50. Apocalipsis

El movimiento reflejo de Gurney para apartarse del destello y el estallido ensordecedor habría derribado la silla si no hubiera sido por el borde de la mesa. Durante un minuto no pudo ver nada y lo único que pudo oír fue el eco discordante del disparo.

Sintió cierta humedad en el lado izquierdo del cuello, un leve goteo. Se llevó la mano a un lado de la cara y notó más humedad en el lóbulo de la oreja. Al palpar con los dedos descubrió un punto que le escocía, que le ardía, en la parte superior de la oreja: el origen de la sangre.

—Ponga las manos sobre la cabeza. Ahora. —La voz que susurraba parecía distante, perdida en la reverberación de sus oídos.

Pero hizo lo posible por obedecer.

—¿Me ha oído? —dijo la voz distante, apagada.

—Sí —dijo Gurney.

—Bien. Escuche con atención. Le haré la pregunta otra vez. Debe responderla. Sé juzgar bien qué es verdad y qué no lo es. Si oigo la verdad, continuamos con una bonita conversación inofensiva. Pero si escucho una mentira, aprieto el gatillo otra vez. ¿Está claro?

—Sí.

—Cada vez que oiga una mentira, pierde algo. La próxima vez no será solamente un trocito de su oreja. Perderá cosas más importantes. ¿Entiende?

—Entiendo. —La visión de Gurney estaba empezando a recuperarse del destello del cañón. Otra vez distinguía una franja de luz de luna en medio de la sala.

—Bien. Quiero saberlo todo de ese supuesto error en Lakeside Collision. Sin acertijos. La pura verdad. —A la luz de la luna, el cañón bañado en plata de la pistola descendió gradualmente hasta que se alineó con el tobillo derecho de Gurney.

Dave apretó los dientes para no temblar ante la idea de lo que una bala de la Desert Eagle podía hacerle a esa articulación. Podía ir despidiéndose del pie, pero lo peor sería la pérdida de sangre arterial. Y responder la verdad a aquellas preguntas no era la palanca que controlaría el resultado. La palanca era el sentido de seguridad personal del Buen Pastor. Y esa palanca solo podía moverse en una dirección. No había escenario alguno en el que un Gurney vivo pudiera plantear un riesgo menor para el Buen Pastor que un Gurney muerto.

Lo único que faltaba por determinar era cuántas partes de su cuerpo le amputaría antes de morir desangrado, solo, en el suelo de la cabaña de Max Clinter, en medio de una ciénaga, en medio de ninguna parte.

Cerró los ojos y vio a Madeleine junto al abedul.

En fucsia, violeta, rosa, azul, naranja, escarlata…, brillando bajo la luz del sol.

Caminó hacia ella, a través de una hierba que era tan verde como la vida y que olía tan dulce como debía de oler el cielo.

Madeleine puso sus dedos levemente en los labios de él y sonrió.

—Lo harás genial —dijo—. Lo harás genial.

Y un momento después estaba muerto.

O eso pensó.

A través de los párpados cerrados, sintió una iluminación repentina, acompañada por el sonido de una música distante que sonaba cada vez más fuerte en sus oídos, que todavía le zumbaban. Por encima oyó el ritmo de un gran tambor.

Y luego la voz.

La voz que lo devolvió a la cabaña en la ciénaga en medio de ninguna parte. Una voz poderosamente amplificada por un megáfono.

«Policía… Policía del estado de Nueva York… Tire sus armas… Tire sus armas y abra la puerta… Ahora… Tire sus armas y abra la puerta… Policía del estado de Nueva York… Tire sus armas y abra la puerta.»

