Durante las vacaciones fui un día a la casa en que había vivido hacía años Max Demian con su madre. Por el jardín paseaba una anciana; me dirigí a ella y averigüé que la casa le pertenecía. Pregunté por la familia Demian y, aunque la recordaba muy bien, no sabía dónde vivía ahora. Al ver mi interés, me invitó a entrar; sacó un álbum encuadernado en cuero y me enseñó una fotografía de la madre de Demian. Yo apenas la recordaba. Al ver la pequeña fotografía, mi corazón casi dejó de latir. ¡Era la imagen de mi sueño! Era ella, la gran silueta de mujer, un poco masculina, parecida a su hijo, con rasgos maternales, rasgos de sinceridad, rasgos de profunda pasión, bella y atractiva, bella e inasequible, demonio y madre, destino y amada. ¡Era ella!
Me sentí traspasado por un asombro salvaje al descubrir que mi imagen soñada vivía sobre la tierra. ¡Aquella mujer que llevaba los rasgos de mi destino existía! ¿Dónde estaba? ¿Dónde? Era la madre de Demian.
Poco después emprendí mi viaje. ¡Un extraño viaje! Iba desasosegado de un lugar a otro, siguiendo mis impulsos, siempre en busca de aquella mujer. Había días en los que encontraba personas que me la recordaban, que se le parecían, que me arrastraban tras de sí por calles, por ciudades desconocidas, por estaciones, por trenes, como en un sueño enmarañado. Había otros días en los que me daba cuenta de lo inútil que era mi búsqueda; entonces me sentaba apático en un parque, en el jardín de un hotel, en una sala de espera, concentrado en mí mismo e intentando revivir en mi interior la imagen amada. Pero la imagen se había hecho ya borrosa y huidiza. No podía dormir; únicamente en el tren, atravesando paisajes desconocidos, lograba dormirme a ratos. Una vez, en Zurich, me siguió una mujer, guapa y un poco descarada. Yo apenas la miré y seguí adelante como si no existiera. Hubiera preferido morir instantáneamente antes que dedicarle a otra mujer ni un minuto de interés.
Yo notaba que mi destino tiraba de mí; sentía que la consumación estaba ya próxima y me enloquecía de impaciencia viendo que no podía precipitarla. Una vez en una estación —creo que fue en Innsbruck— vi pasar en la ventanilla de un tren que salía una figura que me recordó a ella y durante varios días me sentí profundamente desdichado. Otro día volvió a aparecer la imagen en un sueño; desperté con una sensación de vergüenza y vacío ante la insensatez de mi búsqueda y volví directamente a casa.
Un par de semanas más tarde me matriculé en la Universidad de H. Todo me desilusionó. Las clases de historia de la filosofía a las que yo asistía me parecían tan insulsas y mecánicas como la vida que llevaban los jóvenes estudiantes. Todo estaba cortado por el mismo patrón; todos hacían las mismas cosas. La acalorada alegría en los rostros juveniles tenía un aspecto vacío e impersonal. Pero yo era libre, disponía de todo el día y vivía tranquila y cómodamente en una casa antigua fuera de la ciudad. Sobre mi mesa tenía unos tomos de Nietzsche. Con él vivía, sintiendo la soledad de su alma, presintiendo el destino que le empujaba inexorablemente; sufría con él y era feliz de que hubiera existido un hombre que había seguido tan consecuentemente su camino.
Una noche paseaba yo por la ciudad barrida por el viento otoñal, escuchando cantar a los estudiantes en las tabernas. Por las ventanas abiertas salía en densas nubes el humo del tabaco, así como canciones ruidosas y rítmicas pero desangeladas y uniformes.
Parado en una esquina, escuchaba; en dos tabernas resonaba en la noche a un tiempo la alegría ensayada de la juventud. Por todas partes aquel compañerismo, aquellas pandillas sentadas en las tabernas, aquel eludir el destino, la evasión al calor del rebaño. Dos hombres pasaron lentamente a mi espalda y oí un jirón de su conversación.
—¿Verdad que es igual que la cabaña de adolescentes en un pueblo de negros? Y todo igual, hasta los tatuajes, siguen de moda. ¿Ve usted?: esto es la joven Europa.
La voz me sonó conocida y como una singular advertencia. Seguí a los dos hombres por la calle oscura. Uno de ellos era japonés, pequeño y elegante. A la luz de la farola pude ver el brillo de su cara amarilla y sonriente. Volvió a hablar el otro.
—Bueno, tampoco en Japón, en su país, estarán mejor. Las gentes que no siguen a la manada son muy pocas en todas partes. Aquí también hay algunos.
Cada palabra me hizo estremecer de sobresalto gozoso. Conocía al hombre que hablaba. Era Demian.
En el viento de la noche les seguí por las callejas oscuras, escuchando sus conversaciones y disfrutando del sonido de la voz de Demian. Tenía el antiguo sonido, la antigua y hermosa seguridad, la misma tranquilidad; y seguía teniendo poder sobre mí. Ahora todo marchaba bien. Le había encontrado.
Al final de una calle de las afueras, el japonés se despidió y abrió un portal. Demian volvió sobre sus pasos. Yo me había parado y le esperaba en medio de la calle. Con el corazón palpitante le vi venir a mi encuentro, erguido y elástico, con un impermeable oscuro y un bastón colgado del brazo. Llegó hasta mí sin alterar su caminar acompasado, se quitó el sombrero y mostró su rostro despejado tan familiar, con la boca decidida y aquella luz peculiar de su ancha frente.
—¡Demian! —exclamé.
Me tendió la mano.
—¡Por fin, Sinclair! ¡Te esperaba!
