Castillo de Dunstaffnage, 1348
Las risas y los aplausos sonaban mientras la luz de los hachones iluminaba el salón del castillo de Dunstaffnage. Los juglares amenizaban el ala derecha del salón, la gente hablaba y bebía, y unos malabaristas entretenían a los más pequeños en el patio de armas.
Una vez acabada la actuación para los niños, el sonido de las gaitas tomó el patio de armas, y donde hasta hacía poco tiempo caritas embobadas habían observado a los malabaristas, ahora reían, danzaban y cantaban los guerreros con sus mujeres y las mozas del pueblo.
Aquella celebración se debía a que el laird Axel McDougall y su encantadora esposa, Alana, habían tenido su segundo y esperado hijo. Cinco años atrás había nacido una niña, a la que habían llamado Jane Augusta McDougall, y a pesar de que Axel enloquecía de amor por la pequeña, que era una preciosidad, como guerrero y laird de sus tierras anhelaba un varón. Su sucesor. Así, cuando Darren Alexandre McDougall, nombre que le impusieron al pequeño, llegó al mundo, su felicidad fue completa.
Para el bautizo se organizó una gran fiesta. Axel quería mostrar al futuro laird McDougall, y en apenas unos días, el castillo de Dunstaffnage se llenó de luz, clanes, guerreros y vecinos.
Lady Gillian, la joven hermana del laird McDougall, reía junto al bueno y complaciente de su abuelo, Magnus.
—Era un impertinente, abuelo —se mofó—. Ese tonto aprovechó mi distracción para intentar besarme, y no me quedó más remedio que blandir la espada y darle su merecido.
—Muchacha, ¿otra vez?
Divertido por lo que le contaba, Magnus sonrió. Su intrépida nieta era una mujer de un valor incalculable, y no sólo porque su propia sangre corriera por las venas de ella. Aquella menuda beldad tenía el coraje de un guerrero, y eso hacía que se metiera en incesantes problemas. E igual que atraía a los hombres por su belleza, los hacía huir por su carácter.
Con una cristalina carcajada que hinchó el corazón del anciano, ella asintió.
—Abuelo, no me quedó más remedio. ¡Fue repulsivo!
Gillian era una joven de cabello claro como el sol, y tenía unos expresivos y maravillosos ojos azules. Pero para desgracia de su hermano e incluso de su abuelo, era demasiado rebelde, y se la conocía por el apodo de la Retadora.
Su hermano Axel, a pesar de adorarla, se enfadaba con ella todos los días al ver y sentir en sus propias carnes los continuos retos que Gillian le lanzaba. En más de una ocasión, tras batallar con la joven, Axel, desesperado, hablaba con el abuelo, y juntos reconocían que le habían consentido en exceso. Pero el enfado les duraba poco. Gillian era lista y embaucadora, y sabía que con una increíble sonrisa, o un dulce pestañeo, volvía a tenerlos a su merced.
Los guerreros, cuando llegaban a Dunstaffnage, caían rendidos a sus pies. Pero tras ser testigos de su soberbia, su carácter desafiante y su altivez durante un par de jornadas con ella, huían despavoridos, y el que no lo hacía se arrepentía de no haberlo hecho cinco días después y escapaba, para regocijo de la joven y desesperación de los suyos.
Sólo un guerrero, algunos años atrás, había sido capaz de llegar al corazón de lady Gillian, pero tras haberse sentido traicionada por él, su carácter se había endurecido y había cerrado la puerta al amor.
Aquella tarde, mientras la gente del castillo se divertía, Axel McDougall, sus hombres y dos de sus grandes amigos, los lairds Duncan McRae y Lolach McKenna, bebían cerveza en sus jarras, y Alana, esposa de Axel, Megan, mujer de Duncan, y Shelma, hermana de Megan y consorte de Lolach, se hacían confidencias.
—Creo que Johanna es demasiado pequeña para tener su propio caballo. ¡Por Dios, Megan!, sólo tiene seis años —dijo Alana.
—Yo tenía su misma edad cuando mi padre me regaló a Lord Draco. Creo que es bueno que Johanna sepa montar a caballo, y no tardaré mucho en subir a la grupa de Lord Draco a la pequeña Amanda. —Al notar la mirada escandalizada de Alana, Megan le indicó con una sonrisa—: ¡No me mires así, Alana! Mis hijas, en unos años, serán dos mujeres, y quiero que sepan defenderse en un mundo de hombres porque nunca se sabe lo que puede pasar. Y permíteme que te diga que deberías dejar que Gillian enseñara a Jane ciertas cosas que tarde o temprano le vendrán muy bien.