Gurney abrió los ojos. En lugar de luz de luna, había un foco brillando en la ventana. Miró a través de la sala al lugar donde el Buen Pastor había permanecido como un ninja en la oscuridad. En su lugar había un hombre de estatura media, vestido con pantalones marrones y un cárdigan color habano, con una mano levantada para cubrirse los ojos del resplandor. Le costó asociar esa modesta figura con el monstruo homicida de su imaginación. Sin embargo, en la otra mano la brillante pistola Desert Eagle de calibre 50 no dejaba lugar a dudas. La pistola responsable de la sangre que aún goteaba por un lado del cuello de Gurney, del olor acre de pólvora en la sala, del zumbido en sus oídos.

La pistola que había estado a punto de acabar con su vida.

El hombre se apartó un poco del foco y con calma bajó la mano con la que se había protegido los ojos, revelando un rostro impasible, sin arrugas. Era una cara sin nada especial, que no reflejaba emoción alguna, sin ningún rasgo en particular. Era una cara equilibrada y ordinaria. Una cara que era esencialmente olvidable.

Sin embargo, Gurney sabía que la había visto antes.

Cuando finalmente fue capaz de situarla, cuando por fin pudo ponerle un nombre, pensó que se había equivocado. Parpadeó varias veces, tratando de encontrarle sentido a lo que veían sus ojos. Le costaba unir esa identidad callada e inofensiva con las palabras y acciones del Buen Pastor. En especial con una de esas acciones.

Sin embargo, al tiempo que aumentaba su certeza y se aseguraba de que no se equivocaba, casi pudo sentir que las piezas del puzle se movían y empezaban a encajar.

Larry Sterne le devolvió la mirada con expresión más reflexiva que temerosa. Larry Sterne, que le había recordado al señor Rogers. Larry Sterne, el odontólogo de voz calmada. Larry Sterne, el sereno empresario propietario de una gran clínica dental. Larry Sterne, el hijo de Ian Sterne, que había construido un imperio de la belleza que valía millones de dólares.

Larry Sterne, el hijo de Ian Sterne, quien había invitado a una encantadora joven pianista rusa a compartir su casa de Woodstock. Y casi con certeza su cama. Y, potencialmente, un lugar en su testamento.

Dios santo, ¿solo se trataba de eso?

¿Simplemente se trataba de asegurarse su herencia?

¿Solo intentaba proteger su futuro económico de los imprevisibles afectos de su padre?

Por supuesto, era una herencia sustancial. Una herencia por la que merecía la pena preocuparse. Una máquina de hacer dinero, en realidad. Algo que nadie querría perder.

¿El calmado y amable Larry había evitado, matando a su padre, cualquier riesgo de que esa máquina de hacer dinero terminara en manos de aquella joven y encantadora pianista rusa? Y luego, al llenar el paisaje con otros cinco cadáveres, simplemente había estado evitando correr cualquier riesgo de que la policía se planteara la que habría sido su primera pregunta si Ian Sterne hubiera sido la única víctima: la maldita pregunta que habría llevado directamente a Larry.

Cui bono?

En la extraña combinación de luz de luna y focos en movimiento que iluminaban la ventana, Gurney vio que Sterne seguía agarrando su pistola de manera firme y estable, pero los ojos del hombre estaban innegablemente concentrados en un mundo de opciones que se reducían. Era difícil identificar la emoción exacta que se reflejaba en sus pupilas. ¿Era terror? ¿Rabia? ¿La feroz determinación de una rata acorralada? ¿La glacial calculadora acababa de saturarse y había dejado a aquel tipo en un estado frenético?

Gurney pensó que estaba viendo a alguien que actuaba mecánicamente, sin corazón. Ese mismo modo de actuar había provocado… ¿cuántas muertes?

¿Cuántas muertes? Entonces recordó el caso del Estrangulador de las Montañas Blancas. Encajaba en el patrón: un asesinato quedaba oculto por otros que solo servían a tal propósito, crímenes que parecían los típicos de un asesino en serie. Gurney se preguntó qué había hecho la novia de Larry para que su vida se convirtiera en un inconveniente para él. ¿Tal vez se había quedado embarazada? O tal vez no era nada tan importante. Para un hombre como Larry —el Estrangulador de las Montañas Blancas, el Buen Pastor— el asesinato no tenía por qué basarse en un motivo importante. Lo crucial era que el beneficio que pudiera extraer de él fuera mayor que su coste.