—¿Sabías que estaba aquí?
—No, no lo sabia exactamente, pero te esperaba con toda seguridad. Hasta esta noche no te he visto; nos has venido siguiendo todo el tiempo.
—Entonces ¿me has reconocido inmediatamente?
—Naturalmente. Has cambiado, pero llevas la señal.
—¿La señal? ¿Qué señal?
—Antes lo llamábamos el estigma de Caín; supongo que lo recordarás. Es nuestro estigma. Tú siempre lo has llevado; por eso me hice tu amigo. Pero ahora se ha acentuado.
—No lo sabia. O sí, sí lo sabía. Una vez dibujé un retrato tuyo, Demian, y me quedé asombrado porque se parecía también a mí. ¿Era eso el estigma?
—Sí, eso es el estigma. Me alegro de que estés por fin aquí. También mi madre se alegrará.
Me sobresalté.
—¿Tu madre? ¿Está contigo? Ella no me conoce.
—¡Oh!, sabe algo de ti. Te reconocerá aunque yo no le diga quién eres. Hace tiempo que no sabemos nada de ti.
—Quise escribir muchas veces, pero no podía. Desde hace un tiempo presentí que te iba a encontrar pronto. Lo esperaba cada día.
Me cogió del brazo y echó a andar a mi lado. La tranquilidad que emanaba de su persona fue inundándome lentamente. Empezamos a charlar como antes. Recordamos la época del colegio, las clases de religión, y también aquel encuentro aciago durante las vacaciones; pero tampoco en esa ocasión hablamos del lazo más antiguo y estrecho que existía entre nosotros: la aventura con Franz Kromer.
Sin darnos cuenta nos encontramos en medio de un diálogo extraño y lleno de presagios. Siguiendo la conversación de Demian con el japonés, hablamos de la vida estudiantil; y de este tema pasamos a otro que parecía muy lejano. Sin embargo, en las palabras de Demian se fundían ambos íntimamente.
Habló del espíritu de Europa y del signo de nuestra época. Por todas partes —dijo— se extienden el grupo y la manada, por ningún lado la libertad y el amor. El espíritu de corporación, desde las asociaciones estudiantiles y los coros hasta las naciones, no es más que un producto de la necesidad. Es una solidaridad por miedo, temor y falta de imaginación; en su fondo está carcomida y vieja, a punto de desintegrarse.
—La solidaridad —dijo Demian— es algo hermoso. Pero lo que vemos florecer por ahí no es solidaridad. Volverá a renacer del conocimiento del individuo por los individuos y durante algún tiempo transformará el mundo. La que hoy existe no es más que espíritu gregario. Los hombres se unen porque tienen miedo los unos de los otros; los señores se asocian, los trabajadores se asocian, los sabios se asocian. ¿Y por qué tienen miedo? Sólo se tiene miedo cuando se está en disensión consigo mismo. Tienen miedo porque nunca se han reconocido a sí mismos. ¡Una sociedad de hombres que tienen miedo de lo desconocido que anida en ellos! Todos se percatan de que sus leyes de vida no funcionan ya, de que viven según los viejos códigos y que ni su religión ni su moral corresponden a lo que necesitamos. Durante cien años y más, Europa no ha hecho más que estudiar y construir fábricas. Todos saben con exactitud cuántos gramos de pólvora se necesitan para matar a un hombre; pero no saben cómo se reza a Dios, no saben siquiera cómo se pasa un rato divertido. ¡Mira las tabernas de los estudiantes! O un lugar de diversión donde se reúne gente rica. ¡Desesperante! Querido Sinclair, de esto no puede salir nada alegre. Los hombres que se apiñan acobardados están llenos de miedo y de maldad; ninguno se fía del otro. Son fieles a unos ideales que han dejado de serlo y apedrean a todo el que crea otros nuevos. Presiento graves conflictos. Vendrán, créeme, vendrán pronto. Naturalmente, no «mejorarán» el mundo. Que los obreros maten a los empresarios, o que Rusia y Alemania disparen una sobre otra, nada altera la situación; sólo cambian los dueños. Pero no será completamente en vano. Hará patente la miseria de los ideales actuales; se saldarán las cuentas con los dioses de la Edad de Piedra. Este mundo, tal como es ahora, quiere morir, quiere sucumbir y lo conseguirá.
—¿Y nosotros? —pregunté.
—¿Nosotros? ¡Oh!, quizá sucumbamos con él. También nos pueden matar. Sólo que con eso no acabarán con nosotros. En torno a lo que quede de nosotros, o en torno a los que sobrevivan entre nosotros, se agrupará la voluntad del futuro. Y se mostrará la voluntad de la humanidad, que nuestra Europa ahogó con su feria de técnica y ciencia. Entonces se demostrará que la voluntad de la humanidad no se identifica nunca, en ningún lado, con las sociedades actuales, los Estados, las naciones, las asociaciones y las Iglesias. Porque lo que la naturaleza quiere hacer del hombre, está escrito en cada individuo, en ti y en mí. Estaba escrito en Jesucristo y está escrito en Nietzsche. Cuando las sociedades actuales se derrumben, habrá sitio para estas corrientes, las únicas importantes, que naturalmente pueden variar cada día.
Llegamos ya muy tarde a un jardín junto al río.
—Vivimos aquí —dijo Demian—, ven pronto a vernos. Te esperamos.