Al oír aquello, Alana se tensó. Aún recordaba con horror a su cuñada Gillian, con su pequeña hija, galopando bosque a través en una carrera enloquecida.
—Axel y yo hablamos muy seriamente con Gillian. No queremos que nuestra hija se mate por las enseñanzas de su alocada tía. Es más, deseo criar a Jane como una dama, y aunque adoro a Gillian, no estoy de acuerdo con lo que a veces pretende inculcarle.
Shelma suspiró. Gillian les había contado amargamente cómo su hermano y Alana le habían prohibido enseñarle a la pequeña Jane cualquier cosa que no fuera propia de una delicada dama.
Megan, Shelma y Gillian se habían conocido años atrás, cuando las dos hermanas habían llegado al castillo huyendo de la maldad de sus tíos ingleses. Desde el primer momento, Gillian se había sentido atraída por aquellas dos muchachas, y tras forjarse una verdadera amistad entre ellas, cada una había enseñado a las otras artes como el manejo de la espada, el tiro con arco o a rastrear. Pero Alana no era como ellas. Alana era una buena, dulce y delicada mujer. Todos la adoraban por su plácido carácter, pero su visión de la vida y de lo que suponía ser una mujer era completamente distinta a la de las otras tres.
—¡Por san Ninian, Megan! —se quejó Alana, escandalizada—. Amanda apenas tiene cuatro años y ya la quieres subir a un caballo. Y a Johanna, con seis, pretendes enseñarle el arte de la guerra. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Acaso dudas de que Duncan y su clan sean capaces de protegerlas de los peligros que en un futuro las puedan acechar?
Megan miró al cielo, y tras suspirar con templanza, volvió la vista a su hermana, que sonreía.
—Sé que mi marido y mi clan —dijo— se dejarían el alma y la vida antes de permitir que a mis hijas les ocurriera nada…, pero ¡yo! quiero que sepan defenderse por sí mismas y que aprendan por mí lo que nadie les va a enseñar.
Shelma, al ver la cara de horror de Alana, sonrió, mientras observaba a Gillian sentarse a su lado.
—Alana, debes entender que las enseñanzas que nuestros padres y abuelos nos proporcionaron a mi hermana y a mí nos han ayudado mucho. ¿Crees que mi padre pensó alguna vez que mi hermana o yo correríamos los peligros a los que finalmente tuvimos que enfrentarnos?
Alana negó con la cabeza, e iba a contestar cuando Gillian dijo:
—¡Oh, Dios!, me imagino de qué habláis, y siento deciros que mi querida cuñada y mi adorado hermano no os entenderán. Para ellos cualquiera de las cosas que nosotras hábilmente con el tiempo hemos aprendido son indecentes y poco adecuadas para una dulce y fina doncella.
Molesta, Alana levantó el mentón para mirar a aquellas tres que se reían entre codazos, y apostilló:
—Por supuesto. Yo no apruebo esa clase de educación. Mi hija será educada como lo fui yo. Aprenderá el arte de coser, y todo menester que se precie a su delicadeza y feminidad, y te guste o no, Axel y yo te dejamos muy claro que no queremos que le enseñes a Jane ninguna de tus locas habilidades.
Gillian, tras mirarla con sus espectaculares ojos azules, esbozó una sonrisa que dio a entender mucho a sus dos amigas, y con cariño, le indicó a su cuñada:
—No te preocupes, querida Alana; me quedó muy claro y…
En ese momento, se oyeron unas fuertes risotadas y voces que provenían del portón de entrada, de modo que las jóvenes dejaron su conversación y prestaron atención al origen de aquel alboroto. Con curiosidad observaron que entraban dos mujeres y unos highlanders escandalosos, barbudos y con pinta de bestias. Tras saludarse entre ellos con improperios que turbaron a la dulce Alana, el grupo se dispersó. Entonces, Gillian blasfemó al reconocer a uno de los hombres que había llegado con aquellos guerreros.
—¡Maldita sea!, el que faltaba —murmuró, volviéndose para no mirar.
Había llegado Niall McRae, hermano de Duncan y cuñado de Megan. Ésta cruzó una sonrisa con él, aunque se le heló al ver a una de las jóvenes que lo acompañaba.
—¿Quiénes son ésas? —preguntó Shelma con curiosidad.
—La del pelo rojo y sonrisa de cuervo es la insoportable Diane McLeod —respondió Megan—. Y la rubia es Christine, su hermana. Por cierto, una joven encantadora.