Gurney recordó las palabras del evangelista de RAM con un escalofrío: acabar con una vida, eliminarla como una voluta de humo, pisarla como un terrón de tierra, eso es la esencia del mal.

Fuera, más allá del estanque de los castores, una sirena intermitente se encendió durante cinco segundos y se apagó. El anuncio previo del megáfono se repitió entonces a pleno volumen.

Gurney se volvió en su silla y miró por la ventana delantera. Potentes focos iluminaban el terreno desde el fondo del camino elevado. Aquel sonido que había percibido antes debía de ser el de una sirena. Con el estallido de la pistola zumbando todavía en sus oídos, conmocionado, lo había tomado por música. Y lo que antes le había parecido un gran tambor ahora lo reconoció como el zumbido del rotor de un helicóptero que volaba en círculos. Su foco se desplazaba adelante y atrás por encima de la cabaña, por encima de la hierba enredada de la ciénaga, por encima de los troncos desnudos de los árboles que sobresalían del agua negra.

Gurney se volvió hacia Sterne. Tenía dos preguntas que pugnaban en lo alto de su lista de cuarenta o cincuenta. La primera era la más urgente.

—¿Qué va a hacer ahora, Larry?

—Actuar de la manera más razonable posible.

La respuesta no podría haber sido más demencial.

—¿Qué significa eso?

—Rendirme. Jugar el juego. Imponerme.

Gurney temía estar viendo la calma que precede a la tormenta, temía que la dulce luz de la razón y la rendición estuviera a punto de explotar para dar paso a un desquiciado baño de sangre.

—¿Imponerse?

—Siempre lo hago. Siempre lo haré.

—Pero ¿pretende rendirse?

—Por supuesto. —Sonrió como si estuviera intentando aliviar el temor de un niño de jardín de infancia a subir al autobús—. ¿Qué se creía? ¿Que iba a tomarlo como rehén, como escudo humano para escapar?

—No sería la primera vez.

—No es el caso. —Parecía estar divirtiéndose—. Sea realista, detective. ¿Qué clase de escudo sería? Por lo que he oído, sus colegas de profesión estarían encantados de tener una oportunidad para dispararle. Más me valdría escudarme con un saco de patatas.

Gurney no sabía qué decir ante la compostura de aquel hombre. ¿Estaba completamente loco?

—Teniendo en cuenta que es un hombre que terminará en la silla eléctrica, se le ve muy contento. —De inmediato se dio cuenta de lo peligroso y poco aconsejable que era aquel comentario, pero la actitud de Sterne lo frustraba.

Sin embargo, al parecer, no tenía por qué preocuparse. Sterne se limitó a negar con la cabeza.

—No sea tonto, detective. Tarados con abogados de tercera han conseguido posponer sus ejecuciones durante veinte años o más. Yo puedo hacerlo mejor. Mucho mejor. Tengo dinero. Un montón de dinero. Tengo conexiones tanto visibles como invisibles. Lo más importante de todo: conozco cómo funciona el sistema legal…, cómo funciona de verdad. Y tengo algo de gran valor para ofrecer al sistema. Algo que intercambiar, digamos. —Irradiaba una tranquilidad que se situaba en algún punto entre la paz de un yogui y la locura.

—¿Qué tiene?

—Conocimiento.

—¿De?

—De ciertos casos sin resolver.

Fuera, cinco segundos de una sirena intermitente precedieron a otro anuncio de megáfono. Las palabras se habían hecho más urgentes.

«Policía del estado… Deje sus armas ahora… Abra la puerta ahora… Hágalo ahora… Deje sus armas inmediatamente y abra la puerta… Abra la puerta ahora.»

—¿Casos sin resolver, como, por ejemplo…?

—Hace unos minutos ha dicho que podría haber más cadáveres. Podría tener razón.

