19

A la mañana siguiente, nadie sabía realmente cómo estaban los recién casados tras lo ocurrido la noche anterior. Lo que pudo haber sido un motivo de felicidad para todos se había convertido en causa de preocupación. Tras la marcha de los Carmichael, Axel había respirado aliviado, pero los insultos y los gritos de su hermana desde su habitación lo habían despertado. ¿Habría sido buena idea aquel enlace? Cuando el silencio reinó de nuevo se tranquilizó.

Por la tarde, Gillian se dignó aparecer en el salón del castillo. Su abuelo y su hermano se alegraron al verla. Y ella, al percibir su preocupación, se sintió culpable, y exponiendo la mejor de sus sonrisas, intentó que creyeran que era feliz y lo consiguió. No quería que supieran el tremendo error que había cometido. Lo pagaría, pero ellos nunca lo sabrían.

Más tarde, logró engañar a Megan y al resto de las mujeres, quienes, sentadas en el exterior del castillo, la miraban con una sonrisa de picardía y algo de compasión. Sabían por Helda, la criada, que en las sábanas de aquélla estaba la prueba de su pérdida de virginidad.

—¡Oh, no te preocupes por nada, Gillian! Duele la primera vez, pero ya verás cómo, con el tiempo, ese dolor desaparece y cada vez que lo hagáis un placer inmenso os envolverá —susurró Shelma, tocándole el pelo.

—¡Por todos los santos, Shelma! —se quejó Alana—, ¿es necesario que comentes ese tipo de cosas con tanta claridad?

—Por supuesto que sí —asintió Megan—. Creo que un poco de información por parte de mujeres experimentadas como nosotras siempre es algo bueno para una mujer a la que su marido le acaba de enseñar en el lecho el arte del amor. —Al ver que Gillian la miraba y asentía, continuó—: Es necesario que sepa que, tras la dolorosa y desconcertante primera vez, luego llegarán otras muchas placenteras y maravillosas. Incluso con el tiempo será ella quien lo posea a él.

—¡Oh, Dios! ¡No quiero escuchar! —Alana se tapó las orejas y se marchó. Las otras se rieron.

Las tres amigas se levantaron y decidieron dar un paseo hasta el lago mientras hablaban de sus cosas. Gillian parecía feliz, a pesar de las tenues ojeras que tenía, pero eso era normal en una recién casada. Con seguridad no habría dormido nada.

—Bueno, Gillian, cuéntanos: ¿qué tal tu primera noche con Niall? —preguntó Megan con una sonrisa pícara, pues había suficiente confianza entre ellas como para que pudieran hablar de la experiencia sin escandalizarse.

Dispuesta a continuar con el engaño, sonrió.

—Maravillosa. Si os soy sincera, nunca me la habría imaginado así —dijo con un hilo de voz.

Realmente, Gillian no mentía. Nunca se hubiera imaginado que pasaría su noche de bodas sola, enfadada y desesperada.

—Por cierto, Kieran se ha marchado al amanecer —indicó Megan—, pero me ha dejado una nota en la que dice que la próxima vez que vaya a Eilean Donan, irá, o mejor dicho, iremos, a visitarte a Duntulm.

—No he podido darle las gracias por todo lo que ha hecho por mí —se lamentó Gillian, sonriendo.

Megan se puso una flor violeta en el pelo.

—Él sabe lo agradecida que le estás. No te preocupes.

—La que creo que no deja de lloriquear como una lela es la insulsa de Diane —dijo Shelma, cambiando de tema.

—Siento decirlo, pero no me da ninguna pena. Esa mujer nunca me ha gustado, ni me gustará —añadió Megan.

—Espero no tener problemas con ella, o le haré saber quién es la Retadora —repuso Gillian con amargura en los labios.

Todas rieron.

—¿Te asustaste mucho cuando viste a Niall desnudo? —preguntó Shelma—. Yo aún recuerdo la primera vez que vi a Lolach y ¡oh, Diosssss!

«Qué digo, qué digo», pensó.

—¡Uf!, un poco —contestó rápidamente—. Niall es tan grande que…

Aquella intimidad las hizo reír de nuevo, y Megan la abrazó.

—No te preocupes. Ya verás como lo que en un principio te ha asustado con el tiempo te encantará, y odiarás pensar que otra que no seas tú pueda poner sus manos en ello.