Feliz emprendí mi largo camino a casa en la noche fresca. Aquí y allá regresaban a sus casas estudiantes ruidosos y tambaleantes. Con frecuencia había sentido la discrepancia entre su absurda alegría y mi vida solitaria, a veces con una sensación de envidia y otras con sarcasmo. Pero nunca había sentido con tanta tranquilidad e intensidad lo poco que aquello me importaba, lo lejano y remoto que me resultaba aquel mundo. Me acordé de algunos funcionarios de mi ciudad natal, señores de edad, honorables, que evocaban las juergas de sus años estudiantiles como si se tratara de un paraíso perdido y veneraban la «libertad» de aquellos años como pudieran hacer los poetas u otros románticos con su infancia. ¡Por todas partes lo mismo! Por todas partes buscaban la «libertad» y la «felicidad» en el pasado, de puro miedo a verse confrontados con su propia responsabilidad y con su propio camino. Pasaban unos años entre borracheras y juergas; luego se sometían y convertían en señores muy serios al servicio del Estado. Sí, nuestra sociedad estaba corrupta; y esta estupidez estudiantil aún era menos estúpida y peligrosa que otras muchas más.
Cuando llegué a mi apartada casa y me metí en la cama estas ideas desaparecieron y todo mi pensamiento se concentró en la gran promesa que aquel día me había deparado. Cuando yo quisiera, mañana mismo, vería a la madre de Demian. ¡Que los estudiantes siguieran emborrachándose y tatuándose las caras, que el mundo estuviera corrupto y a punto de hundirse! ¡A mi qué me importaba! Yo sólo esperaba que mi destino viniera al encuentro en una nueva imagen.
Dormí profundamente hasta muy entrada la mañana. El nuevo día amaneció para mí como uno de esos días festivos y solemnes que no había vivido yo desde las Navidades en la infancia. Estaba lleno de profunda intranquilidad pero sin ningún miedo. Había comenzado un día muy importante para mí; y veía y sentía el mundo que me rodeaba como transformado, expectante, lleno de ideas y festivo. Hasta la suave lluvia de otoño era bella, silenciosa y festiva, llena de música serena y alegre. Por primera vez en mi vida el mundo exterior coincidía perfectamente con mi mundo interior. Cuando esto sucede es fiesta para el alma y merece la pena vivir. Ninguna casa, ningún escaparate, ningún rostro en la calle me molestaba; todo era como tenía que ser, pero sin el aspecto vacío de lo cotidiano y acostumbrado: era naturaleza expectante, preparada respetuosamente a recibir al destino. Así había visto yo de niño el mundo en las mañanas de las grandes fiestas, en Navidad y en Pascua. No creía que el mundo pudiera ser aún tan hermoso. Me había acostumbrado a vivir replegado en mí mismo y me había hecho a la idea de que había perdido el sentido por lo que pasaba fuera, de que la pérdida de los colores luminosos estaba inevitablemente unida a la pérdida de la infancia y que había que pagar la libertad y madurez del alma con la renuncia a ese suave resplandor. Ahora descubría emocionado que todo aquello había estado sólo tapado y oscurecido y que era posible también, como hombre libre que ha renunciado a la felicidad de la infancia, ver refulgir el mundo y disfrutar de la visión infantil.
Llegó el momento en que me encontré de nuevo ante el jardín, en cuya puerta me había despedido de Max Demian la noche anterior. Detrás de los altos y grises árboles estaba escondida una casita, clara y acogedora; detrás de una cristalera crecían plantas y flores, y por las ventanas se distinguían paredes oscuras con cuadros y librerías. La puerta se abría directamente a un pequeño y cálido saloncito. Una vieja criada con delantal blanco me introdujo y me quitó el abrigo.
Me dejó solo en el saloncito. Miré en torno mío y en seguida me sentí trasladado a mi sueño. Arriba, en la pared de madera oscura, sobre una puerta, colgado en un marco negro y protegido por un cristal un cuadro muy conocido para mí: el pájaro con la cabeza amarilla de gavilán, saliendo del cascarón del mundo. Emocionado, permanecí inmóvil; sentí una extraña alegría mezclada con dolor, como si en ese momento todo lo que había hecho y vivido hasta ahora volviera a mí en forma de respuesta o consumación. Como un relámpago pasó ante mis ojos una multitud de imágenes: la casa paterna con el viejo escudo de piedra sobre el portal; Demian, aún un chiquillo, dibujando el escudo: yo mismo, también un niño, bajo la nefasta influencia de mi enemigo Kromer; yo de joven, en mi cuarto de colegial, dibujando en mi mesa el pájaro de mis sueños con el alma enredada en la red de sus propios hilos. Y todo lo vivido hasta este momento resonaba en mi interior, era aceptado, afirmado y aprobado.
Con los ojos llenos de lágrimas contemplé mi dibujo y me encontré leyendo en mi propia alma. Bajé la mirada: bajo el dibujo del pájaro, en el marco de la puerta abierta había aparecido una mujer alta, vestida de oscuro. Era ella.
No fui capaz de articular ni una palabra. La hermosa y respetable dama me sonrió con un rostro que, como el de su hijo, no tenía edad e irradiaba una viva voluntad. Su mirada era la máxima realización, su saludo significaba el retorno al hogar. En silencio le tendí las manos. Ella las tomó con manos firmes y cálidas.
—Usted es Sinclair. En seguida le he reconocido. ¡Bienvenido!
Su voz era grave y cálida. Yo la bebí como un vino dulce y, levantando los ojos, los dejé descansar en sus rasgos serenos, en los negros y profundos ojos, sobre la boca fresca y madura, sobre la frente aristocrática y despejada que llevaba el estigma.
—¡Qué dichoso soy! —le dije, y besé sus manos—. Me parece haber estado toda mi vida de viaje y llegar ahora a mi patria.
Ella sonrió maternal.
