Gillian cabalgaba sobre Thor más callada de lo normal, mientras observaba en la lejanía cómo uno de aquellos highlanders barbudo trataba con mimo a Hada. Todavía cuando cerraba los ojos oía el sonido regular de la respiración de Niall en su cama. Eso la hizo suspirar. Aquella noche había sido la primera que había compartido lecho con un hombre. Con su marido. Con Niall. Durante años había imaginado ese momento lleno de ternura y pasión, y no como lo que fue: una noche llena de sentimientos contradictorios y soledad.
Megan y Shelma, que cabalgaban junto a ella, intentaron entablar conversación, pero rápidamente comprobaron que no estaba muy habladora. ¿Qué le pasaba a Gillian? Tras cuchichear entre ellas llegaron a la conclusión de que la tristeza por alejarse de su hogar y su familia era lo que la mantenía tan abstraída.
Para Gillian, haberse despedido de su hermano Axel, de su abuelo Magnus y de todas las personas que en el castillo habían convivido con ella desde que nació había sido lo más duro que había tenido que hacer en su vida. Y como no quiso dejarlos tristes, hizo caso del consejo de Niall, y con una fantástica sonrisa de felicidad, se despidió de ellos, prometiendo volver pronto a visitarlos.
Durante las largas horas de cabalgada se fijó con curiosidad en los hombres de su marido. Todos iban sucios y eran espeluznantes, groseros y sin ninguna clase. Nada que ver con los guerreros de Duncan o Lolach. Tiempo atrás había oído que la mayoría de ellos eran asesinos, pero cuando Cris le dijo que aquello no era verdad quiso creerla.
Sin embargo, al sentir sus miradas y cómo le sonreían con sus toscos modales, lo comenzó a dudar.
Llegada la tarde, los lairds ordenaron parar. Todos estaban hambrientos. Con rapidez, varios hombres, tras encender una fogata, comenzaron a cocinar. En todo aquel tiempo, Niall no la había mirado ni una sola vez, ni había hablado con ella, y cuando Gillian vio que se bajaba de su imponente caballo e iba hacia la carreta de Diane, blasfemó. Entonces, ambos se dirigieron juntos hacia el bosque y quiso degollarlos.
«¡Malditos…, malditos sean!», pensó, furiosa.
Indignada por aquella humillación ante todos, clavó sus talones en Thor, pero al sacar la espada el bueno de Ewen atrapó las riendas del caballo y la detuvo.
—No es buena idea, milady.
Tan ofuscada estaba que no respondió y, finalmente, dejó que el hombre la guiara hasta donde estaban los caballos de su nuevo clan. El clan de Niall.
Malhumorada por aquel desplante, descabalgó de un salto del caballo y, de pronto, se encontró en medio de todos aquellos barbudos malolientes. Sin querer asustarse por la pinta que tenían, levantó el mentón y comenzó a caminar; pero una rama traicionera le hizo dar un traspié; y si no hubiera sido porque Ewen la sujetó, habría acabado en el suelo. Como era lógico, los hombres prorrumpieron en carcajadas.
—¡Qué te estampas, mujer! —gritó uno.
—Un poco más y besas el suelo, rubita —se carcajeó otro. Ewen, al ver cómo ella resoplaba, la miró y le indicó:
—No son malas personas, señora, pero no saben cómo trataros. Dadles tiempo y os aseguro que terminaréis sintiéndoos orgullosa de ellos.
Gillian se alisó la falda, dispuesta a darles el voto de confianza que Ewen le pedía.
—Como sabéis, me he casado con vuestro laird y me debéis un respeto. Mi nombre es Gillian. No rubita, ni mujer, ni nada por el estilo. Por lo tanto, os ruego, caballeros, que me llaméis milady.
—¡Oh, cuánta delicadeza! —rió uno de ellos, y los otros lo imitaron.
Gillian, mirándolos, se convenció de que aquellos brutos sólo entenderían las cosas si los trataba con brutalidad, así que decidió cambiar el tono:
—Al próximo al que le oiga llamarme rubita, muchacha o cualquiera de los calificativos que estáis acostumbrados a usar cuando veis a una mujer, os juro por mis padres que se las tendrá que ver conmigo.
Sorprendidos por la osadía de aquella pequeña mujer de pelo claro, se miraron y prorrumpieron en carcajadas. Gillian, volviendo sobre sus pasos, llegó hasta el caballo, cogió la espada y la alzó ante todos.
—¿Quién quiere ser el primero en medir su gallardía conmigo? —preguntó.