—Megan, ¡qué descarada eres! —le recriminó riendo Gillian al entenderla.

—Me gusta ser descarada.

Shelma, risueña, se aproximó aún más a Gillian y murmuró:

—Te aconsejamos que lo que hiciste anoche en el lecho lo lleves a la práctica en el agua. ¡Es apasionante!

Al ver que la recién casada las miraba con los ojos muy abiertos, Megan le aclaró:

—Lo entenderás cuando estés con Niall en la bañera o en algún lago y practiquéis mojados el arte del amor… ¡Oh, Dios!, sólo con pensarlo siento la necesidad de buscar a Duncan urgentemente.

Mientras Gillian las escuchaba sin entender realmente de lo que hablaban deseó decirles la verdad, pero no quería decepcionarlas. Se las veía tan felices con aquella unión que decidió seguir con la farsa. ¿Para qué preocuparlas si nada iba a cambiar?

No muy lejos de ellas, Duncan y Niall hablaban con sus hombres junto al muro del castillo. Al oír las risotadas de las mujeres se volvieron y las vieron desaparecer entre los árboles.

—¿Qué fechoría estarán tramando? —murmuró Duncan, complacido al ver a su esposa reír y levantar los brazos hacia el cielo.

—Seguro que nada bueno —musitó Niall.

Al igual que Gillian, Niall no había contado nada de lo que había pasado en la intimidad de la habitación. Se sentía confuso. Cuando pensaba que Gillian era suya, sonreía; pero cuando se acordaba de que se había casado con ella, se enojaba. No estaba feliz por las cosas tan terribles que le había dicho en la intimidad, pero tampoco se culpaba. Ella, durante años, lo había tratado peor que a un perro y se merecía que él le hiciera sentir su desprecio.

De pronto, uno de los vigías de las almenas dio la voz de alarma. Había avistado un movimiento extraño en la misma dirección que habían tomado las mujeres. De inmediato, Duncan, Niall y algunos de sus hombres comenzaron a correr hacia el lugar por donde aquéllas habían desaparecido. Cuando llegaron a los árboles, a Duncan se le puso la carne de gallina al oír gritar a Megan, pero con rapidez dieron con ellas.

Encontraron a Shelma y a Megan atadas de pies y manos, y tiradas en el suelo. Niall miró a su alrededor. ¿Dónde estaba Gillian?

—Unos hombres nos han asaltado y se han llevado a Gillian —gritó Megan, mirando a su cuñado—. Han tomado el camino del lago.

Niall y sus hombres continuaron corriendo, mientras Duncan y Lolach desataban a sus mujeres.

Con el corazón latiéndole a una velocidad que Niall no recordaba, miró a su alrededor en busca de su esposa, pero no vio nada.

—¡Suéltame, maldito enano! —la oyó rugir de pronto.

El highlander sonrió. Su mujercita estaba aún bien, y su voz les había indicado hacia dónde ir. Niall ordenó a los suyos que se tiraran al suelo al ver a cinco hombres con Gillian junto al lago. Sorprendido por el absurdo secuestro, Niall clavó su mirada en aquellos tipos. Por sus ropajes sucios y rotos no debían pertenecer a ningún clan; parecían simples ladrones. Se los veía confundidos y sin organización. Niall se alegró.

¡Pan comido! No obstante, cuando vio que el que iba tras Gillian le miraba con deseo el trasero, blasfemó. Ordenó a sus hombres que los rodearan y esperó el mejor momento para atacar. Lo último que quería era que ella resultara herida.

Gillian, sorprendida por lo que estaba ocurriendo, no entendía realmente qué querían aquellos idiotas. Parecían aturdidos y faltos de experiencia, y cuando vio los caballos, sonrió. ¿Verdaderamente pretendían huir de allí con aquellos pobres y viejos animales?

El hombre mayor que la empujaba y tenía menos dientes que un anciano preguntó a sus compañeros mirando:

—¿Qué hacemos con esta fiera?

El más joven, que llevaba un carcaj a la espalda, contempló a Gillian con descaro y dijo, tras chasquear la lengua:

—A mí se me ocurren varias cosas.

«Si me tocas…, te mato», pensó Gillian, retándole con la mirada; estaba segura de que si tuviera su espada aquél no le duraba ni un asalto.

