volvió, extrañado porque no lo hubiera reconocido.

—Estoy aquí, Kevin, ¿estás ciego?

Los highlanders de largas barbas le miraron e, incrédulos, se acercaron a él.

—¡Por las barbas de mi bisabuelo Holden! —clamó uno.

—Si no lo veo…, no lo creo —comentó otro al reconocer la risotada de Aslam.

Muertas de risa, Gillian y Cris eran testigos de cómo aquellos salvajes se aproximaban hasta los highlanders y los observaban patitiesos. Durante un buen rato, se divirtieron con las ocurrencias que decían y, por primera vez, Gillian se sintió una más del grupo. Poco después, oyó que Johanna la llamaba. Se despidió de los hombres y se encaminó hacia los niños. Todos jugaban juntos, excepto Demelza, que aún no se quería separar de su mamá.

—Tía Gillian —dijo Johanna—, Trevor no cree que tú y mamá sois capaces de cabalgar sobre dos caballos, ya sabes, con un pie puesto en cada uno de ellos.

Ella sonrió. Llevaban años sin practicar aquel loco juego y, mirando al niño, respondió:

—Trevor, eso era algo que tu tía Megan y yo hacíamos hace tiempo. Ya no lo hacemos.

—¿Lo ves, listilla? —recriminó el niño mirando a su prima—. Tu madre y Gillian son demasiado viejas para hacer ese tipo de cosas.

Se quedó petrificada por lo que aquel mocoso había dicho.

—¿Me has llamado vieja, Trevor? —le preguntó. El crío, al ver a la mujer con los brazos en jarras, se disculpó.

—No. Yo no…

—Sí, sí, te lo ha llamado —apostilló Johanna.

Trevor, abrumado por la mirada de tanta mujer, finalmente resopló:

—Vale, de acuerdo. Lo he dicho, pero ha sido sin querer.

Aquella disculpa hizo reír a Gillian, quien, tocándole la cabeza para revolverle el pelo, le dio a entender que no ocurría nada.

—No pasa nada, cielo; no te preocupes. Pero como consejo te diré que no llames nunca vieja a ninguna mujer, o tu vida será un infierno, ¿vale?

Con una sonrisa idéntica a la de su padre, Trevor asintió y se marchó.

—Mami dice que tú eres la mujer más valiente que conoce —dijo, chupándose un dedo Amanda.

—¡Oh, no, cariño! ¡Megan es más valiente que yo! Te lo puedo asegurar.

—Tía Gillian, te voy a contar un secreto. Mi mamá aún hace lo de los caballos. Yo la he visto —cuchicheó Johanna, acercándose a ella.

—¿En serio? —preguntó, incrédula.

La pequeña asintió con un gesto de cabeza.

—¿Tu padre la ha visto hacerlo?

La niña, con expresión pícara, negó con rapidez, y se acercó a ella antes de susurrar:

—Papá se enfadaría mucho si viera las cosas que mamá hace con el caballo. Es un secreto entre nosotras; ella me enseña a hacerlo, y yo no se lo cuento a él.

—¡Ah, excelente secreto! —contestó, divertida, Gillian, y Johanna se alejó corriendo tras su primo Trevor.

—Yo quiero aprender a montar a caballo para ser una gran guerrera como papá y el tío Niall —gritó la pequeña Amanda con su pequeña espada de madera en la mano.

Gillian, agachándose, la besó.

—Cuando crezcas un poquito más, tu mamá te enseñará todo lo que quieras. ¡Ya verás! —le aseguró.

La cría se sintió encantada, y rodeó con sus cortos bracitos el cuello de Gillian y la besó. Ésta, complacida por aquella muestra de cariño, le hizo cosquillas, y Amanda comenzó a reír a carcajadas. Tenía tantas cosquillas como Megan.

Las risotadas de la pequeña atrajeron la mirada de Niall, que llegaba en ese momento de cazar. El rato que había estado separado de ella y en compañía de Diane le había hecho valorar de nuevo lo luchadora y divertida que era su esposa. Todo lo contrario a Diane, que cada día era más insulsa, blandengue y bobalicona, actitudes que él detestaba en una mujer.