—¡Oh!, pero si son mis primas —dijo Alana, sonriendo al reconocerlas.
—¡Qué ilusión! —gruñó Gillian, molesta.
Diane McLeod era la tonta e insípida hija del laird Jesse McLeod, casado en segundas nupcias con una tía de Alana. Aquella muchacha poseía una gran belleza.
Tenía un pelo cobrizo maravilloso y unos ojos verdes increíbles, pero lamentablemente resultaba insoportable: se quejaba por todo. Era todo lo contrario a Christine, su hermanastra, una joven de bonitos ojos castaños y pelo claro, divertida y sonriente.
—¿Quieres que salgamos fuera a tomar el aire? —se ofreció Shelma.
Gillian se limitó a negar con la cabeza. Odiaba a Niall McRae. Durante muchos años había soñado con sus besos, sus abrazos, con ser su mujer y darle hijos. Pero el día en que él, a pocas jornadas de sus nupcias, se marchó sin despedirse a Irlanda para servir y luchar junto a Edward the Bruce, hermano de Robert, rey de Escocia, decidió odiarle el resto de su vida.
—Gillian… —susurró Megan al notar que la joven respiraba con fuerza.
—Tranquila. Estoy bien —indicó, sonriendo con alguna dificultad.
Megan nunca olvidaría la incrédula mirada de Gillian cuando ésta leyó la escueta nota que un highlander le entregó de parte de Niall. Sólo ponía: «Volveré». Pero tampoco olvidaba la desesperación de Niall al regresar, después de dos años de dureza extrema en Irlanda, y saber que Gillian, «su Gillian», no quería saber nada de él.
Gillian inspiró y, tras asumir que allí estaba el hombre al que odiaba, levantó el mentón con soberbia y preguntó:
—Creo que esta noche lo vamos a pasar muy bien, ¿no os parece?
Alana se llevó las manos a la boca. Aquella mirada y, en especial, aquel gesto de su cuñada no auguraban nada bueno, y asiéndola del brazo, susurró:
—Por todos los santos, Gillian. Recuerda que eres una McDougall y que le debes un respeto a tu hermano y a tu clan. Y no quiero que te molestes, pero son mis primas y me fastidiaría mucho que nos dejaras en evidencia.
Al escuchar aquella advertencia, la joven miró con una guasona sonrisa a su cuñada y, tras levantarse, alisarse el vestido y arreglarse su bonito cabello rubio, apuntó con gesto altivo:
—Alana McKenna, te quiero mucho y te respeto porque eres mi cuñada, pero que sea la última vez en la vida que ¡tú! me recuerdas que soy una McDougall. —Y endureciendo la voz, siseó mientras Megan se levantaba—: Sé muy bien quién soy, y no necesito que nadie me lo aclare. Y en cuanto a tus primas, tranquila, sé comportarme.
Pálida y a punto de que se le saltaran las lágrimas a causa de aquellas duras palabras, Alana se levantó y, sin decir nada, salió corriendo por la puerta ojival ante la mirada de sorpresa de su esposo. Shelma, mirando a su amiga, murmuró:
—Desde luego, Gillian, a veces eres…
Pero antes de que pudiera terminar la frase, el marido de Alana se acercó hasta ellas y Shelma, cogiéndose la falda, se marchó.
—¿Qué ocurre aquí? ¿Por qué Alana se ha ido llorando? —preguntó Axel cruzando una rápida mirada con Megan.
Gillian lo miró y, torciendo el gesto, espetó:
—¿Qué hace él aquí?
Axel entendió la pregunta y cabeceó. Sabía que su hermana no se lo pondría fácil, pero no estaba dispuesto a entrar en su juego, y acercándose más a ella, le susurró al oído:
—Niall McRae es mi amigo, además de un excelente guerrero. Y tanto él como sus hombres visitarán mis tierras siempre que yo quiera. ¿Lo has entendido?
—No —bufó la joven, retándole con la mirada.
Incapaz de seguir allí sin hacer nada, Megan se interpuso entre los dos y, tomándole la mano a Gillian, dijo:
—Axel, disculpa mi atrevimiento, pero creo que es mejor que me lleve a Gillian a tomar el aire. Lo necesita.
Tras unos instantes en que las miradas de los hermanos siguieron desafiándose, Axel asintió, y Megan de un tirón se llevó a Gillian al exterior bajo la atenta mirada de algunos hombres, entre ellos su marido y su cuñado.
—Intuyo que alguien no está feliz de verte —bromeó Lolach, palmoteando la espalda de Niall para desconcierto de éste y regocijo de su hermano Duncan.