Un pelirrojo, de mediana edad, murmuró:

—El trato es matarla. Debemos meterla en el lago con las manos atadas, y cuando se ahogue, le quitaremos la soga para que parezca un accidente.

Gillian, atónita pero sin demostrarles ni un ápice de miedo, gritó tras darle una patada en la pierna al desdentado:

—Cuando mi esposo se entere de que…

—¡¿Tu esposo?! —gritó también el joven, acercándose a ella—. Tranquila, pequeña, te echará de menos un par de días en el lecho, pero estoy seguro de que rápidamente tendrá quien se lo vuelva a calentar.

Una extraña rabia se apoderó de Gillian, que, con todas sus fuerzas, le lanzó al hombre una gran patada, aunque éste la evitó. Agarrándola por la cintura, aquel extraño intentó besarla, pero la soltó al recibir un mordisco.

—¡Perra! —gritó, dándole un bofetón.

—¡Hijo de Satanás! ¡Me las pagarás! —exclamó asqueada, escupiéndole a la cara.

—¡Basta ya, Eddie! —gritó el viejo—. No nos han pagado para eso. Hagamos nuestro trabajo y salgamos de aquí cuanto antes.

Y entonces, llevaron a Gillian hasta la orilla del lago y el viejo se metió en él. Por su parte, el que la había abofeteado la empujó, y ella cayó al agua.

—¿Por qué hacéis esto? —preguntó Gillian, intentando liberarse de las cuerdas que le sujetaban las manos a la espalda. Era imposible.

El viejo no contestó y la arrastró hacia el centro del lago.

—Mi hermano y mi marido os buscarán y os matarán. Ellos nunca creerán que me ahogué.

—¿Y quién les va a decir que hemos sido nosotros? —rió el hombre—. Milady, cada uno se gana la vida como puede y nuestro trabajo es éste. A nosotros nos da igual quién muera después de haber cobrado nuestro dinero.

Gillian fue a responder, pero se le llenó la boca de agua. Aunque se puso de puntillas, segundos después ésta le cubrió la nariz. El hombre, sin un ápice de piedad, la soltó, y Gillian gimió al sentir que estaba sola en medio de aquella gran masa de agua.

Asustada, comenzó a dar saltos para sacar la cabeza y tomar aire. En uno de aquellos saltos, vio durante una fracción de segundo a uno de los barbudos de su marido blandir la espada contra uno de los asaltantes.

«Sí…, sí…, ya están aquí», pensó, aliviada.

Pero al notar que sus pulmones flojeaban y que sus saltos cada vez eran menos vigorosos, se desconcentró, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. La falda se le enredó entre las piernas, el mundo se le oscureció y no tuvo fuerzas para tomar impulso y salir. Histérica a causa de la asfixia y la oscuridad, cuando creía que iba a morir, sintió que unas manos grandes la cogían con fuerza y la sacaban al exterior.

Boqueando como un pez, Gillian apenas podía pensar, ni ver, ni mirar. Sólo tosía e intentaba llenar sus pulmones de aire. ¡Necesitaba aire!

—Tranquila, Gillian; respira.

Aquélla era la voz de Niall. ¡La había encontrado! Y mirándole a través de su enmarañado pelo, intentó hacer lo que él decía. Él, al sentir que temblaba, la asió con delicadeza por la cintura, y agradeció que los temblores de ella no le dejaran notar los de él.

Al lanzarse al agua y ver que Gillian no emergía, había pensado lo peor. El lago era oscuro y fangoso, y se le había helado la sangre al creer que no llegaría a tiempo de rescatarla. Por eso, en ese momento, mientras caminaba con ella en sus brazos, respiró, aliviado.

Una vez que llegó a la orilla y la sentó en la tierra seca, le levantó el mentón, le retiró con cuidado el pelo enmarañado de la cara y la miró. No había vuelto a hablar con ella desde que había salido de la habitación enfadado la noche anterior, y al tenerla allí ante él como un pollito empapado, sonrió.

—No le veo la gracia, McRae —balbuceó ella mientras miraba aquella cara llena de magulladuras. Sin necesidad de preguntar imaginó que Kieran estaría peor.

—¿Habías visto alguna vez a esos hombres?