—A la patria nunca se llega —dijo amablemente—. Pero cuando los caminos amigos se cruzan, todo el universo parece por un momento la patria anhelada.
Expresaba así lo que yo había sentido en mi camino hacia ella. Su voz y también sus palabras eran muy parecidas a las de su hijo y, sin embargo, diferentes. Todo en ella era más maduro, más cálido y más natural. Pero lo mismo que Max nunca dio la impresión de ser un chico, tampoco ella parecía madre de un hijo mayor: tan joven y dulce era el resplandor de su rostro y de su pelo, tan tersa y lisa era su piel dorada, tan floreciente su boca. Se erguía ante mi más grandiosa que en mi sueño; y en su proximidad era la felicidad, su mirada el cumplimiento de todas las promesas.
Esta era, pues, la nueva imagen en la que se mostraba mi destino; no severa o desoladora, sino madura y sensual. No tomé ninguna decisión, no hice ninguna promesa; había llegado a la meta, a un mirador desde el que el camino se mostraba amplio y maravilloso, dirigido hacia países de promisión, sombreado por los árboles de la felicidad próxima, refrescado por cercanos jardines del placer. Ya podía sucederme lo que fuera; era feliz de saber que esta mujer existía en el mundo, feliz de beber su voz y respirar su proximidad. Que se convirtiera en madre, amada o diosa, no importaba, con tal de que existiera, con tal de que mi camino condujera cerca del suyo.
Hizo un gesto hacia mi cuadro.
—Nunca le ha dado a nuestro Max una alegría mayor que cuando le envió este cuadro —dijo pensativa—. También a mí me alegró. Le esperábamos; y cuando llegó el cuadro, supimos que estaba ya de camino hacia nosotros. Cuando usted era un niño, Sinclair, vino mi hijo un día del colegio y me dijo: hay un chico que lleva el estigma sobre la frente. Tiene que ser mi amigo. Era usted. No ha tenido un camino fácil, pero nosotros confiábamos en usted. Una vez, durante las vacaciones en casa, tuvo un encuentro con Max. Entonces tendría usted unos dieciséis años. Max me lo contó.
Yo la interrumpí:
—¡Oh! ¿Por qué se lo ha dicho a usted? ¡Yo pasaba entonces el peor momento de mi vida!
—Sí. Max me dijo: Sinclair tiene ahora que superar lo más difícil. Está intentando refugiarse en la masa; hasta se ha convertido en cliente asiduo de las tabernas. Pero no lo conseguirá. Su estigma está escondido pero arde en secreto. ¿No fue así?
—¡Oh, sí! Así fue exactamente. Entonces encontré a Beatrice y por fin apareció un guía. Se llamaba Pistorius. Me di cuenta de por qué mi infancia había estado tan ligada a Max, de por qué no podía liberarme de él. Querida señora, querida madre, en aquellos días creí muchas veces que tenía que quitarme la vida. ¿Es el camino tan difícil para todos?
Me pasó la mano por el pelo, suavemente como el aire.
—Siempre es difícil nacer. Usted lo sabe; el pájaro tiene que luchar por salir del cascarón. Reflexione otra vez y pregúntese: ¿fue tan difícil el camino? ¿Fue sólo difícil? ¿No fue también hermoso? ¿Hubiera usted conocido uno más hermoso y más fácil?
Negué con la cabeza.
—Fue difícil —dije como en sueños—, fue difícil hasta que apareció el sueño. Ella asintió y me miró intensamente.
—Sí, hay que encontrar el sueño de cada uno, entonces el camino se hace fácil. Pero no hay ningún sueño eterno; a cada sueño le sustituye uno nuevo y no se debe intentar retener ninguno.
Me sobrecogí profundamente. ¿Era aquello un aviso? ¿Era ya una advertencia? Pero no me importaba; estaba dispuesto a dejarme conducir por ella y no preguntar por la meta.
—No sé —dije— lo que ha de durar mi sueño. Quisiera que fuera eterno. Bajo la imagen del pájaro me ha salido a recibir el destino, como una madre, como una amada. A él le pertenezco y a nadie más.
—Mientras su sueño sea su destino, debe serle fiel —concluyó ella gravemente.
Se apoderó de mí la tristeza y el deseo ardiente de morir en aquella hora mágica. Sentí brotar las lágrimas incontenibles y arrasadoras: ¡cuánto tiempo hacía que no lloraba! Bruscamente me aparté de ella, me acerqué a la ventana y miré con ojos ciegos por encima de las flores. A mi espalda oí su voz, tranquila y sin embargo tan llena de ternura, como un vaso de vino colmado hasta el borde.
—Sinclair, es usted un niño. Su destino le quiere. Un día le pertenecerá por completo, como usted lo sueña, si usted le es fiel.
Me había serenado y volví de nuevo el rostro hacia ella. Me tendió la mano.
—Tengo unos pocos amigos —dijo sonriendo—, muy pocos amigos íntimos que me llaman Frau Eva. Usted también me llamará así, si quiere.
Me condujo a la puerta, abrió e hizo un gesto hacia el jardín.
—Ahí encontrará a Max.
Bajo los altos árboles permanecí aturdido y emocionado, no sé si más despierto o más sumergido que nunca en mis sueños. La lluvia goteaba suavemente de las ramas. Entré lentamente en el jardín, que se extendía a lo largo de la orilla del río. Por fin encontré a Demian. Estaba en un pequeño cobertizo abierto, con el pecho descubierto, boxeando contra un saco de arena. Me detuve asombrado. Demian tenía un aspecto magnifico. El amplio pecho, la cabeza masculina y firme; los brazos levantados, con sus músculos tensos, eran fuertes y potentes; los movimientos surgían de la cintura, los hombros y los brazos como fuentes.