Ewen, acercándose a ella, dijo:
—Milady, creo que no deberíais…
Gillian lo miró y, tras pedirle silencio, se volvió de nuevo hacia aquellos barbudos.
—Acaso creéis que me dais miedo porque yo soy una mujer, o pretendéis que me sienta inferior porque soy más pequeña y delicada que vosotros.
—No, guapa; sólo pretendemos que no te hagas daño —voceó un hombre de incipiente barba rubia.
Gillian le clavó sus fríos y azules ojos y se acercó a él.
—Dime tu nombre.
Incómodo por cómo todos lo miraban, respondió:
—Donald Howard.
Gillian, al observar la corpulencia del hombre, bajó la espada, y le tendió la mano.
—Encantada de conocerte, Donald. —Y asiéndose la falda, hizo una pequeña genuflexión.
El highlander, desconcertado, miró a sus compañeros, que se encogieron de hombros. Al ver que ella seguía con la mano tendida hacia él, miró a Ewen, y éste, con un gesto rápido, le indicó que le besara la mano.
—Lo mismo digo, gua…, digo, milady —respondió, besándosela, mientras hacía el mismo movimiento con la pierna que ella.
Divertida, Gillian comprendió que aquel salvaje no sabía lo que tenía que hacer.
—No debes agacharte como yo. Cuando un hombre saluda a una dama con educación, tras besarle la mano, sólo tiene que inclinar la cabeza.
Donald seguía perplejo.
—Ewen, ¿podrías indicarles a estos caballeros cómo se saluda a una mujer? —pidió Gillian.
El aludido se acercó a ella hasta quedar enfrente, y al ver su gesto pícaro, sonrió. A pesar de que habían pasado seis años desde la última vez que la había visto, aquella joven seguía siendo una criatura encantadora.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó ella amablemente.
—Pero ¡mujer! Si lo acabas de llamar por su nombre —gritó uno al escucharla.
—Quizá se ha dado un mal golpe en la cabeza y ha perdido la memoria —se mofó otro.
—O bebió demasiada agua del lago —gritó un pelirrojo, que consiguió que todos soltaran una nueva carcajada.
Gillian maldijo lo catetos que eran.
—Ya sé, maldita panda de salvajes, que Ewen se llama Ewen —gritó—. Sólo quería demostraros cómo se hace, malditos estúpidos.
Rieron de nuevo, pero Gillian no se rindió.
—¿Cómo os llamáis, caballero? —volvió a preguntar a Ewen.
—¿¡Caballero!? Pero si Ewen es un maldito highlander; ¡qué dice esta mujer de caballero! —gritó una voz al lado de Gillian.
Con una rapidez espectacular, Gillian se revolvió y, dejándolos a todos boquiabiertos, pasó su acero a tan escasos centímetros de la cara del que había hablado, que le arrancó un buen trozo de barba.
—Si alguno más vuelve a interrumpirme —tronó—, os juro que lo próximo que haréis será cavar su tumba, ¿entendido?
Todos se quedaron mudos, incluso parecía que no respiraban, y Gillian, tras pasar su mirada por encima de ellos, se volvió a un jovial Ewen y preguntó de nuevo:
—¿Cómo os llamáis, caballero?
—Ewen McDermont.
—Encantada de conoceros.
Gillian flexionó las rodillas, inclinó con gracia la cabeza y levantó su mano, y Ewen, cogiéndosela con suavidad, inclinó también la cabeza y le dio un delicado beso en los nudillos.
—El honor es mío, milady —dijo.
Una vez que acabaron la representación, Gillian se volvió hacia los hombres y les gritó:
—A partir de este momento no pretendo que me beséis la mano cada vez que me veáis, pero sí quiero que aprendáis por lo menos a tratarme, porque no voy a consentir que ninguno me vuelva a llamar por otro nombre que no sea el que me corresponde, ¿lo habéis entendido?
Todos la miraron, pero ninguno respondió. De pronto, Gillian se percató de que uno de aquellos salvajes se daba la vuelta para marcharse sin más. Rápidamente se sacó la daga de la bota y la lanzó con destreza; el arma pasó rozando la oreja del hombre y se clavó en un árbol. Sorprendido, se paró y, tras tocarse la oreja y ver sangre, se volvió para encontrarse con las caras de confusión de los otros y el gesto de enfado de Gillian.
—He dicho, malditos necios, que si me habéis entendido —gritó fuera de sus casillas.
Absolutamente todos asintieron con la cabeza. Instantes después, los hombres desaparecieron de su alrededor, excepto Ewen.
—Milady, creo que los habéis asustado —le dijo con gesto divertido.