Gillian, volviéndose hacia su derecha, se encontró con las miradas ceñudas de los barbudos guerreros de su marido, y tras desviar la vista y observar a los hombres que yacían muertos en el suelo, negó con la cabeza.

—No, nunca los había visto.

En ese momento, Megan y Shelma se acercaron.

—Gillian, ¿estás bien? —preguntó Megan. Y clavando la mirada en su marido, gruñó—: ¡Maldita sea, Duncan! No volveré a salir sin llevar mi espada encima.

—¡Ohhhhhh, por supuesto que no! —exclamó Shelma, mirando a su vez a su esposo.

—Tranquilas —masculló Niall—. Está bien.

Duncan, mientras las mujeres comenzaban a hablar sobre lo ocurrido, se aproximó a su hermano.

—¿Quiénes eran esos hombres? —preguntó.

Niall con una mueca le indicó no saber nada y blasfemó al ver que sus hombres los habían matado antes de sacarles información.

—Tomad esta manta, milady —dijo Ewen, tendiéndosela—. Os hará entrar en calor.

—Gracias, Ewen. —Y en dirección a sus amigas, murmuró—: Dijeron que alguien les había pagado para verme muerta.

Los highlanders se intercambiaron miradas.

—Sinceramente, esposa, algo me hace suponer que muchos pagarían por ello, y quizá incluso yo no tarde mucho —bromeó Niall al ver el gesto de rabia de Gillian.

—¡Niall! —se quejó Megan, pero una dura mirada de su marido la hizo callar.

—¡Oh, Dios! —bramó la mujer, levantándose para ir hacia él—. Eres un maldito zopenco. Un patán. Te aseguro, McRae, que yo sí que pagaría para que tú desaparecieras.

Entonces, todos la observaron con gesto grave. ¿Cómo podía decir aquello estando recién casada? Al darse cuenta de lo que había dicho, cerró los ojos y maldijo en silencio. Niall la cogió del brazo y, tras darle un tirón para acercarla a él, le siseó al oído:

—Recuerda, mujercita mía, no me enfades y no tendré que azotarte.

—¡Ja! Atrévete —exclamó, levantando el mentón.

Incrédulo por su reacción, y enfadado por cómo sus guerreros lo miraban, Niall le exigió sin apenas mover los labios:

—Bésame y discúlpate.

—¡¿Qué?!

—Bésame. Todos nos miran.

Resoplando, se puso de puntillas, le echó los brazos al cuello y, clavándole puñales con los ojos, le dijo:

—Tesorito, disculpa lo que he dicho. Estoy nerviosa y…

Él la agarró por la cintura, la alzó y, atrapando aquellos labios que tanto deseaba besar, se los devoró. Segundos después, oyó a sus hombres aplaudir. Abrió un ojo y vio a su cuñada Megan sonriendo. Pero también se percató de que uno de los ladrones se levantaba y, antes de desplomarse muerto, lanzaba una daga hacia ellos. Sin pensar en él, giró a su mujer para evitar que le alcanzara, pero con el movimiento, la estampó contra un árbol.

—¡Maldita sea! —gruñó ella—. Pretendes abrirme la cabeza, ¡so bestia!

Él no contestó, pero la soltó. Gillian, entonces, vio la daga clavada en el hombro de su esposo y gritó, asustada:

—¡Ay, Niall!, ¡ay, Dios! ¡Te han herido!

—No me llames tesorito —respondió él, dolorido.

Megan le atendió con rapidez y le hizo una primera cura después de sacarle la daga con delicadeza. Niall apenas cambió su gesto mientras la mujer le curaba, y Gillian, horrorizada, escuchaba a los hombres de su marido relatar cómo él la había protegido con su cuerpo, de modo que se sintió fatal.

Una vez que comprobaron que todos los apresores estaban muertos, los subieron a un par de caballos y regresaron al castillo, donde Axel se indignó al saber lo que había ocurrido en sus tierras. Duncan, preocupado por su hermano, le obligó, pese a las continuas negativas, a subir a la habitación para que su mujer pudiera terminar la cura.

Allí, Megan y Shelma, bajo la atenta mirada de Gillian, le curaron y le cosieron la herida. Cuando acabaron se marcharon, dejándolos solos en la habitación.