—¡Demian! —exclamé—. ¿Qué estás haciendo?
Él rió alegremente.
—Me estoy entrenando. He prometido al pequeño japonés una pelea, y él es ágil como los gatos y naturalmente tan astuto como ellos. Pero no podrá conmigo. Es una pequeña, muy pequeña, humillación que le debo.
Se puso la camisa y la chaqueta.
—¿Has visto ya a mi madre?
—Sí. Demian ¡qué madre más maravillosa tienes! ¡Frau Eva! El nombre le va perfectamente; ¡es como la madre de todas las criaturas!
Me miró un momento a la cara, muy pensativo.
—¿Ya conoces su nombre? Puedes estar orgulloso. Eres el primero a quien se lo ha dicho en el primer momento.
Desde aquel día empecé a entrar y salir en la casa como un hijo y un hermano, pero también como un enamorado. Cuando cerraba la verja detrás de mí, cuando veía aparecer a lo lejos los altos árboles del jardín, me sentía rico y dichoso. Fuera quedaba la «realidad»: las calles y las casas, los hombres y las instituciones, las bibliotecas y las aulas; dentro, sin embargo, reinaba el amor y el alma, el cuento maravilloso y el sueño. Pero no vivíamos en absoluto cerrados al mundo; a menudo vivíamos en nuestros pensamientos y conversaciones en medio de él, sólo que en otro campo: no estábamos separados de la mayoría por barreras, sino por una manera diferente de ver las cosas. Nuestra labor era formar una isla dentro del mundo, quizá dar ejemplo, en todo caso vivir la anunciación de otra posibilidad de vida. Yo, solitario tanto tiempo, conocí la comunión que es posible entre seres que han conocido la completa soledad. Nunca más me sentí atraído a los banquetes de los dichosos, ni a las fiestas de los alegres; nunca más tuve envidia o nostalgia de la amistad de los demás. Y, lentamente, fui iniciado en el misterio de los que llevan «el estigma».
Nosotros, los marcados, parecíamos con razón extraños, incluso locos y peligrosos. Habíamos despertado, o estábamos despertando, y nuestro empeño estaba dirigido a una mayor conciencia; mientras que el empeño y la búsqueda de los demás iba a subordinar, cada vez con más fuerza, sus opiniones, ideales y deberes, su vida y su felicidad, a los del rebaño. También entre aquellos había empeño, y fuerza y grandeza. Pero mientras nosotros, los marcados, creíamos representar la voluntad de la naturaleza hacia lo nuevo, individual y futuro, los demás vivían en una voluntad de permanencia. Para ellos la humanidad —a la que querían con la misma fuerza que nosotros— era algo acabado que había que conservar y proteger. Para nosotros, en cambio, la humanidad era un futuro lejano hacia el que todos nos movíamos, cuya imagen nadie conocía, cuyas leyes no estaban escritas en ninguna parte.
Además de Frau Eva, Max y yo, pertenecían a nuestro círculo, más o menos íntimamente, otros que también buscaban. Algunos iban por caminos determinados y tenían metas especiales. Entre ellos había astrólogos y cabalistas, también un discípulo de Tolstoi, y toda clase de seres sensibles, tímidos y vulnerables, adeptos a nuevas sectas, practicantes de ejercicios indios y vegetarianos. Con ellos no teníamos espiritualmente nada en común, excepto el respeto que cada uno tributaba al sueño vital de su semejante. Estaban más cerca de nosotros los que investigaban en el pasado el afán de la humanidad en busca de dioses y nuevos ideales. Estos traían libros, nos traducían textos antiguos, nos enseñaban reproducciones de viejos símbolos y mitos, y también cómo todo el patrimonio ideal de la humanidad hasta nuestros días había consistido en sueños subconscientes, en sueños en los que la humanidad seguía a tientas las intuiciones de sus posibilidades futuras. Así recorrimos el maravilloso y multiforme laberinto de dioses de la antigüedad hasta los albores del amanecer cristiano. Conocimos las confesiones de los solitarios y las transformaciones de las religiones en la transmisión de un pueblo a otro. De todo lo que fuimos reuniendo resultó una crítica de nuestro tiempo y de la Europa actual, que con un esfuerzo tremendo había dado al hombre nuevas y poderosas armas pero que había caído por fin en una profunda y estremecedora desolación del espíritu. Había ganado el mundo pero había perdido su alma en la empresa.
También había defensores y adeptos de determinadas creencias y doctrinas. Había budistas que querían convertir a Europa, discípulos de Tolstoi y de otras confesiones. Nosotros, en nuestro círculo más íntimo, escuchábamos todo y aceptábamos estas doctrinas simplemente como símbolos. Nosotros, los marcados, no debíamos preocuparnos por la estructuración del porvenir. Cada confesión, cada doctrina salvadora, nos parecía de antemano muerta y sin sentido. Sólo concebíamos como deber y destino el que cada cual llegara a ser él mismo, que viviera entregado tan por completo a la fuerza de la naturaleza en él activa que el destino incierto le encontrara preparado para todo, trajera lo que trajera.