El rugido sordo del helicóptero estaba haciéndose más alto sobre la cabaña; su luz, más brillante. Sterne parecía ajeno a ello. Su atención estaba completamente centrada en Gurney, que a su vez intentaba analizar aquel penúltimo giro de uno de los casos más inquietantes de su carrera.

—No le sigo, Larry. Si pueden colgarle diez asesinatos…

—Bueno, habría que ver si son capaces de eso.

—Sí, de acuerdo, habría que verlo. Pero si pueden, no entiendo qué influencia podría tener confesar un par más.

Sterne sonrió.

—Ya veo lo que está haciendo. Intenta ridiculizar mi oferta para que le muestre mis cartas. Es una treta estúpida, pero me parece bien. Sin secretos entre amigos. Deje que le plantee una pregunta, pura hipótesis: ¿qué importancia tendría para una policía del estado resolver (pura hipótesis) treinta, cuarenta, cincuenta casos abiertos?

O Larry Sterne estaba loco más allá de lo imaginable, o era un mentiroso compulsivo, un megalómano que se creía capaz de inventarse cualquier cosa y hacer que la gente lo creyera.

El escepticismo de Gurney no le pasó desapercibido a Sterne, que dobló su apuesta.

—Supongo que poner cincuenta casos en la carpeta de resueltos mejoraría drásticamente las estadísticas del departamento, proporcionaría un cierre a las familias. Sí, puede tener su influencia. Y si cincuenta no es un número lo bastante grande, podríamos ofrecer sesenta. O setenta. Lo que sea necesario para cerrar el tipo de trato que tengo pensado.

—¿Cuál es, Larry?

—Nada que no sea razonable. Creo que descubrirá que soy el hombre más razonable que ha conocido. No hay necesidad de entrar en detalles. Lo único que pido es un encarcelamiento razonablemente civilizado. Una celda acogedora para mí solo. Comodidades sencillas. Simplemente la relajación de las reglas poco razonables. Nada que hombres de buena voluntad no puedan negociar razonablemente.

—¿Y a cambio de eso podría confesar cincuenta o sesenta asesinatos no resueltos, junto con detalles completos que corroborarían el móvil y el método?

—Hipotéticamente.

El megáfono anunció: «Está es su última oportunidad. Tire sus armas y abra la puerta. Es su última oportunidad».

Gurney lo volvió a intentar, a la desesperada.

—¿Incluido el caso del Estrangulador de las Montañas Blancas?

—Hipotéticamente.

—¿Y la razón del número tan elevado de víctimas es que el método siempre era el mismo: matar a cinco o seis personas cada vez, solo para disimular el motivo del único crimen que de verdad le importaba?

—Hipotéticamente.

—Ya veo, pero no estoy seguro de comprender el cálculo de riesgo. ¿No sería razonable asumir que un solo asesinato bien planeado presentaría menos riesgo de exposición que cinco o seis?

—La respuesta es no. Por bien planeado que esté un asesinato, sigue centrando la atención en la víctima y en las consecuencias de esa única muerte. No hay escapatoria de la singularidad del suceso. En cambio, los asesinatos adicionales prácticamente eliminan todo riesgo de que el crimen central reciba la atención que requiere, y casi no crea ningún riesgo adicional. A los asesinos se les detiene, básicamente, por su conexión con las víctimas. Si no hay conexión…, bueno, estoy seguro de que comprende el concepto.

—Y el coste, las vidas con las que acabó…

Sterne no dijo nada. Su sonrisa vacía tenía más valor que sus palabras.

Gurney se preguntó cuánto tiempo tardaría una dura prisión del estado en borrarle aquella sonrisa.

Una vez más Sterne pareció comprender lo que estaba pensando. Su sonrisa se ensanchó.