Niall se encontraba desnudo de cintura para arriba, a excepción del vendaje que le cubría parte del hombro. Estaba sentado en el borde de la cama, con la espalda muy recta, mientras Gillian, apoyada en la ventana, se recreaba admirando la esplendorosa espalda de su marido. Sus hombros anchos, fuertes y morenos brillaban a la luz de las velas, y su musculosa espalda, plagada de cicatrices, le conmovió. Con deleite, bajó la vista hasta donde los pantalones comenzaban y suspiró al notar la sensualidad que aquel cuerpo transmitía.

—¿Quieres un poco de agua? —preguntó, cautelosa.

—No.

Intentando entablar conversación con él, volvió a preguntar:

—¿Te encuentras bien?

—Sí.

Al ver lo difícil que Niall se lo ponía, volvió a atacar:

—¿Te duele el hombro?

—Esto para mí no es dolor.

Escuchar el dulce tono de la voz de Gillian lo destrozaba. Deseaba salir de aquella habitación, pero si lo hacía, su propio hermano o el de ella se le echarían encima, y no estaba de humor para discutir con nadie.

Con la respiración entrecortada por lo que sentía al tenerlo medio desnudo ante ella, tras un breve silencio dijo con voz aterciopelada:

—Gracias por no haber permitido que la daga se clavara en mí. Sé que…

—Tú no sabes nada, Gillian. Cállate.

Pero pocos segundos después ella percibió un encogimiento del cuerpo de su marido.

—Niall, si te duele, a mí me lo puedes decir —murmuró.

Primero, la miró con curiosidad, y luego quiso decir algo, pero no pudo. Ella era tan bonita, tan preciosa, que lo que menos quería hacer con ella era hablar. Al sentir su mirada, Gillian se movió, se puso delante de él y se agachó sin rozarle.

—Niall, déjame darte las gracias por no haber permitido que me ahogara en el lago y por impedir que la daga me alcanzara. —Al comprobar que él no respondía y deseosa de verlo sonreír, cuchicheó—: ¿Eres consciente de que hoy te podrías haber librado de mí?

Mirándola a los ojos fue consciente, sin embargo, de otra cosa: lo que más deseaba en aquel momento era hacerle el amor. Pero aquello era querer un imposible y, sonriendo por lo que ella había dicho, murmuró:

—Debería haberlo recordado. Creo que la próxima vez lo tendré en cuenta.

Olvidando sus fricciones, ella le devolvió la sonrisa y él, hechizado por su preciosa mujer, dijo para acabar con aquella tortura:

—Descansa, Gillian. Mañana al amanecer partimos para Skye, y el viaje es largo. —Al ver que lo miraba asustada, añadió cerrando los ojos—: No te preocupes, duerme tranquila. No voy a propasarme.

Una mezcla de alivio y decepción inundó el interior de la joven, quien, incorporándose, se dirigió al hogar y encendió un par de velas más.

—Por el amor de Dios, Gillian, deja de iluminar la estancia o no podremos dormir.

Ella se detuvo y, mirando con resignación las velas aún apagadas, murmuró:

—Es que yo no puedo dormir a oscuras.

—¡¿Cómo?!

—No…, no me gusta la oscuridad.

—¿Te asusta?

Sin importarle qué pudiera pensar él, respondió con sinceridad:

—Sí, Niall. Nunca me ha gustado la oscuridad.

Sorprendido por aquella revelación, dio unos golpes en la cama con la mano y en un tono más afable le indicó:

—Acuéstate. Yo estoy aquí, y nada tienes que temer.

Con las pulsaciones a mil, deseó salir corriendo de allí, e incapaz de hacerle caso, buscó una excusa.

—Niall, yo me muevo mucho en la cama y no quiero hacerte daño en el hombro.

Lo mejor será que yo duerma en la silla. —Y sentándose en ella, dijo—: Es muy cómoda.

—Ni lo pienses, mujer. —Se levantó, tiró de ella y la obligó a tumbarse a su lado—. Dormirás en la cama conmigo, y no se hable más.

Al ver que ella lo miraba con la cabeza apoyada encima de la almohada, no pudo evitarlo y rozándole con su callosa mano el óvalo de la cara le susurró, poniéndole la carne de gallina:

—Duerme, Gillian. Confía en mí.

Una vez que dijo aquello, Niall con todo el dolor de su corazón se volvió hacia la puerta, y Gillian intentó dormir, aunque no lo consiguió.