Presentíamos, claramente expresado o no, que se aproximaba ya una nueva aurora y un derrumbamiento de lo presente. Demian me decía a veces:
—Lo que se avecina es inimaginable. El alma de Europa es un animal que ha estado atado demasiado tiempo. Cuando esté libre, sus primeros movimientos no serán los más amables. Pero los caminos y los rodeos carecen de importancia con tal de que salga a la luz del día la verdadera miseria del alma que ha sido negada y ha estado adormecida durante tanto y tanto tiempo. Ese será nuestro momento; entonces nos necesitarán no como guías o nuevos legisladores —porque nosotros no viviremos las nuevas leyes— sino como seres dispuestos a seguir y a acudir donde el destino nos reclame. Mira, todos los hombres son capaces de hacer lo increíble cuando están amenazados sus ideales. Pero ninguno está dispuesto cuando se presenta un nuevo ideal, un nuevo movimiento de expansión quizá peligroso y misterioso. Los pocos que estaremos preparados seremos nosotros. Por eso estamos marcados, como estaba marcado Cain, para despertar miedo y odio y sacar a la humanidad de su idílica estrechez hacia lejanías de peligro. Todos los hombres que han influido en el curso de la humanidad fueron, sin excepción, capaces y eficaces porque estaban dispuestos a aceptar el destino. Lo mismo Moisés que Buda, Napoleón o Bismarck. Nadie puede elegir la corriente a la que sirve ni el centro desde el que es gobernado. Si Bismarck hubiera comprendido a los socialdemócratas y se hubiera amoldado a ellos, hubiese sido un hombre sabio, pero no un hombre del destino. Así pasó con Napoleón, César, Loyola, ¡con todos! Hay que imaginarse todo esto desde un punto de vista ideológico e histórico. Cuando las transformaciones de la corteza terrestre arrojaron a los animales acuáticos a la tierra y a los animales terrestres a las aguas, fueron los ejemplares preparados a aceptar el destino los que pudieron amoldarse a lo nuevo e inesperado y salvar así su especie. No sabemos si tales ejemplares eran los que antes habían destacado como conservadores o, por el contrario, como originales y revolucionarios. Estaban preparados y por eso salvaron su especie para nuevas evoluciones. Eso es lo que sabemos. Por eso queremos estar preparados.
Frau Eva asistía con frecuencia a estas conversaciones pero nunca hablaba de esta forma. Era para cada uno de nosotros, cuando exteriorizábamos nuestros pensamientos, un oyente atento, un eco lleno de confianza, de comprensión; parecía que todos los pensamientos manaban de ella y volvían a ella. Estar a su lado, oír de vez en cuando su voz y participar en la atmósfera de madurez y espiritualidad que la rodeaba era para mí la felicidad.
Ella notaba en seguida cuándo se producía en mi un cambio, una confusión o una renovación. Me parecía que los sueños que yo tenía al dormir eran inspiraciones suyas. Muchas veces se los contaba y le resultaban comprensibles y naturales; no había dificultades que ella no siguiera con su clara intuición. Durante un tiempo tuve sueños que eran como reproducciones de nuestras conversaciones del día. Soñaba que todo el mundo estaba revolucionado y que yo, solo o con Demian, esperaba tenso el gran destino. Este permanecía oculto pero llevaba los rasgos de Frau Eva: ser elegido o rechazado por ella era el destino.
A veces me decía sonriente:
—Su sueño no está completo, Sinclair, ha olvidado usted lo mejor.
Y podía suceder que yo volviera a recordar nuevos fragmentos y no pudiera comprender cómo antes los había olvidado.
De vez en cuando me sentía inquieto y los deseos me atormentaban. Creía no poder resistir verla junto a mí sin estrecharla entre mis brazos. También esto lo notaba en seguida. Una vez estuve varios días sin aparecer; por fin volví confuso y ella me condujo a un lado y me dijo:
—No debe usted entregarse a deseos en los que no cree. Sé lo que desea. Pero tiene que saber renunciar a esos deseos o desearlos de verdad. Cuando llegue a pedir con la plena seguridad de que su deseo va a ser cumplido, éste será satisfecho. Sin embargo, usted desea y al mismo tiempo se arrepiente de ello con miedo. Hay que superar eso. Voy a contarle una historia.
Y me contó la historia de un muchacho enamorado de una estrella. Adoraba a su estrella junto al mar, tendía sus brazos hacia ella, soñaba con ella y le dirigía todos sus pensamientos. Pero sabía, o creía saber, que una estrella no puede ser abrazada por un ser humano. Creía que su destino era amar a una estrella sin esperanza; y sobre esta idea construyó todo un poema vital de renuncia y de sufrimiento silencioso y fiel que habría de purificarle y perfeccionarle. Todos sus sueños se concentraban en la estrella. Una noche estaba de nuevo junto al mar, sobre un acantilado, contemplando la estrella y ardiendo de amor hacia ella. En el momento de mayor pasión dio unos pasos hacia adelante y se lanzó al vacío, a su encuentro. Pero en el instante de tirarse pensó que era imposible y cayó a la playa destrozado. No había sabido amar. Si en el momento de lanzarse hubiera tenido la fuerza de creer firmemente en la realización de su amor, hubiese volado hacia arriba a reunirse con su estrella.
—El amor no debe pedir —dijo—, ni tampoco exigir. Ha de tener la fuerza de encontrar en sí mismo la certeza. En ese momento ya no se siente atraído, sino que atrae él mismo. Sinclair: su amor se siente atraído por mí. El día que me atraiga a sí, acudiré. No quiero hacer regalos. Quiero ser ganada.