—De hecho ya tengo ganas de ver mis interacciones con el sistema penal y su población. Siempre pienso en positivo, detective. Acepto la realidad que se me presenta. Una prisión es un nuevo mundo por conquistar. Tengo cierta habilidad para atraer a gente a la que puedo usar. Parece que se ha fijado en mi éxito con Robby Meese. Piense en ello. Las instituciones penitenciarias están llenas de gente como Robby Meese, jóvenes susceptibles que buscan una figura paterna, alguien que los comprenda, alguien que esté a su lado, que pueda canalizar sus energías, sus temores, sus resentimientos. Piense en ello, detective. Bien guiados, jóvenes así pueden convertirse en una especie de guardia de palacio. Es una perspectiva excitante en la que he tenido ocasión de pensar muchas veces a lo largo de los años. En resumen, creo que la vida en prisión será manejable. Podría incluso convertirme en una celebridad…, con abogados y amigos famosos, con apelaciones de perfil alto y un sinfín de retos legales. Tengo la sensación de que podría convertirme otra vez en el niño mimado de la comunidad de psicólogos. Todos tratarán de rehabilitarse con profundas y nuevas ideas sobre la verdadera historia del Buen Pastor. Y no se olvide de los libros: biografías autorizadas y no autorizadas. Y especiales de RAM. Tal vez una película. ¿Y sabe una cosa? Puede que a largo plazo termine en una posición mucho mejor que la suya. Se ha ganado más enemigos fuera de los que yo tendré dentro. Cuando lo piense, verá que no es una gran victoria para usted. Yo puedo pagar a gente para que me proteja, a gente que es muy buena en esta clase de cosas. Pero ¿y usted? Yo, en su lugar, estaría preocupado.

Otra vez la voz tras el megáfono: «Tire las armas y abra la puerta».

Gurney observó a aquel tipo pequeño y común que vestía con un cárdigan color habano.

—¿Dígame una cosa, Larry? ¿Se arrepiente de algo?

Parecía sorprendido.

—Por supuesto que no. Todo tiene perfecto sentido.

—¿Incluido Lila?

—¿Perdón?

—¿Incluido matar a su mujer, Lila?

—¿Qué pasa con eso?

—¿También tiene perfecto sentido?

—Por supuesto. De lo contrario no lo habría hecho, siempre hablando en hipótesis. En realidad, debería decir que más bien teníamos un acuerdo comercial, no tanto un matrimonio convencional. Lila era una atleta sexual muy refinada. Pero eso es otra historia.

Pasó al lado de Gurney, se acercó a la puerta de la cabaña, la abrió y arrojó la gran pistola a la hierba.

«Muestre las manos… Levántelas por encima de la cabeza… Camine hacia delante muy poco a poco.»

Sterne levantó las manos y salió de la cabaña. Al dirigirse hacia el camino elevado, el foco del helicóptero se centró en él. Un vehículo en el otro extremo del paso elevado, con luces antiniebla y dos faros encendidos empezó a avanzar.

Era extraño. Lo normal era mantener la posición y dejar que el sospechoso avanzara hasta un punto preseleccionado. Allí, con la intervención de un equipo de apoyo, la situación podría controlarse mejor.

Y por cierto, ¿dónde estaban los refuerzos? ¿En el helicóptero que sobrevolaba la cabaña? Ningún jefe de equipo en su sano juicio lo manejaría de ese modo.

Había varios focos instalados, pero ningún faro más. No había coches de policía. Dios, si había uno, debería de haber una docena.

Gurney cogió la Beretta de la mesa y miró por la ventana.

Era difícil ver gran cosa del vehículo que se acercaba por el camino elevado, con aquellas luces enfocadas hacia delante. Pero había una cosa evidente: los faros estaban demasiado separados para pertenecer a un coche patrulla. El Departamento de Policía del estado de Nueva York tenía diversos todoterrenos, pero el que se acercaba por el paso elevado era un vehículo demasiado grande.

Y era lo bastante ancho como para ser el Humvee de Clinter.

Eso significaba que el helicóptero tampoco era de la policía.

¿Qué cojones?