Se apeó del caballo, caminó hasta un árbol y se apoyó en él. Desde allí estuvo observando cautivado a Gillian mientras ésta jugaba con la pequeña Amanda, hasta que apareció su hermano Duncan.

—¿Qué tal la caza hoy? —preguntó.

—Bien. Casi una docena de conejos —respondió Niall, abstraído.

Duncan, al ver el modo como su hermano miraba a su hija y a Gillian, le susurró:

—¿Cuándo vas a dejar de evitar lo inevitable?

Consciente de lo que aquél había querido decir, Niall lo miró ceñudo, y Duncan, cabeceando, añadió:

—Esa mujer a la que miras como un bobo babeante es tu esposa. Pero si no quieres perderla, deja de tontear con la McLeod.

—No tonteo con Diane.

—¿Estás seguro que no tonteas con la McLeod? Porque siento decirte, hermano, que es lo que piensa todo el mundo y…

—Seguro que Megan ya te ha ido con ese cuento, ¿verdad?

Molesto, Duncan contestó:

—Megan también se ha dado cuenta, pero no estoy hablando de eso. Te hablo de que todo el mundo comienza a murmurar. Te acabas de desposar con Gillian y no es normal que te vayas de caza o pasees con la McLeod. —Al ver que su hermano no contestaba, inquirió—: ¿Te gustaría que Gillian se marchara con otro hombre de paseo por el bosque? Porque te recuerdo que tú lo haces ante ella y ante todos, y estoy seguro de que es para darle celos.

El cuerpo de Niall reaccionó a la regañina de su hermano y sacando pecho, le aseguró:

—Nunca lo hará por la cuenta que le trae.

—Escucha, ella…

Niall no le dio tiempo a terminar.

—En cuanto a lo de darle celos, no sé de lo que hablas. Diane sólo es una joven muy agradable.

Una gran risotada de Duncan hizo que Niall lo mirara y gruñera.

—Deja ya de reír como un idiota si no quieres que me enfade contigo.

Pero su hermano, dándole un golpe en la espalda, continuó riendo.

—¿De verdad tengo que creer que hubieras deseado un matrimonio con una mujer como la McLeod antes que con Gillian?

—No.

—Lo sabía —contestó el highlander aún riendo mientras contemplaba cómo Megan y Shelma disfrutaban juntas.

—Pero a veces me gustaría que fuera menos impetuosa, menos guerrera, menos…

—No digas tonterías —le cortó Duncan—. Si algo te ha gustado siempre de ella es su manera de ser. A ti y a mí no nos gustan las mujercitas al uso que sólo cosen y visitan las abadías. A los McRae nos atraen las mujeres con carácter, capaces de blandir una espada en defensa de los suyos, y dulces y apasionadas en la intimidad.

Niall sonrió, y Duncan prosiguió:

—Hace algún tiempo un amigo… —dijo pensando en Kieran O’Hara— me comentó que nunca intentara domesticar ni cambiar a Megan porque dejaría de ser ella. Y te puedo asegurar que aún le doy las gracias por esas palabras. Me gusta cómo es, aunque en ocasiones esa cabezonería suya me haga sentir ganas de matarla. Adoro su forma de ser. Me enloquecen nuestras peleas, y más aún nuestras reconciliaciones. Me apasiona verla disfrutar de la vida de nuestras hijas, de su locura y del amor. Y eso, hermano, no tiene precio.

Niall se sintió conmovido ante la franqueza de Duncan y sonrió. Siempre había sabido que Megan y su hermano estaban hechos el uno para el otro, y también sabía que Gillian y su cuñada estaban cortadas por el mismo patrón. Eran dos guerreras.

—Vale, Duncan, entiendo lo que me quieres decir, pero…

—No hay peros que valgan, Niall. Si realmente la quieres, ámala, y déjate de jueguecitos con Diane. Porque conociendo a Gillian, tarde o temprano, ese juego te traerá problemas.

Una vez dicho eso, Duncan le dio un golpe en el hombro y se dirigió hacia su mujer.

Cuando llegó hasta ella la besó y, tras guiñarle un ojo a su hermano, que sonrió, se marchó a dar un paseo con ella.