Un tiempo después me contó otra historia. Se trataba de un enamorado que amaba sin esperanza. Se refugió por completo en su corazón y creyó que se abrasaba de amor. El mundo a su alrededor desapareció; ya no veía el azul del cielo ni el bosque verde; el arroyo ya no murmuraba, su arpa no sonaba; todo se había hundido, quedando él pobre y desdichado. Su amor, sin embargo, crecía; y prefirió morir y perecer a renunciar a la hermosa mujer que amaba. Entonces se dio cuenta de que su amor había quemado todo lo demás, de que tomaba fuerza y empezaba a ejercer su poderosa atracción sobre la hermosa mujer, que tuvo que acudir a su lado. Cuando estuvo ante él, que la esperaba con los brazos abiertos, vio que estaba transformada por completo; y, sobrecogido, sintió y vio que había atraído hacia sí a todo el mundo perdido. Ella se acercó y se entregó a él: el cielo, el bosque, el arroyo, todo le salió al encuentro con nuevos colores frescos y maravillosos; ahora le pertenecía, hablaba su lenguaje. Y en vez de haber ganado solamente una mujer, tenía el mundo entero entre sus brazos y cada estrella del firmamento ardía en él y refulgía gozosamente en su alma. Había amado y, a través del amor, se había encontrado a sí mismo. La mayoría ama para perderse.
Mi amor hacia Frau Eva era el único sentido de mi vida. Pero ella cambiaba cada día. A veces creía sentir con seguridad que no era su persona por la que se sentía atraída mi alma, sino que ella era un símbolo de mi propio interior que me conducía más y más hacia mí mismo. A menudo oía palabras de ella que me parecían respuestas de mi subconsciente a preguntas acuciantes que me atormentaban. Había momentos en los que me devoraba el deseo y besaba los objetos que habían tocado sus manos. Y lentamente fueron superponiéndose el amor sensual y el amor espiritual, la realidad y el símbolo. Podía suceder que en mi habitación pensara en ella con tranquila intensidad y sintiera su mano en mi mano y sus labios en los míos. Otras veces estaba con ella, miraba su rostro, le hablaba, escuchaba su voz y no sabía si era realidad o sueño. Comencé a intuir de qué modo se puede poseer un amor eternamente. A veces, leyendo un libro, descubría una nueva idea; era como un beso de Frau Eva. Me acariciaba el pelo y me dedicaba una sonrisa cálida y perfumada, y yo tenía la misma sensación de haber dado en mí un paso adelante. Todo lo que me era importante y definitivo, adquiría su figura. Ella podía transformarse en cada uno de mis pensamientos, y cada uno de mis pensamientos en ella.
Había temido las vacaciones de Navidad, que pasé en casa de mis padres, porque creía que iba a ser un tormento vivir dos semanas enteras lejos de Frau Eva. Pero no lo fue. Era una delicia estar en casa y pensar en ella. Cuando volví a H. pasé aún dos días sin ir a su casa para disfrutar de aquella seguridad e independencia de su presencia física. También tenía sueños en los que mi unión con ella se realizaba en nuevas formas simbólicas. Ella era un mar en el que yo desembocaba. Era una estrella y yo otra que caminaba hacia ella; y nos encontrábamos, nos sentíamos atraídos mutuamente, permanecíamos juntos, girando dichosamente el uno en torno al otro en órbitas próximas y armónicas.
Cuando volví a verla, le relaté este sueño.
—El sueño es hermoso —dijo tranquilamente—, hágalo realidad.
Ya casi en la primavera hubo un día que nunca olvidaré. Entré en el salón; una ventana estaba abierta y en el aire tibio flotaba el pesado perfume de los jacintos. Como no vi a nadie, subí por la escalera a la habitación de Max Demian. Llamé suavemente a la puerta y entré sin esperar respuesta, como acostumbraba a hacer. La habitación estaba oscura, las cortinas cerradas. La puerta del cuartito en el que Max Demian había instalado un laboratorio químico estaba abierta. Desde allí llegaba la luz clara y blanca del sol primaveral a través de las nubes. Yo creí que no había nadie y corrí las cortinas.
Vi a Max Demian sentado en un taburete, cerca de la ventana tapada, acurrucado y extrañamente transformado. Como un rayo me traspasó la idea de que ya lo había visto otra vez. Sus brazos pendían inmóviles, las manos descansaban sobre su regazo; su rostro, echado ligeramente hacia adelante, con los ojos fijos, estaba vacío y muerto; en sus pupilas brillaba un pequeño y duro reflejo, como un pedazo de cristal. La cara pálida estaba ensimismada y sin otra expresión que la de una tremenda rigidez. Parecía la máscara milenaria de un animal en el portal de un templo. No parecía respirar.
Los recuerdos me inundaron; así, exactamente así, le había visto ya una vez, hacía muchos años, cuando yo aún era un chico. Como ahora, sus ojos estaban vueltos hacia dentro, sus manos inmóviles, una junto a otra, una mosca le había paseado por la cara. Y entonces, hacía quizá seis años, había tenido el mismo aspecto, tan joven y tan intemporal; ni un rasgo de su cara era hoy diferente.
Sobrecogido por un repentino miedo, salí de la habitación y bajé las escaleras. En el salón encontré a Frau Eva. Estaba pálida y parecía cansada; nunca la había visto así. Una sombra pasó por la ventana, y el sol blanquecino e hiriente desapareció de pronto.
—Estuve en la habitación de Max —musité agitado—, ¿ha sucedido algo? Está dormido o ensimismado, no lo sé. Ya le he visto una vez así.
—No le habrá despertado, ¿verdad? —preguntó inquieta.
—No, no me ha oído. Volví a salir en seguida. Frau Eva, dígame, ¿qué le pasa? Ella se pasó la mano por la frente.
—Esté tranquilo, Sinclair, no le pasa nada. Se ha retirado. No tardará en volver.
Se puso en pie y salió al jardín, a pesar de que empezaba a llover. Intuí que no debía acompañarla. Permanecí en el salón, dando paseos de arriba abajo en medio del perfume embriagador de los jacintos, contemplando el dibujo de mi pájaro sobre la puerta y respirando con angustia la siniestra sombra que llenaba esta mañana toda la casa. ¿Qué era? ¿Qué había pasado?