Sterne ya estaba en el camino elevado, con las manos levantadas, a cinco o seis metros del vehículo que se acercaba.

Gurney salió de la cabaña. Con la Beretta a punto, levantó la mirada. A pesar del destello del faro del helicóptero no le costó reconocer el gigante logo de RAM en su vientre.

El faro barrió el camino elevado, iluminando primero a Sterne y luego al vehículo que tenía delante, que desde luego parecía el Humvee de Clinter. Había algo sobre el capó. ¿Quizás una clase de arma? La luz del helicóptero barrió el agua, volvió a la cabaña y regresó al camino elevado.

¿Qué coño estaba pasando ahí? ¿Qué pretendía hacer Max Clinter?

La respuesta llegó en un horrendo shock. El artefacto del capó disparó una llamarada que al momento envolvió a Sterne de la cabeza a los pies en un fuego naranja que se fue haciendo cada vez mayor. El hombre empezó a tambalearse, gritando. El helicóptero se inclinó para acercarse, pero la corriente de aire provocada por el rotor intensificó las llamas y el aparato se alejó elevándose rápidamente.

Gurney corrió desde la cabaña al camino elevado, pero cuando llegó Sterne ya había caído al suelo, inconsciente, por suerte. Estaba envuelto en un fuego que ardía con el calor cegador de un napalm casero.

Cuando Gurney levantó la mirada del cuerpo que ardía, vio a Max Clinter de pie, junto a la puerta del Humvee, con uniforme de camuflaje y botas de piel de serpiente. Tenía los labios retraídos y mostraba los dientes. Sostenía una ametralladora de las que Gurney solo había visto en viejas películas de guerra, siempre sobre un soporte. Parecía demasiado grande y pesada para que la llevara un hombre, pero Clinter no parecía tener problemas para aguantar su peso. Se separó varios pasos del Humvee y levantó el enorme cañón hacia el cielo.

Por un momento, por el ángulo del arma y la ferocidad demente en los ojos de Clinter tuvo la sensación de que estaba a punto de cargar contra la luna. Pero entonces el cañón se movió firmemente hacia el helicóptero de RAM, cuyo rugiente rotor estaba convirtiendo la plácida superficie del estanque en una masa de agua ondulada.

—¡Max, no! —gritó Gurney.

Sin embargo, Clinter estaba lejos de su alcance y no le escuchaba. Parecía que nada podía detenerle. Separó los pies, gritó algo que Gurney no pudo descifrar en medio de aquel estruendo y empezó a disparar.

Al principio la andanada de balas pareció no provocar efecto alguno, pero luego el helicóptero se inclinó y empezó a caer en pequeño arcos descendentes. Max siguió disparando. Gurney estaba tratando de llegar a él, pero el fuego que se extendía desde el cuerpo de Sterne le bloqueaba el paso. El calor y el hedor de carne quemada eran horrendos.

Entonces, con una abrupta sacudida, el helicóptero giró noventa grados de costado, estalló en llamas y se estrelló en el camino elevado justo detrás del Humvee. Hubo una segunda explosión y luego una tercera, cuando el vehículo de Clinter quedó envuelto en la conflagración. Clinter no pareció fijarse en que lo había rodeado una salpicadura de combustible ardiendo.

Gurney saltó al estanque para rodear el cuerpo de Sterne y avanzó por el agua, que le llegaba hasta la cadera, sobreponiéndose al efecto ventosa del barro del fondo. Cuando logró auparse otra vez al camino elevado, medio reptando, medio tambaleándose hacia Clinter, la ropa y el cabello del hombre ya estaban en llamas. Todavía sosteniendo el arma, Clinter empezó a correr como un loco en dirección a la cabaña: el aire que generaba al correr alimentaba el fuego que lo estaba consumiendo. Gurney se propulsó hacia delante para intentar arrojarlo al estanque, pero cayeron juntos al suelo, al borde del agua, mientras la enorme ametralladora, entre ellos, no dejaba de disparar balas en la noche.