Ella caminó hasta el árbol, sacó de un tirón la daga y, volviéndose hacia el highlander que con una sonrisa la miraba, le susurró:
—Sujétame, Ewen, que me tiemblan hasta los dientes.
Complacido, la tomó del brazo y la acompañó hasta el caballo a fin de coger una manta para que entrara en calor. Después de dialogar un rato con ella, se marchó, y Gillian se sentó bajo un enorme árbol, alejada de los demás. Cansada por todo lo acontecido, y por la noche en vela que había pasado, se acurrucó junto al tronco, y cuando parecía que su cuerpo comenzaba a relajarse, una voz la sobresaltó:
—¿Qué les has hecho a mis hombres?
Abrió los ojos de golpe y se encontró a Niall con cara de pocos amigos, de pie, frente a ella.
—¡¿Cómo?!
—No pongas esa cara de inocencia, Gillian, que nos conocemos.
Gillian le miró con la boca abierta mientras se levantaba del suelo.
—Arnald, uno de mis hombres, ha venido a verme muy enfadado —voceó—. Le has cortado parte de su barba, y se siente mal por ello, y a Jacob casi le arrancas una oreja.
—Pero serán asnos, quejicas y enclenques… —soltó, incrédula—. Yo no les he hecho nada; se lo han hecho ellos solitos a consecuencia de su comportamiento.
Durante gran parte del camino, Niall había pensado en cómo favorecer el entendimiento entre ella y sus hombres. Sabía que Gillian tenía carácter, pero nunca podía haberse imaginado que ella sola sería capaz de enfrentarse a todos ellos.
—Esos cavernícolas que tienes como guerreros, además de sucios, malolientes y maleducados, ¡oh, Dios!, escupen en cualquier sitio ¡qué asco! Y además, no han parado de mirarme con gestos lascivos desde que salimos de Dunstaffnage. Y te digo una cosa, McRae: que se alegren si sólo le he cortado a uno la barba y a otro le he arañado la oreja, porque como sigan así, sus vidas conmigo serán mucho peor. —Pasmado ante lo que oía, Niall no podía ni hablar. Lo tenía completamente hechizado—. No pienso permitir que esos…, esos… ordinarios, toscos y agrestes hombres me llamen rubita o guapa como si fuera una mesonera cualquiera. Pero bueno, ¿qué clase de educación tienen? ¿De dónde has sacado a ese grupo de estúpidos? ¿Acaso no les has dicho que ahora soy su señora y me deben un respeto? —Al ver que él sonreía, más enfadada, gritó—: Si algo tengo claro es que no voy a permitir que esos mostrencos barbudos me avergüencen ante nadie. ¡Me has oído, McRae! —Él asintió—. El día de nuestra boda, además de humillarme y ponerme este…, este absurdo trozo de cuero marrón en el dedo —dijo, enseñándoselo—, me dejaste muy claro que yo sólo sería la dueña de tu hogar, y me guste o no tendré que vivir con ellos, y pienso enseñarles modales.
Mientras Gillian continuaba despotricando, moviéndose de un lado para otro, Niall sólo podía admirar, contemplar y disfrutar de su esposa. Aquella pequeña y menuda mujer se había enfrentado a más de un centenar de hombres con caras de asesinos sin dudarlo y sin un ápice de miedo. Eso le gustaba. Prefería que ella fuera así a una blandengue como Diane. Satisfecho, miró el dedo de Gillian y comprobó que el trozo de cuero marrón seguía anudado. Eso le hizo sonreír. Sabía que los modales de sus guerreros eran pésimos, aunque nunca le había importado hasta ese momento. Pondría remedio aquella noche. Hablaría con ellos y les dejaría un par de cosas claras. Gillian era su esposa y, efectivamente, la señora de todos. Debía replantearse lo que ella le exigía, o los volvería tan locos que al final era de temer que se tomaran la ley por su cuenta. Una vez decidido, centró de nuevo la atención en Gillian.
—Esos mentecatos, simples e insulsos guerreros tuyos apren…
—Si vuelves a insultar una sola vez más a alguno de mis hombres —la cortó Niall con voz tajante—, seré yo quien te enseñe modales a ti y te azotaré delante de ellos, ¿lo has entendido?
Aunque abrió la boca para contestar, pestañeó, incrédula, por lo que él estaba dispuesto a hacerle. Resopló, y de una manera que hizo que el corazón de Niall se desbocara, se marchó a grandes zancadas. Siguiéndola con la mirada, la oyó maldecir y, con una sonrisa en la boca, murmuró:
—Menos mal que te has alejado, Gata; si no, hubiera acabado rendido a tus pies.