Frau Eva volvió pronto. Las gotas de lluvia brillaban en su pelo negro. Se sentó en su sillón. El cansancio la inundaba. Me acerqué a ella; me incliné y besé las gotas que temblaban en su pelo. Sus ojos estaban claros y serenos, pero las gotas me supieron a lágrimas.
—¿Quiere que vaya a ver cómo está? —murmuré.
Ella sonrió débilmente.
—No sea usted niño, Sinclair —me amonestó en voz alta, como para romper el sortilegio—. Váyase ahora y vuelva más tarde. Ahora no puedo hablar con usted.
Me fui hacia las montañas, alejándome de la casa y de la ciudad. La lluvia fina y oblicua me daba en la cara; las nubes pasaban muy bajas y pesadas, como bajo la presión del miedo. En el valle no se movía el aire; en las alturas parecía que estaba desatada la tormenta. De vez en cuando, el sol rompía descolorido y cegador entre las nubes grises.
Entonces apareció sobre el cielo una nube ligera y amarilla; se agolpó contra el muro de nubarrones grises; y en pocos momentos el viento formó con el amarillo y el azul una imagen, un gigantesco pájaro, que se despegaba del caos azul y desaparecía con amplios aletazos en el cielo. En ese momento se desencadenó la tormenta y la lluvia cayó a torrentes mezclada con granizo. Un trueno breve, inverosímil y terrible, crepitó sobre el paisaje azotado; un poco más tarde volvió a romper el sol y sobre las cercanas montañas, más allá del bosque marrón, brilló mortecina e irreal la pálida nieve.
Cuando volví al cabo de unas horas a casa, mojado y despeinado, el mismo Demian me abrió la puerta. Me condujo a su habitación; en el laboratorio ardía una llama de gas; había papeles en desorden. Parecía haber trabajado.
—Siéntate —me invitó—, estarás cansado. Ha hecho un tiempo horrible. Se ve que has dado un buen paseo. Ahora traen el té.
—Hoy sucede algo —comenté vacilante—, no puede ser sólo la pequeña tormenta. Me miró inquisitivamente:
—¿Has visto algo?
—Sí. Vi durante un instante claramente una imagen en las nubes.
—¿Qué imagen?
—Era un pájaro.
—¿El gavilán? ¿Seguro? ¿El pájaro de los sueños?
—Sí. Era mi gavilán. Era amarillo y gigantesco y desapareció volando en el cielo azul. Demian respiró hondamente.
Llamaron a la puerta. La vieja criada trajo el té.
—Sírvete, Sinclair, por favor. No has visto el pájaro por casualidad, ¿verdad?
—¿Por casualidad? ¿Se ven acaso esas cosas por casualidad?
—No. Significa algo. ¿Sabes qué?
—No. Presiento que significa conmoción, un paso adelante en el destino. Creo que nos atañe a todos.
Demian paseaba agitado de un lado a otro.
—Un paso en el destino —exclamó—. Lo mismo he soñado yo esta noche; y mi madre tuvo ayer un presentimiento que le decía lo mismo. Yo he soñado que subía por una escalera, a lo largo de un tronco o de una torre. Al llegar arriba vi el país en llamas; era una gran llanura con ciudades y pueblos. Aún no te lo puedo explicar del todo, no lo veo muy claro.
—¿Y ese sueño lo refieres a ti? —pregunté.
—¿A mí? Pues claro. Nadie sueña cosas que no se refieren a él. Pero no me atañe a mí solo, tienes razón. Yo distingo bien los sueños que me anuncian movimientos de mi alma y los otros, muy raros, en los que se presagia el destino de toda la humanidad. He tenido pocas veces sueños de éstos, y nunca uno del que pudiera decir que ha sido una profecía y que se haya cumplido. Las interpretaciones son demasiado vagas. Pero de una cosa sí estoy seguro. He soñado algo que no sólo me atañe a mí. Porque es semejante a otros sueños antiguos que he tenido y de los que es continuación. De éstos, Sinclair, brotan los presentimientos, de que ya te he hablado. Que nuestro mundo está corrupto, ya lo sabemos; esto no sería un motivo suficiente para profetizarle su destrucción o algo parecido. Pero desde hace varios años he tenido sueños de los que he sacado la conclusión o el presentimiento —o como quieras llamarlo— que me hacen intuir que se acerca la destrucción de un mundo viejo. Primero fueron atisbos imprecisos y lejanos; pero cada vez se han ido haciendo más concisos y potentes. Aún no sé más que se avecina algo grande y terrible que me concierne. Sinclair, vamos a vivir lo que hemos discutido más de una vez. El mundo quiere renovarse. Huele a muerte. No hay nada nuevo sin la muerte. Es más terrible de lo que yo había pensado.
Le miré aterrado.
—¿No me puedes contar el final de tu sueño? —pregunté tímidamente. Sacudió la cabeza.
—No.
La puerta se abrió y entró Frau Eva.
—¿Qué hacéis ahí? ¡No iréis a estar tristes!
Tenía un aspecto fresco y nada fatigado. Demian le sonrió y ella se acercó a nosotros como la madre a los niños asustados.
—Tristes, no, madre; sólo hemos meditado un poco sobre los nuevos signos. Pero no tienen que preocuparnos. Lo que tenga que venir, vendrá de pronto; y entonces sabremos lo que necesitamos saber.
Me sentía muy mal; y cuando me despedí y atravesé solo el salón, el perfume de los jacintos me pareció marchito, insípido y fúnebre. Una sombra se había cernido sobre nosotros.